Las rebeldías de una surrealista de nombre Leonora Carrington

Por Emma Rodríguez © 2018 / Ya sea por su leyenda, que a lo largo del tiempo ha ido llegando hasta mí a través de informaciones diversas, de mujer inconformista, indómita, capaz de superar la locura y de saltar por encima de las normas masculinas del surrealismo. Ya sea por la lejana lectura de sus Memorias de abajo, que me impactó con su mezcla de sinceridad, valentía, extrañeza y delirio. Ya sea por la atracción que he sentido por sus cuadros, por esas escenas en las que la propia vida toma forma de sueños o de pesadillas, por esas composiciones, en ocasiones tan cercanas a El Bosco, que siempre me han sorprendido y que nunca he tenido la oportunidad de ver en directo, Leonora Carrington (Reino Unido, 1917 – México, 2011) siempre ha despertado mi interés, un interés aletargado que volvió a activarse cuando me encontré en las mesas de novedades con una nueva edición de la obra citada (Memorias de abajo, en Alpha Decay, 2017) y con una biografía que llamó mi atención, entre otras cosas por el parentesco familiar de su autora, Joanna Moorhead, periodista en el diario británico “The Guardian” e hija de un primo de su padre, con la artista, a la que descubrió y trató en los últimos años de su vida.

Leonora Carrington. Una vida surrealista, publicada en España por la editorial Turner, es una entrega que recorre de forma amena la larga y novelesca vida de la protagonista, situándola en su tiempo (un tiempo lleno de descubrimientos y de chispa creativa, pero atravesado por la agitación y la guerra). No se trata de un estudio en profundidad de la obra que recurra a especialistas, a fuentes académicas; no hay grandes revelaciones ni vuelcos inéditos en la comprensión de la figura de la creadora, pero ofrece el regalo de la cercanía. He ahí, en mi opinión, su mayor logro, el relato paralelo que encierran sus páginas, la historia de una amistad, de una transformación, porque la biógrafa percibe que su forma de observar el mundo, de verse a sí misma, de interpretar el transcurrir de la vida, va cambiando tras el contacto continuado con la enigmática mujer que le abrió las puertas de su casa de México y le transmitió la magia y la sabiduría de un trayecto trazado con la brocha de la pasión, de la intuición y de una fortaleza que pudo imponerse a la vulnerabilidad, al miedo.

De ahí que las palabras, las confidencias, las enseñanzas, la energía que transmite la anciana Leonora Carrington a la prima lejana que se le presentó un día y que, en cierto modo, volvió a cerrar el círculo con su familia inglesa, a la que abandonó siendo muy joven, sean lo que otorguen a la obra un carácter especial. Me abrió su casa y su corazón, señala Moorhead en el prólogo, donde explica de qué forma el azar le indicó el camino para emprender una aventura que sería crucial para ella y que la llevaría no solo a México sino a muchos de los lugares por los que transitó la creadora.

Las palabras, las confidencias, las enseñanzas, la energía que transmite la anciana Leonora Carrington a la prima lejana que llamó un día a la puerta de su casa de México y que, en cierto modo, volvió a cerrar el círculo con su familia inglesa, a la que abandonó siendo muy joven, otorgan un carácter especial a la biografía publicada en España por Turner.

Durante los cinco años en que la traté, Leonora me contó muchas cosas que nunca olvidaré, y que han cambiado mi vida. Pero la más importante de todas fue esta: “La seguridad, bajo cualquier circunstancia es una ilusión”, señala la biógrafa. Cuando conoció a la artista esta tenía 89 años y había atravesado todo tipo de obstáculos y dejado, una y otra vez, posesiones y afectos por el camino. Vista con perspectiva, la suya es una gran historia de superación, riesgo, supervivencia y autoconocimiento, algo que este libro consigue apresar de manera sencilla, enriquecedora. Empezamos la lectura, pues, ante una Leonora  Carrington de 89 años, que vestía casi siempre de negro y salía en contadas ocasiones de su casa en la colonia Roma, en México DF, una casa llena de ecos de historias pasadas, donde la pintora rehizo su vida junto al que fuera su marido y padre de sus dos hijos, el fotógrafo húngaro, de origen judío, Emerico Weisz, conocido como Chiki, en su día compañero de andanzas de Robert Cappa.

Leonora Carrington. Fuente: Manchester Literature Festival Web

A partir de ahí, en su compañía, el relato nos conduce a las distintas edades de la protagonista, a las diferentes etapas, geografías y vicisitudes de una vida absolutamente novelesca, tanto que la escritora mexicana Elena Poniatowska, que también disfrutó de su amistad, le dedicó una novela titulada simplemente Leonora, que pone especialmente el foco en uno de los capítulos más dramáticos de su biografía, el del trastorno mental que padeció en España, una España que acababa de salir de la Guerra Civil, con el consiguiente traslado a un manicomio de Santander, donde fue sometida a un tratamiento experimental, precursor de la terapia electroconvulsiva o electroshock, episodio del que da cuenta la artista en el estremecedor relato de Memorias de abajo.

Es precisamente Poniatowska quien firma el prólogo de la nueva edición de la obra en Alpha Decay (en su día me la descubrió Siruela), un bello texto que se convierte en un buen contrapunto a la visión que nos ofrece Joanna Moorhead, coincidiendo ambas miradas en el entorno de la casa mexicana, en el amor de Carrington por sus hijos… “Donde está Leonora está el surrealismo”, dice la novelista, refiriéndose a la artista que buscó “crear algo más real que la realidad misma e ir más allá de la realidad cotidiana, la realidad que nos aterra por la absoluta injusticia de su sociedad…” A esa mujer a contracorriente que señaló que el surrealismo era “un estado del espíritu que no puede explicarse, que experimentó en su propia piel, como ninguno de sus compañeros de movimiento, los abismos del subconsciente, que aplicó la libertad y la insumisión tanto a sus composiciones pictóricas como a su paisaje vital, la vemos crecer a través de las páginas de la biografía que nos ocupa.

“Donde está Leonora está el surrealismo”, ha declarado la escritora mexicana Elena Poniatowska, refiriéndose a la artista que buscó «ir más allá de la realidad cotidiana», una mujer a contracorriente de cuya amistad disfrutó y a la que dedicó una novela titulada simplemente «Leonora».

Célebre es la relación que mantuvo la joven artista en ciernes con una de las figuras más destacadas de la corriente, Max Ernst, a quien conoció en una fiesta en Londres, donde ella estudiaba en la Academia del cubista francés Amédée Ozenfant y donde él acudió para inaugurar su primera muestra individual en la capital británica. El flechazo fue inmediato y, contra la opinión de su acaudalada familia, saltando por encima de los mandatos de su padre (Leonora Carrington y Max Ernst coincidieron en su afán por romper con las ataduras de sus autoritarios progenitores) no dudó en acabar con lo que había sido su confortable vida hasta entonces y, haciendo caso a sus impulsos, emprender viaje a París tras los pasos de su amor, pero, sobre todo, de su destino: un destino enfocado al arte, alejado de los convencionalismos burgueses. He ahí la primera gran rebeldía de esta mujer que, ajena al escándalo, apostaba por la libertad y la espontaneidad frente a las buenas costumbres, la respetabilidad y el mantenimiento de las apariencias.

Es muy interesante e intenso este capítulo en el que se da cuenta de la portentosa historia de amor entre ambos artistas, vivida en los ambientes surrealistas de París, en los bucólicos entornos de Cornualles –tiempo de felicidad del que dan cuenta unas maravillosas y reveladoras fotos de Lee Miller– y, posteriormente, en la campiña francesa, en la localidad de Saint-Martin (región de Ardèche), donde la pareja construyó una casa a su medida, una casa para la alegría y para la creación compartida. Fue, según palabras de la artista, “una etapa paradisiaca”, que se vio truncada por la irrupción de la tragedia que supuso la II Guerra Mundial. Max Ernst acabó en la cárcel cuando Francia e Inglaterra se aliaron contra el nazismo debido a su pasaporte alemán; fue liberado gracias a la influencia de su gran amigo, el poeta Paul Éluard, y volvió a ser arrestado acusado de espía; él, considerado un artista degenerado ante los ojos de Hitler

Leonora Carrington – “Autorretrato” (1937-1938), óleo sobre lienzo, 65 x 83 cm, Metropolitan Museum, Nueva York)

Luces y sombras se suceden en el trayecto de la pareja de amantes, en la aventura surrealista que acabaría con la mayor parte de los integrantes del grupo en Nueva York. Está lleno de vicisitudes este viaje que emprendemos, de la mano de Leonora Carrington y de sus afines, mientras pasamos las páginas del libro. Consigue la biógrafa que participemos de la diversión y también de la incertidumbre y del dolor, a través, como señalaba antes, de una narración cercana que se va intercalando con las confidencias directas de la principal protagonista. A Leonora Carrington la vemos feliz en compañía de Max Ernst y asistimos a su desolación cuando él es arrestado por segunda vez, dejándola sola, sin más remedio que vender la casa común a un bajo precio y dejarlo prácticamente todo, ante la inminente llegada de los alemanes y la necesidad de emprender la huida a España.

Tras enamorarse de Max Ernst en Londres, la joven artista en ciernes no dudó en acabar con lo que había sido su confortable vida hasta entonces y, haciendo caso a sus impulsos, emprender viaje a París tras los pasos de su amor, pero, sobre todo, de su destino: un destino enfocado al arte, alejado de los convencionalismos burgueses.

En tonos negros y rojos –por la sangre– es el retrato que hace la artista, en este caso a través de la palabra, de la España tomada por Franco, recién concluida la contienda, una España llena de angustia, de costurones, de miedo. He dejado la biografía y he vuelto a sumergirme en la pesadilla que es Memorias de abajo (la fantasía de Carrington, también escritora, se desplegó en relatos de carácter onírico que muchas veces, como muestra Joanna Moorhead en su libro, se relacionan con sus composiciones pictóricas y dan cuenta, al igual que estas, de su vida y obsesiones). Vuelve a impactarme la manera en que la creadora se sintió afectada por la atmósfera de un país que acentuó su crisis psicológica, un trastorno que se inició tras la terrible soledad que siguió al momento en que se llevaron a Max Ernst por segunda vez a un campo de concentración.

Max Ernst por Claude Huston, 1946

La entrada en España me abrumó por completo: pensé que era mi reino, que su tierra roja era la sangre seca de la Guerra Civil. Me asfixiaban los muertos, su densa presencia en ese paisaje lacerado (…) En medio de la confusión política y un calor tórrido, tuve el convencimiento de que Madrid era el estómago del mundo y de que yo había sido elegida para la empresa de devolver la salud a este órgano digestivo…”, vamos leyendo.

El ambiente opresivo, asfixiante, oscuro, del momento, el ordeno y mando, el terror ante lo acaecido, entablan en esta entrega, que adquiere forma de diario y que nació de la necesidad de su autora de analizar lo que le había sucedido, un paralelismo con la angustia, el vértigo,  la paranoia y el desequilibrio nervioso que se apodera de la protagonista. Su imaginación se dispara, llega a sus límites en el manicomio de Santander, donde es víctima de abusos y de experimentos que parecen querer anular, fundamentalmente, su innata rebeldía, convertirla en la mujer obediente que se suponía tenía que ser. Pero no pueden con ella. Leonora Carrington ha tocado fondo, pero logra nadar hasta la superficie, supera la prueba y sale de ella renacida, en cierto modo liberada, con una nueva lucidez y una mayor comprensión de sí misma, de sus deseos y temores, después de creer que había estado en “otro mundo, en otra época, en otra civilización, quizá en otro planeta que contenía el pasado y el futuro, y, a la vez, el presente”.

En el manicomio de Santander, donde fue internada al llegar a España en 1940, la artista, como narra en «Memorias de abajo», fue víctima de abusos y de experimentos que pretendían anular su innata rebeldía, convertirla en la mujer obediente que se suponía tenía que ser.

Escribir el libro fue como un acto de confesión. Todo estaba dicho, ya podía pasar página. “Con más de noventa años, Leonora seguía sintiéndose incómoda hablando de lo que ocurrió en Santander en 1940. El rostro se le ensombrecía si se mencionaba y se apresuraba a encender un Marlboro, darle una larga calada y sugerir otro tema de conversación”, señala la biógrafa, a quien lo único que le dijo de esa etapa es que el cardiazol “funcionó” en la medida en que la llevó a decidir que nunca más volvería a enloquecer y le hizo darse cuenta, por primera vez en su vida, de su vulnerabilidad, ser consciente de que “era mortal y tangible y podían destruirla”.

Leonora Carrington. Máscara . Fuente: Fundación Leonora Carrington A.C.

Pero volviendo a su relación con Max Ernst, más allá de las circunstancias que habían separado a la pareja, Carrington, pese a ser consciente de lo mucho que dependía de él afectivamente y de lo mucho que le debía en el plano creativo (fue su mentor, su maestro y estimuló sus búsquedas), presentía que seguir a su lado acabaría ahogándola, haciéndola invisible. Es este un aspecto que me ha resultado especialmente interesante. “Aunque tenía poco más de veinte años, Leonora había llegado ya a una conclusión esencial sobre ser mujer y artista: si se quedaba con Max, este la empequeñecería. Sería un elemento más en el cuadro de su vida, igual que el caballo petrificado que pintó a su espalda en el retrato que le hizo”, escribe Joanna Moorhead, quien, más adelante, cuando narra el reencuentro de los dos artistas en Lisboa, parada obligada antes de emprender rumbo a Estados Unidos, nos recuerda que aunque a los integrantes del movimiento surrealista “les gustaba considerarse vanguardistas, lo cierto es que en lo tocante a las mujeres su visión y expectativas eran deprimentemente estrechas y convencionales”, por lo que “Leonora estaba convencida de que si volvía con Max su vida artística quedaría ensombrecida para siempre por la obra, la trayectoria y la fama de él” (llegada a este punto no puedo evitar pensar en una novela, El mundo deslumbrante, donde la escritora norteamericana Siri Hustvedt alude a los muchos casos de mujeres creadoras eclipsadas por sus compañeros artistas).

Aunque tenía poco más de veinte años, Leonora había llegado a la conclusión esencial sobre ser mujer y artista. Estaba convencida de que si volvía con Max Ernst su vida artística quedaría ensombrecida por la obra, la trayectoria y la fama de él”, señala Joanna Moorhead.

Resultan curiosas las declaraciones de Carrington, sus puntos de vista, sobre algunos de los artistas a los que tuvo ocasión de tratar mientras trazaban un momento crucial en la historia del arte del siglo XX, un momento de cruce de caminos, de mezcla de influencias y corrientes rompedoras. De Picasso, por ejemplo, pensaba: “Era muy español, muy macho. Pensaba que todas las mujeres estaban enamoradas de él y parecía creer que no tenían utilidad en otros frentes…”, mientras que Dalí le parecía “un español normal y corriente” en la etapa de París, antes de iniciar su relación con Gala, y Duchamp, “que nunca se tomaba en serio, el más divertido de todos”…

Leonora delante y detrás, de izq a dcha, Lee Miller, Ady Fidelin y Nusch Éluard en Cornualles. Fotografiadas por Roland Penrose.

Está lleno de nombres propios muy conocidos este viaje. Por las páginas de la biografía de Leonora Carrington desfilan los hacedores del surrealismo, bajo la batuta de Breton, y, entre otros, personajes como Edward James, rico heredero y coleccionista del artista belga René Magritte, que, cuando ya vivía en México, se convirtió en su amigo, cómplice y mecenas, contribuyendo al lanzamiento de su carrera. Y también nos encontramos con otra figura clave, Peggy Guggenheim, que fue la que, mucho antes, en la etapa de París, fue la primera en comprarle un cuadro, antes de saber los celos terribles que iba a sentir hacia ella al comprobar lo mucho que seguía amándola Max Ernst, con el que la famosa coleccionista y mecenas acabó casándose.

También entra en escena Frida Kahlo, que despreciaba la arrogancia y los aires intelectuales de los surrealistas, pero que hizo una excepción con Carrington, y Alejandro Jodorowsky, Octavio Paz, y el también poeta y cónsul mexicano Renato Leduc, que le propuso matrimonio a la artista para facilitar su salida de Europa rumbo a México y con el que entabló una larga relación de complicidad. Como recuerda Elena Poniatowska, Leduc logró, en su papel de cónsul de México, que muchos de los cien mil refugiados republicanos españoles se trasladaran a su país, a bordo del Sinaia, del Ipanema, del Capitaine Paul Lemerle, a invitación del presidente Lázaro Cárdenas. Pero esta ya es otra historia. Son muchas las historias que se cruzan en el camino de nuestra protagonista, dando cuenta de un momento histórico apasionante, intensísimo, convulso.

La creación, el amor, la rebeldía, la fortaleza, son algunos de los pilares sobre los que se levanta la construcción vital de Leonora Carrington. Pero también la amistad. Su amistad con otras mujeres artistas como la pintora española Remedios Varo y la fotógrafa húngara Kati Horna, fue esencial en la etapa mexicana. Las tres, cuenta la biógrafa, “habían hecho un viaje largo, agotador y emocionalmente arduo hasta llegar a México. Ahora que estaban allí, sus viajes se desarrollaban en su mayor parte en sus cocinas, en sus cabezas, y, sobre todo, en sus conversaciones; y el fruto de estos intercambios era arte. La vida doméstica no parecía limitar su existencia; su condición de extranjeras, en tanto europeas, las liberaba de las reglas convencionales que regían para las mujeres en la machista sociedad mexicana…»

Leonora con sus hijos, Gabriel y Pablo. Por su marido Chiki Weisz, Fuente: Editorial Turner

Muchas veces he relacionado la obra de Remedios Varo con la de Leonora Carrington. Hay similitudes en la prodigiosa fantasía que emana de sus cuadros, en determinados pasajes y personajes, pero, como indica Joanna Moorhead, pese al constante flujo de ideas entre las dos, que sin duda las alimentó, “el contraste entre ambas es evidente” cuando se analizan detenidamente y en profundidad sus obras. “Las composiciones de Leonora a menudo parecen haber brotado en el lienzo procedentes de un lugar recóndito de su interior; las de Remedios han sido pensadas, consideradas, planeadas. La obra de Leonora trata de dejarse llevar y entregarse a elementos que están más allá del control humano, la de Remedios es más controlada (…) Si Remedios era una ilustradora, una intérprete, una pintora de la realidad –aunque en ocasiones esta fuera mágica–; Leonora era pasión desatada, libre de reglas, y su obra refleja el caos, las complicaciones, las paradojas y contradicciones del universo hasta sus últimos confines”.

La creación, el amor, la rebeldía, la fortaleza, son algunos de los pilares sobre los que se levanta la construcción vital de Leonora Carrington. Pero también la amistad. Su amistad con otras mujeres artistas como la pintora española Remedios Varo y la fotógrafa húngara Kati Horna, fue esencial en su etapa mexicana.

Las sucesivas rebeldías y renaceres marcan el trayecto de Leonora Carrington. La última de esas rebeldías, como explica su prima lejana y biógrafa, fue su lucha contra la vejez, su resistencia a parar, a rendirse. Nunca quiso amoldarse al confort, siempre asumió el riesgo, la ruptura con los convencionalismos. En la mitad de su vida, a los 50, 60 años, mientras el movimiento feminista crecía y ponía el foco en el papel de las mujeres en la corriente surrealista, en la importancia de sus trabajos y aportaciones, al margen de los logros de sus compañeros varones, la creadora decidió dejar México, cuando empezaba a ser una figura reconocida allí, y pasar una larga temporada viviendo sola en Estados Unidos.

En la mediana edad no le asustaban los años que tenía por delante, ni siquiera los cambios físicos y psicológicos que traerían. Estos formaban parte de la aventura que era la vida; y en tanto alguien que siempre había sentido un miedo intrínseco a acomodarse, tenía la intención de, mientras pudiera, seguir haciendo elecciones que le supusieran un desafío”, seguimos las palabras de Moorhead, quien también asegura, basándose en sus conversaciones con la artista, que, en cierto modo, la vejez supuso para ella “una bendición”, ya que, perdida la belleza, podía liberarse de una vez por todas del incómodo papel de mujer fatal que le habían adjudicado durante gran parte de su vida y de las complicaciones de las relaciones amorosas, pudiendo dedicarse a explorar otras facetas, a abordar en sus lienzos temas propios de la madurez femenina, a ahondar en ese algo más, de carácter espiritual, que siempre había buscado, había intuido y animado su camino hasta el 25 de mayo de 2011, cuando se enfrentó a su último viaje, habiendo asistido, aunque tarde, como apunta la biógrafa, al reconocimiento de su obra, algo que, por otra parte, nunca había propiciado ni perseguido.

En cierto modo, la vejez supuso para ella “una bendición”, ya que, perdida la belleza, podía liberarse de una vez por todas del incómodo papel de mujer fatal que le habían adjudicado durante gran parte de su vida y de las complicaciones de las relaciones amorosas, pudiendo dedicarse a explorar otras facetas.

De esa última etapa, que tantas verdades le reveló, escribió la creadora en una novela titulada La trompeta acústica (publicada en España por la editorial Alba) y que, como señala Joanna Moorhead, más allá de una broma disparatada, se convierte en “una reevaluación de lo más seria de un mundo esencialmente masculino y obsesionado con la juventud”. Como Marian Leatherby, la protagonista de la historia, “Leonora no solo sobrevivió a la vejez, sino que floreció en su paisaje silvestre e impredecible; como le ocurrió a Marian, la vejez le resultó tan surrealista e interesante como las anteriores etapas de su vida”.

Leonora Carrington en su estudio de Ciudad de México. Fuente: Paul Weisz-Carrington

Las mujeres de edad avanzada, sigo la argumentación de Moorhead “combinan la intuición femenina, la sabiduría de la experiencia y la perspicacia lógica; son quizá las únicas criaturas capaces de reunir estos elementos, y por eso Leonora las consideraba esenciales para la historia humana. Se trata de un feminismo revolucionario, y, como tal, resulta de lo más liberador tanto para los hombres como para las mujeres”. Y más adelante subrayo: “Nuestra historia ha sido tan manipulada que nos resulta difícil imaginar algo que no sea el patriarcado en que vivimos, y sin embargo, Leonora estaba decidida a intentarlo. Su cuadro “Cuéntale a las abejas” (1986) es un rayo de luz que nos recuerda que hay criaturas que viven en un mundo donde la mujer es el centro…”

Estamos ya en las páginas finales de esta biografía en la que queda patente la riqueza del intercambio de enseñanzas, el traspaso de emociones y vivencias, el modo en que la anciana creadora logra influir en la mujer más joven que la escucha y que, a su vez, transmite su visión, su mirada sobre el mundo a quienes abren las páginas de este libro. Sigo interesada en Leonora Carrington, si acaso más tras este acercamiento. Admiro a esta mujer a la que tan poco le gustaba conceder entrevistas y descifrar sus obras (¿cómo se explican las emociones, las pulsiones…? ¿Cómo apresar los sentidos, las grietas interiores?) Vuelvo a repasar las imágenes que plasmó en sus cuadros buscando mensajes. Me detengo en su autorretrato La posada del caballo del alba, una obra de juventud que hoy se encuentra en el Metropolitan Museum de Nueva York y que relata sus circunstancias en el momento en que pintó la obra, sus anhelos de escapar, de renunciar a los privilegios de su familia y lanzarse a la aventura: la mirada desafiante, el pelo suelto alborotado, el caballo balancín detrás, el deseo de huir, de dejar fuera los prejuicios, de ser ella misma… En realidad, el cuadro sirve para definir todo su trayecto. La joven rebelde nunca la abandonó, siguió recorriendo los caminos de la vida al galope, con la mirada asombrada, alerta, en estado permanente de búsqueda, de transformación.

«Leonora Carrington. Una vida surrealista», de Joanna Moorhead, ha sido publicado por Turner Noema, con traducción de Laura Vidal.

La edición de «Memorias de abajo» de Alpha Decay contiene prólogo de Elena Poniatowska. La traducción ha corrido a cargo de Francisco Torres Oliver.

Leonora Carrington trabajando en el USF Graphicstudio. Fuente: Fundación Leonora Carrington A.C.
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