Un planeta llamado Clarice Lispector

Por Emma Rodríguez © 2013 / Para hablar de Clarice Lispector habría que inventar nuevas palabras, comprar un diccionario de lo sublime, utilizar un nuevo alfabeto. Es lo primero que se me ocurre para iniciar este recorrido sobre una escritora especialísima, tan especial que me atrevería a decir que en ciertos momentos, mientras la leo, tengo la loca idea de que no es de este mundo, de este planeta, que parece haber venido de lejanías inimaginables para contarnos cuentos y para hablarnos desde lo más profundo. Si toda lectura exige de quienes la emprenden una adecuación, un cambio de registro que le permita adaptarse al tono, a la manera, al ritmo y al tiempo de lo que transcurre en los universos de la ficción, en el caso de la escritora brasileña podría hablarse de metamorfosis. Hay que cambiar de piel para seguirla. Hay que desearlo y esperar a que sea ella la que otorgue el permiso para entrar en sus habitaciones desconocidas, en sus atmósferas flotantes, en ese río de emociones que sólo los que están dispuestos a sentir, a vibrar, pueden percibir con plenitud.

Lispector es en sí misma un planeta y para llegar a su centro, al centro de esta mujer que nació para jugar con el lenguaje y renovarlo, para volcar la poesía en extensos valles narrativos, hay que ejercitar todos los sentidos: los ojos agrandados para alcanzar las anchuras, la particular belleza de sus jardines o los aspectos más lúgubres de sus estancias cerradas; los oídos bien afinados para escuchar, para escucharlo todo, con especial atención a los silencios; el tacto preparado para rozar las más suaves y las más ásperas texturas; el paladar dispuesto a saborear lo exquisito y a retraerse ante el asco…

Fuera comodidades, entonces. No se trata de una travesía cómoda. Fuera ideas preconcebidas. Fuera el concepto de ir a lo seguro, sobre seguro. Aquí el barco ha de cruzar tempestades y el corazón soportar vaivenes de todo tipo, pero ha de llegar el momento de los mares en calma y el instante de la comprensión cristalina. En el inicio de “La pasión según G.H.” Clarice Lispector lo deja muy claro: “Este libro es como cualquier libro. Pero me sentiría contenta si lo leyesen únicamente personas de alma ya formada. Aquellas que saben que el acercamiento, a lo que quiera que sea, se hace de modo gradual y penoso, atravesando incluso lo contrario de aquello a lo que uno se aproxima…” Son sus palabras un aviso para navegantes, la declaración de intenciones de quien sabe que no todo el mundo está dispuesto a explorar los bosques de la existencia para intentar alcanzar sus claros; de quien sabe que una gran mayoría de personas prefiere estar entretenida en múltiples obligaciones, citas y trabajos, para no pensar en lo que fluye por debajo de lo perceptible, para no detenerse en los vacíos, en los huecos inquietantes de la vida.

Clarice Lispector. Fotografía suministrada por la editorial.

“La pasión según G. H.”, analizada una y otra vez por la crítica en busca de claves y significados, es un largo, insólito y complejo monólogo en el que una mujer abandona los asideros de su convencional vida burguesa, suelta las amarras de lo cotidiano e inicia un trayecto mental, alucinatorio, transformador, en busca del latido primigenio de la humanidad, de la permanencia, ajena a tiempos y espacios, del existir. La editorial Siruela ha iniciado la que ha de ser la particular Biblioteca Clarice Lispector con esta novela y con un tomo que reúne gran parte de sus cuentos, un género del que se valió la escritora para mirarse en el espejo, para contemplar el mundo, para llorar y reírse con las contradicciones humanas, para explorar el dolor y el deseo. Yo recomendaría a los no iniciados empezar por aquí: acostumbrarse al clima del planeta recién descubierto, aprender su lengua, extasiarse frente a sus paisajes, ganar confianza ante sus peligrosos abismos y apreciar la belleza de sus plantas extrañas, nunca antes vistas.

En el inicio de “La pasión según G.H.” Clarice Lispector lo deja muy claro: “Este libro es como cualquier libro. Pero me sentiría contenta si lo leyesen únicamente personas de alma ya formada. Aquellas que saben que el acercamiento, a lo que quiera que sea, se hace de modo gradual y penoso, atravesando incluso lo contrario de aquello a lo que uno se aproxima…”

“Desde muy temprano y a lo largo de los años”, Clarice Lispector, “escribió unos textos poco ortodoxos que no contaban historias felices de hadas y príncipes, sino sensaciones intensas en atmósferas cotidianas, impresiones fulminantes de la realidad, trozos de vida, ardientes como carbones (…) Su literatura es antesala y motivo de encuentro consigo misma y con la alteridad; es imagen y posibilidad de diálogo con el enigma recóndito (…) y, quizás, con el misterio sin nombre que se ignora e intuye…”, señala Miguel Cossío Woodward en el prólogo de “Cuentos reunidos”, un volumen que recoge los tonos y ritmos de seis libros diferentes que dan idea de la multiplicidad de registros y ángulos de visión de Lispector.

Hay relatos volátiles, frívolos, eróticos, divertidos, tristes, crueles, convulsos, provocadores… Hay piezas ante las que nos quedamos perplejos, atentos a la forma en que la autora combina las palabras, hipnotizados de modo similar a cuando contemplamos un cuadro abstracto con sus manchas de color, con sus armonías y desarmonías. Hay otras de las que salimos con un sentimiento repentino de serenidad, con un leve aleteo de emoción o con la comprensión de algo lejano, eterno, detenido.

Hay relatos volátiles, frívolos, eróticos, divertidos, tristes, serenos, convulsos, amenazadores, provocadores… Hay piezas ante las que nos quedamos perplejos, atentos a la forma en que la autora combina las palabras, hipnotizados de modo similar a cuando contemplamos un cuadro abstracto con sus manchas de color, con sus armonías y desarmonías.

Hay historias en las que podemos atisbar a la niña Lispector, una niña consciente ya de su poder para manejarse con los cuentos. ¿Cuánto de esa niña hay en la colegiala que malévolamente pretende molestar y hacer infeliz al profesor que le atrae en “Los desastres de Sofía”, dentro de “La legión extranjera”? Es en esa narración donde la protagonista se da cuenta de la fuerza de las palabras, de las fabulaciones. “En esa época yo pensaba que todo lo que se inventaba es mentira, y solamente la conciencia atormentada del pecado me redimía del vicio”, seguimos el hilo de sus pensamientos. “Tu eres una chica muy extraña, ¿sabes? Eres una loquita”, le dice el profesor.

¿Cuánto de esa niña hay en “Felicidad clandestina”, una entrega por la que siento debilidad y que habla de la crueldad infantil y de la fascinación por la lectura?. “Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio pelirrojo (…) pero poseía lo que a cualquier niña devoradora de historias le habría gustado tener: un papá dueño de una gran librería”, comienza el relato, un relato en el que hay un claro objeto de deseo, el volumen “El reinado de Naricita”, de Monteiro Lobato. “Era un libro grueso, válgame Dios, era un libro para quedarse a vivir con él, para comer, para dormir con él…”, dice la protagonista, que ansía poseerlo y que acaba estableciendo un paralelismo entre el acto de tocar, de sostener el libro en el regazo y pasar sus páginas, a la felicidad clandestina que se experimenta con un amante.

Hay merodeos en torno al significado de la poesía en “Cuentos reunidos” y piezas en las que se habla de la transmisión de la herencia entre madres e hijos. Hay ocasiones en las que el tema es la falta de entendimiento y los límites de la amistad; otras en las que se habla del deseo, de la excitación, de la lascivia, y un grupo numeroso en el que los animales  -las gallinas, los pollitos, los macacos- adquieren una gran importancia, convirtiéndose en motivos para analizar la naturaleza humana, la ausencia de sentimientos, la frialdad de la comunicación. Lispector atrapa la crueldad y el latido del mal, pero también apresa los instantes prodigiosos, el aire de la felicidad que mueve suavemente las cortinas del corazón. “La serenidad fue volviendo poco a poco. Y con ésta, una profunda y emocionante certeza de amor. Pero, pensé: ¡no existe realmente nada, nada, para que yo pueda cambiar los instantes que vienen! Sólo dos o tres veces en la vida se experimenta tal sensación y las palabras esperanza, felicidad, nostalgia, descubrí que se relacionan con aquélla”, reflexiona la protagonista de “Historia interrumpida”.

Hay veces en las que la voluptuosidad en la descripción de la naturaleza, las imágenes misteriosas, el vuelo de lo oculto, de lo secreto, me traslada a los imposibles, inalcanzables paraísos pintados de Remedios Varó o a las flores en disposición de abrirse, de recibir, de Georgia o´Keefe. En todo momento tengo la impresión de que entrar en las habitaciones desconocidas, misteriosas, enigmáticas, de Clarice Lispector es acceder a un auténtico tiovivo emocional. En las estancias que la escritora abre para sus lectores, sentir es deseable, pero también peligroso porque lleva a vibrar, a percibir intensamente la pasión y la alegría, pero también la tristeza y el dolor. Hay dos cuentos especialmente reveladores que en sí mismos encierra las búsquedas y las preguntas de muchos otros: “La imitación de la rosa”, donde la protagonista lucha por controlar sus impulsos, y “Obsesión”, que narra el aprendizaje, el despertar a la rebeldía, a la no aceptación, a los deseos, de una mujer obediente, acostumbrada a ser una buena esposa y a cumplir las reglas impuestas por la sociedad.

En todo momento tengo la impresión de que entrar en las habitaciones desconocidas, misteriosas, enigmáticas, de Clarice Lispector es acceder a un auténtico tiovivo emocional. En las estancias que la escritora abre para sus lectores, sentir es deseable, pero también peligroso porque lleva a vibrar, a percibir intensamente la pasión y la alegría, pero también la tristeza y el dolor.

El ámbito doméstico, los escenarios en los que habitualmente se mueven las amas de casa, las madres de familia, aparecen de forma habitual en los relatos de quien una y otra vez proyecta sus propias circunstancias en lo que escribe: el abandono, la soledad que experimentó durante su vida de casada con un diplomático con el que vivió en diversas ciudades del mundo, ciudades en las que se sintió una extraña antes de divorciarse e instalarse definitivamente en Brasil.

Clarice Lispector en su biblioteca. Fotografía suministrada por la editorial.

La autora, que compaginó sus mundos de ficción con la escritura de artículos para la prensa, sobre todo crónicas relacionadas con el mundo de la mujer, sabía mucho de los anhelos femeninos, de las rutinas propias de los matrimonios y de las turbiedades y deseos ocultos. De ahí que muchas de sus protagonistas sean mujeres que esperan, que se aburren, que fantasean con realidades diferentes, que añoran huir, pero no siempre son capaces de hacerlo, que en ocasiones se entregan a los brazos de la muerte como única salida ante la mediocridad, ante el terror de sus vidas “silenciosas, lentas, insistentes”. “Cierta hora de la tarde era la más peligrosa. A cierta hora de la tarde los árboles que ella había plantado se reían de ella (…) Su precaución se reducía a cuidarse en la hora peligrosa de la tarde, cuando la casa estaba vacía y ya no necesitaba de ella, el sol alto, y cada miembro de la familia distribuido en sus ocupaciones”, leo en “Amor”, una de las narraciones de “Lazos familiares”, libro que abre la compilación.

Se trata de una historia en la que Ana, la protagonista, intenta convencerse de que su vida es perfecta y de que su misión es hacer que las jornadas se desenvuelvan plácidamente, pero un día, mientras viaja en el tranvía, observa a un ciego que permanece quieto en la parada, mascando chicle. Esa imagen es el detonador que trastoca su orden, que provoca su malestar, su incomodidad en el mundo. “Expulsada de sus propios días, le parecía que las personas en la calle corrían peligro, que se mantenían por un mínimo equilibrio, por azar, en la oscuridad, y por un momento la falta de sentido las dejaba tan libres que ellas no sabían hacia dónde ir (…) Cuando Ana pensó que había niños y hombres grandes con hambre, la náusea le subió a la garganta, como si ella estuviera grávida y abandonada”, voy subrayando párrafos que dicen mucho de las preocupaciones de Lispector. No es el único relato en el que un detalle aparentemente sin importancia, una escena determinada, lleva a los personajes a tomar conciencia de que la realidad exterior no tiene nada que ver con el orden, con la placidez de sus vidas tranquilas, domesticadas. Hay caos y miseria. Hay sufrimiento e intemperie fuera de los hogares, fuera de la aparente calma familiar.

El juego entre las apariencias, la corrección de los actos y palabras que se dicen a los demás, y los auténticos deseos, el discurso íntimo que transcurre de puertas adentro, están presente una y otra vez en estos “Cuentos reunidos” que nos regalan fragmentos de vida, escenas vistas a través de la ventana, ráfagas de lucidez, suspiros, preguntas, intuiciones… Volviendo atrás, a ese momento en el que todo puede darse la vuelta y hacer que los cimientos se tambaleen, hay otro relato, el que cierra el libro, que es uno de mis favoritos. Se titula “La bella y la bestia o la herida demasiado grande” y en él una mujer acomodada sale del salón de belleza antes de lo previsto y en la calle, esperando al chófer que ha de venir a buscarla, se topa con un mendigo que le pide limosna.

Hay relatos en los que un detalle aparentemente sin importancia, una escena determinada, lleva a los personajes a tomar conciencia de que la realidad exterior no tiene nada que ver con el orden, con la placidez de sus vidas tranquilas, domesticadas. Hay caos y miseria. Hay sufrimiento e intemperie fuera de los hogares, fuera de la aparente calma familiar.

El gesto es suficiente para que, de repente, sienta la culpa de todos los que atesoran riquezas de espaldas a los débiles, a los desfavorecidos. Culpa, miedo y rabia ante la desigualdad, ante la constatación de que ese momento de lucidez podía afectar a su alegre pasar por la vida. “Tuvo unas ganas inesperadamente asesinas: ¡las de matar a todos los mendigos del mundo! Solamente para que ella, después de la matanza, pudiera disfrutar en paz su extraordinario bienestar!”, subrayo este fragmento desgarrador en sus gotas de verdad.

¿El resorte del mundo es el dinero?”, se cuestiona esa mujer que percibe hasta qué punto su vida de recepciones y fiestas está vacía de sentido, que se pregunta si ha caído en un esquema de gente rica, y piensa: “yo estoy jugando a vivir, la vida no es eso”. El relato prosigue y hay un momento en el que Lispector se lanza a la yugular de una clase privilegiada que conoce bien, en cuyos entornos se ha movido. “Espantada por los grandes gritos del hombre, empezó a sudar frío. Tomaba plena conciencia de que hasta ahora había fingido que no existían quienes pasan hambre y no hablan ninguna lengua y que había multitudes anónimas mendigando para sobrevivir. Ella lo sabía, sí. Pero había desviado la cabeza y se había tapado los ojos…”

La compasión de la autora se cuela en sus ficciones. Ella no pudo cerrar los ojos ni mantenerse impasible ante el sufrimiento, por eso escribió lo que escribió. El mendigo y la mujer rica están hechos de la misma materia, ambos acabarán sepultados en la corriente del tiempo, los dos son pequeñas briznas de humanidad. He ahí el núcleo, el nervio que la escritora toca una y otra vez en sus escritos hasta llegar a la desgarradora “La pasión según G. H.” Poco y todo sucede en una novela que nada tiene que ver con las convenciones del género, que se desmarca de reglas y formalismos.

Clarice Lispector con su hijo © Divulgação Edusp (Editorial de la Universidad de São Paulo)

Si seguimos con la idea de que Clarice Lispector es un planeta, habría que añadir que para construir ese planeta le bastó con una habitación y una cucaracha. Un escenario simple del que partir para acercarse al misterio, a lo inexplicable, a ese sentido último que todo ser humano desconoce. La protagonista de “La pasión según G. H” es una mujer independiente,  acomodada. No le falta nada material, todo está en orden en su vida, pero un día su sirvienta se marcha y cuando acude a ordenar la habitación que ha dejado se encuentra con un extraño dibujo en la pared y con una cucaracha dentro del armario. El asco, la repulsión y el miedo que siente, la contemplación de la cucaracha como un ser milenario que ha habitado la tierra desde sus comienzos, la conducen a una larguísima divagación sobre la existencia, sobre las corrientes sumergidas de la humanidad, sobre la insignificancia del ser humano.

Si seguimos con la idea de que Clarice Lispector es un planeta, habría que añadir que para construir ese planeta le bastó con una habitación y una cucaracha. Un escenario simple del que partir para acercarse al misterio, a lo inexplicable, a ese sentido último que todo ser humano desconoce.

“Tal vez lo que me ha acontecido sea una iluminación”, señala, abriendo un monólogo, una intensa introspección  que en ocasiones llega a resultar apabullante, ofreciéndonos las llaves de entrada de una historia poderosa que tiene la capacidad de introducirnos en un espacio nuevo, sorprendente, una ciudad distante, fuera de las fronteras conocidas, que ha de ser recorrida a ciegas, sin guía, sin barandillas a las que poder asirse. Una especie de salto al vacío. El afán de búsqueda, de trascendencia, mueve a la escritora, la impulsa a querer “traducir lo desconocido” a un idioma que ha de ser inventado. “Perdí durante horas y horas mi montaje humano” (…) “Lo que he visto hace pedazos mi vida cotidiana…”, dice una protagonista transformada, que anda por los pasadizos de los sueños y se siente abatida ante los remolinos de la revelación.

Podría seguir escribiendo sobre este libro extraño, agitador, que nos lleva a preguntarnos una y otra vez cómo somos, quiénes somos realmente, y que los especialistas han definido como “una experiencia mística”. Pero por mucho que diga, nada será comparable a la aventura de recorrer sus páginas, de seguir sus ritmos, sus compases. Lispector arrastra al lector en su corriente, una corriente interior que no cesa. Le atormenta, le obliga a seguir avanzando en busca de alguna clase de entendimiento, hace que se lo cuestione todo, que dude de la tierra firme sobre la que posa sus pies. Son sus señas de identidad, su manera de ser. Así sucede todo en su planeta.

“Porque leemos entrelíneas y no palabras, leer a Clarice Lispector es tan sugerente y a la vez un reto eterno. Su obra es un ser orgánico que crece con el tiempo. Crece y se transforma, interpelada por escuelas críticas de muy diverso origen y, sobre todo, por miles de lectores que encuentran en la extrañeza de su escritura una interrogación y, quizá, algunas respuestas”, leo a Elena Losada Soler en el prólogo de “Clarice Lispector. La náusea literaria”, un interesantísimo ensayo de Carolina Hernández Terrazas recientemente publicado por Fórcola.

“En la historia de la literatura nos encontramos con diversas motivaciones que llevan a los autores a escribir: algunos tienen por objeto el entretenimiento, el hecho de contar historias como necesidad de expresar sus pensamientos; y otros escriben por la necesidad no sólo de contar, sino de querer transformar el mundo que contemplan, de darle la vuelta de tuerca, o bien, de vivir en una búsqueda perenne de lenguaje para crear otro mundo que tenga sus propias normas, su propio modo de expresión: Entre este tipo de escritores se encuentra la escritora brasileña”, señala la doctora en Teoría de la literatura, quien parte de los conceptos de aburrimiento y de náusea para adentrarse en los territorios de Lispector, invitándonos a bucear en sus claves, en sus obsesiones, en las circunstancias de su vida, en las insólitas semillas de unas creaciones de “honda angustia metafísica”.

Este ensayo es el acompañamiento perfecto para una lectura atenta, detenida. Preparémonos pues para seguir el rastro de Clarice Lispector, título a título. Aún queda un largo trecho. Su Biblioteca ha de ser completada. Pertrechémonos convenientemente, libres de prejuicios, repito, para seguir la estela de una obra que se forjó caudalosa, indómita, salvajemente. Sólo así será posible respirar el aire intenso de un planeta que lleva su nombre. Un planeta habitado por los seres y las geografías de un cuento infinito que puede llegar a ser más real y más auténtico que lo vivido.

(«Cuentos reunidos» y «La pasión según G. H.», han sido publicados por Siruela y son los primeros títulos de la Biblioteca Clarice Lispector, que recogerá el resto de la obra de la escritora brasileña. Los relatos, pertenecientes a seis libros diferentes,  han sido traducidos del portugués por: Cristina Peri Rossi, Juan García Gayó, Marcelo Cohen y Mario Morales).

Las fotos que acompañan este artículo pertenecen a: la editorial Siruela, la editorial de la Universidad de Sao Paulo y Claudia Andújar.

Clarice Lispector. Fotografía suministrada por la editorial.

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