La surrealista «Batalla de Parade», un juicio a las Vanguardias

(Fotografía: Lachmann / decorados Parade. -Circa 1917-)

Con Winnaretta Singer, Jean Cocteau, Erik Satie, Gillaume Apollinaire, Pablo Picasso, Serguéi Diágelev, Leónide Massine

Nacho Goberna © 2019 / 

En el día a día soy un hombre tranquilo. Rectifico, una persona que aprecia la tranquilidad. Descarten, por favor, lo primero. En todo caso, y asumiendo con naturalidad la aparente paradoja, en mis pasiones artísticas la normalidad tiende a ubicarse en territorios de creadores, ellas y ellos, ¿cómo decirlo?, poco tranquilos. No me estoy refiriendo a la ausencia de paz en sus obras o en sus entornos íntimos. Estoy pensando en las alborotadas circunstancias públicas que, según nos cuentan sus vidas, les fueron más propias que al resto de los mortales. Mi capacidad para la admiración deteniéndose, una y otra vez, en aguerridos trabajadores de las vanguardias; en temperamentos indómitos de las artes; en perfiles creativos que mostraron una notable tendencia a involucrarse, o a verse involucrados, según se mire, en toda suerte de, ¿cómo decirlo?, altercados, trifulcas, embolados, líos.

En la «Batalla de Parade» hubo un arma, seis disparos, un uniforme militar, un herido y dos prisioneros. También hubo una bandera que sacó a pasear la prensa patriot(ér)ica de la época, una bofetada a un fiscal heterosexual en sede judicial y una princesa lesbiana que era la vigésima hija de un multimillonario que se había hecho rico fabricando máquinas de coser. Lo que no hubo en Parade, afortunadamente, fueron bajas.


Théâtre du Châtelet

En lo sucedido alrededor del estreno de Parade, una pieza de ballet dirigida por Serguéi Diágelev,  con banda sonora del gigante Erik Satie, escenarios y argumento por el gran Jean Cocteau, vestuario y decorados a cargo del siempre brillante Pablo Picasso, y que se representó por primera vez el viernes 18 de mayo de 1917 en el Théâtre du Châtelet de París, la única patria en disputa fue el Arte, la Creación, y el arsenal desplegado fueron los abucheos y pataleos, las palabras arrojadizas, las descalificaciones e insultos. El teatro de operaciones se desarrolló sobre un escenario, en un patio de butacas, en el paraíso de un teatro, en la prensa, entre ardientes epístolas y en un juzgado. Un feroz enfrentamiento entre el entusiasta refrendo de una obra artística y su antítesis, la radical impugnación de lo creado. Belleza y creatividad, ¿cómo decirlo?, en tela de insulto, de desprecio, de denuncia, de juicio.

LA NOCHE DEL ESTRENO

En el Théâtre du Châtelet, cinco alturas y tres mil asientos de aforo, una aparente calma reinaba minutos antes del comienzo de la primera representación de la obra de ballet Parade. Salvo por los precios de las entradas en las diferentes ubicaciones de los espectadores: arriba -en el paraíso-, en medio o abajo -en el patio de butacas-, era difícil discernir a priori dónde estaban los bandos. En los momentos previos al inicio de la representación todos los asistentes compartían un mismo mapa, el programa impreso para la ocasión. Algunos lo leían y otros, como suele pasar en ese tipo de eventos culturales, doy Fe, no. En el texto del libreto hacía su presentación en sociedad un término recién imaginado por Guillaume Apollinaire, un italiano al que no hacía mucho se le había concedido la nacionalidad francesa. Once letras mágicas que habían llegado para quedarse: “Surrealismo”. No todos los días ve la luz una palabra radicalmente nueva, y menos una con semejante capacidad para trascender a las iniciales fronteras de su tiempo y ámbito: El arte. ¿Cuántas veces han escuchado que el actual presidente de los Estados Unidos de América, Trump, es surrealista? Y si no lo han escuchado, ¿acaso no lo han pensado?

“Cuando el hombre quiso imitar el andar inventó la rueda, que no se parece en nada a una pierna. Hizo así surrealismo sin saberlo” G. Apollinaire.

Hojeando el programa de la bélica velada que nos ocupa, se podía leer que junto a los antes citados: Satie, Cocteau y Picasso, figuraba como director del ballet Serguéi Diágelev, fundador de los Ballets Rusos. El responsable de la coreografía era Leónide Massine, primer bailarín y amante de Diágelev, y en la dirección de orquesta la batuta estaba en manos del joven suizo, treinta y tres años, Ernest Ansermet. Suena a creativo ejército.

Les propongo que cierren los ojos e imaginen una escenografía y decorados provocadores, irreverentes, rupturistas, concebidos para transportar a los espectadores a un domingo en las calles de París; a un bullicioso teatro de feria callejero. Sigan imaginando un escenario de music-hall donde se van desarrollando, entre barracas, charlatanes y saltimbanquis, diferentes escenas protagonizadas por un prestidigitador chino, una jovencita americana, unos acróbatas y tres managers que “organizan la publicidad y tratan de convencer a la multitud para que asista al espectáculo. Nadie entra. Tras el último número los mánagers, extenuados, caen unos sobre otros.”  (J. Cocteau).

El armamento percusivo, de última generación, futuristaera 1917—,  que Satie desplegó para la obra merece ser enumerado: una máquina de escribir, una rueda de lotería, un revólver que sería disparado seis veces sobre el escenario —aquí el arma y los tiros citados en la introducción—, una sirena aguda, una grave y un conjunto de quince botellas afinadas según la cantidad de agua que contenían.

En cuanto a la concepción musical en su conjunto, un Satie en la cincuentena moviéndose ágil entre valles y colinas de intensidades, desplegando trepidantes, festivos, incluso diría gamberros en ocasiones, paisajes sonoros que van yendo y viniendo como si fueran olas. En El Arte de la Guerra es bien conocido el tratado atribuido a Sun Tzu. En el arte de la sugerencia a través del lenguaje musical, les recomiendo a Satie. El público escuchará en unos minutos a un compositor que es consciente, en esta ocasión, de su papel de soldado. Valiente y creativo, como siempre, pero a la par disciplinado, Satie ha interiorizado que en la obra no está solo; sabe que forma parte de un ejército (Cocteau, Picasso, Diágelev…), y en consecuencia que es necesario que su partitura trabaje en equipo, sincronizada junto a los demás elementos (argumento, decorados, interpretaciones) para alcanzar el único objetivo válido, el compartido. Quizás otros compositores hubieran ido a lo suyo, a lucirse. Él no, él fue a lo de todos.

Cinco años después del estreno de Parade, en 1922, otro gran compositor francés, Maurice Ravel, hizo una adaptación orquestada de la obra Cuadros para una exposición del compositor ruso Modest Músorgski . Compuesta en su concepción original para piano, sin embargo ha sido la recreación de Ravel la más interpretada y popular a lo largo de los últimos cien años. En ella, y salvando la distancia de las temáticas – una feria callejera y saltimbanquis por un lado y la visita a una exposición de arte por el otro -, puedo escuchar el antecedente de otro francés, de Satie y su Parade. En todo caso, la influencia de Satie sobre Ravel, a diferencia de la reticencia que siempre mostró Claude Debussy a la hora de reconocer a su amigo Erik como uno de sus referentes musicales, nunca fue negada por Maurice.

Satie creó con la música de Parade, en plena edad de oro del cine mudo, una banda sonora cinematográfica. Faltaba una década para que El Cantor de Jazz diera el pistoletazo de salida al cine sonoro.

“He aprendido a ver a lo lejos, a lo muy lejos. (…) ¿Qué puedo hacer yo? El porvenir me dará la razón. ¿No he sido siempre buen profeta?” Erik Satie.

Jean Cocteau en el plató de ‘La sangre de un poeta’ (1932)

Al finalizar la representación los bandos se hicieron evidentes. Comenzó «la Batalla de Parade». Entusiasmos asediados por ostentosas manifestaciones de enfado; vítores y aplausos compitiendo en volumen con sonoros abucheos, gritos y pataleos. Arriba, en un paraíso lleno de estudiantes de música y danzas, predominando lo primero. Abajo, en el patio de butacas, lo segundo. La única facción sin ejército en aquella noche era la de los indiferentes; la de los somnolientos. El termómetro no paraba de subir. Empujones, airadas exigencias de devolución del importe de la entrada, puñetazos… Una sociedad crispada, en permanente tensión. La I Guerra Mundial estaba arrasando Europa en 1917.

Nadie mejor que uno de los protagonistas, Cocteau, para contarnos, quizás dejándose llevar por su impronta dramática, o no, juzguen ustedes mismos, lo ocurrido:

“Yo he oído los gritos de una carga a la bayoneta en Flandes, pero eso no es nada comparado con lo que pasó aquella noche en el Théâtre du Châtelet. La obra duró veinte minutos. Cuando se echó el telón, la audiencia estuvo armando escándalo durante un cuarto de hora, y finalmente estallaron las peleas. Apollinaire y yo estábamos cruzando el teatro para reunirnos con Picasso y Satie, que nos esperaban en un palco, cuando una señora me reconoció. “¡Es uno de ellos!”, gritó.Y se abalanzó sobre mí, blandiendo un alfiler de sombrero con la intención de sacarme los ojos… Querían matarnos. Nos salvó Apollinaire. Su uniforme y cabeza vendada infundían respeto”   —aquí el militar y el herido—


Guillaume Apollinaire

Afortunadamente, parece que no todos se tomaron lo acaecido con la presunta intensidad de la señora antes citada. El mismo Cocteau aseguró que esa noche escuchó, tras finalizar la representación, a uno de los asistentes decir:

“Si llego a saber que esto iba a ser tan estúpido, me hubiera traído a los niños”

UN CRÍTICO LLAMADO POUEIGH

Apreciaciones como “Ofensivamente antifrancesa” —aquí la bandera—, aparecieron en la prensa en los días que sucedieron al estreno de Parade. Todo un clásico de ayer y hoy: el patriot(er)ismo  dictando cátedra, también, en las Artes.

El crítico Jean Marnold sacó a pasear su condescendencia y sarcasmo al referirse a lo escuchado: “Satie es un hombre tan encantador, de un alma tan inocente y un corazón tan delicado, que no consigo reunir el valor necesario para escribir lo que realmente pienso de su música.” Otro clásico atemporal en la historia de las artes, las que sean: los críticos perdonavidas.

La noche del estreno, una vez finalizada la representación, un señor apodado Jean Poueigh, crítico y músico mediocre según dicen, se acercó a Satie, le dió la mano y lo felicitó. No hay batalla en la que no ronden intrigas, engaños y, por descontado, algunos cobardes.

A los pocos días apareció una reseña de Parade en la publicación Les Carnets de la Semaine en la que Poueigh arremetía violentamente contra la música de la obra; contra Satie.

Jean Poueigh

El contraataque de mi francés favorito fue, ¿cómo decirlo?, furibundo. El extraordinario compositor de las tres “Gymnopédies” y las seis “Gnossiennes”decidió lanzar su caballería de palabras ligeras a lomos de tres tarjetas postales que envió en el lapso de seis días y, probablemente, otras tantas noches de comprensible insomnio.

En su primera interacción con el tintero, Satie dejó claro el marco en el que se iba a desarrollar la trifulca escrita como respuesta a la insultante crítica publicada por Poueigh:

“Monsieur Jean Poueigh, (…) usted es solo un culo, y me atrevo a decir que un culo sin música. Por encima de todo, no vuelva a tenderme su mano de cabrón (…)”

En la segunda misiva, sin perder el tiempo en lo superfluo, ya desde su encabezado, Satie continuó profundizando en el interesante arte de la descripción:

“Monsieur jodido Jean Poueigh, jefe de los zoquetes y los becerros, no eres tan gilipollas como yo creía (…) pese a tu aire de imbécil y tu corta vista, ves las cosas desde lejos.”

En el envío postal que cerró la serie, y que escribió mientras disfrutaba de una «plácida» jornada de excursión en los bosques cercanos a Fontainebleau, Satie optó por concluir apelando, desde la naturaleza en la que se encontraba, a otra naturaleza más, ¿cómo decirlo?, ¿orgánica?. Todo muy bucólico:

“Culo feo: desde aquí me cago en ti con toda mi fuerza.”

LAS VANGUARDIAS SE VAN AL JUZGADO

Erik Satie

Una vez recibidas las postales, el “señor” Poueigh decidió demandar por difamación al señor Satie. Su argumento para interponer diligencias judiciales fue ciertamente, ¿cómo decirlo?, surrealista: dado que las postales no iban encartadas, en sobres, tanto la portera del edificio como el cartero que las entregó podrían haberlas leído. ¿Perdón?

Durante el transcurso del proceso judicial Satie no pareció especialmente preocupado. En esos días pronunció una conferencia en el teatro du Vieux-Colombier a la que le otorgó un ¿misterioso? título: “Elogio de los críticos”. En ella, entre otras sabrosas consideraciones, señaló lo siguiente: “No se conoce lo bastante a los críticos; se ignora lo que han hecho, lo que son capaces de hacer. En una palabra, son tan desconocidos como los animales; aunque, como estos, tengan su utilidad (…) Hay tres tipos de críticos: los que tienen importancia; los que la tienen menos; los que no la tienen en absoluto. Los dos últimos tipos no existen: todos los críticos tienen importancia (…) El verdadero sentido crítico no consiste en criticarse a sí mismo, sino en criticar a los demás (…) Agradezcamos todos los sacrificios que cotidianamente hacen los críticos por nuestro bien…”.

La presencia en los juzgados fue larga y escandalosa. Apollinaire intentó interceder ante el fiscal de la acusación, la voz de Poueigh en el proceso, Théry. No tuvo éxito. Ese mismo fiscal fue abofeteado en público por Cocteau, que acabó en una comisaría —aquí la bofetada y uno de los dos prisioneros—. De las dependencias policiales salió, como dejó dicho Gabriel Fournier en su testimonio: “sin corbata, la camisa hecha jirones y el pelo desgreñado, en esa clase de estado que uno puede imaginar después de mucho maltrato”.

Una gran cantidad de artistas testificaron a favor de Satie. Braque, Derain, Gris, Severine, Viñes, Apollinaire y el propio Cocteau dejaron claras ante el juez sus valoraciones de lo ocurrido, pero si algo consiguieron fue todo lo contrario a lo pretendido; si algo consiguieron fue avivar el fuego conservador, reaccionario. En la deriva del juicio, llegados a aquel punto, ya poco importaban los hechos; poco importaba Satie. Lo que acabó siendo juzgado en aquel proceso fue el Arte Moderno en su conjunto; fueron las Vanguardias.

El juez condenó a Satie a ocho días de cárcel —aquí el segundo prisionero—, y a indemnizar a Poueigh con ochocientos francos, una fortuna para alguien que, aunque millonario en creatividad, jamás disfrutó de los beneplácitos de eso que él llamaba “chucherías” y el resto tendemos a llamar, con más o menos afecto, o ninguno, dinero.

Ante lo que parecía una inminente derrota, en un último intento por evitarla, a las huestes del Modernismo, de las Vanguardias comandadas en la fase judicial de «La Batalla de Parade» por el capitán Satie de Honfleur (su localidad natal), no les quedó otra opción que enviar mensajeros postales solicitando refuerzos al alto mando de los mecenazgos artísticos de la época.

LA PRINCESA DE POLIGNAC


Winnaretta Singer

Una vez emitida la sentencia y con Satie a dos pasos de enfilar camino a prisión, entró en batalla una figura clave, y no solo para la historia que nos ocupa, también para las artes de aquel entonces.

Melómana militante y, como señalé en la introducción, hija de un magnate de las maquinas de coser, Winnaretta Singer —aquí la princesa— estaba casada con un compositor amateur, el príncipe de Polignac. Treinta años mayor que ella y también homosexual, fue su cómplice en aquel matrimonio de conveniencia en el que ambos se profesaron un profundo respeto.

Los mecenazgos artísticos que figuran en el haber de Winnaretta fueron tan numerosos como extraordinarios: Chabrier, Fauré, Albéniz, Ravel, Viñez, Falla, Stravinski, Rubinstein, Milhaud, Poulenc… y traspasando las fronteras musicales, en otros campos artísticos, la bailarina Isadora Duncan, el arquitecto Le Corbusier

El compositor francés Ravel, discípulo de Satie, dedicó a la princesa una de sus obras más bellas —a mí me estremece profundamente cada vez que la escucho—, La Pavana para una infanta difunta. A su vez, Stranvinski le dedicó su Renard; Falla su Retablo de Maese Pedro

Una vez llegada a oídos de Winnaretta la condena de Satie, intervino con celeridad para interceder por él. Con su posición en mano, dinero más nobleza, no tardó en conseguirlo. Satie fue puesto en libertad «a condición de que muestre buena conducta durante cinco años».

Con respecto a la multa de ochocientos francos que Satie debía abonar a Poueigh, la princesa entregó la cantidad al compositor para que satisficiera el requerimiento de la justicia. Satie, una vez recibido el dinero, le envió, a modo de acuse de recibo y amable petición, ambas cosas, un convincente escrito:

«La necesidad me obliga, querida señora, a dirigirme a usted, me incita a rogarle que me autorice a servirme del dinero para una cuestión más elevada. ¿sabe usted, princesa, que no tengo la menor intención de dar ni una perra al noble crítico que es causa de mis males jurídicos?»

No se asusten; no se indignen, Satie, aunque impulsivo y visceral, era un hombre cabal. A renglón seguido añadió:

«Cien francos me bastarán para detener sus malvados golpes y hacerle frente, si me ataca. ¿Puedo disponer del resto?»

La «Batalla de Parade» había llegado a su fin.

EPÍLOGO

Portada de Vanity Fair -Octubre 1917-

Cuatro meses después del estreno de Parade, la revista norteamericana Vanity Fair publicó un artículo, firmado por Cocteau, en el que otorgó a Satie la condición de referente del Modernismo.

Tres años después de la «Batalla de Parade», en 1920, la revista Vogue reservó un espacio al enorme, gigante Erik Satie.

Eran otros tiempos.


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¡Salud y Vanguardia!

VIDEOTECA

Jean Cocteau hablando sobre Parade (francés con subtítulos en inglés).

100 años después del estreno de Parade, en 2017, el Ballet Neoclásico de Dallas realizó una recreación -libre- de la obra.