Viaje de ida al centro de Milan Kundera

Por Emma Rodríguez © 2014 / Ya he hablado en otras ocasiones del placer de reencontrarse con aquellos autores, con aquellos libros que hemos amado alguna vez y cuyas escenas, peripecias, teorías, se nos quedan grabadas en la memoria y conforman una especie de paisaje entre nieblas, un paisaje paralelo que conservamos al fondo de la retina como un recuerdo que no acabamos de identificar y que parece estar hecho de la sustancia evanescente de los sueños. Quienes nos dejamos cautivar en su día por historias como “La insoportable levedad del ser” o “La inmortalidad” de Milan Kundera; quienes seguimos leyendo después al autor checo, apreciando sus reflexiones sobre la lentitud, la identidad o la ignorancia en entregas tituladas precisamente con esos conceptos, no podemos dejar de sentir una especie de agitación al abrir las páginas de “La fiesta de la insignificancia”, obra que supone su regreso después de catorce largos años de silencio.

Habíamos olvidado ya la manera tan particular que tiene Milan Kundera (Brno, República Checa, 1929) de abrir su ventana al mundo. Habíamos dejado de percibir su filosofía de lo cotidiano como acompañamiento y habíamos perdido la costumbre de formular preguntas del tipo: ¿Hay un vínculo secreto entre la velocidad y el olvido? ¿dónde ha ido a parar la individualidad, la intimidad, en un mundo en el que tanto se persigue y se fomenta la celebridad? ¿dónde están los límites entre el cuerpo y el alma? o ¿tiene algo que ver el amor con la sexualidad?

Aunque en estos años el escritor, tan reacio a conceder entrevistas, a descorrer las cortinas de su vida privada, había saltado a las primeras páginas de los periódicos para defenderse y negar que en su juventud -tal como denunció una publicación checa- hubiese delatado a un compatriota durante la época del régimen estalinista instaurado en su país tras el golpe de estado de 1948; aunque hubiésemos recibido noticias más literarias sobre él, como la incorporación de su obra -por primera vez la obra de un autor vivo- a la mítica Biblioteca francesa de la Pléiade, habíamos dejado de leer esas historias tan originales, tan extrañas, de Kundera.

Habíamos olvidado ya la manera tan particular que tiene Milan Kundera  de abrir su ventana al mundo. Habíamos dejado de percibir su filosofía de lo cotidiano como acompañamiento y habíamos perdido la costumbre de formular preguntas del tipo: ¿Hay un vínculo secreto entre la velocidad y el olvido? ¿dónde ha ido a parar la individualidad, la intimidad, en un mundo en el que tanto se persigue y se fomenta la celebridad? ¿dónde están los límites entre el cuerpo y el alma? o ¿tiene algo que ver el amor con la sexualidad?

De ahí que regresar a él supone recuperar de golpe un montón de preguntas arrinconadas, intentar arrancar la niebla de los recuerdos e identificar de nuevo qué fue lo que nos cautivó de sus novelas, por qué esa atracción por unos personajes insatisfechos: exploradores del sexo y del amor en toda su gama de emociones; actores de un mundo cambiante que les obliga a tomar decisiones y a sobrevivir con sus búsquedas, sus obsesiones, sus dolores y nostalgias a cuestas. Eso está en Kundera y también esa manera de narrar en la que el autor se niega a mantenerse fuera e incita a sus lectores a intervenir en el diálogo, en la escenificación que es cada una de sus narraciones, esos escenarios a los que una serie de personajes se suben para representar la eterna obra de las contradicciones humanas, con una especial sensibilidad para remover las quietudes y hablar de lo que en el fondo más nos inquieta y perturba.

Recuperamos a Kundera, a ese Kundera carismático y secreto que tanto nos seduce, y nos damos cuenta de hasta qué punto ha sabido envejecer, de hasta qué punto puede permitirse ahora, a sus 85 años, sobrevolar por encima del presente, de su propia obra, de sí mismo, reivindicando la ligereza, la capacidad del ser humano para el humor, para la broma, para la relativización de la tragedia. Parece que estamos ante una comedia, ante una parodia un tanto surrealista; esa parece haber sido la pretensión del autor y el propio ritmo del relato nos llevan a intuir la libertad, la falta de presiones, a la hora de ponerse ante la hoja en blanco y dejarse llevar; pero, como en todos los libros de Kundera, hay una significación de fondo, una argumentación, una metáfora de lo vivido. Podemos, y debemos leer “La fiesta de la insignificancia” como un mero divertimento, recorrer sus páginas como quien observa el discurrir de un pequeño afluente juguetón, pero resulta muy estimulante ir viendo en el fluir de esas aguas el origen del río, reconocer las claves y las búsquedas que siempre han animado al autor a escribir, a indagar, a iluminar los rincones oscuros.

Con «La fiesta de la insignificancia» recuperamos a Kundera, a ese Kundera carismático y secreto que tanto nos seduce, y nos damos cuenta de hasta qué punto ha sabido envejecer, de hasta qué punto puede permitirse ahora, a sus 85 años, sobrevolar por encima del presente, de su propia obra, de sí mismo, reivindicando la ligereza, la capacidad del ser humano para el humor, para la broma, para la relativización de la tragedia.

Como bien se indica en la contraportada de la edición española hay una cita en “La lentitud”, una conversación entre la pareja protagonista, que ya anticipa lo que ha de ser esta novela y que nos dice mucho de la coherencia del proyecto literario del autor checo. “¿Qué estás inventando? ¿una novela?”, pregunta Vera, angustiada, a su marido. “Me has dicho muchas veces que te gustaría un día escribir una novela en la que no hubiera una sola palabra seria. Una Gran Tontería Por Puro Gusto. Me temo que ya ha llegado el momento…”

En “La fiesta de la insignificancia” vemos, en efecto, a un Kundera que no quiere caer en las redes de un exceso de teoría, de metafísica, como en sus primeras entregas. Todo es mucho más sencillo, parece querernos decir. Se trata de quitar trascendencia a los grandes asuntos, a lo grave, a lo irremediable, porque la vida dura lo que dura y hay que ser conscientes de la leve felicidad que nos otorga. Pero ese anhelo ya anida en la Teresa de “La insoportable levedad…”, quien desea no tomarse las cosas tan en serio, deshacerse de los celos, no hacer una tragedia de todo, emprender el aprendizaje de la levedad, de la intrascendencia.

Comprendimos desde hace mucho que ya no era posible subvertir el mundo, ni remodelarlo, ni detener su propia huida hacia adelante. Sólo había una resistencia posible: no tomarlo en cuenta”, leemos en un momento dado en la nueva entrega de Kundera. Y más adelante aparecen las palabras “cansancio” y “tedio”. El escritor, que tanto ha reflexionado sobre el desencanto del comunismo, sobre el horror de los totalitarismos, sobre las manipulaciones de la historia, sobre los males de un progreso que nos ha conducido a un vértigo y a un exhibicionismo peligrosos, nos dice que no es posible cambiar el rumbo de los acontecimientos. Lo vemos en la orilla de los sucesos, escéptico ante los noticiarios, superado, tal vez, por la dificultad para interpretar tanto cambio veloz. Nos resulta fácil imaginar a Kundera reflexionando sobre ello mientras pasea por París, la ciudad en la que se exilió en 1975 sin volver jamás a su país natal, salvo literariamente, en “La ignorancia”, para convencerse a sí mismo de que ya no reconocía sus paisajes ni se sentía identificado con sus espacios.

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Vemos al hombre cabizbajo -no sé por qué siempre imagino a Kundera cabizbajo, evitando en todo momento ser reconocido- meditando sobre todo esto en sus paseos por escenarios como el Jardin du Luxembourg, que sus protagonistas recorren constantemente. En “La fiesta de la insignificancia”, estamos ante una historia sencilla, sin apenas argumento, muy teatral por su estructura de escenas cortas y por el recurso del diálogo. Una historia en la que un grupo de amigos de distintas edades -Alain, Charles, Ramón y Calibán- se encuentran, hablan y hablan, comparten sensaciones, y acuden a una fiesta propia del mejor Buñuel, donde se pone de manifiesto la hipocresía de las relaciones sociales, la estupidez, el gran teatro de la vida. ¿Hasta qué punto nos conocemos y conocemos a los demás? ¿De qué manera construimos nuestras identidades sobre mentiras, sobre malentendidos? Una vez más Kundera trata el tema de la impostura, de la mistificación, en esta novela que no busca emocionarnos sino convertirnos en espectadores que miran a distancia, que ríen y observan expectantes la ceremonia de la confusión que se despliega ante sus ojos y que les deja un sabor agridulce.

El escritor, que tanto ha reflexionado sobre el desencanto del comunismo, sobre el horror de los totalitarismos, sobre las manipulaciones de la historia, sobre los males de un progreso que nos ha conducido a un vértigo y a un exhibicionismo peligrosos, nos dice que no es posible cambiar el rumbo de los acontecimientos. Lo vemos en la orilla de los sucesos, escéptico ante los noticiarios, superado, tal vez, por la dificultad para interpretar tanto cambio veloz.

Todo empieza con una curiosa reflexión sobre el ombligo. La moda de enseñar el ombligo entre las jovencitas se ha convertido en una fijación para Alain, uno de los personajes, y resulta divertido seguir su discurrir. Parece una extravagancia, una frivolidad, pero resulta que ese detalle sirve a Kundera para interpretar el presente, un presente en el que el realce del ombligo; no de los pechos, ni las nalgas, ni las piernas, como símbolo del erotismo femenino, le lleva a argumentar que atravesamos un momento en el que la individualidad ha dado paso a la repetición, a la uniformidad, porque es imposible distinguir un ombligo de otro.

Si repasamos la obra del escritor nos damos cuenta de lo mucho que se detiene ante los cambios, la transformación de las costumbres, los rituales que se pierden y los nuevos comportamientos que se adquieren. En “La lentitud”, por ejemplo, echa en falta el tiempo dedicado antaño al arte de la conversación y de la seducción, y se muestra muy crítico con el exceso de exhibicionismo, con el culto a la celebridad. Hay un momento en el que se refiere a la técnica de la deceleración frente a las prisas. Y habla del ímpetu de la gente por “ampliar el yo” al precio que sea, por sacarlo del reducido círculo de la vida, por hacerlo resplandecer y  convertirlo en luz.

Por mucho que el autor quiera convencernos de que avancemos por su novela sin complicaciones, guiados por ese buen humor que él asume como la mejor manera de enfrentarse a la realidad, no puede evitar que las metáforas le salgan al paso. No puede evitar dar vueltas a una obsesión presente en toda su trayectoria, el paso del tiempo, el modo en que cada generación interpreta los acontecimientos y lee la Historia desde su particular punto de mira; de ahí la importancia que tienen los distintos momentos vitales de los amigos protagonistas.

Por mucho que el autor quiera convencernos de que avancemos por su novela sin complicaciones, guiados por ese buen humor que él asume como la mejor manera de enfrentarse a la realidad, no puede evitar que las metáforas le salgan al paso. No puede evitar dar vueltas a una obsesión presente en toda su trayectoria, el paso del tiempo, el modo en que cada generación interpreta los acontecimientos y lee la Historia desde su particular punto de mira.

Veamos: hay una escena en la que se está hablando de Stalin y Charles le recuerda a Ramón que, probablemente, su abuelo firmó con otros intelectuales una petición de apoyo a quien entonces fue considerado “el gran héroe del progreso”. En cambio, le sigue diciendo, “tu padre ya se mostraba algo escéptico con respecto a él y tu generación aún más; en cambio para la mía ya se había convertido en el más criminal de todos los criminales”. Más adelante, y tras darle la razón, Ramón señala: “La gente se va encontrando en la vida, discute, se pelea, sin darse cuenta de que se interpelan de lejos los unos a los otros, cada cual desde un observatorio situado desde distinto lugar en el tiempo”.

“El tiempo corre”, interviene de nuevo Charles. “Gracias a él, primero vivimos, lo cual quiere decir que ya hemos sido acusados y juzgados por la gente. Luego morimos y permanecemos aún unos años entre los que nos han conocido, pero muy pronto se produce otro cambio: los muertos pasan a ser muertos viejos, de los que ya nadie se acuerda y que desaparecen en la nada; tan solo unos cuantos, muy, muy pocos, imprimen su nombre en la memoria de la gente, pero, ya sin testigos fehacientes, sin un solo recuerdo real, pasan a ser marionetas…”

Es Kundera en estado puro el que hace hablar a sus personajes de asuntos que siempre han reclamado su atención. “La vida humana acontece sólo una vez y por eso nunca podremos averiguar cuáles de nuestras decisiones fueron correctas y cuáles fueron incorrectas…”, reflexiona Tomás en “La insoportable levedad del ser” tras negarse a firmar una solicitud para denunciar -en la Checoslovaquia tomada por los rusos- el maltrato de los presos políticos. “La historia es igual de leve que una vida humana singular, insoportablemente leve, leve como una pluma, como el polvo que flota, como aquello que mañana ya no existirá”, se dice más adelante.

La historia está siempre presente, de un modo u otra, de manera más o menos explícita, en los libros del autor checo. Como otras veces, Stalin es una figura histórica clave en “La fiesta de la insignificancia”. A través de él, de la lectura que uno de los protagonistas hace de “Las memorias de Nikita Jrushchov”, aparece un hilarante episodio sobre el dictador a la caza de 24 perdices y un personaje cómico, con incontinencia urinaria, que acaba dando nombre a la ciudad de Kaliningrado. Desde un punto de vista nuevo, utilizando la broma, pero no sólo, ya que lleva a cabo una interesantísima indagación sobre si hay lugar para la compasión y la ternura, en el corazón de alguien terriblemente cruel, Kundera introduce el tema del poder y de los totalitarismos.

Leer este libro es, por tanto, un viaje de ida hacia el centro de Kundera. En él encontramos muchas de sus preocupaciones, su afán inagotable por hacerse preguntas, por dar vueltas de tuerca a las ideas de los grandes filósofos y hasta ese gusto por personajes masculinos que sólo se realizan en el papel de eternos conquistadores. Como él, esos personajes han cumplido años, están más cansados, pero siguen haciendo un guiño a la juventud, al camino recorrido. Kundera se muestra como un director de teatro invisible que pone magistralmente a sus actores sobre las tablas para que cambien de disfraces y analicen muchos de sus grandes temas: la culpa, el perdón, la importancia de la madre, el enigma del nacer… Y, asimismo, los cambios, la transformación de las costumbres, los rituales que se pierden y las modas que se instauran y que pueden ser pasajeras o marcar un cambio de época.

Milan Kundera por Catherine Hélie © Gallimard

Kundera se muestra como un director de teatro invisible que pone magistralmente a sus actores sobre las tablas para que cambien de disfraces y analicen muchos de sus grandes temas: la culpa, el perdón, la importancia de la madre, el enigma del nacer… Y, asimismo, los cambios, la transformación de las costumbres, los rituales que se pierden y las modas que se instauran y que pueden ser pasajeras o marcar un cambio de época.

Vuelvo a abrir las páginas de “La lentitud”, subrayadas en su día, y compruebo cómo el escritor echa en falta el tiempo dedicado antaño al arte de la conversación y de la seducción, a la vez que lanza una crítica feroz al exceso de exhibicionismo y al ansia de celebridad, impensables antes de la aparición de la fotografía y de los medios audiovisuales. ”Estimado señor, no podemos elegir la época en que nacemos. Y todos vivimos bajo la mirada de las cámaras. Forma parte ya de la condición humana. Incluso cuando hacemos la guerra la hacemos ante el ojo de las cámaras. Y cuando queremos protestar contra lo que sea, no conseguimos que nos escuchen sin las cámaras…”, leemos uno de sus pasajes. Y volvemos a encontrarnos con el mismo tema en la tan filosófica “La inmortalidad”, donde leemos: “Hoy el ojo de Dios ha sido reemplazado por la cámara (…) La vida se ha convertido en una única gran orgía en la que todos participan (…) Cuanto más indiferente es uno hacia la política, hacia los intereses de los demás, más obsesionado está con su propio rostro. Es el individualismo de nuestro tiempo…”

“Nuestra época”, regresamos a las páginas de “La lentitud”, “se entrega al demonio de la velocidad y por eso se olvida tan fácilmente a sí misma (…) nuestra época está obsesionada por el deseo de olvidar y, para realizar ese deseo, se entrega al demonio de la velocidad; acelera el paso porque quiere que comprendamos que ya no desea que la recordemos: que está harta de sí misma, asqueada de sí misma; que quiere apagar la peligrosa llamita de la memoria”. Y ya en “La fiesta de la insignificancia”, nos detenemos nuevamente en el ombligo: “Antaño, el amor era la celebración de lo individual, de lo inimitable, la gloria de lo único, de lo que no admite repetición. Pero el ombligo no sólo no se rebela contra la repetición, ¡es una llamada a las repeticiones! De modo que en nuestro milenio viviremos bajo el signo del ombligo…”

Milan Kundera ha sido capaz de iluminar el tiempo que le ha tocado vivir a través de la novela y ha recurrido una y otra vez a la filosofía, al pensamiento, para interpretarlo. Supo ver el peligro de la velocidad y de la falta de privacidad. Ahora nos habla de repetición y percibe el paso a una etapa en la que la diferencia se extingue. Lo hace cuando él ya se ha colocado en la inactualidad, en los márgenes del que observa sin implicarse demasiado en los acontecimientos, sin prisas ni urgencias por demostrar nada en un mundo cada vez más tecnológico y virtual. Kundera se ha instalado en la insignificancia, porque la insignificancia, nos dice, “es la esencia de la existencia”, porque “esta insignificancia que nos rodea es la clave de la sabiduría, es la clave del buen humor”.

El escritor checo supo ver el peligro de la velocidad y de la falta de privacidad. Ahora nos habla de repetición y percibe el paso a una etapa en la que la diferencia se extingue. Lo hace cuando él ya se ha colocado en la inactualidad, en los márgenes del que observa sin implicarse demasiado en los acontecimientos, sin prisas ni urgencias por demostrar nada en un mundo cada vez más tecnológico y virtual.

“Sólo desde lo alto del infinito buen humor puedes observar debajo de ti la eterna estupidez de los hombres y reírte de ella”, recurre a Hegel en un momento dado. Esa posición del maestro cargado de experiencia, escepticismo y sarcasmo, que mira desde el estrado, es la que adopta Kundera en esta novela en la que también habla de ángeles caídos, de utopías asesinadas tras las cuales, posiblemente, ya “no habrá otras” y del crepúsculo de las bromas. ¿Existirán todavía los poetas?, es una de las muchas preguntas que abre para sus lectores y que nos incitan a meditar sobre el tiempo que estamos viviendo.

“La fiesta de la insignificancia” no es la novela de Milan Kundera que más me ha impactado. Prefiero sus libros espesos como bosques, rebosantes de pasiones, de política, de ideas, de tristeza, de nostalgia; pero agradezco enormemente a esta “celebración” haberme hecho recuperar todo eso, darme la posibilidad de traer hasta mí nuevamente esos “pájaros de la casualidad” de “La insoportable levedad del ser” que durante algún tiempo incorporé a mi lenguaje cotidiano y que había perdido por el camino. Agradezco a esta “celebración” haber desplegado, a la manera de un colofón, el abanico de las inquietudes de un autor al que imagino sonriendo mientras iba moviendo a sus personajes como marionetas sobre el pequeño teatro de juguete de la escritura.

Los jardines de Luxembourg. Tomada por Matt Casagrande

«La fiesta de la insignificancia», de Milan Kundera, ha sido publicada por Tusquets Editores y traducida del original francés por Beatriz de Moura.

  • Fotografías 1 y 3: Milan Kundera por Catherine Hélie © Gallimard
  • Fotografía 2: Escena de la película «la insoportable levedad del ser» de Philip Kaufman (1987), basada en la novela del mismo título de Milan Kundera.  Aparecen Daniel Day-Lewis y Juliette Binoche.
  • Fotografía 5: Los jardines de Luxembourg. Tomada por Matt Casagrande
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