Víctor García de la Concha: «América debe sentir como suyo el Instituto Cervantes»

Por Emma Rodríguez © 2013 / Si algo no es Víctor García de la Concha, actual director del Instituto Cervantes, es un hombre distante. Pese a su calculada diplomacia y a la seriedad de una imagen pulida en cargos institucionales, en la distancia corta de la entrevista, este hombre de 78 años se muestra cercano y contagia un entusiasmo por el presente, una filosofía del aquí y ahora, que ya quisieran para sí muchos veinteañeros. Vitalista, con una memoria prodigiosa y una maleta cargada de recuerdos y de anécdotas, quien a lo largo de doce años llevó las riendas de la Real Academia Española, modernizándola y aunando su destino al del mundo hispanoamericano; quien mejor conoce los secretos, los remansos y  los rápidos de la lengua, es, sobre todo, un amante de la conversación, un contador de cuentos vividos, un optimista nato al que le gusta aceptar desafíos. El último, decir sí, cuando ya estaba de retirada, al cargo de director del Instituto Cervantes con el objetivo -de nuevo- de convertir el gran navío de nuestro idioma en un espacio compartido, defendido por todos. “La lengua, el español, está por encima de cualquier política”, declara, repitiendo la frase y deteniéndose en cada palabra para amplificar el efecto del mensaje con el tono de profesor que le caracteriza. Mientras transcurre este encuentro -pocos meses después de su llegada al céntrico edificio de la madrileña calle de Alcalá- esta periodista no deja de buscar el perfil, la definición, que mejor se ajuste a alguien tan profundamente convencido de su destino. Y es mucho después, ya ante el cuaderno y las anotaciones hechas al hilo de la charla, cuando surge la imagen, más concretamente al repasar su discurso de toma de posesión, su alusión a Fernando Lázaro Carreter, para quien los encargados de enseñar el “evangelio del español” desde el Cervantes debían actuar como “misioneros”. Eso es Víctor García de la Concha: un misionero, y también un impulsor, un dinamizador, uno de esos seres que tienen el privilegio de disfrutar con lo que hacen en cada momento y el reto de hacerlo lo mejor posible.

– Resulta difícil separar a Víctor García de la Concha de su labor, durante doce años, como director de la Real Academia Española. El suyo es uno de esos casos en los que la persona queda oculta detrás de la institución a la que representa. ¿Marcó La RAE un antes y un después en su trayectoria y en su vida?

– Sí, sin duda, pero comenzaré diciendo que yo he sido siempre un hombre muy institucional. No sé si se debe a que soy hijo de un juez, un juez de los antiguos, de la época en que no había jueces estrella, y a que mi padre nos inculcó mucho el sentido de lo que era la administración del Estado, de la Justicia… Me crié en ese ambiente, mamé desde muy niño esa mentalidad y lo cierto es que mi tendencia ha sido siempre servir a las instituciones en las que estoy, poniéndolas por encima de mí mismo, de mis propios intereses.

– Su carrera empezó en la enseñanza, ligada siempre a las letras, a la filología. ¿Ya ahí era consciente de sus dotes de comunicador nato, de transmisor de entusiasmo, de organizador? 

– Sí. Yo hice toda mi carrera profesional, tanto de docente como de investigador, al servicio de la Educación Pública. De adjunto de Lengua y Literatura española de instituto, a catedrático de universidad, he recorrido todos los peldaños. Pertenezco a un tipo de universitario que responde a la trayectoria de la vieja escuela filológica hispánica de Dámaso Alonso, una escuela para la que la universidad no es una cosa cerrada, sino muy abierta al estudio de las distintas épocas de la historia literaria y también a la creación, al mundo de la cultura en general. En la Universidad de Salamanca promoví, por ejemplo, el nacimiento, junto con Fernando Lázaro Carreter y Francisco Rico, de las academias literarias renacentistas. Unas academias que nacieron con el propósito de experimentar y de enseñar a experimentar un conocimiento, un método de estudio y de lectura nuevos de la literatura del Renacimiento. Celebramos 10 años, se publicaron las actas, llamamos a los primeros especialistas del mundo para que abordasen los distintos temas -Garcilaso, Nebrija…-  Fue la primera iniciativa de tipo semi institucional que hice. 

– En los inicios de su trayectoria figura también como director de los cursos internacionales de la Universidad de Salamanca. Ahí se percibe ya su capacidad para movilizar voluntades y recursos, para dinamizar la vida cultural.

– Sí. Fue una labor que desempeñé durante seis años. Eran unas jornadas abiertas a las distintas áreas del conocimiento que se llevaron a cabo en una universidad importante por su tradición pero sin excesivos recursos. Estaba metido en ellas de pleno cuando en 1982, año en el que los socialistas accedieron al poder y fue nombrado ministro de Cultura Javier Solana, se me pidió que me hiciese cargo de un congreso sobre el tema de los intelectuales ante el año 2000. Fue un encuentro impresionante, que quería contar con todos los ámbitos de nuestra cultura, que aportaba como novedad en ese momento la presencia de muchos escritores de las distintas lenguas de España: la gallega, la vasca y la catalana en sus distintas variantes. De allí, de los contactos con creadores como Ramón Piñeiro, padre del galleguismo cultural contemporáneo, o Carlos Casares, entre otros, surgieron  los encuentros de Verines, un nuevo capítulo de esa faceta de dinamizador de la que hablamos. Esos encuentros fueron una auténtica plataforma para reunir a los autores y críticos de las lenguas de España. Recuerdo que el primer año los vascos eran absolutamente desconocidos: Bernardo Atxaga, Mario Onaindia, Jon Juaristi… Atxaga cuenta siempre que para los vascos de su generación Verines marcó una frontera. A partir de ahí se despertó el interés hacia ellos y empezaron a ser invitados a todos los sitios.

Yo hice toda mi carrera profesional, tanto de docente como de investigador, al servicio de la Educación Pública. De adjunto de Lengua y Literatura española de instituto, a catedrático de universidad, he recorrido todos los peldaños.

– Fueron los pasos previos, la antesala, de su llegada a la RAE. Había sido nombrado académico en 1992 y poco tiempo después pasó a llevar las riendas de la institución en un momento clave, justo cuando había empezado a navegar por los mares de la modernidad y a dejar atrás la imagen vetusta de antaño.

El director del Instituo Cervantes con el dramaturgo Francisco Nieva - Fotografías: instituto Cervantes

– Sí, todas las experiencias previas están en la base de que un día se pensara en mí para formar parte de la Academia. Y curiosamente los que promovieron mi candidatura fueron las dos alas de la institución: Fernando Lázaro y Manuel Alvar, que, pese a ser compañeros de instituto, representaban dos tendencias marcadas. Sin embargo, en lo que sí coincidían ambos era en que la Academia en aquel momento necesitaba una persona de consenso. Y dio la casualidad de que desembarqué en la casa en unas circunstancias, en una coyuntura especial, ya que poco antes el poeta José García Nieto había tenido que abandonar su puesto de secretario a causa de un derrame cerebral y estaba actuando como secretario el censor, cosa, por otra parte, prohibida por los estatutos. Ingresé en mayo de 1992 y poco después de participar en unos actos en la Expo de Sevilla, durante el verano, Fernando Lázaro me propuso hacerme cargo de la secretaría. Yo no sabía nada de la Academia, de su funcionamiento, y en un primer momento me mostré reacio; hubiera preferido disfrutar un poco las mieles de ser un miembro más, sin mayores responsabilidades, pero no me dejó otra opción.

– Tenía a su favor las dotes organizativas y la curiosidad, me imagino, por llegar a conocer a fondo, desde un lugar privilegiado todos los flancos de la casa, tanto sus fuerzas como sus debilidades.

– Sí. Pero era una gran responsabilidad y lo que hice de inmediato fue ponerme en contacto con Alonso Zamora Vicente, que había sido secretario durante dieciocho años y con quien tenía muy buena relación. Su paciencia conmigo fue inmensa, me contó muchas cosas y me dio un magnífico consejo: “coge todas las actas desde la fundación y verás cómo te empapas de Academia”. Así lo hice, me empapé de Academia;  pero al poco tiempo de estar desempeñando la función de secretario, volvieron a mandar las circunstancias, el destino. Fernando Lázaro padeció un ictus y aunque no afectó a su plenitud de facultades, sí le condicionó físicamente, hasta el punto de plantearse abandonar. Hice todo lo que pude para que no dejase la dirección, le prometí ayudarle en lo que hiciera falta, y me convertí en una especie de jefe de gabinete.

-¿Cómo fue su relación con él? Recuerdo que a los periodistas nos inspiraba mucho respeto. Era un hombre de carácter fuerte, de los que llamaba a las cosas por su nombre.

– Fernando no era un hombre fácil, no. Tenía una tremenda personalidad, pero yo no tuve nunca ningún problema con él. Llegamos a desarrollar una gran amistad, lo hicimos todo en conjunto y yo le apoyé en el cambio básico de la Academia: los estatutos, el funcionamiento, el proceso de informatización posterior. En esa etapa en la que iniciábamos el paso a la modernidad, fue muy importante que el Gobierno nos ayudase con el presupuesto. Cada vez que lo pienso no llego a entender cómo se pudo sobrevivir durante el franquismo con tan poco dinero. Fue un camino laborioso y cuando ya él no pudo seguir porque los plazos marcados en los nuevos estatutos se lo impedían, empezó una nueva etapa para mí.

– Fue un relevo lógico, aunque según tengo entendido a los académicos les costó aceptar que Víctor García de la Concha dejase de ser secretario.

– Bueno, sí (risas). Dudaron bastante si elegirme a mí director porque querían que lo fuese sin dejar de ser secretario. Si algo me estaban agradeciendo es que, siguiendo la tradición marcada, hubiera cuidado tanto a los académicos, sobre todo a los mayores, que a medida que cumplían años, lo cual sigue sucediendo ahora exactamente de la misma manera, acudían con mayor frecuencia a las sesiones. Cuando asumí la dirección Fernando Lázaro me dijo que a mí me quedaban dos cosas importantes por hacer: consolidar la situación económica de la institución para poder hacer frente a situaciones difíciles que pudieran acontecer -la de la actual crisis, por ejemplo-, y América. “Yo no he podido dedicarme a América!”, me dijo.

– ¡Qué gran reto, qué horizonte tan amplio se abría ante usted! ¿no?

– Sin duda. Pero América ya me la habían metido en la cabeza Alonso Zamora, que dirigió la cátedra Amado Alonso de Buenos Aires, y por tanto conocía muy bien el mundo universitario americano, y después Francisco Ayala, a quien quise mucho y que me decía repetidamente: “esta casa no se da cuenta de lo que es América”. Todo eso me influyó. Y me condujo, a mí, que había tenido una formación europea, había estudiado en Roma y había estado en Alemania y Francia; guiado por un padre que creía en la unión de los países europeos mucho antes de que ésta se produjera, a acabar siendo un americanista convencido, capaz de volcar en ello todos mis esfuerzos.

¿Tuvo de algún modo la visión de que ahí estaba su rumbo, el sentido de su vida?

–  Todo iba encajando de forma natural. Y, por supuesto, en ese proceso, no puedo olvidar la importancia que tuvo la llamada del Rey al día siguiente de ser elegido director invitándome a que nos viésemos. Yo estaba en mi casa de Salamanca con un gripazo impresionante, con fiebre, en la cama, pero no podía dejar de asistir a la cita. “No te voy a pedir más que una cosa: que te dediques a América, que visites todas las Academias. Tenemos que hacerlo todos juntos. Nosotros tenemos que ir allí y ellos venir aquí”, me dijo.  Fue muy fácil para mí en ese sentido, estaba muy arropado. Y enseguida me di cuenta de que América llevaba tiempo esperándolo, deseando esa iniciativa. Recordé un hecho previo, que siempre cito porque es justo resaltarlo. Cuando aún Fernando Lázaro era el director, se publicaba una nueva edición de la ortografía llevada a cabo por Gregorio Salvador y nos pusimos de acuerdo para que en la contraportada figurasen las Academias americanas. El día de la presentación vinieron representantes de todas ellas y en la sesión plenaria Alfredo Matus, director de la chilena, dijo que aprobaban y hacían suya esa ortografía, pero que sí en adelante deseábamos forjar una obra de verdad panhispánica teníamos que sentarnos todos juntos y empezar a hablar desde cero de lo que queríamos hacer y de cómo íbamos a hacerlo. Fue la primera vez que escuché la palabra, panhispánica. Ahí nació la idea de que los tres grandes códigos en que se apoya y se expresa la unidad de la lengua fuesen obra de todas las Academias. Esa es la mayor conquista que hemos hecho.

 Si hace balance, ¿qué momentos clave de su mandato elegiría?

–  Resulta complicado. Fue mucho tiempo y pasaron muchas cosas, dese cuenta de que cumplí los dos primeros períodos de cuatro años que exige el reglamento y hubieron de reformarse los estatutos para que pudiese seguir. Fue una postdata necesaria porque la Gramática estaba a medias y teníamos que concluirla; una última etapa difícil. Había que terminar todo el trabajo iniciado y eso exigía mucha más dedicación. Pero, bueno, contestando a la pregunta, me quedo con grandes acontecimientos, pero también con momentos íntimos que permanecen grabados en mi memoria. Entre los primeros, ya en esa etapa final, el Congreso Internacional de la Lengua celebrado en Colombia, concretamente la reunión paralela de la asociación de academias que tuvo lugar en Medellín, ciudad que estaba en pleno proceso de redención, luchando contra la violencia a través, entre otras cosas, de la cultura como incentivo para motivar a los más jóvenes. Allí tuvo lugar la aprobación de la nueva Gramática por las 22 academias. Fue el colofón a nueve años de trabajo. El acto fue presidido por el Rey y por el presidente Uribe, pero lo que me sigue sobrecogiendo es la imagen de la calle llena de niños con camisetas en las que se leía “yo hablo español”. Y después, Cartagena de Indias, con todo un pueblo que llegó a apoderarse del Congreso, que se volcó en la edición conmemorativa de “Cien años de soledad”, de García Márquez, a quien se rindió homenaje.

– ¿Y entre los momentos más íntimos?

– Pues hay muchos, pero si tuviera que quedarme con uno solo, no lo dudo: una visita a la Academia boliviana que propició una excursión a uno de los montes más altos del país. Después de superar el mal de altura gracias a la ayuda del académico que me acompañó y que sabía muy bien cómo combatirlo, hicimos una parada en una aldea pequeñísima. Me llamó la atención una casa mísera donde había un letrero que decía: “Pollería. Tejidos de importación”. Allí, en ese espacio tan humilde, me impresionó escuchar el idioma que hablaba la familia. Era un castellano propio del siglo XVI, incontaminado. Allí no había llegado la televisión. Eso es algo que no puedo olvidar.

Victor García de la Concha con Jose Manuel Blecua, actual director de la Real Academia Española - Fotografías: instituto Cervantes

-El consenso, sus artes como comunicador y su capacidad para la diplomacia, siempre han sido valores que se han elogiado de usted.

– Me lo dicen, efectivamente (risas). Me dicen que tengo una diplomacia vaticana y es cierto que tuve una formación en la Universidad Gregoriana de Roma y que tengo amigos que llegaron a ser nuncios, pero yo nunca pensé en eso. En cuanto al consenso, sí, pero es una manera de ser. Hay gente de talante guerrero, que disfruta incluso estando en conflicto, pero no es mi caso. Toda mi vida he sido una persona de paz. En mi etapa universitaria siempre colaboré con los distintos rectores y cuando fui llamado a la Academia me votaron desde los sectores más distintos.

¿América va a ser también su reto en el Instituto Cervantes?

– Sí, pero no es que sea idea mía. Está en la raíz del Cervantes. Fíjese, hace no mucho tiempo en una cena del Foro Iberoamericano, del que yo formo parte, estaba Felipe González y salió como tema de conversación un número especial que publicó el suplemento cultural del periódico argentino “Clarín”, un número que respondía al interrogante de a quién pertenece el castellano y que era muy crítico con España y sus actuaciones. Hablando de esto, Felipe decía que durante mucho tiempo España tenía un discurso americano, pero no empresas instaladas allí y que ahora sucedía justo lo contrario: había empresas, pero faltaba ese discurso, a excepción del de la Academia. Yo le recordé que también estaba el Cervantes y su respuesta fue que él pensaba que debía ser así. Precisamente estos días he estado rememorando todo esto porque al repasar diversos documentos me he encontrado con un discurso de González, de 1994, en el que decía: “El Instituto Cervantes no hace distingos en la labor de difundir el patrimonio lingüístico y cultural común”.

(LLegados a este punto, García de la Concha busca la publicación y lee textualmente las palabras del ex presidente socialista, antes de proseguir: “Esa filosofía estaba en el Cervantes originariamente, pero yo creo -es pura conjetura mía- que lo que sucedió fue que pesó un poco el subconsciente, que se trazó un itinerario a partir de la idea de la consolidación del centro como promotor de enseñanza para extranjeros -basta mirar el mapa: Europa, el Norte de África, Oriente Medio… – Y se actuó sobre la idea de que a América no había que enseñarle español”).

– ¿La colaboración entre la RAE y el Instituto Cervantes ha sido la adecuada, se va a fomentar más a partir de ahora?

– Las dos instituciones han unido fuerzas. Juntas han hecho los Congresos de la Lengua, que han sido tan importantes. Y después ha habido iniciativas como la de extender el diploma internacional de certificación del español como lengua extranjera, al que pertenecen unas 150 universidasdes y centros. Lo que falta ahora es que América sienta como suyo el Cervantes, que no lo vea como una cosa de España. Aunque se haya promovido desde aquí es de todos los hispanohablantes. La base de la enseñanza común del español la dan los textos fijados por la Academia, consensuados por todos, pero la formación de los profesores, los diplomas de conocimiento, etcétera, tiene que ser una labor común. Y es muy importante seguir con la extensión de la enseñanza del idioma a Estados Unidos y Brasil. Eso no puede hacerlo un Cervantes solamente español. Tiene que hacerlo un Cervantes «iberoamericanizado». De hecho lo primero que yo he promovido nada más sentarme aquí han sido dos convenios con México, uno para que nosotros proyectemos su cultura en todos nuestros centros y viceversa; el otro con su Ministerio de Relaciones Exteriores, que nos cede todos los espacios culturales de México en EEUU, fundamentalmente de Río Grande para abajo, para que podamos realizar actividades conjuntas. Es en paralelo como podemos ir avanzando hacia arriba, que es esencial.

Es muy importante seguir con la extensión de la enseñanza del idioma a Estados Unidos y Brasil. Eso no puede hacerlo un Cervantes solamente español. Tiene que hacerlo un Cervantes «iberoamericanizado».

– Supongo que el objetivo es convertir el español en una lengua de prestigio, en una lengua no únicamente fuerte cuantitativamente sino también en lo que respecta a la calidad de sus hablantes.

–  De eso se trata. El español en EEUU tiene una doble consideración, en la zona donde hay una intensa inmigración es una lengua potente, pero, ¿qué ocurre en la zona de los “wasp”, en el Norte, en el Este?. Para llegar ahí tenemos que entrar en las universidades, con la colaboración de los profesores en los departamentos de español, del brazo de México y del resto de países hispanoamericanos, porque vamos a ir cerrando acuerdos hasta que estemos todos en el mismo cesto. Se trata de enriquecer al Cervantes para servir a la gran institución que es el español.

Entonces, ¿el terreno universitario será el que abra la puerta de entrada?

– Yo no veo otro. Es un terreno básico, aunque los hay complementarios: el mundo cultural, el editorial… Pero si entramos en las universidades no sólo como lugar de estudio sino como centro de irradiación de nuestra cultura, ya nos podemos dar por satisfechos. ¿Cuánto lograremos de ello?, pues no lo sé. Yo voy a poner todo el esfuerzo.

Da un poco la impresión, sobre todo al hablar con escritores de Hispanoamérica, de que los estadounidenses tienen una sensación de miedo a la conquista del español.

 -Eso existe, incluso se ha escrito sobre ello, pero yo creo que en el mundo en el que vivimos el plurilingüismo, sobre todo de las lenguas de comunicación internacional, es inevitable. Una de esas lenguas es el inglés y sin ninguna duda también el español. Y la universidad es una de las bases sólidas como centro de irradiación. Si seguimos haciendo unos buenos programas de difusión cultural, de conferencias, de debates; si seguimos llevando a los escritores españoles y de Latinoamérica, arropados y debidamente contextualizados, poco a poco, iremos ganando terreno. Pero tenemos que ser conscientes de que se trata de una labor lenta.

 – Aquí es importante que la política cultural que se aplique tenga claro el apoyo a estas iniciativas. ¿Es uno de los objetivos de los actuales responsables de Cultura?

–  Por supuesto. Una de las cosas positivas de todos los sectores implicados, Asuntos Exteriores, a quien orgánicamente pertenecemos, y Educación y Cultura, es que hay que superar de una vez lo que ha sido hasta ahora un verdadero despropósito: la multiplicidad de vías de promoción del español en el extranjero. Progresivamente se irá tendiendo a un proceso de unificación. Esa es la idea de quienes estamos en esta aventura.

–  En su toma de posesión se planteaba cómo sería posible acometer todo esto en un tiempo de limitación de recursos económicos. “El Cervantes ha nacido y crecido en austeridad. Algún día, y más pronto que tarde, habremos de replantearnos en serio la imprescindible necesidad de dotar con más medios a la política lingüística y cultural”, señalaba. Pero parece que ese momento, dadas las circunstancias, está muy lejano.

– Sí. Soy consciente de que he entrado en una etapa de presupuesto restringido, pero, aunque parezca raro, el Cervantes necesita más política, más diplomacia, que dinero. Si nosotros, por ejemplo, implantamos un aula Cervantes en una universidad americana, será ésta la que nos proporcione el espacio. Pediremos a un prestigioso profesor de allí que se convierta en el promotor y después desplazaremos a alguien, no con el perfil de un docente, sino de un gestor. En ese aula instauraremos todos los discursos virtuales del Cervantes, que son muchos, y haremos una programación para toda la red; por ejemplo de EEUU o de Brasil…. Esto cuesta, pero no tanto. Los profesores nunca nos hemos movido por el dinero, por el lujo. El espíritu de la universidad, que también tiene que ser el del Cervantes, siempre ha sido austero, modesto, y para eso sí hay ayudas, sí hay mecenazgo.

Soy consciente de que he entrado en el Instituto Cervantes una etapa de presupuesto restringido, pero, aunque parezca raro, el Cervantes necesita más política, más diplomacia, que dinero.

-Pues volvamos a la universidad, a la enseñanza, ahora en el punto de mira, en el centro del debate. ¿Cuáles son, en su opinión, los problemas a resolver con mayor urgencia?

– En primer lugar hay que decir que España ha vivido un sueño de grandeza que no correspondía a su realidad y que llevaba a crear una universidad en cada capital de provincia. Eso es un disparate. España no puede tener todas esas universidades públicas y mucho menos cuando todas son repeticiones, calcos unas de otras. En Castilla-León hay secciones de lenguas clásicas en Salamanca, en Valladolid… y yo me digo ¡pero oiga, mire usted, pero si son más profesores que alumnos!. Cada centro tiene que especializarse, ofrecer cosas diferentes. No haberlo hecho nos ha conducido al panorama actual, pero también hay que tener en cuenta que la universidad española ha sufrido unos cambios de estructura, de organización y de planteamiento que fueron importados como trajes hechos. José María Maravall implantó el esquema sajón, sin darse cuenta de que España no respondía a esa tradición. Nuestro sistema era el de la la cátedra y demás. Tenía muchos, muchos, defectos, pero la solución no debió pasar por acometer de repente un cambio tan radical. Fue como tratar de embutir a la universidad española en un modelo que nos era ajeno sin tiempo para la aclimatación. Y lo último ha sido Bolonia, un sistema que  se traduce, según me cuentan algunos profesores que han hecho la tesis doctoral conmigo, en clases con 180 alumnos de los que la mitad son chinos y no controlan el idioma. Yo me pregunto, ¿pero eso es Bolonia? ¿no se trataba de ir hacia grupos reducidos con profesores tutores que actuaran como guías?. La universidad está necesitada de financiación, es cierto, pero de lo que se trata es de que las Autonomías se replanteen sus recursos, acoten los campos y dejen un espacio a la investigación, porque si no la institución se muere.

Victor García de la Concha acompañado de Mario Vargas Llosa y Fernando Savater - Fotografías: instituto Cervantes

– ¿Y la Enseñanza Media, últimamente en el centro de la polémica debido a unos recortes que la masifican y la empobrecen?

– Bueno, ahí si que no me atrevo a hacer un análisis. Sé que el cambio constante de planes no ha ayudado y conozco las consecuencias, el cada vez mayor número de catedráticos que quieren salir huyendo. Algo grave está pasando ahí si todo el mundo anhela marcharse. Algo grave sucede para que lo que era una labor realmente importante, la que yo conocí siendo catedrático de instituto, ya no sea tal. La mayor parte de los académicos hemos sido catedráticos de instituto. Ahí están Rafael Lapesa, Emilio Alarcos, Emilio Lorenzo, Alonso Zamora Vicente, Gregorio Salvador, Emilio Lledó… Las durísimas oposiciones de instituto de antaño han desaparecido. Hoy parece que ya no hay estímulos y que se ha perdido el respeto por parte de la sociedad hacia esta figura clave de la docencia.

– ¿Qué opina de la implantación del bilingüismo en comunidades como la de Madrid, del hecho de que ya haya institutos públicos donde la mayoría de las asignaturas se imparten en inglés, donde los niños estudian la Historia de España con manuales en inglés?

– Si eso es así, me parece otro puro disparate, que sin duda tiene su origen en un complejo de este país, un complejo aldeano. Y, además, se ignora una cosa. Un niño, si se plantea bien, tiene una capacidad de absorción lingüística que le permite ser bilingüe o trilingüe sin problema. El niño tiene que estudiar en su lengua y luego impartir algunas asignaturas en otras lenguas, pero no al revés. La base debe ser el español. Creo que las instituciones que estamos implicadas en todo esto debemos ser llamadas a hablar con las autoridades académicas… A ver si de una vez hay tranquilidad en este país para que entre todos abramos un debate sobre estas cuestiones esenciales, para que lo que instauran unos no lo desmantelen los otros. Con programas de quita y pon no se arregla nada. La cultura y la educación deben estar por encima de los vaivenes políticos. Yo doy por supuesto que a mí me han llamado a dirigir el Cervantes a sabiendas de que no estoy en el juego político, de que lo que me mueve es el respeto hacia el Gobierno que en cada momento esté gestionando el Estado.

– Cuando dejó la RAE manifestó que lo que le apetecía hacer era descansar, volver a la lectura. ¿Cuáles eran sus planes?

 – Pues exactamente eso y, sobre todo, recobrar la vida familiar. Le había robado muchas horas a la familia y soñaba con recuperarlas, también con volver a la escritura, a la lectura. “Vas a ser el filólogo que siempre debiste ser”, me decía Francisco Rico jocosamente. Y, en efecto, empecé a trabajar en un canon de la literatura española al que llevaba tiempo dándole vueltas. También tenía el compromiso de hacer una historia manual de la Academia, pequeña, nada que ver con la grande de Alonso Zamora, donde se encuentra todo. Sí, había empezado a hacer una vida más tranquila y más sosegada. Volví al cine, yo que era un cinéfilo empedernido y que lo había abandonado; volví a la música, aunque nunca la había dejado del todo. Seguía yendo a la Academia como miembro de a pie…  Pero me llegó esto de manera insospechada. Ni remotamente se me había pasado por la cabeza. Yo estaba en lo mío y estaba muy feliz, pero me llamaron y no pude decir que no.

La cultura y la educación deben estar por encima de los vaivenes políticos. Yo doy por supuesto que a mí me han llamado a dirigir el Cervantes a sabiendas de que no estoy en el juego político, de que lo que me mueve es el respeto hacia el Gobierno que en cada momento esté gestionando el Estado.

– A juzgar por lo entusiasta que se le ve parece que el “sí” fue todo un acierto.

– Bueno, es que si aceptas… En primer lugar a mí me llamaron para una cosa muy concreta. “Yo no puedo dirigir el Cervantes porque esto es una macroempresa. Aquí hay 2.000 personas; setenta y tantos centros y cuarenta y tantos países”, fue lo primero que dije, pero ya se había pensado en reorganizar el centro y nombrar a un director que se ocupase de la parte institucional y de la representación, así como a un secretario general que asumiera todo el engranaje y la marcha empresarial. Ese puesto lo ocupa Rafael Rodríguez Ponga, una persona con mucha experiencia, a quien ya conocía y con quien coincido en las apreciaciones. Mi objetivo fundamental es ocuparme de la parte de América, que se tiene que complementar con alguna acción en los países emergentes: La India, Singapur

– Antes mencionaba a los intelectuales del Renacimiento, intelectuales inquietos, curiosos, capaces de relacionar unos conocimientos con otros. Una manera de actuar que el exceso de especialización, la cada vez mayor magnitud de los campos de estudio, ha ido dejando muy atrás. ¿Es acaso el Renacimiento la época que le hubiera gustado vivir?

– Si uno pudiera elegir, esa sería la época, sin duda ninguna. Fue una etapa gloriosa, en la que se volvía una página teocrática, fundamentalmente en Occidente, y se abría otra antropocéntrica, en la cual se empezaba a releer todo, a reescribir todo. En definitiva, lo que hizo el Renacimiento fue una relectura. Se miró a los clásicos en una lectura libre, depurando los textos para encontrar al escritor auténtico, al manuscrito tal como fue, como nació, sin las mediaciones que se produjeron después. A partir de ahí, en un diálogo abierto, el mundo empezó a verse de una manera distinta, sabiendo, como decía Protágoras, que el hombre era la medida de todas las cosas. Todo empezó a verse desde su perspectiva y su medida, y no solo entre los que eran liberales dentro del cristianismo. San Juan de la Cruz decía: “Un pensamiento del hombre vale por el universo entero”. Fue apasionante. Se descubrió un mundo nuevo en todas las áreas. En pintura surgió la perspectiva, que contribuyó a interpretar la naturaleza de otra manera, no de forma alegórica como hasta entonces. Se renovó la escultura, la arquitectura… Todo ese proceso se extendió hasta la Ilustración. El XVIII fue también un siglo hermoso.

– Fue una época llena de estímulos, de aventura, de entusiasmo por descubrir, por crecer, de confianza en el futuro. Nada que ver con el exceso de pesimismo en el que que estamos instalados ahora.

– No. Por Dios. Ahora estamos viviendo esta posmodernidad que todo lo relativiza. Si me pregunta dónde estamos, no sabré qué contestar. En la incertidumbre, tal vez. Las máquinas que el hombre ha producido se han apoderado del hombre. Si nos ponemos a pensar en la cibernética, la pregunta tendrá que ser: ¿Quién gobierna ese mundo, ese caos libre, donde todo vale, donde todo es igual?

Mario Vargas Llosa lamenta en su último ensayo el actual apogeo de la cultura espectáculo, la frivolidad en todos los campos, y echa en falta la presencia de intelectuales en el debate público. Es como si hubieran desaparecido. ¿Qué opina?

 -Estoy totalmente de acuerdo. Falta el intelectual, el hombre que está aislado, que está separado del ruido circundante por una distancia necesaria. Su cometido es ejercitar la razón de acuerdo con unos principios, sin ser devorado por las cosas mismas, que es lo que ahora está sucediendo. Hoy no existe perspectiva. Estamos dentro de la cibernética. ¿Quién nos libera de ello?

¿Se han cumplido las previsiones de ese congreso que organizó sobre los intelectuales ante el año 2000?

– No. Ya se anunciaba algo de todo lo que está pasando, pero los acontecimientos se han precipitado, se nos han echado encima como una avalancha, como una auténtica catarata en la que cuesta encontrar el sentido.

Hoy falta el intelectual, el hombre que está aislado, que está separado del ruido circundante por una distancia necesaria. Su cometido es ejercitar la razón de acuerdo con unos principios, sin ser devorado por las cosas mismas, que es lo que ahora está sucediendo.

Victor García de la Concha en un acto con Juan Goytisolo y José Manuel Caballero Bonal - Fotografías: instituto Cervantes

Edgar Morin y otros filósofos trabajan en la dirección de proponer una nueva vía, un cambio de modelo. ¿Cree en ello?

– Sí. Lo que ocurre es que salirse de las garras del gran monstruo, requiere una fuerza de titanes…. Quizás la senda esté en la búsqueda de una cierta coherencia, de una cierta verdad, aún siendo conscientes de la debilidad, de la fragilidad del pensamiento. No sé. Tal vez con pequeñas cosas es como han de empezar a reconstruirse espacios. Yo no creo que esto se arregle con grandes reformas, más bien creo en lo pequeño, en esas revoluciones mínimas que empiezan por el individuo. Creo en las pequeñas cosas que van germinando, que van expandiéndose, como la piedra que cae en el agua y origina esos círculos concéntricos que se van ensanchando. Si decido ponerme optimista, encuentro atisbos de todo esto, por ejemplo en la Universidad.  Pese a lo mal que está, hay minorías que nunca antes habían existido. Por ejemplo, en el campo de la filología. Hace poco, en una reunión del centro para la edición de clásicos españoles lo comentaba con colegas como Francisco Rico, Darío Villanueva, Luis Iglesias Feijoo, Alberto Blecua… Y coincidíamos: todos tenemos alumnos que son mejores, mucho mejores que nosotros. Esos alumnos están en puestos ínfimos o sin trabajo, pero serán los maestros de una universidad que tiene que nacer, que nacerá, tal vez no con el aparato de la gran universidad, tal vez de otra manera más modesta, poco a poco. La universidad habrá que reinventarla. No hay otra solución.

– Pero el gran problema es que muchos de esos alumnos de talento se tienen que marchar fuera porque aquí no tienen oportunidades.

– En efecto, pero es que el aparato… Cuando hablo del monstruo me refiero, por ejemplo, a la economía, al capitalismo, a la informática. Ese monstruo se está devorando a sí mismo. Saturno comiendo a sus hijos. Yo voy a borrar las huellas, pero a una figura eminentísima de la política española, al poco tiempo de que empezara la crisis, le escuché decir que esto era una cosa de cuatro o cinco meses. Y mire lo que está durando. A mí me gusta leer análisis económicos y veo que quienes deben ofrecer respuestas, salidas, siguen tanteando y sin saber hacia dónde van las cosas. En el campo de la informática cualquier muchacho preparado es capaz de entrar en los secretos mejor guardados de la CIA. En fin… Las estructuras tendrán que cambiar y debemos ser conscientes de que no vamos a salir al mismo sitio donde estábamos, de que el suelo que hemos de pisar será cada vez más movedizo.

-¿Vivimos un momento puente, bisagra, que nos conducirá hacia un nuevo ciclo, como ha sucedido en otros momentos de la Historia?

– En efecto. La Historia nos enseña eso.

Quizás la senda esté en la búsqueda de una cierta coherencia, de una cierta verdad, aún siendo conscientes de la debilidad, de la fragilidad del pensamiento. Yo no creo que esto se arregle con grandes reformas, más bien creo en lo pequeño, en esas revoluciones mínimas que empiezan por el individuo

– ¿Cuál es su receta a nivel personal?

– Pienso que ahora mismo la única respuesta tiene que ser hacer bien lo que uno tiene que hacer, acotar un proyecto y tratar de llevarlo adelante de forma coherente, tanto a nivel personal como profesional. Yo tengo ahora la ilusión de llevar adelante el proyecto del Cervantes. Lo lograremos o no. No lo sé, depende de muchas cosas, depende de mover muchas voluntades, de buscar apoyos y de encontrar a las personas adecuadas. Pero el punto de partida ya es positivo.

A lo largo de su trayectoria ha conocido a personalidades de todo tipo, a escritores, a políticos. ¿Quiénes le han dejado una huella imborrable?

– Yo he tenido la suerte de conocer a mucha gente. Hay quienes me animan a publicar mis Memorias y efectivamente tengo mucho escrito, muchas anotaciones, pero a quién podría importarle, me pregunto en ocasiones. Es cierto que siempre he tenido una gran capacidad para absorber, para escuchar atentamente. Siempre he estado muy despierto ante las influencias más diversas de pensamiento y de actuación. Tal vez por eso me resulta difícil optar por unos personajes concretos. He tratado a tanta gente importante, en tantas cosas, que no sabría decir.

– Pero algún nombre, algún recuerdo especial, sí habrá.

– Bueno, puedo citar a Gonzalo Torrente Ballester. En la última etapa de su vida, vivía en Salamanca, muy cerca de mi casa, y hablé horas y horas con él. Era un gran conversador. Podría escribir un libro sobre su visión de la Historia, de su época. Fue un hombre orteguiano que se hizo vanguardista, estudió Historia y se fue a La Sorbona; que posteriormente se convirtió en falangista para que no lo mataran y que acabó rompiendo enseguida con el movimiento. Recuerdo que lo llevé a Oviedo a dar una conferencia en el año 62, en plenas huelgas mineras, y él empezó su discurso hablando de que por la mañana, mientras íbamos paseando por el parque de San Francisco él buscaba la estatua de Clarín, que había sido derrumbada durante la guerra: “Yo os digo que Oviedo no será más Oviedo mientras no se reponga…”, decía. Y yo sentado junto al gobernador, un viejo militar, liberal, padre de un gran amigo mío, que me decía: “no se preocupe”. Pero aquello le costó a Gonzalo Torrente la plaza de profesor de Historia de la Escuela Naval.

[La reticencia inicial desaparece y García de la Concha sigue tirando del hilo de la memoria. “He conocido seres entrañables, profesores estupendos, grandes maestros, y está el gran capítulo de América, por supuesto. Ahí sí que tengo innumerables anécdotas, aventuras…”].

– ¿Por ejemplo?

– Por ejemplo, mi encuentro con Fidel Castro. Al principio yo fui visitando a los distintos jefes de Estado y cuando ya había estado en todos los demás países, le llegó el turno a Cuba. Me nombraban “doctor honoris causa” por la Universidad de La Habana y la Academia cubana me organizó una visita esplendorosa. Pero tuve la mala suerte de sufrir un cólico nefrítico y acabé en el hospital militar. Tenía una conferencia por la tarde que no pude dar y la agencia Efe transmitió la noticia con la consiguiente alarma de mi familia. Todo esto son los antecedentes de un viaje que resultó surrealista desde un principio. Me llevaban a conocer las cosas más insólitas, pero lo que yo quería era ver a Castro, pedirle que devolviera a la Academia su sede, que era el antiguo chalet de Dulce María Loynaz. Abel Prieto, el ministro de Cultura, me había prometido que sí, pero el momento se hacía esperar. Llegó el último día de mi viaje, cuando visitaba un museo en compañía del embajador. Prieto vino a buscarme para decirme que el comandante iba a inaugurar un curso de formación acelerada de maestros y que esa era la ocasión idónea para verlo. Llegamos al lugar y, a gran distancia, vi como Fidel se acercaba dando grandes zancadas a saludarme. ¿Qué tal lo han tratado en el hospital?, me preguntó, interesándose por el médico que me había tratado. “Excepcionalmente bien, comandante. No lo olvidaré jamás”, le contesté. Quedamos para hablar después del acto y ya en el escenario me presentó y empezó a hablar. “Nosotros somos hijos, somos padres y hermanos de esa lengua”, dio inicio a un discurso cultural que resultó impecable. En cuanto a lo de la sede de la Academia no hubo problema. “Tengo la promesa del ministro de Cultura de la devolución de la casa de Dulce María Loynaz”, le expuse y le hablé de la importancia de que los académicos cubanos se sumasen a la causa. “Bueno, pues a la palabra del ministro ya tiene la mía. Palabra de gallego”, fue su respuesta. Y se cumplió. Ahora ya tienen una sede mucho mayor porque aquella era insuficiente. Con Hugo Chávez, que acababa de llegar al Gobierno venezolano, me pasó igual, tampoco tuve ningún problema.

Es que la lengua es un arma poderosísima, ¿no?

– En efecto. Yo desde el primer momento, desde mi primer viaje, aprendí que la lengua está por encima de la política. Fue en Chile, durante la presentación de la nueva “Ortografía” en el aula de Andrés Bello, que como sabe había sido el gran opositor a la ortografía académica porque él defendía una puramente fonética. Llegué a Chile cuando el contencioso con España estaba al máximo por el asunto Pinochet. La embajada estaba sitiada con tanquetas y el embajador, al pie del avión, en cuanto llegué, me recomendó prudencia. En esas circunstancias, a media hora de empezar el acto, además, cayó una tormenta tremenda y yo pensé que no iba a acudir nadie, que iba a ser reventado por la situación, que alguien se pondría en pie gritando a favor de Pinochet. En fin… Pero sucedió todo lo contrario. El aula estaba a rebosar: la universidad entera, obispos, militares, las dos banderas, los himnos… Era de ponérsele a uno la carne de gallina. El aplauso no terminaba. Y ahí, con toda la gente en pie, comprendí que la lengua está por encima de todo. Así fue en cada uno de los países. Podría estar horas contando anécdotas. Por ejemplo, en México, recuerdo una cena con el entonces presidente Ernesto Zedillo en la que le pedí ayuda. “La Academia mexicana la tenéis abandonada”, le dije. Y a las tres de la mañana le propuse que comprara ortografías para todas las escuelas mexicanas. Y lo hizo. La lengua, la lengua, el español, el español es capaz de todo. Está por encima de toda política.

[Termina la entrevista, pero aún queda lugar para un instante de nostalgia, para un regreso a Bolivia, a la pequeña aldea del altiplano. “Mucho más importantes que mis entrevistas con los jefes de Estado fueron mis viajes por el interior, esa pequeña aldea, esa casa modestísima, de una sola pieza, donde al entrar escuché: “Mi señor, ¿qué podemos donarle?”  Fue conmovedor. No se me olvidará jamás. Ese castellano del puro siglo XVI, sin contaminar”].

Esta entrevista fue publicada inicialmente  en el número 103 de la revista «Turia». Todas las fotografías han sido cedidas por el Instituto Cervantes. En ellas, Víctor García de la Concha aparece en distintos actos acompañado por -de arriba abajo-: José Manuel Blecua, actual director de la Real Academia Española; el dramaturgo Francisco Nieva; el poeta Antonio Gamoneda, el pensador Fernando Savater y el escritor Mario Vargas Llosa y los también escritores Juan Goytisolo y José Manuel Caballero Bonald.

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