EMMA RODRÍGUEZ © 2020 /
– Foto Cabecera: Theodor Kallifatides por Caroline Andersson –
La memoria, la búsqueda de las raíces, son temas esenciales en la obra de Theodor Kallifatides. Su Grecia natal, su Historia, su cultura, sus mitos, sus metáforas y paisajes, es un caudal poderoso que le ayuda a entender y a representar el mundo. La sensación de estar dividido en dos partes, de pertenecer a sus orígenes y a su lugar de acogida, Suecia, donde ha levantado su obra literaria y ha fundado su propia familia, está presente en Otra vida por vivir, una hermosa y conmovedora obra que fue su carta de presentación en España, y también en Madres e hijos, donde sigue llenando huecos, tirando del hilo de los recuerdos, completando el relato de su familia.
Entre ambos libros, hay un puente, El asedio de Troya, una vuelta a la Ilíada desde la particular mirada y manera de contar del autor, quien salpica el relato histórico con reflexiones sobre la guerra y otras cuestiones, sin olvidar significativos apuntes personales. Un merodeo sobre la propia biografía ocupa a Kallifatides en los últimos años, cada vez más necesitado de viajar al pasado, a su tierra, a su infancia, a los momentos anteriores a su marcha… El homenaje a la madre que es su nueva entrega se sitúa temporalmente antes de lo relatado en Otra vida por vivir.
Allí le seguimos a sus 77 años, viajando a su país para salvar una etapa de bloqueo creativo, lo que consigue dejando la lengua sueca, con la que ha compuesto hasta ese momento su obra narrativa, y recuperando su idioma originario. Aquí lo vemos con 68, dialogando en el balcón de su casa familiar en Atenas con su madre nonagenaria, una conversación hecha de evocaciones, de emociones, de sentimientos y también de sabores, ya que la comida, los platos de siempre con los que ella le agasaja generosamente, son otra manera de manifestar amor y recuperar el ayer compartido.
Un merodeo sobre la propia biografía ocupa a Kallifatides en los últimos años, cada vez más necesitado de viajar al pasado, a su tierra, a su infancia, a los momentos anteriores a su marcha…
La madre es central en el libro, pero también el padre, quien antes de morir regaló a su hijo la narración de sus memorias, un escrito que Theodor Kallifatides empieza a leer, una vez más, en el aeropuerto donde espera el avión que le lleva de vuelta a Atenas. Decide empezar a traducirlo al sueco para sus nietos –será a la vez su regalo futuro– y se sumerge en lo pretérito. Ambas narraciones se cruzan en todo momento. Nuestro autor va reconstruyendo, a partir de las palabras de su padre, el itinerario familiar y al mismo tiempo retrata parte de la historia reciente de su país. La sencillez del estilo, la capacidad para profundizar en las propias emociones, para arrancar luz y sentido a las etapas de la vida, vuelven a cautivarnos en esta entrega. “A diez mil pies de altura se me llenaron los ojos de lágrimas. ¿Por qué la alegría de los griegos siempre está mezclada con las lágrimas?”, se pregunta tras recobrar la imagen del joven maestro que fue su padre en sus primeros destinos en pequeños pueblos de la comarca de Platana, al este de Trebisonda, junto al Mar Negro.

Kallifatides sigue planteándose muchas de las reflexiones que encontramos en Otra vida por vivir. Su intento por comprender, por comprenderse, es un motivo que le impulsa a escribir, a indagar, a ahondar en sus jardines interiores. “Me fui de mi país, pero ¿qué quería dejar atrás?”, sigue interrogándose, esta vez con las palabras de su madre de fondo: “Tú, que no te separabas de mi falda, te fuiste tan lejos”. Una frase corta que consigue sobrecogernos, que trasciende lo personal para convertirse en un lamento colectivo, para expresar el pesar de todas las separaciones y adioses.
Al hablar de su exilio, de su familia de emigrantes, el escritor consigue poner voz a los errantes, a los desplazados, a todos aquellos que, por cuestiones económicas, o políticas –como fue su caso– se ven obligados a abandonar sus países, a cruzar fronteras, a llegar a destinos donde no siempre son bien acogidos. Es evidente su especial sensibilidad, empatía, con quienes han de huir y buscarse la vida lejos de sus semillas.
“Para los emigrantes, la vida siempre está en otro lado…”, escribe en un momento dado. En un paseo por Gizi, su barrio ateniense, se ve a sí mismo antes de abandonar Grecia con 25 años. “Aquí se encuentra mi vida hasta antes de la emigración. El primer beso, el primer poema, la primera rebelión, los primeros amigos de verdad (…) Las imágenes del pasado llegan y pasan de largo sin que intente yo aprehenderlas. Este barrio es mi Leteo, mi río del olvido. Izo las velas con mi calzado ligero, y dirijo miradas furtivas a los conocidos que me saludan con la mano desde las orillas…”, va meditando.
En ese paseo por las calles donde se encuentra la casa familiar, comprueba los cambios topográficos y demográficos que ha experimentado el lugar. “En los cafés de los alrededores oigo ruso, albanés, serbio y otros idiomas. Por la plaza se pasean unas muchachas rubias de una altura inusual. He oído que en Grecia vive un millón de extranjeros. Cuando me fui de aquí, no había sino unos cuantos turistas y los marineros de la quinta flota americana”, nos va contando. Cambiar de país, de territorio, de cultura, es algo que conoce bien, que le une a sus predecesores.
“Para los emigrantes, la vida siempre está en otro lado…”, escribe Kallifatides. Es evidente su especial sensibilidad, empatía, con quienes han de huir y buscarse la vida lejos de sus semillas.
La historia de sus antepasados está llena de viajes, de huidas a otros lados, de expulsiones, de guerras. Su padre, nacido en 1890, fue testigo de la Revolución de los Jóvenes Turcos (1908-1909), un movimiento que puso fin a la paz entre griegos y turcos en espacios compartidos; participó en la Primera Guerra Mundial y tras la ocupación de Grecia por los alemanes e italianos en la segunda gran contienda, fue detenido en su casa de Molaoi, en el Peloponeso, donde nació Theodor, el más pequeño de sus hijos, en 1938.
Acusado de comunista, fue encerrado en un campo de concentración, interrogado por la Gestapo y sometido a crueles torturas. Hay mucha dureza y verdad en las conmovedoras páginas que lega a su hijo. Su trayecto vital, como decía antes, refleja el devenir de muchas familias griegas, una historia atravesada por el drama y la supervivencia. Hay muchos detalles que no se cuentan. Poco sabe el autor de las actividades políticas de su progenitor, un hombre que si en algo creía firmemente era en el poder de la educación. Intenta conocer más a través de las conversaciones que mantiene con la madre. “¿Cómo aguantó mamá tanta tortura en la cárcel?”, le pregunta.
La historia con mayúsculas hace acto de presencia, pero más bien se trata de apresar la intrahistoria, el devenir cotidiano que acaece mientras los grandes hechos se desarrollan. Kallifatides recuerda la difícil etapa de principios de los 50. “Acababa de terminar la guerra civil. Las cárceles y las islas de confinamiento estaban llenas. Mi madre lloraba con frecuencia…”. Y más adelante, en una comida fuera de casa, en la que también está presente su hermano y la familia de este, sale a relucir el Golpe de Estado de los Coroneles, el 21 de abril de 1967. A la madre el ruido de los tanques le pareció un terremoto. El padre dijo: “No es un terremoto, mujer. Son los fascistas, que vuelven”.

Theodor Kallifatides escribe para recuperar la memoria, para acercarse a sus seres queridos y para conocerse mejor a sí mismo, para entender sus etapas, lo que supone envejecer en un país extranjero y sentir la necesidad de viajar a las raíces con la esperanza de encontrar algo significativo que dé sentido a todo; ese algo que huye, que se escapa de las manos, pero que está ahí y se revela en forma de fogonazos, de deslumbramientos: una mirada, una escena de infancia, un sabor, un paisaje, el recuerdo de algo que en su día fue importante y se ha olvidado… Sus padres viven en él, en su interior, y este libro, que es un acto de homenaje y de agradecimiento, logra reflejar de manera extraordinaria como ambos han conformado su manera de ser y de estar en el mundo. “Mi padre hizo de mí un ser humano, y mi madre, un escritor. En el mundo de mi padre existía el trabajo, el deber, la perseverancia, el contener las lágrimas hasta que se hubieran terminado todas las sonrisas”, escribe.
“El mundo de mi madre era distinto. En él existían los lazos sentimentales y la preocupación, que es la consecuencia de estos. Existía lo inesperado, la vulnerabilidad y la necesidad de que finalmente todo fuera bien (…) Y lo que existía por encima de todo en su mundo era la memoria (…) De ella heredé el anhelo de narrar una historia, Ese anhelo que de alguna manera es el deseo de que todo vuelva a estar bien, de que todo ocupe el lugar que le corresponde, que adquiera sentido y contexto”, sigue contándonos.
“Mi madre es mi patria”, señala en otro momento, y recurre a la frase en más de una ocasión. Es una idea potente y profunda. La identificación de quienes nos han dado la vida con el lugar en el que todo empieza es muy honda. Con los años, los lugares que queremos, los que nos nutren, en los que nos reconocemos, tienen que ver con la mirada, con las palabras, de aquellos que nos los mostraron por primera vez. “Mi madre es mi patria. Siempre dije que cuando la perdiera, perdería mi patria”, escribe el autor, y a continuación se plantea que decir tal cosa le parece de pronto una simplificación. “Puede ser, sí, que mi madre sea Grecia, pero ¿es toda mi Grecia?”
“Mi madre es mi patria. Siempre dije que cuando la perdiera, perdería mi patria”, escribe el autor, y a continuación se plantea que decir tal cosa le parece de pronto una simplificación. “Puede ser, sí, que mi madre sea Grecia, pero ¿es toda mi Grecia?”
Este libro está lleno de historias familiares, historias que la madre guarda en su cofre de los tesoros y que el escritor interpreta buscando en ellas huellas míticas que vienen de lo más antiguo, que impregnan su educación, su cultura. “Son historias que ya he oído. No importa. No te cansas del mar porque ya lo hayas visto”, escribe. “Mi madre se vuelve como un inmenso mar que me rodea sin amenazarme. Oigo su voz y pienso en otras cosas, presente y ausente al mismo tiempo”.
En Madres e hijos el escritor nos transmite sus experiencias personales, pero al describir la relación con su madre y al rememorar a su padre, consigue que reconozcamos muchas de nuestras vivencias, esos lazos profundos y emocionales que establecemos con nuestros progenitores. Este libro testimonial está lleno de pérdidas, de relatos y anécdotas de antepasados, de recuerdos de los abuelos maternos y paternos, de los que ya no están pero conforman un hilo, una dirección. Kallifatides no está buscando secretos sino “un poco de luz en la oscuridad” y por eso le pide a su madre que le cuente más. Siente que forma parte de un destino compartido que arranca de muy atrás, de un linaje, de una cultura, de unos mitos que le ayudan a interpretar su ahora. “Me tranquilizo cuando encuentro mi lugar en la cadena”, reflexiona.
Hay momentos llenos de lucidez y de belleza en esta entrega. Creo que, ya cerradas las páginas del libro, mucho tiempo después, recordaré las escenas en el balcón, las confidencias entre madre e hijo con un café entre las manos. “Tuvimos un hijo que nos sacó del anonimato, como solía decir tu padre”, la escuchamos a ella, quien ha asumido la tristeza de tenerlo tan lejos, pero reconoce que el país extranjero fue su salvación. Mientras, él no deja de sentirse atormentado por la eterna pregunta: por qué se fue… Y se siente doblemente culpable: por la sensación de haber renunciado a su lugar de origen y por tener ese sentimiento que no le parece justo para su nueva vida, para su familia sueca, a la que tanto extraña pese a sentirse feliz en compañía de su madre. Estar entre dos lugares, entre dos culturas distantes, entre dos formas de entender la vida, le produce esa “incomodidad existencial” que tanto le caracteriza.
“¿Quiénes y cuándo te toman en serio? Lo crea el lector o no, esa es justamente una de las diferencias culturales más grandes. En Suecia la falta de humor se considera seriedad y, en Grecia, la falta de seriedad se considera humor. En Suecia tenemos poca ironía y en Grecia nos sobra. En algún lugar entre ambos debo escribir mis libros y vivir mi vida con mi cuello de buitre”, medita el autor.

La escritura, sus motivaciones, sus caudales, y la lengua en la que se escribe, son temas fundamentales en Otra vida por vivir y también atraviesan las páginas de Madres e hijos. El regreso a la madre, a la patria, a la lengua, es un todo. “Lo importante era volver a mi segundo gran amor. La lengua griega, que es más grande que el mundo. Y también volver a mi primer amor, a la persona que es esa lengua y ese mundo, y que se sentaba sola por las noches y hablaba con mi fotografía en vez de conmigo”.
Siempre que leo al escritor griego me pregunto cómo consigue conmoverme tanto y siempre llego a la conclusión de que tiene que ver con su don para adentrarse, para poner palabras a las cosas del corazón. Y también con su sobria sentimentalidad y su ternura, con su contemplación de los pequeños detalles, con su sutil sentido del humor y su manera de observar el presente sin perder la perspectiva, sin olvidar de dónde venimos, por qué pensamos lo que pensamos.
Theodor Kallifatides apresa la extrañeza del existir, de la transformación y enriquecimiento que conlleva ir pasando etapas. Hay un momento que me resulta especialmente emotivo, revelador, en el que se identifica con su madre al recordar escenas de la infancia de sus propios hijos. “La verdad es que todavía no me he hecho a la idea de que mis niños ya son adultos y viven su propia vida. El mismo problema tiene mi madre. No consigue distanciar sus recuerdos. Extraña más al niño que fui que al hombre en que me he convertido”, nos cuenta. Y tras preguntarse si tal vez esa experiencia tiene que ver con la nostalgia por la juventud perdida, concluye: “No extraño mi juventud, sino a mis hijos cuando eran niños todavía. ¡Qué raro es todo finalmente!”
Siempre que leo al escritor griego me pregunto cómo consigue conmoverme tanto y siempre llego a la conclusión de que tiene que ver con su don para adentrarse, para poner palabras a las cosas del corazón.
Theodor Kallifatides consigue transmitirnos la idea de que la vida consiste en no rendirse, en envejecer bien, en agradecer el tiempo compartido con aquellos a los que amamos. Desde su pequeño balcón ateniense su madre mira a la Acrópolis y las montañas de alrededor y se pone a pensar en “las cosas de antaño”. Reconoce el escritor que él heredó esa “capacidad o enfermedad”, que a menudo deja que la vida transcurra sin él. La acompaña en la escena. La acompaña en el balcón. Acaba de terminar de leer las breves memorias de su padre, se queda inmóvil sobre la silla, sin encender ni siquiera su pipa, como va contando, y siente crecer la ausencia, el vacío que le ha dejado.
Cuánto me reconozco, nos podemos reconocer aquí, quienes hemos perdido a nuestro padre. Cuánto nos reconocemos en tantos trechos de este recorrido a los principios: la necesidad de saborear las palabras y los platos de la madre, el discurrir del tiempo, la lejanía de la tierra natal, los adioses, los encuentros, las pérdidas del camino… La estancia en Grecia tocaba a su fin para Kallifatides con la escena narrada. Las páginas del libro se van agotando y sentimos que también nosotros –lectores– hemos realizado un viaje que agradecemos haber llevado a cabo.
“No nos rendimos”, anota el escritor. Después sale a la calle, se sienta en un café, pide un yogur con miel y siente que vuelve a tener quince años. “Tenía la vida por delante. Siempre tenemos una vida por delante. Lo que queda de ella”.
“Madres e hijos”, de Theodor Kallifatides, ha sido publicado por la editorial Galaxia Gutenberg. La traducción del griego moderno ha sido realizada por Selma Ancira. En el mismo sello encontramos “Otra vida por vivir” y “El asedio de Troya”.