Alejandro Gándara: “Hoy vivimos en una edad infantil”

Por Emma Rodríguez © 2014 / “Nos preguntamos para qué sirve conocer. ¿Y quiénes somos nosotros, los que se preguntan? Nosotros somos los que van a morir. Los que van a morir en un universo que permanecerá cuando nos hayamos ido y que nunca entenderemos del todo. De modo que hay una respuesta: el conocimiento sirve para aprender a morir y el conocimiento sirve para distinguir lo que podemos llegar a saber de aquello que no sabremos nunca. Lo primero nos quita miedo. Lo segundo ahorra dolor”. Lo escribe Alejandro Gándara. Lo dice el protagonista de “Las puertas de la noche” (Alfaguara), su última novela. Un viaje en busca de respuestas al sentido de la vida. Un trayecto en el que se escuchan las sabias palabras de los filósofos clásicos y del que es imposible salir indemne.

Igual que el protagonista se transforma y crece en el camino, el lector que toma el tren de esta historia nada convencional, mezcla de biografía, de pensamiento, de relato indagador, percibe que ciertos resortes de su conciencia dormida empiezan a desperezarse, que ciertos interrogantes guardados en el pozo profundo comienzan a emerger. Acercarse a esta entrega es como devolver al primer plano los asuntos esenciales y olvidarse de lo banal por un tiempo. Gándara (Santander, 1957) ha llegado hasta aquí después de un largo trecho vital y profesional; recordemos títulos suyos como “La media distancia” o “Últimas noticias de nuestro mundo”. Espoleado por su propia vida, por sus circunstancias, este hombre que compagina actualmente la escritura con su labor docente en la innovadora Escuela Contemporánea de Humanidades (ECH), de la que es fundador y director, ha construido una obra que parte de la experiencia, del estudio, de la observación y de la mirada atrás, a la cultura, al pensamiento, para encontrar sentido al loco presente en el que vivimos.

Mientras iba avanzando en la lectura no podía dejar de pensar que sin haber atravesado edades, miedos, vicisitudes, hubiera sido imposible afrontar de un modo tan valiente una obra sobre lo que nos duele; que hay que sentirse muy seguro como escritor, muy libre, para concebir en esta época de frivolidad, números y mercados, una novela que habla de esos temas incómodos que esta sociedad quiere rehuir: la muerte, la pérdida, el duelo, la ruptura. Y, sin embargo, me atrevo a decir que quien descubra este libro, un libro que a mí me ha devuelto en susurros algunas de las argumentaciones del emperador Adriano de Marguerite Yourcenar, no podrá dejar de agradecerlo, de disfrutarlo como un regalo, de transmitir a otros el placer, la necesidad de su lectura.

Sin haber atravesado edades, miedos, vicisitudes, hubiera sido imposible afrontar de un modo tan valiente una obra sobre lo que nos duele; que hay que sentirse muy seguro como escritor, muy libre, para concebir en esta época de frivolidad, números y mercados, una novela que habla de esos temas incómodos que esta sociedad quiere rehuir: la muerte, la pérdida, el duelo, la ruptura.

– Estamos ante una obra que ayuda a ver el recorrido de la vida de otra manera, con lucidez en toda su dureza, a través de los hallazgos de tantos filósofos que no dejaron de hacerse preguntas, de bucear en su misterio.

– Bueno, eso es lo que pretendía. Podría decir que se trata de una investigación sobre la actitud ante la existencia de un grupo de personajes, una investigación que recurre a todo el pensamiento que necesitamos, a toda la historia de la filosofía que nos ha traído hasta aquí y que nos ayuda a comprender. Yo quería contar historias, pero también quería encontrar la manera de introducir dentro del libro ese pensamiento que es la fuente de nuestra forma de vivir.

– El tiempo es un tema esencial en la novela. La vida es un camino, un viaje. Es crecimiento y aprendizaje. Me imagino que esta novela también es consecuencia de tu tiempo, de tu tiempo privado, íntimo, biográfico. Sin el camino que has recorrido hasta ahora no creo que hubieras podido escribir este libro.

– No. Habría sido imposible. La tradición filosófica antigua, tanto la oriental como la occidental, habla del hombre como alguien que emprende un camino. En esa tradición del camino tal vez el exponente más antiguo, más exótico, sea Confucio, pero están también Sócrates o Parménides. Podemos decir que esta vida es un deseo en tránsito hacia otra cosa y desde ese punto de vista su propia estructura es la de la búsqueda, no en el sentido de la consecución de logros, de las metas, sino realmente en el de la búsqueda propiamente dicha, esa búsqueda que no acaba nunca. Se supone que nuestra felicidad, que nuestro placer, se encuentra precisamente ahí, en ese trayecto que no termina. De hecho los deseos que concluyen, que finalizan, son muy insatisfactorios para todos. Necesitamos deseos que nos puedan construir a lo largo del tiempo y a lo largo de la vida.

– ¿En qué momento, en qué tiempo está ahora mismo Alejandro Gándara, como persona y como escritor? ¿Qué es lo que se plantea ahora que no se planteaba antes?

– Es difícil de determinar, pero sí te puedo decir que yo he ido, de alguna manera, retirándome de los mundos grandes, demasiado exteriores, y recogiéndome en los mundos pequeños, que son básicamente los de los amigos, la familia, la Escuela… No ha sido una retirada, un apartamiento buscado. Simplemente ha sucedido que he acabado encontrando esos espacios donde me siento mejor, donde más disfruto. Si soy sincero también debo decir que esos otros mundos ahora mismo ofrecen pocas satisfacciones, me parecen bastante idiotas. El ámbito cultural es un ámbito de carreras, igual que cualquier otro, y lo cierto es que tampoco se encuentra a la gente más inteligente entre los escritores, o por lo menos yo no la he encontrado. Me di cuenta de que ese territorio al que yo pertenecía tenía que ver con aspectos muy superficiales de la propia vida, y a medida que fui descubriendo otros; en los que no había crecido, de los que conocía muy poco, me fueron interesando más y me fui quedando en ellos.  Ahora yo no me veo pensando en una carrera literaria o en cuántos ejemplares puedo vender de mis libros. Todo eso me da igual.

Alejandro Gándara. 2014 © Nacho Goberna

– Pero esa actitud también te da libertad a la hora de afrontar el proceso creativo. “Las puertas de la noche” es una novela a contracorriente, incómoda en cierta manera. Está claro que no pensabas en las ventas cuando te pusiste con ella. Da la impresión de que es fruto de un proceso vital, que has hecho lo que te apetecía, lo que necesitabas hacer. Esto me lleva a plantearte la siguiente pregunta. ¿Crees que actualmente, en el complicado, confuso tramo, que atravesamos, tiene sentido que el escritor se dedique a contar historias exóticas, lejanas a sí mismo, o si realmente la gran aventura está en el interior, en el despliegue de las dudas, de las búsquedas personales?

– En estos momentos yo creo que la ficción pura, seguir contando esas historias de personajes con sus intrigas, sus penas, sus amores y desengaños, no tiene mucho sentido. Este es un momento en el cual hay que ponerse otra vez frente al mundo y volver a explicarlo, volver a contar dónde nos encontramos y qué es lo que estamos haciendo aquí. Esa es la literatura que a mí realmente me interesa. Por eso me gusta tanto John Berger, por ejemplo. Me gustan esos escritores que se ponen frente a la realidad y dicen: “hay que volver a empezar”. En ese sentido la literatura convencional resulta muy superficial. Independientemente de que esté mejor o peor escrita, de que sea más o menos interesante, se está convirtiendo en literatura de evasión más que en literatura de colisión con la realidad. Y a mí particularmente ya me aburre mucho.

«En estos momentos yo creo que la ficción pura, seguir contando esas historias de personajes con sus intrigas, sus penas, sus amores y desengaños, no tiene mucho sentido. Este es un momento en el cual hay que ponerse otra vez frente al mundo y volver a explicarlo, volver a contar dónde nos encontramos y qué es lo que estamos haciendo aquí. Esa es la literatura que a mí realmente me interesa. Por eso me gusta tanto John Berger».

– Hablábamos del tiempo. Y me parece interesante seguir por ahí. ¿Cómo se ha modificado el concepto de tiempo a lo largo de la historia? En la novela se cuentan muchas cosas que han acaecido desde la aparición de los relojes.

– Bueno, relojes ha habido siempre: de distintos materiales y con distintas funciones, pero no se habían utilizado prácticamente hasta el Renacimiento. Hay un paralelismo entre el nacimiento del yo y el nacimiento del tiempo medible y eso es porque hubo un momento en el que el yo empezó a percibir que perdía el tiempo, que el tiempo se iba de su vida. Y al no tener ninguna correspondencia con el universo, con algo que no fuera él mismo, el yo y el tiempo empezaron a jugar a la vez. De ahí esa sensación que tenemos de que somos mortales, de que perdemos el tiempo, de que el tiempo se nos va, de que el tiempo avanza… Por eso llevar un reloj es una forma de controlarlo, de mirarlo, de saber cuando lo pierdes y cuando lo ganas. Es la historia del yo y la historia del reloj.

– Cada tiempo construye su propio diccionario y palabras como agobio, prisa, urgencia, estrés, son palabras muy contemporáneas. Ahora vivimos tiranizados por el tiempo, el tiempo es un gran dictador.

– Sin duda. Pero es que realmente no tenemos tiempo para nada. Resulta asombroso la cantidad de tiempo que dedicamos a la supervivencia, y me refiero a la supervivencia no sólo en lo que respecta al trabajo. La supervivencia es también lo que hay que hacer para poder trabajar; las relaciones personales que se deben entablar porque sirven para poder funcionar en la sociedad. A eso dedicamos tal cantidad de tiempo que luego nos falta para estar a solas, para no hacer nada. El individuo de esta época es un individuo muy laboral. Siempre está ocupado, siempre está haciendo algo. No hay manera de que se disuelva un poco en el mismo tiempo y en la propia vida.

Y eso lleva a la insatisfacción de no disfrutar verdaderamente los momentos que se están viviendo. Siempre estamos con el apremio de lo que viene después, de lo que queda por hacer.

– Bueno. Es que el sistema de vida nos ha llevado a un punto en el que también cuesta mucho conseguir el disfrute. Aunque se tenga tiempo, aunque se tengan los medios necesarios, la actitud de la conciencia respecto a eso es muy reacia a dejarse llevar por el simple placer, por el simple estar, detenerse, en un sitio.

– Por otra parte, estamos en un momento de retroceso en todos los sentidos. Hubo una época en la que parecía que el ocio iba ganando terreno, que íbamos hacia ahí, a robar tiempo para el disfrute. Pero ahora, en un momento en el que tenemos que luchar por sobrevivir: por el trabajo, por el alimento, por la casa, ese concepto se está vaciando de sentido.

– Sí, es cierto. Hay una vuelta atrás. El tiempo está cada vez más ocupado en cubrir las necesidades básicas, pero lo llamativo es que también estaba muy ocupado cuando las cosas iban bien. Porque entonces ocupar el tiempo significaba riqueza, significaba ganar cosas materiales. En los 80 y 90 la gente estaba también muy ocupada. Ahora, por lo menos, estamos ocupados por necesidad, no por nuestra propia incompetencia.

– ¿Vivimos más en lo efímero, en lo resbaladizo, que los hombres y mujeres de otros períodos históricos?

– Sí, absolutamente. Nosotros tenemos una forma de existir en el tiempo que nos vuelve mortales a cada instante. Somos incapaces de posarnos en un momento, en una época, en un espacio. Nos cuesta mucho mantener la atención, somos cada vez más impulsivos, menos concentrados. Nos disipamos fácilmente, igual que se disipa nuestra propia vida. Es decir, no tenemos contacto real, contacto profundo, con las cosas.

– Y, sin embargo, frente a eso, cada vez hay más gente que está sintiendo la necesidad de recuperar una cierta lentitud y de volver al pensamiento, a la reflexión.

– Sí. Eso está claro. Pero creo ésas no van a ser las líneas mayores de la Historia. La mayor parte del sistema, de la población absorbida por el sistema, tiene una tendencia muy clara que para nada va en esa dirección. Lo que sí habrá es cada vez más grupos o espacios que resistan ese tipo de vida que se nos propone como única, porque es un tipo de vida difícilmente tolerable, muy frustrante todo el tiempo, muy adaptada al fracaso. Ante esto, es lógico que cada vez haya más bolsas de personas que traten de rehuir la estructura, el orden establecido.

Nosotros tenemos una forma de existir en el tiempo que nos vuelve mortales a cada instante. Somos incapaces de posarnos en un momento, en una época, en un espacio. Nos cuesta mucho mantener la atención, somos cada vez más impulsivos, menos concentrados. Nos disipamos fácilmente, igual que se disipa nuestra propia vida. Es decir, no tenemos contacto real, contacto profundo, con las cosas.

Hablas de espacios de resistencia, de grupos pequeños.

– Sí. Creo que ya no se va a volver a producir una revolución a gran escala o un cambio de vida dictado por una mayoría. Pienso que eso no va a pasar nunca. Es más: el sistema ha demostrado que puede destruirse y arruinarse y seguir empeñado en los mismos principios que lo llevaron a la ruina y a la destrucción. Eso quiere decir que no podemos confiar en los grandes números ni en las grandes mayorías. Hay que irse a la resistencia, ocupar espacios y no dejar que en esos espacios se filtre la ideología que nos envuelve.

– Y precisamente por todo esto que estamos hablando, porque no tenemos tiempo, preferimos dar la espalda a la muerte. Preferimos no hablar sobre ella, no reflexionar. Vemos la muerte de los demás, como se indica en la novela, como algo que sucede fuera de nosotros, como un hecho ajeno, como un espectáculo que dura lo que dura. Son los demás los que se enferman, los que mueren. No nos preparamos para la muerte y cuando llega nos coge por sorpresa, la vivimos como algo antinatural.

– La vivimos como un fracaso, sí. Es como si nos dijéramos: “me voy a morir, ¿qué habré hecho mal?”. En el fondo nadie piensa que se vaya a morir. Piensa que se mueren los demás y que su caso va a ser especial. Aunque racionalmente se sabe que la muerte acabará llegando, emocionalmente no se concibe esa idea porque básicamente no se entiende la nada. Para nosotros la muerte está asociada a la nada, no se conecta con el ciclo natural ni con el sentido que tiene la propia vida. Si no nos muriéramos no tendría mucho sentido levantarse por las mañanas. ¿Para qué íbamos a hacer algo? Todos nuestros afectos, lo mejor de nosotros surge precisamente porque somos mortales. Si nos arrancan la mortalidad, sería la abulia total, la indiferencia y probablemente el suicidio. Pero no podemos afrontar en absoluto que no haya ninguna relación entre nosotros y alguna especie de eternidad. De ahí el pánico y la sensación de abismo. Occidente ha decidido vivir así.

Alejandro Gándara. 2014 © Nacho Goberna

Para nosotros la muerte está asociada a la nada, no se conecta con el ciclo natural ni con el sentido que tiene la propia vida. Si no nos muriéramos no tendría mucho sentido levantarse por las mañanas. ¿Para qué íbamos a hacer algo? Todos nuestros afectos, lo mejor de nosotros surge precisamente porque somos mortales. Si nos arrancan la mortalidad, sería la abulia total, la indiferencia y probablemente el suicidio.

– “Las puertas de la noche” habla de temas que la sociedad esquiva porque le aterran. No somos conscientes de algo tan simple como que para superar el miedo hay que atravesarlo. En la novela hay muchas imágenes, muchas ideas consoladoras. Nos hace pensar en el hilo de continuidad, en que los que se van, los que se vuelven al origen, viven en nosotros, nos conforman. No seríamos lo que somos sin ellos.

– Bueno, es que ellos son nosotros. No hay ninguna diferencia. Verlo así conduce a otra visión de la vida y procura un consuelo que nos permite proseguir con menos miedo. Y es que esa actitud que tenemos ante el dolor y la muerte hace que vivamos en un estado de pánico permanente. Estos temas deberían llegar a las escuelas. Me parece muy importante. Menos conocimiento del medio y menos informática y más saber cómo nos enfrentamos a la muerte y cómo nos enfrentamos al dolor. Ahí sí que hay disciplinas éticas fundamentales y no las tonterías que se enseñan en los colegios.

– Una y otra vez en el libro se aboga por ir a los maestros antiguos, porque ellos se dedicaban a pensar en lo esencial y ellos dieron origen a todas las disciplinas que estudiamos, pero desconectados de su punto de partida, por decirlo de algún modo.

Sócrates dijo aquello de que filosofar es aprender a morir y desde ahí, desde ese pensamiento, que es un pensamiento impulsor, vienen  todas las disciplinas: las matemáticas, que son pitagóricas, la filosofía más abstracta, la Historia, la poesía, la tragedia; incluso la alimentación. Nosotros seguimos tomando prácticamente los mismos alimentos que tomaban en el Paleolítico. Somos herederos en todo de algo mucho más antiguo que incluso nuestra memoria. Hemos avanzado mucho en el mundo material y tecnológico, en lo que es la ciencia aplicada, pero no en las actitudes ante la vida y en la forma de construir los propios sentimientos ante lo que nos rodea. Ahí todo lo contrario, hemos retrocedido, somos como niños. Vivimos todos en una edad infantil. Propiamente hablando nadie ha pasado al mundo adulto en las sociedades occidentales. Como Joaquín Sabina, seremos roqueros más allá de muerte, pero esto no tiene ningún sentido.

– Hay una idea clave en la novela. Hasta que no se conoce la muerte, hasta que no se pierde a alguien cercano, no se puede crecer.

– Claro, la muerte es lo que tiene que acompañarnos en las decisiones. La edad adulta consiste precisamente en poder convivir con la muerte y esta convivencia no solamente afecta a la aceptación de lo que ha de sucedernos, sino también a la manera en que nos dejamos guiar por ella en nuestras decisiones. Todo lo que decidimos tiene que ver con nuestra mortalidad. Amamos y somos mortales y eso lo tenemos metido en el fondo de nuestra vida precisamente para que las decisiones que tomemos y la forma en que proyectemos nuestra existencia tenga algún sentido. Por ejemplo, no tiene sentido dedicar toda la vida a trabajar si somos mortales y, sin embargo, gran parte de la gente dedica toda su vida al trabajo como si fuese inmortal. ¿Y después qué? Pues después, simplemente, se desvanece en el tiempo. Hay muchísimas decisiones que tomar: si somos infelices, si estamos sufriendo, debemos cambiar, debemos romper, porque no somos inmortales. Necesitamos la felicidad, necesitamos el placer; por tanto necesitamos la ruptura. Viéndolo así muchas de las tragedias que nos destruyen quedarían simplemente reducidas a dolores de la vida que son naturales, no desgarradores.

La edad adulta consiste precisamente en poder convivir con la muerte y esta convivencia no solamente afecta a la aceptación de lo que ha de sucedernos, sino también a la manera en que nos dejamos guiar por ella en nuestras decisiones. Todo lo que decidimos tiene que ver con nuestra mortalidad. Amamos y somos mortales y eso lo tenemos metido en el fondo de nuestra vida precisamente para que las decisiones que tomemos y la forma en que proyectemos nuestra existencia tenga algún sentido

– Antes comentábamos que esta novela tiene que ver con tu proceso vital, con tu biografía. Me imagino que la necesidad de escribirla parte de experiencias vividas, de muertes cercanas.

– Sí. Ha habido muertes de amigos sucedidas en un corto espacio de tiempo. A mi edad está claro que la muerte empieza a rondar de una forma más frecuente y puntual, que se presenta a través de la desaparición de los seres queridos. En esas muertes la gente también te enseña cosas. Los que se van nos dan de algún modo una última lección. A veces es una buena lección y otras resulta miserable. En la novela se contraponen dos maneras totalmente opuestas de morir. Quería que tuvieran algún sentido para el lector, que éste viera hasta qué punto produce dolor la mala muerte de alguien en todos los que le rodean. Morir mal es enseñar a los demás el pánico.

– Pero también sucede lo contrario. Se puede convertir en una despedida enriquecedora para los demás. Sucede así en el caso del amigo médico. Es consciente de querer cerrar bien el capítulo de su vida. Afronta su despedida incluso dando consejos a los que se quedan, a esos en los que él seguirá siendo.

– Sin duda. Una buena muerte es una muerte que enseña, una muerte en la que creces.

El proceso de la escritura es otro de los temas importantes de la novela y también la educación, la urgencia de cambiar sus bases, sus pilares. ¿A qué educación debemos aspirar?

– Yo creo que la educación debe aspirar a solventar cuanto antes dos aspectos cruciales: la relación del individuo con su propia mortalidad y la relación del individuo con los demás. De ahí deben salir todas las materias y esas materias incluyen las disciplinas clásicas: el poder pensar, el pensar con los otros, el discutir con los otros, y, desde luego, la huida de cualquier especie de dogmatismo, empezando por el dogmatismo del libro escolar. La mayor parte de los libros escolares son auténticas enciclopedias de dogmatismos, visiones unilaterales y tonterías filosóficas. Hay que enseñar otra cosa totalmente distinta, que es estar con los otros hablando, discutiendo, y a que la verdad surja o sea producida por el encuentro de los diálogos entre la gente. Ese es el cambio fundamental. Habría que dejarse de tantas disciplinas académicas eruditas y memorísticas y ponerse a mover la cabeza de la gente a toda velocidad.

La educación debe aspirar a solventar cuanto antes dos aspectos cruciales: la relación del individuo con su propia mortalidad y la relación del individuo con los demás. De ahí deben salir todas las materias y esas materias incluyen las disciplinas clásicas: el poder pensar, el pensar con los otros, el discutir con los otros, y, desde luego, la huida de cualquier especie de dogmatismo, empezando por el dogmatismo del libro escolar.

– Dicho de otra manera: enseñar a pensar. ¿No te parece que uno de los grandes problemas de esta sociedad es que no se ejercita el pensamiento propio? ¿No es precisamente por esto que resulta tan fácil engañar, confundir?

– Sí. El hábito del pensamiento se puede perder y cuando se pierde es cuando uno se deja llevar por el pensamiento de otros. Eso es lo peligroso. Pero no es que la gente se sienta engañada, es que ni siquiera hay nadie a quien engañar. Que en este país tantas personas puedan volver a votar al PP y al PSOE en las próximas elecciones es, después de todo lo que está pasando, algo escalofriante. Eso quiere decir que hay quince millones de personas, de votantes, que son inmunes completamente a la realidad. Eso es lo que han creado, con indudable éxito, las sociedades occidentales: masas compactas de inmunes a cualquier tipo de pensamiento y de realidad. Tú los empobreces, te ríes de ellos, los estafas, y, a pesar de todo, te siguen votando. Eso es ya una impermeabilización total frente al mundo.

– Pero lo único que se puede hacer ante esto es enseñar a pensar a las nuevas generaciones. ¿Es eso lo que os proponéis en la Escuela Contemporánea de Humanidades?

– Sí. Pero nuestro alcance es muy pequeño. Eso hay que extenderlo a otros espacios de resistencia, como decía antes. No queda otra. Las propias instituciones son impermeables. Son agresivas incluso en su defensa de esta vida miserable que tratan de imponer tanto en lo espiritual como en lo material.

El hábito del pensamiento se puede perder y cuando se pierde es cuando uno se deja llevar por el pensamiento de otros. Eso es lo peligroso. Pero no es que la gente se sienta engañada, es que ni siquiera hay nadie a quien engañar. Que en este país tantas personas puedan volver a votar al PP y al PSOE en las próximas elecciones es, después de todo lo que está pasando, algo escalofriante. Eso quiere decir que hay quince millones de personas, de votantes, que son inmunes completamente a la realidad

Qué maravilloso, qué utópico, sería crear sociedades de ciudadanos filósofos. ¿no?

– Sí. De hecho las primeras democracias se basaban en el principio de que cada ciudadano sabía defender sus derechos mejor que nadie. Eso es lo que se ha hundido, lo que se ha quebrado completamente. Los ciudadanos de hoy no saben proteger sus derechos. La gente no sabe lo que quiere, ni lo que desea, ni cómo defenderse. Y el resultado son estas democracias que apenas son plebiscitos.

– ¿No ves nada esperanzador en el momento actual? ¿No eres optimista ante el renacer de la movilización, de la participación ciudadana, ante la capacidad de Internet, de las redes sociales, de manejar otras informaciones, otras verdades y  alternativas?

– A ver: a nivel global no soy nada optimista, todo lo contrario. Pero sí es verdad que esos espacios de resistencia se van a ir multiplicando, como te decía antes. Lo que sucede es que si son muy beligerantes con el medio, ellos mismos se van a radicalizar, se van a convertir en espacios de reacción más que en espacios de creación. Y de lo que se trata es de levantar espacios de creación.

Alejandro Gándara. 2014 © Nacho Goberna

– ¿Hasta qué punto hay que recuperar la Academia de Aristóteles, el Jardín de Epicuro? ¿Hasta qué punto la ECH intenta ser un poco eso?

– La ECH es un espacio de diálogo sobre nuestros antecesores. Es un espacio para compararnos a nosotros mismos con la Biblia, con la filosofía griega, con el pensamiento medieval, con el pensamiento oriental. Es lo que ponemos en juego: una discusión, un debate. Básicamente se trata de eso, pero cuando ese diálogo, ese debate, se realiza con cierto compromiso uno sale transformado, muy enriquecido respecto a sus propias opciones vitales, respecto a las decisiones que ha de tomar frente a los dilemas numerosos que se plantean en la vida.

– “Las puertas de la noche” participa mucho de ese espíritu.

– Sí. Sin la experiencia en la Escuela la novela habría sido impensable. Se trata de una obra muy sintética, pero detrás hay muchos años de trabajo con un seminario en particular acerca de los más diversos asuntos relacionados con la muerte y con el pensamiento. Todos los que han participado en ese seminario me han ayudado mucho y al  final del libro les muestro mi agradecimiento.

La Escuela Contemporánea de Humanidades es un espacio de diálogo sobre nuestros antecesores. Es un espacio para compararnos a nosotros mismos con la Biblia, con la filosofía griega, con el pensamiento medieval, con el pensamiento oriental. Y cuando ese diálogo, ese debate, se realiza con cierto compromiso uno sale transformado, muy enriquecido respecto a sus propias opciones vitales

Me ha llamado mucho la atención en la novela la excursión que narras con los alumnos adolescentes a un cementerio para leer los mensajes de las lápidas. ¿Es una práctica habitual?

– Sí. Las actividades de la escuela se estructuran para que no todo suceda dentro de las aulas. Hay excursiones, viajes, salidas al teatro o a ver exposiciones. En esa visita al cementerio pretendemos que entren en contacto con lo que significa la muerte y con lo que es el lenguaje de la muerte. Es algo que funciona muy bien, igual que acudir al mercado para que se den cuenta de cómo funciona realmente. El otro día me llevé a los más pequeños, a los “junior”, a un mercado y comprobé que todos pensaban que se trataba de un espacio donde se compran y se venden cosas, que no se habían planteado que allí también se trafica con información. Se trataba de que vieran cómo los vecinos del barrio hablaban unos con otros, cómo intercambiaban pareceres. Ese fue el origen del mercado.

– Seguimos con la muerte, con el dolor. La novela está llena de referencias, de sugerencias al respecto. Citas un libro estremecedor de Joan Didion, “El año del pensamiento mágico”, donde la escritora, ante una experiencia personal muy dolorosa, indaga en las maneras de prepararse para el dolor. ¿Cuándo terminaste de escribir tu novela encontraste alguna respuesta?

– No. El dolor no puede anticiparse, no hay forma de prepararse para él porque hagamos lo que hagamos va a doler lo mismo. Es nuestra cabeza la que puede prepararse para reaccionar de una manera o de otra cuando entremos en contacto con realidades extremas; pero nadie nos va a preparar para eso, ni mucho menos ideas abstractas del tipo: “todo muere” o “la tierra desaparecerá algún día”. Todo eso no nos consolará en absoluto. Lo que sí tenemos que prepararnos es para otra cosa completamente distinta: para prestar atención a todos nuestros tránsitos, a todas nuestras modificaciones, separaciones, rupturas con las cosas. Es un trabajo casi diario, una actitud ante la vida, lo que nos puede ayudar. Pero nunca buscar salidas en ideas abstractas acerca de algo que en el momento en que suceda siempre nos va a pillar desnudos.

– Hablábamos de la incapacidad de vivir el presente, los placeres del presente. El Libro del Eclesiastés apostaba por ellos frente a la idea de los griegos de cultivar lo duradero en el tiempo. Es otro interesante capítulo en la novela.

– Sí. Es una contraposición interesante. Los griegos lo que hacen es trasplantar a su vida las funciones del universo. “Si lo que es propio al universo es hacer eternidad, durar, nosotros tenemos que hacer aquí cosas que duren”, se decían. Y se afanaban en ello, por ejemplo en el arte, el pensamiento, la polis. Ellos se consolaban cumpliendo con  aquello que les parecía que reflejaba la eternidad del universo, mientras que El Eclesiastés en concreto; no toda la Biblia, no todo el Antiguo Testamento, insiste mucho en que hay que olvidar la cuenta de los días, hay que olvidar el tiempo cultivando los placeres. El problema que tiene eso es que en algún momento los placeres cesan, que el dolor estará presente incluso con el placer, aún más si cabe. Son dos visiones contrapuestas que definen dos tipos psicológicos y que dicen mucho de nuestras distintas maneras de ser. A veces somos completamente Eclesiastés y otras actuamos como griegos. Nuestro corazón está muy dividido. Somos una mezcla muy extraña de hebreos y de griegos.

El dolor no puede anticiparse, no hay forma de prepararse para él porque hagamos lo que hagamos va doler lo mismo. Es nuestra cabeza la que puede prepararse para reaccionar de una manera o de otra cuando entremos en contacto con realidades extremas; pero nadie nos va a preparar para eso, ni mucho menos ideas abstractas del tipo: “todo muere” o “la tierra desaparecerá algún día”.

– Antes hablábamos de enseñar a pensar. ¿Y la sensibilidad? ¿Es posible educarla? La cultura es una fuente esencial de conocimiento y un instrumento que nos enseña a mirar, a vivir mejor.

– Por supuesto que es posible y que hay que educar la sensibilidad, de lo contrario seríamos como niños. Hay que educarla de manera que sea útil para poder mirar todas las cosas y, por supuesto, las que atañen a la creación humana, no solamente la creación artística, sino también la política o económica. Esa sensibilidad tiene que ser capaz de juzgarlo todo. Una persona culta es una persona que ante cualquier realidad es capaz de emitir un juicio más o menos riguroso. Y, por otro lado, contamos con un regalo casi inagotable que es el inmenso caudal de literatura que tenemos ante nosotros. Todo lo necesario para poder emprender una tarea de búsqueda de nuestra propia conciencia y de nuestra identidad está a nuestro alcance. Me parece penoso que las universidades, por ejemplo, no lean las fuentes, que acudan siempre a monografías, a interpretaciones. Eso me parece que forma parte de la estafa general de la educación.

– ¿En qué medida gran parte de los problemas actuales tienen que ver con la falta de sensibilidad, con la incultura de aquellos que nos gobiernan?

– Lo afirmo. Absolutamente de acuerdo. Pero yo matizaría que esa incultura, esa falta de sensibilidad, es propia de los que nos gobiernan y también de aquellos que apoyan a los que nos gobiernan. En realidad no hay ninguna diferencia entre los gobernantes y los gobernados en términos cuantitativos. Son los mismos. Lo que pasa es que las personas que nos sentimos al margen de esa estulticia general pensamos que quizás las cosas podrían ser de otra manera. Pero es complicado. Se trata de unos gobernados que eligen a sus gobernantes y que los eligen coherentemente. Es así. Las democracias se apoyan en el dominio de las mayorías.

– También es verdad que ha habido gobernantes cultos que se han convertido en grandes dictadores. Parece que el conocimiento no siempre nos libra de la barbarie.

– Eso es lo que pasó con la Alemania de Hitler, que aparentemente era un país muy culto. Pero era muy culto en esas disciplinas académicas y dogmáticas que, por supuesto, acaban produciendo dogmatismos. Una persona culta no es una persona que sabe muchas cosas, sino que es una persona que sabe emitir un juicio ante realidades cambiantes. Hay gente que sabe muchos idiomas, como las azafatas. No le veo yo mucho mérito al asunto. Hay gente que es especialista en arte o en otros ámbitos del saber, pero eso no es la cultura. La cultura consiste en empatizar con los otros, en poder estar y dialogar con los otros. Y eso un dictador lo conculca automáticamente. En este sentido Hitler no era culto y la verdad es que no ha habido muchos gobernantes con ese perfil.

Alejandro Gándara. 2014 © Nacho Goberna

– ¿Qué tienes que decirme de la estructura de la novela? ¿Hay una vuelta a lo experimental?. Se da cabida a muchas cosas, se abre a distintos géneros: es como un diario, hay lecciones de filosofía muy interesantes dentro, hay cuentos… El argumento apenas existe. Simplemente un hombre llegado a una cierta edad se plantea buscar respuestas ante la muerte, ante el sentido de la vida.

– Bueno, es que la mente funciona así. Cuando nosotros nos hacemos una pregunta de cualquier tipo, sobre todo en lo que respecta a nuestra vida, acudimos a todos los lenguajes que tenemos a nuestro alcance. A veces nos contamos cuentos; a veces nos arrullamos como si fuéramos bebés; a veces leemos libros de filosofía y otras nos fijamos en lo que le pasa a la gente. En ese sentido más que una estructura experimental yo hablaría de una estructura del pensamiento, de nuestro pensamiento, que acude a todo aquello que le parece que puede ayudarle en el proceso de investigación de una realidad concreta. Eso fue lo que me propuse, pero para que eso saliera bien tenía que haber una armonía. Alcanzar esa armonía fue lo que más tiempo me llevó: situar los espacios que ocupan cada una de esas cosas, determinar en qué momento uno se pone a pensar filosóficamente y en qué momento la experiencia directa le influye más. Había que medir y pesar todas esas cosas. Y después conseguir que fuera efectivamente un proceso en el que se viese que el personaje central crecía, aprendía. Le van pasando cosas muy sutiles hasta que al final nos damos cuenta de que ha aprendido, de que ha aprendido algo. Aunque no sepamos muy bien qué, sabemos que se ha ido a otra parte, que ya no es el de los primeros capítulos.

– El aprendizaje de la importancia del nosotros es esencial en ese proceso; el abrirse a los otros afectiva, emocionalmente, comprendiendo los zarpazos de la vida, las heridas de la infancia.

– Sí, por supuesto. Y está también el nacimiento de la hija, un capítulo muy difícil de colocar porque a partir de ahí, de ese momento, ya no hay marcha atrás para el personaje. Es el capítulo que muestra que va a seguir avanzando. No es que haya descubierto gran cosa, pero ya sabe que no va a retroceder.

– ¿Hasta qué punto el haber sido padre de nuevo, ya mayor, a una edad en la que no es lo habitual, con otros hijos en proceso de buscarse la vida, ha influido en todo esto, ha impulsado esta novela?

– Es evidente que eso me ha llevado a plantearme muchas cosas que están en la novela. Primero, la superación del miedo ante el hecho de que vas a tener hijos a los que probablemente no vas a ver crecer, a los que con toda seguridad no verás tener su propia descendencia. Te tienes que enfrentar a eso. Y después la preocupación porque eso no se convierta en un problema antes de tiempo, la preocupación por cuidarte, por tratar de durar por lo menos hasta verles un poco creciditos. La superación de esos temores está ahí y también el convencimiento de que se trata de una apuesta por la vida. Si no tienes hijos porque tienes miedo entonces ya estás muerto, ya estás produciendo tu propia muerte. Este momento de cruce de caminos, en el que tienes que optar o bien por el miedo o bien por la vida, es clave en la novela, pero también hay otras muchas cosas que son fruto de mi experiencia, por ejemplo el haber abandonado proyectos que tenían que ver con mi situación pública; ese recogerme del que te hablaba al principio; el volver un poco sobre mí y sobre los míos. Si no hubiera habido Escuela, si no hubiera tenido familia, la situación habría sido distinta. Me habría costado mucho más regresar a un lugar confortable.

– Antes me hablabas de la vida literaria, del mundo editorial. Parece que, de alguna manera, te has sentido decepcionado. ¿Cómo ves ahora el panorama?

–  Pues lo veo como veo todas las realidades globales en nuestro país: muy deteriorado, muy empobrecido, muy incompetente. Se dice que en España hay un problema con los índices de lectura, con los libros, con las distribuidoras, con las librerías, pero también hay un problema con la crítica literaria del que no se suele hablar. Aquí no saben leer. Aquí hay un problema que está malversándolo todo. Ya dijo Harold Bloom, hace como 20 años, que los errores en la comunicación de la escritura estaba afectando a las instituciones educativas y al mundo del libro, aparte de afectar al pensamiento de las personas. Igual que en la educación se está produciendo un daño inenarrable en casi todas las esferas de la vida, la crítica literaria tiene un problema muy serio. Y eso hace que nos estemos quedando con un tipo de lector muy poco profundo; muy despistado; incapaz de concentrarse; que huye de todas las dificultades. Un lector al que no puedes plantearle problemas ni siquiera existenciales porque los dilemas éticos le abruman. Todo eso es lo que se está creando. La crítica literaria y las instituciones educativas están fomentando un tipo de libro y un tipo de lector que se lleve bien con la realidad. De lo que se trata es de hacer cosas para vender. He estado hace poco con un editor y con un librero y me contaban que ese ansia por vender es algo escalofriante. No preocupa qué es lo que se ofrece al público, sino vender sin más. Y el resultado es el contrario: se están arruinando, lo están arruinando todo. Vender se puede vender de todo: cosas profundas y cosas ligeras, pero se ha apostado por un no lector. Y el no lector, por definición, pues no lee.

Pero, a ver, centrémonos un poco más en el papel de la crítica, de los suplementos literarios. ¿Qué está funcionando mal: la selección de los libros de los que se habla, de los autores? ¿Se está concediendo cada vez más atención a los libros que venden, dejando de lado lo que de verdad merece la pena ser descubierto?

– La selección de los libros de los que se habla es esencial, sí, pero también la forma de hablar de los libros. A los críticos se les pasan por alto cosas de los propios libros que son enormemente importantes. Todavía hay críticos literarios que se dedican a contar los adjetivos. Y no es uno, son muchos los que lo hacen. Los hay que siguen corrigiendo errores gramaticales, haciendo perspectivas históricas, o panorámicas, como las llaman ellos. Hay mucho mendrugo por ahí incapaz de articular una frase yuxtapuesta. En fin… La crítica literaria en este país no ha avanzado nada, es increíble. Eso no se ve prácticamente en ningún otro tipo de crítica artística, y es grave porque tiene que ver con la palabra, con todo eso que es nuestro alimento espiritual diario. Afecta a la comunicación entre las personas, a la forma de estar en el mundo y a las relaciones políticas, sociales, de todo tipo. En cuanto a los suplementos culturales, eso ya no se sabe ni lo que es. Hace como 14 años que no me encuentro con nadie que me comente una crítica aparecido en un suplemento. Puede pensarse que ha sido Internet lo que ha provocado esa situación, pero antes de Internet ya no funcionaban esos canales. Un buen suplemento literario tiene que ser un sitio jerárquico, donde prime el criterio. Eso es muy difícil de encontrar en la red. Ese tipo de espacios tendrían que haber resistido si hubiesen estado bien hechos, pero han sido ellos los que han perdido su autoridad. Ya no tienen influencia, la gente no se los cree. Han sido barridos del mapa prácticamente.

A los críticos se les pasan por alto cosas de los propios libros que son enormemente importantes. Todavía hay críticos literarios que se dedican a contar los adjetivos. Y no es uno, son muchos los que lo hacen. Los hay que siguen corrigiendo errores gramaticales, haciendo perspectivas históricas, o panorámicas, como las llaman ellos. Hay mucho mendrugo por ahí incapaz de articular una frase yuxtapuesta. La crítica literaria en este país no ha avanzado nada, es increíble.

–  Cambiando de tema. Hay un cuento en el libro -“Este cuento no chino”, lleva por título- que es todo un homenaje a los sueños, a la imaginación. ¿Hemos perdido también la capacidad de soñar y de imaginar? ¿La razón se ha convertido en un obstáculo que nos imposibilita volar?

Alejandro Gándara. 2014 © Nacho Goberna– Bueno, esa es una cuestión interesante. Los griegos decían que razón es todo, incluida la imaginación, pero nosotros hemos abandonado esa idea y nos manejamos únicamente con la razón demostrativa o cuantitativa. Se trata de una razón que lo quiere todo transparente, que lo quiere tener todo claro y cuyo fondo es lingüístico; lo que se ve claro en el lenguaje es lo que parece racional. Mientras que para un griego lo racional era todo aquello que podía representarse en la mente, las imágenes, la imaginación, para nosotros todo eso no es fiable. Lo que aparece en nuestra imaginación nos parece que es algo falso. La verdad es que la distancia en este aspecto es abismal. Para los griegos, si una imagen permanecía, se fijaba, esa era una prueba irrefutable de que estaba sucediendo algo. Si se quedaba la imagen era imaginación; si se iba, fantasía. Si tú todos los días estás viendo un centauro en tu cabeza, entonces el centauro existe, pero si hay otras cosas que pasan raudas y no se quedan, a esas no se les concede el estatuto de la imaginación. Ese tipo de pensamiento llegó hasta la astrología, la alquimia, la Edad Media y el Renacimiento, prácticamente, donde la gente todavía daba por bueno lo que imaginaba si realmente permanecía. Pero llegó Descartes y se acabó. A partir de ese momento sólo vale lo que el lenguaje sea capaz de mostrar.

– Hemos perdido el hilo con la parte invisible de la vida. Ahí está también esa relación tan temerosa hacia la muerte.

– Sí. Eso o Iker Jiménez (risas). O la hemos perdido o nos hemos ido a ella de mala manera, hasta perdernos y confundirnos completamente. En ese aspecto vivimos muy escindidos. A veces somos muy racionales y otras veces vamos a visitar a las brujas. Los mismos que dan clase en la Universidad sobre Descartes van a una bruja en Alcalá de Henares. Yo conozco a uno que es así. No hay problema… Como esas dos realidades no están conectadas, sucede eso. Como de todas formas la vida tiene aspectos invisibles, pues la gente recurre a quienes puedan tener algún trato con ese otro lado.

«Las puertas de la noche» ha sido publicado por la editorial Alfaguara.

Las fotografías fueron realizadas por Nacho Goberna en una céntrica cafetería de Madrid y en la sede de la Escuela Contemporánea de Humanidades.

Etiquetado con: