“Me encuentro desprovisto de Soles, Ducados y otros objetos de ese género. La falta de estas chucherías provoca que no me sienta muy a mis anchas.” -Erik Satie (1901)-
Por Nacho Goberna © 2013 /
Hace veintisiete años, la noche del 31 de Enero de 1986, el tradicional frío invernal de la meseta castellana contrastaba con el humeante calor, tiznado de nicotina, que albergaba la extinta sala “Universal” de Madrid. Medio millar de personas abarrotaban el recién estrenado espacio cultural a la espera del concierto programado para aquella noche. En los prolegómenos a la salida a escena de un tímido grupo donostiarra que estaba dando sus primeros pasos entre “Avestruces”, La Dama Se Esconde, los asistentes pudieron escuchar las insinuantes líneas melódicas de las tres “Gymnopédies” y las seis “Gnossiennes” de Erik Satie. Sutiles piezas escritas un siglo atrás por el inolvidable compositor francés, fueron compartidas con definitiva nocturnidad en un Madrid efervescente, tan alejado entonces de su actual Bastilla -Botella- como lo estuvo en su tiempo Satie de los paradigmas Wagnerianos o academicistas. Nada de azar hubo en la elección del prefacio musical que estoy rememorando a la par que escribo. Si algo lo motivó fue su contrario, la cara oculta de la casualidad, la premeditación, una intencionalidad animada por mi admiración incondicional a las armonías y ritmos cadenciosos del primer Satie -el único que en aquel tiempo conocía-; un propósito alimentado por mi fascinación ante el hermoso descaro compositivo que cultivó; mi voluntad de homenajear a aquel genio galo nacido en la costera Honfleur, estuario del Sena, 1866, que compartió época, amistades y enfados con creadores de la talla de Picasso, Debussy, Ravel, Cocteau y que, en paralelo, tuvo que soportar, además de frecuentes penurias materiales, una incontable pléyade de envidias, desprecios e ignominias por parte de muchos de sus contemporáneos.
La noche del 31 de Enero de 1986 | los asistentes pudieron escuchar las insinuantes líneas melódicas de las tres “Gymnopédies” y las seis “Gnossiennes” de Erik Satie (…) Mi voluntad de homenajear a aquel genio galo nacido en la costera Honfleur, estuario del Sena, 1866, que compartió época, amistades y enfados con creadores de la talla de Picasso, Debussy, Ravel, Cocteau y que, en paralelo, tuvo que soportar, además de frecuentes penurias materiales, una incontable pléyade de envidias, desprecios e ignominias por parte de muchos de sus contemporáneos.

Dos años antes, en 1984, descubrí en una añeja tienda de discos -lugares a los que las personas con aprecios musicales se dirigían en aquel entonces para adquirir unos extraños círculos negros de acetato que contenían toda suerte de sonoras conversaciones analógicas -, un misterioso vinilo en el que aparecía el perfil trazado de un elegante caballero ataviado con bombín, gafas y barba puntiaguda: “Obras para Piano de Erik Satie” se leía en el frontal. Quizás fue el austero diseño del álbum, negro sobre blanco, lo que, aun siendo un completo ignorante del protagonista, me llevó a hacerme con la grabación. Puede ser, pero lo dudo. Más bien me inclino a pensar que el poderoso afán que me impelió a gastarme en aquel disco desconocido una parte sustancial de mi capital de antaño, 800 pesetas, fue provocado por lo que pude ver en su cuadrada contraportada. Escrito por el propio Satie y bajo el prosaico título: “La jornada del músico”, rezaba lo siguiente: “• Despierto: a las 7:18; inspirado: de las 10:23 a las 11:47 • Como a las 12:11 y me levanto de la mesa a las 12:14. • Ocupaciones diversas (esgrima, reflexiones, inmovilidad, visitas, contemplación, ingenio, natación, etcétera): de las 16:41 a las 18:47. • La cena se sirve a las 19:16 y se termina a las 19:20. • Me acuesto regularmente a las 22:37. • Semanalmente despierto sobresaltado a las 3:19… “

Hilando con los 19 minutos sobre las 3 de la madrugada a los que Satie apunta en la última frase de su minucioso listado de tareas diarias, tengo que reconocer que cada uno de mis impresionables diecinueve de entonces se quedaron ciertamente asombrados por la evocadora sucesión de variopintos quehaceres. Mi imaginación comenzó de inmediato a fantasear alrededor de lo leído: —suena a frugal devenir merecedor de ser vivido, —debí pensar—. Estoy casi seguro que, de no haberme encontrado en aquella temprana edad involucrado en mis iniciales composiciones para un kafkiano Agrimensor llamado K., ese breve texto me hubiera llevado inexorablemente a dejarlo todo para dedicar mi trayecto vital a las, aparentemente plácidas de atenerme a la letra de aquel peculiar dietario, elucubraciones armónico-rítmicas.
Dos años antes, 1984, descubrí en una añeja tienda de discos un extraño vinilo en el que aparecía el perfil trazado de un elegante caballero ataviado con bombín, gafas y barba puntiaguda: “Obras para Piano de Erik Satie” se leía en el frontal
De mis dos párrafos anteriores se pueden extraer un par de conclusiones que, al menos para mí, son de interés: la primera apunta directamente a la inocencia de Satie, a quien no puedo culpar en absoluto del contrastado desatino que supuso mi peregrina decisión de tomar el tormentoso sendero compositivo. Todo indica que tendré que seguir dedicando una parte no despreciable de mis horas lectivas a la búsqueda de los, siempre útiles para autojustificarse, culpables. Y en segundo lugar, paradojas de la vida, que llegué a él por sus palabras y no por su música.

Al retornar a mi casa, situada a media hora en tren del país de Erik, Barrio de Gros, San Sebastián, fui directo a poner el vinilo en mi desvencijado tocadiscos, un ingenioso artilugio que no llego a ver ni tocar el merecido protagonista de este artículo y que fue sucesor de otro descubrimiento célebre para los amigos de los soles y bemoles, el Gramófono. Éste último sí compartió tiempo histórico con Satie ya que fue presentado en la exposición universal de París en el año 1900. Los “manejables” reproductores de acetatos con denominación táctil , los tocadiscos, fueron comercializados por primera vez el mismo año en el que el gran compositor abandonó para siempre la convulsa sociedad que le tocó disfrutar a ratos, sufrir en otros, 1925. De haber conocido el advenimiento tecnológico que aguardaba a la vuelta de su fallecimiento, y dado el afinado sentido del humor del que este hombre sabio hizo gala durante toda su vida, me atreveré a imaginar que Satie no hubiera titubeado ni un compás antes de dedicar, con su característica pasión, un par de brillantes párrafos al sonoro invento que estaba destinado a cambiar de raíz, popularizándolo, el universo de las corcheas y los contrapuntos. Palabras que, tal vez, habrían resultado tan sugerentes como las incluidas en un libro que publicó en 1914 junto al dibujante Charles Martin: “He puesto en él cuanto sé sobre el aburrimiento, y se lo dedico a todos los que no me quieren. O como estas otras dedicadas a los “establece-cátedras” también conocidos como críticos musicales: “El año pasado dicté varias conferencias acerca de -la inteligencia y la musicalidad en los animales-. Hoy les hablaré de -la inteligencia y musicalidad en los críticos-. Son temas muy semejantes.”

Lo que escucharon mis oídos al comenzar a sonar sus composiciones en mi familiar habitación “tipi” de entonces, no fue nada en comparación con lo percibido por la turbulenta adolescencia en la que tenía el gusto, o disgusto, de estar inmerso. Las vibraciones producidas en los altavoces de mi barato equipo de música; etapa aquella de volúmenes distorsionados y post-punk, de incipiente electrónica y guitarras rotas, de Joy Division, The Clash, The Cure, The Smiths o Japan, tornaron en ridículas al enfrentarse a los estremecimientos que sentí exactamente debajo de mi garganta, en mi pecho, y debajo de él, en mi estómago. Treinta años después, salvo la calidad de mi equipo estereofónico, nada ha cambiado a ese respecto. Sus creaciones me siguen generando los mismos efectos de la primera vez: mitad tranquilizantes, mitad euforizantes, mitad hipnóticos, mitad reveladores. Inasequible al desgaste que la mayoría de propuestas artísticas sufren con el paso del tiempo, la obra de Satie, sus diferentes prismas creativos, que efectivamente fueron de una variedad sorprendente, desde las “Ogives” hasta “Parade” y después, no han hecho sino consolidarse a horcajadas de la perspectiva temporal que, ineludiblemente, aporta el discurrir de las estaciones.

Me levanto a por un vaso de agua, vuelvo a sentarme delante de la pantalla, restriego mis ojos cansados, me lío un cigarrillo como seguramente hizo Satie miles de veces a lo largo de su vida -fue fumador- y enfoco mi capacidad auditiva en la imperecedera obra de juventud del creador: en las “Sarabandes”, las “Gymnopédies”, las “Gnossiennes”; en la asombrosa maestría que practicó este francés insólito entre insólitos, ya desde su principio, a la hora de alumbrar intensos sentimientos musicales, exentos de interferencia alguna, en íntimos desarrollos de apenas tres minutos; dirijo mis entusiasmados oídos a su original capacidad, sin artificios o elucubraciones altisonantes superfluas, haciendo uso de una suprema sencillez solo al alcance de los genios, para dar a luz obras capaces de penetrar los ámbitos de la sensibilidad más protegidos, llegando incluso hasta ese recóndito desván interior donde todos tendemos a salvaguardar nuestras fragilidades más íntimas. Respiro hondo. Satie fue un cirujano del lenguaje sonoro; un adelantado en el uso del bisturí emocional aplicado a la composición musical; un austero trabajador del arte de la arquitectura sobre pentagramas que levantó increíbles construcciones sonoras que marcaron pautas a infinidad de artistas con décadas de anticipación. Leo que aquel militante socialista que derivó al comunismo; inconformista a jornada completa y malquerido por eso que otros llamaban dinero y él “chucherias”; tan generoso bebedor como asiduo a largas caminatas y Cabarets nocturnos… el irrepetible Erik Satie, ante el comentario despectivo que un músico y crítico parisino, Jean Poueigh, publicó tras uno de sus estrenos, no vaciló en remitirle tres “informativas” misivas en las que, entre otras elocuentes lindezas, le dijo: “Usted es solo un culo, y me atrevo a decir que un culo sin música”. Parece que la historia dio la razón al señor Satie ya que del otro, del señor Poueigh, poco y aburrido reflejan las enciclopedias.
La obra de Satie, sus diferentes prismas creativos, que efectivamente fueron de una variedad sorprendente, desde las “Ogives” hasta “Parade” y después, no han hecho sino consolidarse a horcajadas de la perspectiva temporal que, ineludiblemente, aporta el discurrir de las estaciones.

En estos días he estado leyendo un estupendo libro sobre Erik. Recién publicado en nuestro país por la editorial Península -primera edición Junio 2013-, tiene como título: “Satie. La subversión de la fantasía”. En él Alfonso Vella nos adentra en un recorrido apasionante a lo largo de la vida y obra del compositor francés; un viaje que, aun profundizando en la figura del maestro y en un análisis musical de su obra sólidamente fundamentado (el autor es catedrático de Armonía y director del departamento de composición en el conservatorio superior de Córdoba), trasciende esas fronteras esparciéndose generoso por la época, entorno y personalidades que compartieron espacio y tiempo con Satie: El efervescente París de finales del S.XIX y principios del S.XX; su mítico barrio: el bohemio Montmartre donde Satie también residió; las corrientes artísticas entre las que navegaron, a golpe de galernas intelectuales y desaforados oleajes ególatras, tanto él como sus contemporáneos; los numerosos amigos, admiradores y conocidos que tuvo y con los que, alternando entre intensidades, duraciones y desenlaces de todo tipo, interactuó desde su juventud hasta su ocaso (Ravel, Debussy, Picasso, Cocteau, Massine, Stravinski…); su prolija familia de enemigos y detractores, nutrida como pocas, entre los que el por algunos considerado precursor del Surrealismo, André Breton, y según vuelvo a leer en este pequeño-gran libro, hizo todo lo posible por destacar a base de continuas descalificaciones y ejercer de revienta-estrenos a voz en grito. Y por último, hubiera resultado imperdonable su omisión, sobre aquella que muchos dicen fue su único amor, Suzanne Valadon. Una relación la que mantuvieron que apenas duró unos meses pero que se extendió en el corazón de Satie a lo largo de toda su azarosa vida. Se sabe que durante los treinta años que siguieron a su ruptura Satie continuó escribiéndole cartas a Suzanne, cartas que jamás envió.

“Me cago en el arte: le debo demasiados reveses”. Así se expresó este creador admirable en una misiva, agosto de 1918, que remitió a su confidente y amiga la diseñadora Valentine Gross. Estaba dando rienda suelta a su hastío vital ante las penurias materiales que le habían acompañado durante décadas. Poco que añadir salvo decirle, mi admirado Erik Satie, que hago mías sus descriptivas palabras. Yo también, con su permiso, me cago en el arte.

EL PULPO
El pulpo está en su caverna.
Se divierte con un cangrejo.
Lo persigue.
Se le ha atragantado.
Despavorido, se pisa los pies.
Bebe un vaso de agua salada para recuperarse.
Esa bebida le sienta muy bien
y le cambia las ideas.
Erik Satie. (“Cuadernos de un mamífero” – Editorial Acantilado)

♫ | Existen multitud de grabaciones con las obras de Satie. De todas las que he escuchado hay una que sobresale, tanto por la emocionante interpretación; en sus composiciones para piano resulta especialmente crítica la intención, tempo y matices que pueda aportar, o restar, el intérprete durante su ejecución, como por la impresionante calidad de sonido. En el CD se incluyen, entre otras piezas, las joyas antes citadas: “Gymnopédies” y “Gnossiennes”. No así las hipnóticas “Sarabandes” y “Nocturnes”. A pesar de esa carencia, una lástima, es la grabación de la obra de Eric Satie que os recomendaría para iniciar, o completar, vuestra experiencia con su obra. Estos son los datos concretos de la edición a la que me estoy refiriendo: Título del CD – Satie: Works for Piano Intérprete – Aldo Ciccolini Sello – EMI Classics / Great recordings

♫ ♫ | Los dos libros a los que hago referencia en este escrito: “Satie – La subversión de la fantasía” y “Cuadernos de un mamífero” merecen mucho la pena. Especialmente el primero ha resultado un compañero perfecto, unido a las composiciones satienianas que no han parado de sonar en mis altavoces, a la hora de escribir este texto.
♫ ♫ ♫ | Otro grande, Debussy, amigo y admirador de Satie durante una buena parte de su vida; aunque en los últimos años se alejaron, únicamente orquestó dos piezas ajenas, compuestas por otro, en toda su trayectoria. Para ello eligió a Satie y sus maravillosas primera y tercera “Gymnopédie”. El resultado: un regalo.