Emma Rodríguez © 2021 /
“He querido ser consecuente en lo vivido y en lo escrito, pero justo ahora, cuando debía cuidar para que las piezas se ajustaran de un modo armónico, me veo sometido a tremenda confusión: temo acabar lloriqueando, pidiendo favores, mendigando unas horas más de vida a costa de lo que sea, abaratar lo que tanto ha costado adquirir. Rezarle a un dios para que te dé fuerzas para morir a solas contigo mismo. Abandonado y soberbio, convencido de que sabes quién eres. Decirlo: Yo sé quién soy”.
Corresponden estas líneas a una entrada de los Diarios de Rafael Chirbes. Se incluye en la denominada Agenda Max Aub, que va de 2004 a 2005, con la que culmina la primera parte de un intenso recorrido testimonial, que el autor dejó preparado para su publicación póstuma y que, según todos los indicios, tendrá continuación en un nuevo volumen que dará cuenta del tramo final de la vida del escritor, fallecido durante el verano de 2015. Cuando escribió este pasaje aún le quedaba tiempo por delante para poner en pie dos de sus grandes novelas, Crematorio y En la orilla, dos poderosas historias que, ahora que seguimos sus devenires, estuvo buscando durante mucho tiempo, y que surgieron pese a sus constantes dudas, sus depresiones, adicciones y amarguras, como si todo ello constituyese parte de la argamasa necesaria para la construcción literaria que estaba destinado a acometer.
Una construcción sombría y a la vez cargada de lucidez, de emoción, de verdad, que tanto retrata la España surgida de una contienda sangrienta, con los profundos lodos en los que siguió desarrollándose el triunfo de los vencedores sobre los vencidos a través de sus herederos; con sus tramas de clientelismo, de corrupción, de especulación, donde el proceso de la Transición apenas fue un apaño y el socialismo una engañosa salida.
Cobra relevancia para mí encontrarme con el escritor que se sentía tan perdido, en esos comienzos del siglo XXI, ante la hoja en blanco, que no sabía que estaba destinado a fraguar esos mundos novelescos que han puesto delante de nuestros ojos, de manera tan deslumbrante y brutal, un relato que el poder se ha empecinado en ocultar y que marca irremediablemente un presente que no acaba de desprenderse de las pesadas rémoras del ayer, duros barrotes que impiden la transformación, el avance.
Todo ello se plasma en las ficciones de Chirbes. Pero aquí os quiero hablar de su obra confesional. Me pregunto por qué me he decantado por el fragmento que ha abierto este texto. Podría haber elegido cualquier otro, de los muchos que me han impresionado durante la lectura, pero aquí he creído encontrar parte de la esencia de las páginas de un diario donde Chirbes no duda en desnudarse, en retratarse con todas sus cargas a cuestas.
“Yo sé quién soy”, me detengo en la frase y le doy vueltas. “Yo sé quién soy y quiero que lo sepáis, que me conozcáis, con todas mis contradicciones, mis aristas, mis zonas de sombra y de luz”, me atrevo a imaginar su posible continuación, la motivación del autor para confesarse, para ahondar en sí mismo, en sus circunstancias y en las de su tiempo; para encontrar un poco de comprensión sobre lo vivido y afirmarse ante los demás, ya ausente, tal cual era, pensaba, sentía, despojándose del pudor, de las máscaras, pero también construyendo una imagen que le sobreviviera, una imagen cargada de crudeza y verdad, cuya amargura se combina con esos toques de ternura, de compasión, que en ocasiones impregnan su mirada; los mismos que suelen romper los episodios más negros de sus novelas.

La publicación de estos Diarios se ha convertido en una especie de acontecimiento editorial; a pequeña escala, claro, que vivimos en un país donde la literatura pocas veces ocupa un lugar relevante y es motivo de debate. Ha sido así por la importancia de la entrega, una especie de regalo –algunos podrán pensar que envenenado– que el autor dejó para sus lectores, tal vez también para sus detractores. Una demostración de valor, de integridad, en el sentido de se ofrece una exposición sin tapujos en muchos aspectos. Pero también ha contribuido a ello el hecho de que en determinados tramos se alude a escritores populares, caso de Arturo Pérez Reverte, cuya novela Cabo Trafalgar es destrozada, tanto en lo que respecta al estilo como al contenido. Chirbes arremete contra el “descabellado recital de lenguaje macarra” de la misma, se indigna ante la comparación hecha por algunos críticos con Galdós y detecta en sus argumentos y personajes la corriente del “éxtasis patriótico”, la bandera, el “Viva España”, ese “huevo de la serpiente del fascismo que venga”, que asegura le hace temblar.
Apunta también contra algunas de las obras de Belén Gopegui, Antonio Muñoz Molina, Justo Navarro y otros nombres de las letras españolas recientes. Marca distancias con la manera de enfocar la literatura de Roberto Bolaño y critica tanto el elitismo, como la ligereza, de determinados sectores de la crítica. Las fobias de Chirbes hacen acto de presencia en sus cuadernos, pero también sus filias. Dentro del territorio de la literatura española destaca, por ejemplo, su admiración por el ya citado Galdós, por Max Aub, por Juan Marsé, especialmente por su novela Si te dicen que caí, por el Manuel Vázquez Montalbán de El pianista, por Carmen Martín Gaite, de quien se siente cómplice y también agradecido por la defensa que la escritora hizo de su obra desde un primer momento.
Gran conocedor de otras lenguas y culturas, especialmente la alemana, la italiana y la francesa, nuestro hombre, que una y otra vez se define como autodidacta, dedica atención a autores como Thomas Mann, Henry James, Paul Bowles, Robert Musil, Montaigne, Zweig, Flaubert, Balzac, Boccaccio, Marguerite Duras, Marguerite Yourcenar, Carson McCullers, Virginia Woolf, Pound, Céline, Proust, Dostoievski, y muchos más. En el trayecto que nos ocupa nos encontramos con un lector ávido y apasionado y con un crítico visceral, nada complaciente, tan exigente con los demás como consigo mismo, pues siempre está en lucha con su proceso creativo, con sus expectativas y logros.
Evidentemente, toda esta parte de sus escritos confesionales, en especial sus críticas más afiladas, resulta llamativa y despierta la curiosidad, pero, en mi caso, me ha interesado mucho más acercarme al ser humano, al autor en el campo de batalla contra sus contradicciones. Chirbes es duro consigo mismo e intenta poner siempre la verdad por delante, aunque ello suponga castigarse, culparse una y otra vez por su egoísmo, por su pereza, por no ser del todo ese hombre bueno, íntegro que aspiraba a ser.
En los “Diarios” de Rafael Chirbes nos encontramos con un lector ávido y apasionado y con un crítico visceral, nada complaciente, tan exigente con los demás como consigo mismo, pues siempre está en lucha con su proceso creativo, con sus expectativas y logros.
Los diarios comienzan con un momento de ruptura sentimental y un cambio de casa. Al escritor le duele la manera en que su amante ha puesto fin a la relación, sin miramientos. La sensación de provisionalidad, de desorden y de caos que experimenta es lógica en las circunstancias que está viviendo, pero se repite muchas veces a lo largo de su recorrido vital. En abril de 1984, fecha en la que acontece lo expuesto, Chirbes tiene 35 años y se reprocha no ser capaz de vivir sin sus “raciones diarias de inseguridad, miedo y sufrimiento”.
“Siempre estoy curándome de algo que me ha herido”, confiesa en las páginas iniciales del primer tramo del trayecto que nos ocupa, reflexionando posteriormente sobre el dolor de las separaciones, sobre el amor y su volatilidad (“alguien que lo es todo para ti durante algún tiempo, luego desaparece y ya no es nada. Un juego más bien masoquista”, escribe). Este trecho, bajo el título general A ratos perdidos, se subtitula Una habitación en París, pues a finales del año en el que nos encontramos, en un viaje a la capital gala renace en él la pasión al conocer a François, figura clave en su vida al que dedica muchas páginas de sus cuadernos y una novela póstuma, París-Austerlitz, del mismo modo que los Diarios una especie de sorpresa para sus lectores, de regalo.
El Chirbes más biográfico, más íntimo, más desnudo, se muestra cuando ya no está, y lo hace con tal crudeza y sinceridad que acaba impresionando. ¿Fue algo premeditado o, simplemente, en sus últimos años sintió que necesitaba mirar hacia sus geografías interiores? El proyecto estaba en marcha antes de escribir su última novela, Crematorio (2007). Esta obra “lo consagró definitivamente, obtuvo con ella el Premio de la Crítica, y le proporcionó tranquilidad y una cierta seguridad y confianza como escritor, sensación de la que no siempre gozó”, señala el crítico Fernando Valls en uno de los prólogos de la edición. ¿Tal vez esa seguridad le impulsó a confesarse, a exponerse, a arriesgarse, a tomar la decisión de corregir y reelaborar los cuadernos, en principio de uso privado, para una futura publicación?, me pregunto llegada a este punto.
Pero estamos en París. Muy cerca de la ciudad que tanto le seduce, en el área de Vincennes, vive su nuevo amante, François, al que visita con frecuencia. Con él, un trabajador alejado por completo de los ambientes literarios, mantiene una relación larga, atormentada, llena de altibajos. En las páginas en las que da cuenta de la misma se suceden escenas agrias, de gran aspereza, que contrastan con otras de extrema sensibilidad.
El juego de los contrastes atraviesa todo el recorrido. Hay pasajes donde Chirbes expone escenas de sexo sin ningún tipo de tapujos; hay otros en los que nos habla, con absoluta sutileza, de un paisaje, de un buen momento en el que ha sido capaz de atrapar un poco de felicidad, de huidiza felicidad. Dicha y desgracia, goce y frustración, se contraponen, del mismo modo que belleza y fealdad. Esa combinación de opuestos, que tanto describe la condición humana, es, en mi opinión, uno de los mayores aciertos de esta entrega tan reveladora.
El proceso de formación del escritor es otro aspecto importante de estos cuadernos. Vemos al Rafael Chirbes que escribe artículos culinarios para la revista “Sobremesa”; que organiza contenidos, colaboraciones; que emprende viajes para realizar sus reportajes, pero que aún está lejos de realizar su gran deseo, ser capaz de fraguar una creación literaria. Su primera novela, Mimoun, apenas es una idea, un anhelo. Está lejos de saber aún las alturas que ha de alcanzar como narrador de ficciones. Asistimos a sus dudas, a sus búsquedas, a sus desalientos…
El juego de los contrastes atraviesa todo el recorrido. Hay pasajes donde el escritor expone escenas de sexo sin ningún tipo de tapujos; hay otros en los que nos habla, con absoluta sutileza, de un paisaje, de un buen momento en el que ha sido capaz de atrapar un poco de felicidad, de huidiza felicidad.
“Pienso que en mi vida escribiré algo de provecho y me entran ganas de llorar. Pero si yo lo que he querido toda mi vida ha sido ser escritor: escribir novelas, cuentos, poesías, escribir lo que fuese, pero ser escritor. Me digo que me falta valor para mandarlo todo a la mierda durante un año y pasarme el tiempo dedicado solo a escribir, pero, a continuación, pienso que lo que me falta no es valor sino confianza. ¿Quién me dice que durante ese año sabático habré hecho algo que merezca la pena? / Al menos intentarlo”, anota en una entrada de marzo de 1984.
Nos esperan muchas páginas en las que va dando cuenta de la elaboración de su ópera prima, del entusiasmo que despierta la obra en Carmen Martín Gaite y a través de ella en el editor de Anagrama, Jorge Herralde; de la acogida de la crítica, no en todos los casos positiva. Estaba claro que había surgido una voz a tener en cuenta, un autor al que seguir. Chirbes no decepciona a quienes creyeron en él desde el comienzo. Sigue escribiendo, tanteando modelos, intentando alcanzar metas. Lo hace entre dudas, entablando una particular batalla contra el tiempo y sus estragos, contra los vértigos que padece, contra la adicción al alcohol, contra un cuerpo cada vez más castigado. Escribir para vencer las heridas, las pérdidas, tal vez. Escribir y leer…
Al respecto, en un momento dado, introduce una conversación telefónica con Carmen Martín Gaite, quien acababa de leer el manuscrito de Mimoun, una obra llena de huidas y de búsquedas. La escritora aprovecha para dar respuesta a una pregunta que él le había hecho hacía tiempo: “¿Para qué escribimos?”. Le dice entonces: “Escribimos para eso que has hecho en tu novela; para salir limpios de experiencias atroces, ¿te parece poco?”

Vida y literatura van de la mano en el camino del autor. Siempre tiene una lectura pendiente, un espejo literario en el que reflejarse, una cita apropiada a los momentos vividos. Por temporadas sus cuadernos parecen limitarse a recoger anotaciones, reflexiones, sobre lo leído, incluso adquieren forma de ensayo. Son curiosos, y hasta divertidos, los tramos en los que describe jornadas de promoción por ciudades europeas, lecturas de su obra en lugares públicos cuando ya es un autor reconocido.
Muy atento a los vaivenes de la sociedad, de la historia, de la política, Rafael Chirbes también alude a sus decepciones en este último campo. Se refiere a una “nueva España que entierra a toda prisa su pasado”. La Transición no ha sido capaz de eliminar las turbiedades del régimen, las malas conductas policiales. “El poder siempre se asienta sobre un barro pegajoso de delaciones. Madrid, con sus mendigo-policías, sus confidentes, recupera su veta barojiana, valleinclanesca; es el Madrid de los policías secretos de las novelas y los “Episodios nacionales” de Galdós; el de “La horda” de Blasco y el de “Los siete domingos rojos” de Sénder, con sus chivatos, sus cargas policiales y sus obreros heridos”, voy leyendo.
Y me detengo en otro texto, escrito a finales de 1987, que me parece muy significativo: “Vivimos momentos sombríos. La gente se cree progresista, porque vota PSOE, y eso le permite defender posiciones de individualismo a ultranza y justificar el pelotazo, la rapiña: a ratos lo más negro; otros, lo que es simplemente estúpido: la pegajosa bobaliconería de la gente de bien, la clase media franquista que tanto odiábamos, ahora se ha refugiado en el socialismo: los franquistas furiosos han empezado a aparecerse con el halo romántico de quien mira la vida a contrapelo, esa mirada sesgada, la posición hirsuta, los correajes y pistolas, los socialistas son más de colegio de monjas. Pero no te fíes”.
Muy atento a los vaivenes de la sociedad, de la historia, de la política, Chirbes alude a sus decepciones en este último campo. Se refiere a una “nueva España que entierra a toda prisa su pasado”. La Transición no ha sido capaz de eliminar las turbiedades del régimen, las malas conductas policiales.
Son muchos los autores de referencia para el escritor que aparecen en las páginas de sus Diarios, como señalaba antes, pero hay uno, desde cuyas visiones y diagnósticos sobre la realidad, sobre los movimientos humanos, ha aprendido a interpretar el mundo, a encontrar las claves para entenderlo. Se trata de Marx. Chirbes tiene claro que la lucha de clases está en el fondo de los conflictos. La dinámica entre los de arriba y los de abajo, los vencedores y los vencidos, está muy presente en su literatura. Marx es para él “otra forma de gimnasia con la que prepararse para el “tour” de la vida”. No tiene duda de que marcó su destino.
“Por culpa de Marx, me decidí a estudiar historia, que intuí que era lo que necesitaba, en vez de literatura, que era lo que me atraía. Yo creo que intuí que no podía ser escritor sin Marx”, señala en un momento dado. Como decía, la política, la ideología, están en el fondo de toda la obra de Rafael Chirbes, quien no soporta las equidistancias, las interpretaciones sesgadas de la historia, a la medida de cada cual.
En sus Diarios el autor nos muestra su mirada sobre el mundo, sobre los tiempos que le ha tocado vivir. La irrupción del Sida ocupa entradas cargadas de temor, de pérdidas tan dolorosas como la de François, con quien al final logró un grado de amistad capaz de calmar una relación demasiado tormentosa. Chirbes reflexiona sobre la homosexualidad, sobre los sentimientos de vergüenza y culpa con los que siempre ha tenido que cargar, derivados de la educación católica recibida.
La infancia en el municipio valenciano de Tavernes, donde nació, hace, irremediablemente, acto de presencia: sus orígenes humildes; la desaparición de su padre, de profesión peón ferroviario, siendo él muy pequeño; el paso por distintos internados… Hay páginas muy bellas de sus veraneos de niño en Denia y otras muy hondas sobre la relación que mantuvo con su madre. Me detengo en una de las últimas entradas del trayecto, perteneciente al cuaderno denominado Agenda Max Aub (2004-2005). Chirbes alude a un escrito del autor, De un tiempo a esta parte, y piensa que el año en que se publicó fue el año de su nacimiento.
“Mientras Aub escribía ese texto, nací en Tavernes, en una casa en la que solo había media docena de libros, algún folletín, viejas enciclopedias de las que se usaban en las escuelas, o que ni siquiera se usaban ya (había habido una guerra por medio: se compraron esos libros de texto, alguien pudo usarlos en la escuela, quizá mi hermana, y luego hubo una guerra y los vencedores impusieron otros libros de texto). El hecho es que, cincuenta y cinco años después de que Aub escribiera su monólogo teatral, lo lee el niño que nació o estaba a punto de nacer en Tavernes, mientras él lo escribía en México. Aub nació en 1903, lo que quiere decir que por entonces aún no había cumplido los cincuenta años. Hoy el niño que lo lee, nacido entonces, es mayor que Aub cuando lo escribía, y se siente cómplice, hermano mayor, aunque no sea tan sabio como uno se espera que debe serlo un hermano mayor. Me fascina el juego de fechas, ese detener el tiempo, rebotarlo en cada lectura. Un libro crea un eje desde el que se mide la vida, un punto a la vez fijo y cambiante, capaz de ser lo mismo y, cada vez, otra cosa…”, voy leyendo esta entrada en la que tantas claves encuentro sobre Chirbes y la motivación de sus escritos sobre el día a día.
Páginas dedicadas a la depresión, a la vejez, a la enfermedad, a la muerte, nos salen al encuentro en este intenso, sobrecogedor, recorrido que se convierte en un campo de pruebas para el escritor, pues en él traza bosquejos de personajes, de posibles novelas, novelas cuyos tonos se atisban en determinados pasajes. Podemos decir que los cuadernos que fue escribiendo el autor a lo largo de su vida fueron un camino de búsquedas, de tanteos, de introspección.

En los Diarios de Rafael Chirbes, tan fieramente humanos, conviven todos sus “yoes”. Sus geografías interiores, tan llenas de contrastes, quedan a la vista. Hay amargura en sus páginas, pero también ternura y sensibilidad, mucha sensibilidad. Puede ser despiadado, pero, a la vez, compasivo y empático. En sus páginas podemos detectar un cierto resentimiento hacia los que tuvieron mejores oportunidades, hacia los que encontraron menos obstáculos en el camino. Y una autoexigencia tan extrema que le conduce a una mirada poco complaciente sobre sí mismo y sus alrededores, como ya decía. Es ahí, en esa mirada, donde se centra la escritora Marta Sanz, quien, en su prólogo a la obra, muestra su incomodidad hacia las opiniones despiadadas del escritor sobre otros colegas y parece querer responderle de forma similar, a través de observación crítica, sin miramientos.
En los Diarios de Rafael Chirbes, tan fieramente humanos, conviven todos sus “yoes”. Sus geografías interiores, tan llenas de contrastes, quedan a la vista. Hay amargura en sus páginas, pero también ternura y sensibilidad, mucha sensibilidad. Puede ser despiadado, pero, a la vez, compasivo y empático.
“Estas páginas no han sido desveladas ilegítimamente, descubiertas; no ofrecen nada que no quisiera mostrar quien las ha escrito. Pese a su condición de documento autobiográfico, forman parte de la máscara que Rafael Chirbes urdió sobre sí mismo. Son un acto de generosidad preconcebida. O de voladura programada. La publicación de estos sentimientos, opiniones y creencias se programa para después de la muerte…”, escribe Sanz, quien argumenta que la “sempiterna inseguridad y la soberbia inmanente al acto de la escritura”, fueron tal vez las razones de fondo que llevaron al autor a querer persistir, a “quedarse un rato más entre nosotros”.
“Quizá estos textos sean innecesarios, porque siempre nos quedarán sus deslumbrantes novelas”, argumenta la prologuista, señalando a continuación que las voces de Crematorio ya estaban dentro de él cuando anotaba su insatisfacción por no sentirse capaz de escribir otra novela después de Los viejos amigos. A título personal, debo decir que me he acercado a estos cuadernos de Rafael Chirbes con curiosidad, la misma curiosidad con la que he recorrido las páginas de algunas de sus grandes e impactantes novelas. Los Diarios son un escalón más de un trayecto creativo singular, un enriquecedor, nunca baldío, trecho del camino en el que el escritor ha mirado hacia su interior para reconocer sus paisajes más profundos, tanto los luminosos como los sombríos. Los Diarios enriquecen el conjunto, le aportan claves, sentidos, pero también tienen valor, altura, por sí mismos. Pienso que si alguien quiere entrar en el mundo de Chirbes por esta puerta no quedará en absoluto decepcionado.
Llueve en Madrid, ciudad que no se encuentra entre las más amadas de Chirbes, mientras escribo estas líneas. Llueve y voy pasando las páginas del libro a la búsqueda de un pasaje que me gustó especialmente, de entre esos pasajes en los que el autor demuestra su gran capacidad para la contemplación. Corresponde a un mes de octubre de 1986, a un viaje por Francia. Al llegar a París escribe: “La ciudad otoñal, lluviosa; los castaños amarillos y los robles aún verdes, relucientes, en el bosque de Vincennes. La ciudad gris me invita a quedarme en casa, en la cama, leyendo; a contemplarla –fascinado– solo a ratos, de refilón. La ciudad fría a la que los depresivos nos rendimos, porque nos baja la tensión y nos deja en la cama inermes ante el frío. Ella ahí, y uno consigo mismo”.
Como me pasó al comienzo, podría haber elegido otro fragmento para acabar este texto, pero, por algún motivo, he vuelto a este recodo de los Diarios. Pienso que por momentos así –y os aseguro que hay muchos más en este trayecto tan cargado de contrastes– merece la pena acometer la lectura, tomar el tren en compañía de Rafael Chirbes, acceder a las ráfagas de verdad que atrapó desde la ventanilla.
Diarios. A ratos perdidos 1 y 2, de Rafael Chirbes, con prólogos de Marta Sanz y Fernando Valls, han sido publicados por Anagrama.