«Rombo” de Esther Kinsky, el cruce de voces de un territorio perturbado

Foto cabecera por Heike Steinweg / Emma Rodríguez © 2023 / 

Muy al comienzo de Rombo, una singular entrega de la autora alemana Esther Kinsky (Renania, 1956), se habla de la necesidad de hallar una calma solemne para “transitar” por un “camino lleno de recuerdos”. En la misma página del recorrido leemos que “la memoria es un animal que ladra por muchas bocas”. Ambas ideas se incluyen en un capítulo titulado Temblor, que ya indica muy bien el sentido del trayecto que hemos de seguir. El libro rememora las experiencias de siete personas que sobrevivieron a dos terribles seísmos que, en mayo y septiembre de 1976, devastaron el noreste de Italia, una zona que la escritora y también traductora –del polaco, el inglés y el ruso– conoce bien, pues comparte su tiempo entre Viena y Friuli, una región fronteriza, que limita con Austria, Eslovenia, el Mar Adriático y la región del Véneto, y que fue uno de los escenarios del desastre.

Es la primera vez que me acerco a esta autora que me ha devuelto un lenguaje que hacía tiempo no me encontraba en la literatura, el del mundo rural, en este caso el de los habitantes de una comarca montañosa que han de hacer frente a las adversidades, conocedores del canto de los pájaros, de las melodías del bosque, de las tareas agrícolas, del cuidado de animales que les procuran el sustento. Kinsky hace que los hombres y mujeres de este libro nos cuenten su comunión con el entorno, con las piedras, con los riscos, con los ríos, demostrándonos hasta qué punto la poderosa fuerza de la naturaleza nos empequeñece, nos hace ser conscientes de nuestra vulnerabilidad.

En tiempos de urgencia climática, de extinción de especies, de hábitats; hoy que sabemos con certeza los destrozos que el planeta ha sufrido a causa de las prácticas capitalistas; en momentos en los que estamos necesitados de políticas de cambio, valientes, capaces de paliar el avance destructivo, esta obra cobra mayor sentido. En mi caso su efecto fue poderoso, pues empecé a leerla el pasado mes de agosto en Tenerife, cuando un incendio destruía hectáreas y hectáreas de la denominada corona forestal; muy presente aún otro desastre natural en la cercana isla de la Palma, un agresivo volcán que arrasó terrenos y casas. Las escenas de las evacuaciones de las que era testigo se sumaban a las que se narran en Rombo, palabra que alude al estruendo que produce la tierra cuando tiembla, lo que hizo que me sintiera muy próxima a los testimonios desplegados en la obra. 

Esther Kinsky hace que los hombres y mujeres de «ROMBO» nos cuenten su comunión con el entorno, con las piedras, con los riscos, con los ríos, demostrándonos hasta qué punto la poderosa fuerza de la naturaleza nos empequeñece, nos hace ser conscientes de nuestra vulnerabilidad.

Los dos terremotos de 1976 en el noreste de Italia se cobraron vidas, dañaron el paisaje, produjeron el desplazamiento de mucha gente hacia otros lugares y dejaron una profunda herida que aún hoy no se ha cerrado del todo, algo que seguramente la autora detectó en sus estancias en un lugar marcado por la desgracia, por un pasado oscuro, superado con el devenir del tiempo, con el paso de las generaciones, pero no olvidado. Esther Kinsky, a la que se suele comparar con W. G. Sebald, quien también traza puentes entre lo humano y lo natural, me ha recordado por la técnica utilizada a la Premio Nobel Svetlana Alexiévich en obras como Voces de Chernóbil o La guerra no tiene nombre de mujer, donde escucha a los protagonistas para contar sus historias, para preservar la memoria de lo acontecido. Nada que ver el estilo de ambas autoras, pero sí la utilización de materiales documentales para construir frescos narrativos corales.

En Rombo la escritora alemana dota a sus relatos de una prosa con un deslumbrante halo poético, de una mirada que observa desde la distancia el efecto provocado sobre la geografía y en el interior de las personas. La poesía es la mejor herramienta para profundizar en los cimientos de la tierra y en el alma de las gentes. La crónica y la narración literaria se hermanan sabiamente en este camino construido a modo de piezas, en el que a las historias particulares, a los recuerdos, se unen composiciones sobre especies animales o de plantas, elementos del entorno, costumbres, leyendas… Todo se va sucediendo: las voces, los destinos, los colores y sonidos de un paisaje al que se accede desde la contemplación, atisbando su belleza, pero también desde la exploración geológica, científica, lo cual da lugar a una mezcla muy particular.

Los dos terremotos de 1976 en el noreste de Italia se cobraron vidas, produjeron el desplazamiento de mucha gente hacia otros lugares y dejaron una profunda herida que aún hoy no se ha cerrado del todo. De ello hablan los siete protagonistas de un libro que convierte el testimonio en literatura.

En este libro, la escritora, que en una entrega anterior, Arboleda –publicada como esta por la editorial Periférica– afronta el tema del duelo, a raíz de la pérdida de su compañero de vida y a través de un viaje por Italia, vuelve a indagar en las desapariciones, en el luto, pues nada vuelve a ser lo que fue tras un desastre natural que lo transforma todo; porque quienes sobreviven han de ponerse en pie y construir nuevos espacios, nuevas maneras de seguir caminando. En este libro, Kinsky se comporta, en cierto modo, como una avezada etnógrafa, presta a observar y analizar los comportamientos humanos. Demuestra su capacidad para la escucha, para la empatía, en un recorrido donde se cruzan historias y aconteceres; donde se teje un entramado de puntos de vista, de percepciones y miradas diferentes sobre los mismos hechos. 

Aquí el testimonio se convierte en literatura. Los relatos son en primera persona y detrás de ellos imaginamos las preguntas que va realizando la autora y su posterior trabajo para acceder al fondo de las vivencias. Cada cual interpreta lo sucedido de diferente manera, según sus experiencias, sus anhelos; cada cual observa desde un ángulo diferente, lo que contribuye a que el relato colectivo se vaya iluminando. Lo primero de lo que hablan los siete protagonistas es del estruendo, del ruido que antecedió al derrumbe.

Tiempo después todos hablarán del ruido, del “rombo”. Con el que empezó. Con el que cambió todo, de golpe, como quien dice, aunque fue más bien un empujón, uno similar al final sordo e impreciso de un movimiento que vino rodando desde lejos. Aquel ruido se les grabó en la memoria a todos con diversidad de nombres. Zumbido, chirrido, rugido, murmuración, trueno, cencerreo, runrún, silbido, traqueteo, pitido, fragor, bramido. Etcétera. Pero siempre oscuro…”, leemos en el inicio de un trayecto que parte de un hecho concreto y acaba retratando a cada uno de los narradores, con sus biografías a cuestas, historias de separaciones, de afectos, de desgracias familiares, de deseos incumplidos, de traslados, exilios, migraciones, en busca de mejores horizontes.

Esther Kinsky en el Leipzig Book Fair (2016). Fotografía por Heike Huslage-Koch.

Rombo, sí, narra el abandono de la montaña, la busca de trabajo en zonas más prósperas, en países como Suiza o Alemania. Las desigualdades europeas salen a la luz en una entrega que se acerca a los conflictos de tantas personas que han de abandonar sus lugares de origen. El paso del tiempo, el transcurrir de las estaciones, planea en un recorrido atento al vuelo de los pájaros –a sus apariciones a lo largo de los meses–; a las hibernaciones de otras especies; a labores como la de los pastores de cabras, los afiladores, los taladores… Todo parece formar parte de un mundo que nos es ajeno en los entornos urbanos que habitamos, donde hemos perdido el contacto y el lenguaje de la naturaleza y donde, cada vez más, estaremos expuestos a catástrofes naturales y veremos amplificarse las migraciones climáticas. Como dejó escrito el filósofo francés Bruno Latour en su ensayo Dónde aterrizar, todos, en mayor o menor medida, nosotros, nuestros descendientes, vamos a sentir que “el suelo desaparece bajo nuestros pies”.

La escritora traza un trayecto que parte de un hecho concreto y acaba retratando a cada uno de los narradores, con sus biografías a cuestas, historias de separaciones, de afectos, de desgracias familiares, de deseos incumplidos, de traslados, exilios, migraciones, en busca de mejores horizontes.

Kinsky desarrolla en este libro tan esclarecedor, en el que da voz a gente que parecía necesitada de hablar, de compartir un trauma guardado largo tiempo, una narración localizada, centrada en un espacio concreto, pero que se torna universal, pues han sido muchas las víctimas de este tipo de catástrofes a lo largo de la historia y seremos más en el futuro quienes veamos quebrarse el suelo a nuestros pies, algo que ya ha previsto la ciencia y que, a día de hoy, no sigue encontrando respuestas políticas adecuadas que atenúen los efectos de lo que parece inevitable, que nos preparen para los cambios. Pero no quiero desviarme del trayecto que nos ocupa, lleno de cruces de senderos. Después del ruido vino el derrumbe, la angustia, la muerte, en esa zona de Italia dominada por el Monte Canin, una presencia permanente sobre el valle y los pueblos del entorno, que me parece estar viendo en todo momento mientras paso las páginas, mientras me asomo a esta Ventana Propia. 

¿Qué aspecto tenía la tierra antes? De repente lo han olvidado y estarán años buscándolo en sueños… ¿Qué aspecto tenía el suelo antes de la fractura, antes de los fragmentos, los escombros, las huellas de arrastre, el suelo bajo los pies, día tras día? / El terreno de la vida cotidiana deviene territorio perturbado, en el que cada uno busca algo perdido, a tientas, mirando, escuchando”, vamos leyendo. En un momento se habla de “lazos de la memoria y los sentimientos, una frase que define muy bien el alcance de esta obra que sigue el curso del río de la memoria y sus huidizos afluentes.

Los protagonistas de Rombo, recuerdan y reflexionan, intentando  extraer enseñanzas de lo vivido, volviendo al pasado para hacer recuento de sus devenires, de sus desgracias y fortunas antes y después de los seísmos. Sus palabras, pasadas por el filtro de la literatura, ahondan, se abren a temas esenciales. “¿Qué es la memoria? Va y viene a su aire. Desaparece y se cuela de rondón, sin que nosotros podamos intervenir (…) La memoria es como algo que se va tejiendo de continuo, de modo que todo lo que se ve y se oye y se huele y se piensa viene a ser un hilo de esa trama de la memoria”, escuchamos a Olga, quien enumera imágenes que la trasladan siempre al momento del terremoto, a episodios concretos de su existencia, y acaba concluyendo: “La memoria somos nosotros mismos”.

¿Qué es la memoria, qué es el olvido?, se pregunta, a su vez, Mara, mientras recuerda, en un capítulo muy hermoso, a su madre, que pese a su pérdida de referencias, de recuerdos, seguía sabiendo encontrar sus flores preferidas y hablaba con sus hijos muertos y con “los que se marcharon al extrranjero y no regresaron nunca”, aunque no se sabía ya los nombres de quienes estaban con ella y la cuidaban. El olvido, se responde, es: “Una manera de mantener el orden. En el dolor. Y en la vida en general. Sin el olvido la cabeza nos estallaría. Y también el corazón”.

Y sobre el mismo tema abre otro interrogante Lina: “¿Tiene memoria el monte? ¿Conserva en alguna parte las pisadas, los sonidos, las huellas de las manos que tantearon, aferraron, resbalaron, escarbaron; los pasos que corrieron, arrastraron, buscaron; de pezuñas de animales, de alas que rozaron, de picos que se restregaron en la piedra?”, voy leyendo y pienso en las muchas historias que podrían contar, si hablaran, las piedras, los paisajes. Esta entrega de Esther Kinsky es también un intento de hacerlo realidad. Un intento que se convierte en motor del recorrido narrativo. Aquí el entorno natural cobra protagonismo, tiene un lenguaje propio, marca a quienes lo pisan de manera inevitable. 

Cada personaje, como decía, mira hacia atrás, y va dando cuenta de su vida, tanto de sus remansos como de sus zonas más escarpadas. Esos relatos se acompasan con los del valle, con su fauna y su flora, con leyendas y fábulas antiguas que parecen determinar la suerte del lugar, caso de la de Riba Faronika, “la sirena que desataba los terremotos con su doble aleta de pez”. Vemos a Anselmo y su hermana, que han dejado en Alemania a la madre y se han ido a las montañas a vivir con su padre y su abuela, una historia de desapego, de descubrimiento de un territorio indomable al que adaptarse. Seguimos los pasos de Silvia, su crecimiento entre los paisajes montañosos y los de la costa, donde su madre trabaja limpiando habitaciones. Nos conmovemos con las andanzas de Gigi, pastor de cabras que prefiere el silencio a las conversaciones de la gente, que tal vez sea el que mejor se compenetra con la naturaleza. Para él aquellos días horribles quedaron grabados como “un agujero” en su vida. “Como un agujero”, nos hace saber, “por el cual he podido mirar a algo distinto, a un mundo desconocido”. 

Es Gigi quien expresa con sencillez y extrema lucidez la transformación que experimentó la zona y las personas que la habitaban. “Todo parecía un mal sueño. Hay que ver lo que aquella única noche había hecho con nosotros”. En su relato, en el de todos los demás narradores, entra el tiempo de las reparaciones, la ayuda inicial entre vecinos, que, poco a poco, fue desapareciendo porque cada cual defendía lo suyo. “Aquel verano muchos se volvieron locos, creo, sencillamente perdieron el juicio: no sé si se debió al terremoto o al tiempo extraño y a esa inquietud que embargaba el mundo del valle. Con aquella calorina hubo muchas peleas, muchas peleas y mucho pesar. Y en mitad de aquel desasosiego vino gente de abajo, de fuera, también políticos, y echaron discursos y alabaron a quienes vivíamos en el valle por lo eficientes y valerosos que éramos”, volvemos a las rememoraciones del ensimismado pastor.

Es Gigi , el pastor de cabras, quien expresa con sencillez y extrema lucidez la transformación que experimentó la zona y las personas que la habitaban. “Todo parecía un mal sueño. Hay que ver lo que aquella única noche había hecho con nosotros”.

En la parte final se da cuenta del segundo terremoto, que tuvo lugar meses después, de improviso, en medio de la calma ganada, cuando las casas y los ánimos se habían levantado. Entonces llegaron las ayudas del Estado, las evacuaciones de las familias a hoteles en la playa, la marcha a otros países. Había poco hueco para la esperanza, para la reconstrucción en una tierra que parecía condenada a la devastación. Muchos no regresaron, hubieron de empezar de cero en otros lugares, en otros países. 

Una vez que se cayeron las tejas, se derrumbaron los establos, se vinieron abajo las paredes. Quién podía comprender semejantes estragos. Después de aquello, lo único que todos querían era marcharse…”, relata Mara, trasladándonos, como ya he dicho, a uno de los temas de fondo de esta historia coral, las migraciones. Rombo es una narración sobre las pérdidas y sobre la supervivencia. En sus páginas aparecen en primer plano las ruinas, la guerra, la pobreza, la lucha cotidiana por mantenerse a flote. En ellas se suceden bodas y entierros. Se cuentan relatos de los caminos y las fronteras, en los que asoman partisanos, contrabandistas, antiguos mineros, caminantes que perecen al querer conquistar el Canin. El tiempo prosigue su avance, las catedrales, como la de Venzone, se reparan, pero la cicatriz de lo acaecido tarda en cerrarse. Hay hallazgos y hay fotografías, muchas fotografías, en este libro donde la literatura y la geología se hermanan. Hay música, mucha música.

Una vista del Monte Canin, presencia constante en «Rombo».

Los sonidos, los ritmos, son importantes en la narración, que en sí misma discurre a la manera de una pieza polifónica. Los seísmos, los temblores de la tierra, son percibidos primero por los animales, que ante los ruidos inusuales se asustan, se resguardan como pueden. “El humano, con sus dos piernas en el suelo, con su guadaña, su sierra, su leña y su violín, se convierte en el ser más desvalido de todos cuando el oído ya no puede ignorar las vibraciones”, me detengo en un pasaje titulado Grados de perturbación.

Antes os hablaba de los pájaros y vuelvo a ellos porque este es un libro lleno de pájaros, dotado de una extraordinaria musicalidad. Sigo a Mara en uno de los pasajes que protagoniza, en el que cuenta la manera en que aprendió de su padre a “distinguir el canto del arrendajo y el del trepador azul, los de los distintos carboneros y herrerillos, también los del verdecillo y del verderón…” La música está presente en pasajes en los que se habla de las canciones de la región, de los instrumentos que se usan. Hay uno, titulado precisamente Música, que da cuenta de la extinción de la gaita en la zona, a favor del violín y el bajo de tres cuerdas, así como de los pies de los violinistas, que son como un instrumento más, marcando con sus zapatos negros de hebilla el compás incansablemente. 

Hay un momento en el que Olga cuenta la época en la que cantaba en el coro canciones que trataban de las montañas, las flores o el amor, que hacían que se olvidarse de sus circunstancias personales. “Las melodías no eran ni tristes ni alegres, sino más bien quejumbrosas y, no obstante, de algún modo serenas. Como si algo hubiera desaparecido o se hubiera perdido o roto y no se pudiera recuperar o reparar”, nos dice, y sus palabras parecen referirse a las búsquedas de la obra que nos ocupa.

¿Cómo se puede describir esa música? No es ni triste ni  alegre, con sus minúsculas variaciones es interminable, rozando y rasgueando la vida con un ritmo siempre igual y con pequeños cambios melódicos. También va acompañada de letras, pero pocas, y no parecen importantes. Lo principal es que la música no cese, que no paren ni el movimiento rítmico de los pies, que conjura los espíritus, ni la melodía del violín con el bajo que la apoya y la impulsa; ha de seguir y seguir, y se la acompaña bailando con pequeñas variaciones de los pasos y de los círculos, un reiterado ejercicio para la eternidad”, leemos en otro pasaje.

Me han parecido importantes estos fragmentos finales porque en ellos creo encontrar las claves de una obra que gira alrededor de la memoria, del transcurrir, de lo que permanece inalterable aunque todo cambie alrededor. Que la música no cese, que el camino prosiga, parecen decirnos los protagonistas de Rombo, una construcción literaria que destaca también por el manejo de los tiempos, de los ritmos, de las variaciones; que se introduce en nuestro interior y nos hace ser demasiado conscientes de la pequeñez, de la fragilidad humana; también de esas pequeñas cosas que no solemos valorar en el discurrir de los días (paisajes, afectos, repeticiones de gestos, de quehaceres) y que pueden guardar el secreto de la alegría.

Rombo ha sido publicado por la editorial Periférica, con traducción de Richard Gross.

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