Eduardo Chillida, el hombre que esculpió sueños

Fotografía EN ENCABEZADO: Eduardo Chillida en el Peine del Viento © Francesc Català-Roca (fuente: www.museobilbao.com)

Por Florinda Salinas © 2018 / Estuvo en el París de los años 50, con Palazuelo, Guerrero y Sempere, se comió el Louvre y gastó codos en la Bibliothèque Nationale. Cayó rendido ante la escultura griega anterior a Fidias, pero todo era superficie. Aprendió en la vieja fragua de Hernani incinerando el hierro. Se plantó frente al horizonte del Cantábrico, deseando cogerlo. Si la música es organizar silencios y sonidos, el optó por apropiarse de los espacios con hormigón, piedra, metal, barro. Los espacios pueden ser descomunales, como una montaña por dentro, pero también irrisorios, como la lámina de agua colándose entre capas geológicas. Octavio Paz, gran admirador de Chillida, lo resumió: “Cada escultura de Chillida dice una cosa distinta: el hierro dice viento, la madera dice canto, el alabastro luz. Pero todas giran incansablemente en la casa del espacio.”

Conocí El peine del viento cuando estudiaba periodismo en Pamplona. Las compañeras de piso no teníamos ni un duro, pero sí un renqueante escarabajo de un amigo que se ofreció a acompañarnos hasta San Sebastián. En la playa de Ondarreta, entre las rocas, bajo el monte Igueldo, estaban las supuestas púas de los tres peines, que también podían ser dedos o colmillos o puñales, hiriendo olas o peinando galernas. Yo no lo sabía, pero el primer Peine del Viento que hizo Eduardo Chillida fue en 1952, y se aloja en el Museo Reina Sofía. El último lo creó en 1999, al año siguiente cayó enfermo y dejó de trabajar. En total hay 24 peines repartidos por el mundo. Fue una obra a la que volvía una y otra vez. Cuando tuve oportunidad de hacerle la entrevista que recrearé en este artículo me mostró otro, en Chillida-Leku, el que le pidió su mujer, “el peine de Pili” o «el peine de la ama» (madre en euskera), de dos toneladas y medio de peso.

Durante mis estudios en Pamplona yo sabía poco de Chillida, conocía algo más de Jorge Oteiza. Sin embargo había observado con atención el retrato que le hizo Francesc Catalá Roca en 1975 para el libro Los espacios de Chillida, con un texto de su amigo Gabriel Celaya.

Era un rostro anguloso sobre un esqueleto cóncavo. Ni un gramo de más. Un metabolismo acelerado, seguramente, capaz de adaptarse a sus ideas veloces. Había sido portero de la Real Sociedad y mantenía ese ademán inclinado hacia los golpes, manos fibrosas y endurecidas. Una mirada con el foco lejano. Allí, bajo el larguero, le dio muchas vueltas a la noción de espacio, a las tres dimensiones en las que se movía el balón. Una lesión grave lo apartó de los avatares de la portería y lo llevó a otras redes más profundas y apasionantes.

Era un rostro anguloso sobre un esqueleto cóncavo. Ni un gramo de más. Un metabolismo acelerado, seguramente, capaz de adaptarse a sus ideas veloces. Había sido portero de la Real Sociedad y mantenía ese ademán inclinado hacia los golpes, manos fibrosas y endurecidas.

Acabé periodismo y le seguía de refilón. Se me grababan frases suyas. “Lo profundo es el aire”, dijo un día en la tele, parafraseando a Jorge Guillén. Comenzó a interesarme, sobre todo cuando me trasladé a Madrid y pasaba con frecuencia cerca de Sirena varada, la escultura de hormigón que cuelga del puente de Juan Bravo, en el paseo de la Castellana. A pesar de su rotundidad y su peso, no se sostenía en el suelo, como las otras que se exhiben en ese Museo al Aire Libre. Este hombre, pensé, está empeñado en utilizar el peso para buscar la ligereza, como si sus toneladas de hormigón se asemejaran a un etéreo móvil de Calder. Levedad, ligereza, son atributos del arte según dice Italo Calvino en su libro Cinco propuestas para el próximo milenio.

Florinda Salinas con el escultor Eduardo Chillida en su casa de Ondarreta. Foto por J.I. Muguruza

En Intz-Enea, lugar del agua y la aurora

Unos años más tarde pude entrevistar al hombre de las galernas del Cantábrico, al herrero del aire. Me habían advertido de las dificultades: no le gustaba explicar sus obras, no le apetecía que le distrajeran de lo suyo. Pero hubo suerte y un día de enero de 1993 amanecí en San Sebastián y llegué hasta su casa, Intz-Enea, en el extremo rocoso de la playa de Ondarreta, en el monte Igueldo.

Intz-Enea, “lugar del agua y de la aurora”, era como un navío varado frente al mar. Allí vivía junto a su mujer, Pilar Belzunce (Pili, siempre) y sus ocho hijas e hijos. Ella me recibió esa fría mañana de enero y juntos me enseñaron la casa: paredes blancas, amplios ventanales, una mesa grande con bancadas para 18 comensales, cuadros de Tàpies, Miró, Chagall, Braque y también de sus hijos pintores, Pedro, María y Eduardo. Pilar era una mujer bella y menuda, el amor de su vida. Navarra de nacimiento, ejercía de matriarca familiar, eso sí, una “amatxu” moderna: se ocupaba de su agenda, viajes, relaciones públicas, exposiciones.

Después de la entrevista, explicaron, iríamos a Chillida-Leku, el caserío de Zabalaga donde se había instalado gran parte de su obra. A una decena de kilómetros de San Sebastián, acoge en su dos plantas un centenar de piezas de mediano formato y muy distintos materiales. En las doce hectáreas que rodean al caserón del siglo XVI, un espacio -“leku” en euskera- marcado por el genio de Chillida, se reparten cuarenta piezas de acero, hierro y piedra, algunas monumentales. La casona, restaurada, y el terreno de casi 70.000 metros cuadrados, sería el lugar perfecto para su legado artístico, expuesto entre castaños, hayas y magnolios.

De los ocho hijos de los Chillida Belzunce conocí a la mayor, Guiomar, en Madrid. He seguido en Arco las obras de Eduardo y también las de María y Pedro. Muchas veces he pensado en cómo habría sido la educación y la infancia de esos niños, que siempre han estado presentes en las obras de pequeño formato de su padre, muy relacionadas con la vida familiar: retratos de Pili, de los hijos, dibujos que hizo para sus bodas o la Primera Comunión de los nietos…”Para mí sólo hay una educación posible: a los hijos lo que hay que hacer es quererlos. Que sepan que los padres estaremos siempre ahí, con ellos. No conozco otra pedagogía”.

La revista Telva, donde yo trabajaba entonces y para la que realicé la entrevista al escultor, otorgaba un papel importante a la sesión de fotos. Conociendo el buen trabajo que realizaban los fotógrafos en cada número yo temblaba si el personaje protagonista no era muy amigo de posar ante la cámara. A Juan José Millás y Cabrera Infante los subimos a las azoteas del Hotel Palace. Millás pidió regresar cuanto antes a los confortables sillones de la rotonda acristalada. A Augusto Monterroso lo llevamos a un paso subterráneo hacia el Retiro, en pleno invierno, y aguantó el tipo. A Antonio López quisieron colocarlo en medio de las vías abandonadas de Chamartín, “como evocando a Delvaux”, propuso el fotógrafo Antón Goiri, y el maestro lo fulminó con un carraspeo. El proceso siempre es el mismo: una vez decidido el escenario, los profesionales de la cámara miden la luz en la oreja del personaje en cuestión, en la coronilla; despliegan pantallas para aportar una cálida luz dorada; repasan la ropa, el gesto… y, ¡plof!, aparece una nube, cambia la luz: vuelta a empezar… Después, hablan con el fotografiado: “póngase cómodo, esto va rápido…”, mientras todos sabemos que no, que irá muy lento.

Eduardo Chillida estaba esa mañana erguido como un árbol frente al Cantábrico. La gran terraza de barandillas oxidadas giraba sobre la playa de Ondarreta y las islas. Hacia un frio considerable, pero él llevaba una camisa de franela, cardigan y pantalón de pana. Los rizos de sus parietales se deshacían con el viento.

Chillida hablaba como si cortara pan, sin palabrería ni conceptos posmodernos. “Me levanto temprano y voy al estudio. Cuando abro la puerta voy a disfrutar, porque me gusta y me apetece. Me paso allí horas, aunque también le doy vueltas a las cosas cuando estoy por ahí. Cada mañana me digo: hoy llegaré un poco más lejos”. Pero si ya lo ha hecho todo, protesté. “Todavía no he hecho mi mejor obra. Los que llegan siempre más lejos son los poetas, no necesitan nada, papel y pluma y a veces ni eso”, replicó. “Yo también escribo: me gusta esbozar ideas, impresiones. Yo las llamo píldoras”.

Siempre permanece usted cerca del mar”, le dije después. “Me crié dando balonazos en la Concha y contemplando las olas. A fuerza de mirarlo se ha convertido en mi maestro”, fue su respuesta. En efecto,  en todas sus obras hay algo de esa labor de erosión marina, que suaviza las aristas, redondea las rocas. Ahí está siempre ese fluir del agua que penetra la roca y la llena de fisuras ocultas. El mar, el agua, grandes escultores.

Me crié dando balonazos en la Concha y contemplando las olas. A fuerza de mirarlo se ha convertido en mi maestro”, señaló Chillida. En efecto,  en todas sus obras hay algo de esa labor de erosión marina, que suaviza las aristas, redondea las rocas.

Después de las fotos, nos guarecimos en la casa. Había pasado su niñez en la bahía de la Concha. Había concebido el mar como un espacio que escuchaba, las mareas eran la cadencia del tiempo, el tic tac de la respiración. “El mar y Bach son mis maestros, de ellos aprendí el concepto del tiempo. Cuando escuché por primera vez la Suite nº 4 para violoncello comprendí que la música es como una escultura etérea y perfecta».

Eduardo Chillida ha dejado tras él una estela de esculturas que interrogan al horizonte y captan en su interior –piedra o acero-, remolinos de poesía y misterio. Sus obras, a veces, abrazan el viento y otras, disparan su violencia de hierro contra la lejanía, arañan los confines o hablan de lo que Jorge Guillén llamaba la profundidad del aire. Este hombre enjuto, de sintaxis sencilla, no esculpe granito, hormigón o alabastro: este hombre esculpe sueños.

París y Brancusi

Eduardo Chillida

Ese día hablamos de los dos años que permaneció en Madrid estudiando Arquitectura. “Tal vez no sepa que en la actualidad, muchos alumnos de arquitectura analizan cortes y secciones de algunas de sus esculturas”, le informé y me dijo que sí lo sabía, pasando a explicarme que esos dos primeros años en la capital realizó los cursos de Exactas, preceptivos para ingresar en la escuela. “Fue entonces cuando empecé a tener mis dudas sobre si la arquitectura era lo mío. Hablé con mi padre y le dije que lo dejaba. Al curso siguiente me fui a París y permanecí allí dos años. Necesitaba respirar, me sentía como ahogado. Para mí fue fundamental, la cultura parisina era una fiesta. Allí conocí a Saura, Tàpies y Palazuelo, leí y aprendí mucho”. También entabló relación con Sempere y José Guerrero. Pasó días enteros en el Louvre,  donde se enamoró de la escultura griega arcaica, un gran impulso para realizar sus primeras esculturas en yeso.

En París el joven Chillida pasaba horas leyendo en la Bibliothèque Nationale (su padre le había enviado a Francia de niño para aprender el idioma), y recorriendo los museos, admirando las esculturas en hierro de Julio González y descubriendo a Brancusi. A la vez, hacía grandes esculturas figurativas, en piedra o escayola, que expuso, a los 24 años, en el Salón de Mayo y en la galería Maeght. “Apenas conservo ninguna, se rompieron en el viaje de vuelta y me dije, si se han perdido, por algo será”. Pero Pili no estaba de acuerdo, hubiera preferido conservar esos torsos de mujer, los primeros eslabones de una larga vida de diálogo con la piedra, el acero o el hierro. El escultor se casó con Pilar Belzunce en 1950, en la iglesia de Ayete, San Sebastián: “En esa época me sentía perdido artísticamente, no sabía qué derrotero tomar. Entonces, ella me dijo: ¿Cómo que estás perdido? ¡Todavía no has empezado! Y yo comencé a vislumbrar mi camino. Regresamos a San Sebastián en 1951, y me puse, de nuevo, a trabajar”. Se instalaron en Hernani y allí empezó a experimentar con el hierro, en la fragua de Manuel Illarramendi.

Eduardo Chillida en la forja de Hernani en 1952.

Como no vendía nada, la familia les ayudaba. Su abuela, Juanatxo, dueña de un hotel, les enviaba comida a diario. Comenzaron a llegar los hijos. Un buen día su padre le planteó que tendría que pensar en hacer algo: “Mi padre era un hombre muy serio y uno de los días que comimos en casa me invitó a dar un paseo y me habló de la conveniencia de ganarme la vida. Yo, que en aquella época trabajaba como un burro, le contesté: “yo me gano la vida, lo que sucede es que no me lo pagan”. He sido siempre un suicida, no he movido un dedo para vender. Si había encargos o venía alguien a comprar, bien. Si no, también”.

La idea es como un aroma

Chillida es hijo de la luz del Cantábrico, por eso cuando viajó a Grecia comprendió de dónde venían Fidias y toda la escultura clásica: de ese Mediterráneo llameante. También comprendió que él no había nacido en esa luz, que la suya era otra: “No tuve plena conciencia de ser vasco hasta mi vuelta de París en el año 1951. Recuerdo que, desde el tren, al llegar, empecé a oler el mar, me sumergí en sus colores y comprendí que yo era un árbol de aquella tierra”.

“¿A usted qué le provoca más, la idea, la materia o las dos cosas a la vez?” , le cuestioné. “La idea es lo primero. Pero no sé si llamarlo idea… es algo que percibes, y que yo llamo el aroma, pre intuición. Pero para desarrollarla necesito materia. Sin ella, el arte no existe. El arte es un diálogo con la materia y el espacio, que en realidad, es otra materia, mucho más rápida y escurridiza”. Siempre me ha fascinado la relación que los artistas mantienen con sus materiales, cómo tocan la piedra, acarician la madera o rascan con la uña el yeso. Joan Miró, amigo de nuestro hombre, guardaba los cartones de embalaje, las piedras de los bancales, el papel, todo. Henry Moore recogía cantos y conchas por las playas inglesas. Hablamos de ello.

Miró, efectivamente, palpaba las superficies, los materiales”, me decía Chillida. Por supuesto que se establece una relación, no sólo mental, sino también física con los objetos”, explicaba, pasando a comentar su propia experiencia. “A mí me sucedía una cosa muy especial con la tierra: nunca trabajaba con ella, porque la primera vez que lo hice, en el estudio de un escultor amigo de mi padre, me dio mucho asco aquel barro resbaloso. En cambio, años después, mientras pasaba una temporada en casa de Aimé Maeght, en Saint Paul de Vence, donde Joan Miró solía ir también a trabajar, me asomé un día a la ventana y vi cómo hacían unos bloques, los panes de tierra, preparados para trabajarlos. Me sentí atraído por aquello. Veía dos etapas: la tierra en la naturaleza, y la tierra dispuesta para que la utilizase el hombre. Me metí en aquello, empecé a cuestionarme cosas. La tierra carece de forma, pero el hombre ha hecho con ella un sinfín de cosas importantes: cerámica, el arte etrusco fue todo un descubrimiento…”

En el Peine de los Vientos. Fotografía por Nacho Goberna

“Me rebelo contra la gravedad y los ángulos rectos”

La escultura moderna gira en torno a la ocupación del espacio, pero Chillida, además, estaba obsesionado con la gravedad. No era nada extraño, sus esculturas pesaban toneladas: “Yo me rebelo contra Newton y su manzana cayendo del árbol. Soy un caso, pero uno tiene derecho a rebelarse ¿no? Tengo una escultura en la Abadía cisterciense de Beaulieu, en Francia, que está colgada y, si te fijas, su movimiento es descendente, pero cuando llega abajo, la escultura no quiere caer, se niega a hacerlo y retorna hacia arriba. Lo mismo me ocurre con el ángulo recto: procuro evitarlo. ¿Por qué? Porque me parece que bloquea muchas cosas. En el diálogo con el espacio, si metes un ángulo recto todas las respuestas son idénticas. Eso ya lo hizo Mondrian y llegó hasta el final. Yo me muevo por los agudos y los obtusos y entonces los diálogos se enriquecen”.

Ha heredado la tradición ancestral de los herreros. Cuando termina su trabajo en la fragua, se va al estudio: lee, trabaja con papel o escucha a Bach. Pero siempre ha dicho que sus precedentes están en la escultura griega. “La escultura que más me interesa es la anterior a Fidias, en el siglo VI a.d.C. Es algo que no se ha superado, resulta fantástica desde cualquier ángulo que la mires. Esos hombres que permanecen anónimos llegaron lejísimos, más allá que los artistas del Renacimiento. Después de ellos aparecieron otros genios más grandes, como Leonardo. Pero la plataforma espiritual y mental en la que ellos trabajaron era perfecta y dio como resultado estas obras que permanecen vigentes”, recobro las palabras del escultor, a quien no  abrumaron esas obras perfectas con 26 siglos de existencia. Él no negaba el progreso en el arte, pero consideraba que no era cuestión de avanzar, sino de plantearse interrogantes diferentes: “A veces las preguntas se repiten, pero en cada época se responden de manera distinta. Yo veo el arte como un tremendo bloque con muchas variantes, en vez de contemplarlo como un desarrollo científico o tecnológico. Velázquez no demuestra que Leonardo estuviera equivocado, como tampoco Picasso nos puede decir que Goya viviera en el error. Cada artista es un universo cerrado, pero se comunica con los otros en la búsqueda de unas mismas respuestas”.

Aperos y piedras funerarias

Eduardo Chillida no sólo poseía rasgos vascos -mejillas afiladas, cejas inquisidoras, mirada sincera y naif- sino un corazón anclado en su tierra. Su obra es rabiosamente moderna, pero proclama a los cuatro vientos el origen que la alimenta. Nunca habló euskera, pero sus obras sí: introdujo en ella aperos de labranza, artes de pesca y las estelas o piedras funerarias vascas. “Cuando empecé con el hierro, trabajé esos objetos y descubrí la belleza a la que conduce la utilidad en algunas culturas primitivas y, entre ellas, la mía. He utilizado sus formas, no como referencia romántica o folklórica, sino por la increíble variedad de diseños de guadañas, hoces y artes de pesca. Aprovechaba su belleza para otros fines, los de mi aventura artística”.

También dibujó con frecuencia sus manos: los dedos cerrados no resultan agresivos, parecen esculturas, con sus perfiles y sus vacíos. Su estudio lo describió bien Gabriel Celaya, en los años 70: “La planta baja, oscura y prometeica, es la de un ferrón vasco. Polipastos, palancas, tenazas, martilletes, hierros, hornos y yunques lo ocupan todo. Hay fuegos al rojo entre la sombra. (…) Fuegos combativos. Fuegos vascos. (…) Aquí, en esta segunda planta del taller, reinan el orden y la pulcritud. Cartabones, reglas, lupas. A un lado las gafas; al otro los calibradores, las pipas, los pinceles. Un poco más allá el cenicero; un poco más aquí el texto de consulta y las pruebas de la obra en marcha. (…) Chillida sabe que hay que domar el caos, colonizar el vacío. ¿Y cómo se hace? Martillando y sudando, sudando y pensando. Pasando el terco tic-tac de lima”. El ex portero de fútbol se pasó toda la vida entre escorias y suciedad, entre materiales arrumbados, llamas desgastadas, cenizas y atmósfera chispeante. Infierno y chatarra, pero también hermosa y pura materia, a la que añadía una vuelta de tuerca, una intención.

Su obra es rabiosamente moderna, pero proclama a los cuatro vientos el origen que la alimenta. Nunca habló euskera, pero sus obras sí: introdujo en ella aperos de labranza, artes de pesca y las estelas o piedras funerarias vascas.

Tàpies, también amigo suyo, me había dicho por aquellos años, en otra entrevista, que el arte se había centrado demasiado en lo material y que era necesario “espiritualizar la materia”. ¿Estaba Chillida de acuerdo? Totalmente, de todos modos, el hombre es materia y espíritu, las dos cosas están estrechamente unidas. Cuando un artista se acerca a la materia ya le está infundiendo su espíritu. No hay nada más espiritual que la materia artística”.

El escultor de sueños falleció en 2002, con 78 años, rodeado de los suyos. Sus cenizas se trasladaron a un espacio bendecido, bajo un magnolio, en la zona privada de Chillida-Leku. Fue un hombre de fe y quiso celebrar un acto estrictamente íntimo y familiar. Allí descansa también, a su lado, Pilar Belzunce, fallecida en 2015 con 89 años. Este museo ha sufrido diversas vicisitudes desde entonces y se buscan fórmulas para mantenerlo abierto. Chillida se fue sin poder llevar a cabo el vaciamiento de la montaña Tindaya, en la isla canaria de Fuerteventura. El proyecto se expone en la Casa de Cultura de Puerto del Rosario, su capital. “Fue una utopía, como casi todo en el nacimiento de una historia, pero muy simple: todos los hombres que se pasean por el interior de ese espacio son iguales, muy poquita cosa”, explicó su hijo Ignacio Chillida, después de su muerte.

Pilar Belzunce, mujer de Chillida, y Florinda Salinas en Chillida-Leku_-Foto por J.I. Muguruza

LAS CLAVES DE SU OBRA

– Su arte es conceptual, centrado en el hombre. Gira en torno a los problemas de la ocupación del espacio y el tema de la gravedad.

– Sus materiales: hierro, granito, alabastro, hormigón, basalto, arcilla, acero…

– Sus obras suelen ser monumentales, realizadas para permanecer al aire libre. Las más conocidas en España: Elogio del horizonte, en Gijón; Peine de los vientos, San Sebastián; La Casa del Padre, Guernica; Sirena Varada, Madrid.

– Su fama se afianzó en los años 60. Su primer galardón fue el de la Bienal de Venecia en 1958. Posee el Premio Príncipe de Asturias, el Nacional francés de Escultura, el Premio Wolf de Bellas Artes, el Rembrandt y la medalla de oro de Bellas Artes, entre otros. También el Premio Kandinsky, el Wilhelm Lehmbruck, el Kaiserring alemán y el Premio Imperial de Japón.

– Dentro de su obra gráfica destaca la colaboración con el filósofo alemán Martin Heidegger en la edición del libro Die Kunst und der Raum, 1969.