Por Emma Rodríguez © 2015 / Cuenta Antonio Muñoz Molina que “la literatura se hace con lo que existe y con lo que no existe” y que él, en sus comienzos, no sabía construir ficciones con el mundo que tenía delante de los ojos, ni inventar personajes que llevaran vidas similares a la suya en el tiempo presente. Cuenta que para él, al principio, la ficción “tenía que ver con lo imaginario y lo soñado, con lo deseado que no podía alcanzarse” y que todos sus protagonistas eran proyecciones románticas de sí mismo. Lo dice muy al comienzo de Como la sombra que se va, su última novela, y resulta muy significativo porque una de las intenciones, más bien hallazgos, de este trayecto narrativo, es dar cuenta de la evolución, del proceso de aprendizaje del escritor hasta ser capaz de introducir la propia vida, la inmediatez de lo acontecido, en sus libros.
En Como la sombra que se va, en efecto, vemos al Muñoz Molina que escribió El invierno en Lisboa, un autor aún en ciernes, alimentado de experiencias literarias y cinematográficas, que corría tras las huellas de sus enigmáticos personajes en escenarios en penumbra, y vemos al escritor que ha acabado siendo con los años, más libre, más descargado de prejuicios que nunca, en esta entrega en la que se busca a sí mismo mientras persigue a un asesino, el asesino de Martin Luther King. Estamos, por tanto, ante dos tramas, dos tramas paralelas, o mejor tres, porque el final nos depara una magnífica sorpresa.
Es tan plural esta entrega, dice tanto de las edades y de las claves de Muñoz Molina, que no resulta fácil dar cuenta de todas las ventanas que se abren con su lectura. Consciente de que siempre habrá algo que se quedará atrás, a la búsqueda del foco, del ángulo desde el que contar mis impresiones, debo empezar diciendo que, en todo momento, tuve la sensación de ir avanzando por las páginas de la misma manera que intuyo que lo hizo el autor, dejándose llevar, sin cortapisas, por el fluir de la narración, por los intereses del momento, por el ritmo de las divagaciones, de los recuerdos, de las revelaciones, como quien está en un terreno desconocido que necesita explorar; como quien experimenta con nuevos materiales, lenguajes, tonos y puntos de vista, sabedor de los amplios márgenes que permite la novela, de los campos abiertos que la geografía literaria descubre a quienes, lejos de avanzar por la autopista principal, toman sin miedo las desconocidas carreteras secundarias.
Vamos leyendo y hemos de pasar de un lado al otro, de ese lado en el que el autor intenta meterse en la piel de James Earl Ray, quien el 4 de abril de 1968 no dudó en disparar contra Luther King, a ese otro en el que se enfrenta a la hoja en blanco, al sentido de la escritura y, sobre todo, a las enseñanzas y revelaciones de la vida. Sentimos que hay un puente, una sutil frontera que tenemos que atravesar una y otra vez, adaptando nuestros sentidos a los distintos tiempos y planos. Sucede que cuando estamos absortos en una de las orillas, debemos abandonarla y viajar a la otra, cambiando rápidamente de equipaje, de estado emocional. Puede que, en ocasiones, nos cansen los detalles de la huida del delincuente que utiliza pasaportes falsos, despliega ávidamente periódicos en habitaciones de hotel para saber lo cerca que está la policía de alcanzarlo y baja la mirada para no ser reconocido. Puede que las opiniones de quienes le conocieron, los datos sobre sus pertenencias y banales actos cotidianos, nos resulten excesivos por momentos, pero cuando esto pasa nos aguarda el escritor, el escritor que detiene el discurrir de la historia que está contando para cruzar al otro lado, el de su propia aventura.
Vamos leyendo y hemos de pasar de un lado al otro, de ese lado en el que el autor intenta meterse en la piel de James Earl Ray, quien el 4 de abril de 1968 no dudó en disparar contra Luther King, a ese otro en el que se enfrenta a la hoja en blanco, al sentido de la escritura y, sobre todo, a las enseñanzas y revelaciones de la vida.
Cuenta Muñoz Molina que “una novela es un estado de espíritu, un interior cálido en el que uno se refugia mientras la escribe, como un capullo que va tejiendo hilo a hilo desde dentro, encerrándose en él, viendo el mundo exterior como una vaga claridad al otro lado de su concavidad translúcida”. Asegura que “una novela se escribe para refugiarse y esconderse”, que “la novela y el estado particular de ánimo en el que es preciso sumergirse para escribirla se alimentan mutuamente; una particular longitud de onda, como una música que uno oye de lejos y que intenta precisar escribiendo”.

Quienes hemos leído con asiduidad al escritor, quienes le hemos seguido y hemos crecido a la par, no podemos dejar de disfrutar con esta obra en la que tantas cortinas descorre para dejarnos mirar, para permitirnos entrar en sus estancias más íntimas. Sobre este libro he tenido oportunidad de hablar con otros lectores y he tenido ocasión de discutir y de reflexionar sobre algunos de sus aspectos, lo que no deja de resultar muy estimulante. “No acabo de entender lo que aporta la figura del asesino a la historia, en realidad no se llega a nada”, me decía alguien. “Estoy saturado de tanta autoficción”, escuchaba por otro lado.
Respecto a lo primero, admito, como decía antes, que la trama sobre Earl Ray y sus diversos heterónimos, ya que llegó a utilizar en su fuga de poco más de un año distintos nombres, puede resultar repetitiva, pero la fuerza de la novela, lo que en verdad más me ha cautivado de ella, no la encuentro ahí. Reconociendo la viveza del retrato, el magnífico ejercicio de introspección que nos acerca a los posibles pensamientos, anhelos y temores del protagonista, puedo incluso leer esta parte como un reclamo, como una excusa de la que se vale el escritor para hablar de lo que realmente le interesa. No se trata para nada de reconstruir la historia del asesino a la manera de una novela convencional. Se trata de partir de ella para indagar en otros asuntos y para establecer paralelismos. Muñoz Molina quiere reflexionar sobre la identidad, bucear en su propia identidad y reconocer a las distintas personas que él mismo ha sido a lo largo de su vida, y para ello narra la historia de un personaje que, evidentemente, le atrae por lo que representa, por todo lo que aporta en el discurso del odio irracional hacia la diferencia, pero también por sus distintas máscaras.
El hombre que mató a Luther King viajó a Lisboa para esconderse. Muñoz Molina hizo un viaje a Lisboa para recrear los escenarios donde se movió su protagonista, para metamorfosearse en él e imaginar lo que fue sentirse prófugo en un lugar extraño, en una lengua desconocida. “Quien puede saber de verdad lo que sucede en la conciencia de otro, lo que parecería este mismo lugar visto por sus ojos. Lleva consigo en secreto la monstruosa distinción de ser el criminal más buscado del mundo (…) La vanidad y el terror le pertenecen de manera exclusiva. Lo que hizo unas semanas atrás probablemente se le disgrega en la banalidad de lo inmediato, de las cosas diarias, en la fatiga de estar huyendo siempre, en el estupor imprevisto de estar siendo perseguido con tanta saña, cuando hasta ahora apenas ha habido en el Sur ejecuciones de negros que no quedaran impunes”, leemos.
Muñoz Molina quiere reflexionar sobre la identidad, bucear en su propia identidad y reconocer a las distintas personas que él mismo ha sido a lo largo de su vida, y para ello narra la historia de un personaje que, evidentemente, le atrae por lo que representa, por todo lo que aporta en el discurso del odio irracional hacia la diferencia, pero también por sus distintas máscaras.
A la capital portuguesa había ido muchos años antes Muñoz Molina para buscar otros enclaves y atmósferas, los de de El invierno en Lisboa, la novela que hubo de ser esencial en su trayectoria, y para huir de una vida anodina que no le gustaba, con unas cargas familiares para las que no estaba preparado, con el peso de la culpa por no ser un marido y un padre responsable, por dañar a la gente querida, por soñar con una vida completamente distinta a la que tenía. La ciudad, la huida, la impostura y la construcción de la identidad son los elementos que conectan las dos tramas y que dotan a la historia del asesino, quien, por otra parte, al igual que el escritor, se alimenta de ficciones, en su caso de historias policiacas y de espionaje, de una mayor hondura.
En lo que atañe a la autoficción, que a mí, lejos de cansarme, me sigue interesando siempre que se aleje de la frivolidad, sirva como cauce de reflexión y contribuya a seguir aportando claves sobre el complejo mundo del proceso creativo, Como la sombra que se va es, en este sentido, una novela valiente, desmitificadora, en la que el escritor, lejos de idealizar su trabajo, de ponerlo bajo el foco del glamour, lo muestra con toda su carga de verdad, con todas las dudas, temores, renuncias, miserias que laten por debajo. No se olvida Muñoz Molina de sus comienzos, de las carencias económicas, de la falta de desenvoltura para moverse fuera de sus espacios habituales, de la sensación de extrañeza respecto a su familia y al rol que la sociedad le pedía que interpretara.

Las mentiras a su mujer, la distancia de su hijo recién nacido cuando se fue a Lisboa y durante tres días no tuvo la necesidad de llamar a su casa, y también esos trances de felicidad que entonces no supo percibir. Todo queda desnudo en la novela. “A punto de cumplir treinta y un años”, se describe, “yo era un adolescente hosco y tardío que aparta la mirada y se esconde en su cuarto para rumiar los agravios sufridos y buscar en la literatura y en la música un refugio contra la realidad”.
Como la sombra que se va es una novela valiente, desmitificadora, en la que el autor, lejos de idealizar su trabajo, de ponerlo bajo el foco del glamour, lo muestra con su carga de verdad, con las dudas, temores, renuncias, miserias que laten por debajo.
Con todos esos sentimientos y materiales podría haber creado un personaje literario fuera de sí mismo, pero prefirió retratarse, explicarse desde el yo, porque, lejos de esconderse, hizo caso a la intuición, a lo que deseaba o necesitaba hacer; a lo que finalmente hizo: un ejercicio literario que va más allá de la ficción, que se acerca a la biografía, que sólo se puede dar cuando el trayecto de la creación y el tránsito de la vida han llegado a un punto de fusión determinado; cuando lo vivido se convierte en una puerta de entrada a lo que ha de llegar; cuando lo que fuimos se despide de lo que somos con cariño, desde la comprensión.
El día que presentó la novela en la Residencia de Estudiantes el propio Muñoz Molina reconocía haberse planteado, mientras avanzaba en la historia, hasta qué punto estaba haciendo “un juego metaliterario de moda” y hasta qué punto quería alejarse de ello. “Un escritor no es un personaje heroico ni mítico. Yo, que para nada me considero interesante, no sólo quería limitarme a teorizar sobre literatura sino escribir con integridad, desde la autenticidad”, señalaba. Y también decía que con este libro había aprendido a escribir en libertad, a dejar del todo de lado la idea flaubertiana de que la novela es una dirección única. “La vida está llena de divagaciones, de interacciones. Autores como Cervantes, Proust o Montaigne entendieron que para representar eso podían introducir en las historias que contaban episodios, divagaciones, que para nada tenían ningún efecto en la economía narrativa de la novela”, explicaba.
“Un escritor no es un personaje heroico ni mítico. Yo, que para nada me considero interesante, no sólo quería limitarme a teorizar sobre literatura sino escribir con integridad, desde la autenticidad”, señalaba el escritor el día que presentó su novela en la Residencia de Estudiantes.
En Como la sombra que se va hay, en efecto, divagaciones, meandros en el camino que nos obligan a desviarnos. Ponía como ejemplo el escritor la inclusión en la novela de una historia que, en la época en que trabajó como funcionario en el Ayuntamiento de Granada, antes de dedicarse de lleno a la literatura, le contó un técnico de sonido acerca de un viaje a Florencia. Un viaje en el que acompañó a Chet Baker en una de sus últimas actuaciones antes de morir. Esa historia, que tanto me recuerda a los espacios paralelos que recrea Patrick Modiano, es, precisamente, para mí una de las desviaciones favoritas del libro. El técnico decidió quedarse más días de los previstos en la ciudad italiana y en esos días perdió absolutamente la conciencia temporal. “Estaba en el invierno igual que estaba en Florencia, como en una isla, como en un reino encantado que flotara por encima del tiempo y del porvenir, en un presente sin sucesión ni principio. Sentía vértigo y al mismo tiempo sentía una prodigiosa quietud…”, vuelvo a las páginas del sugerente relato dentro del recorrido.
Citaba a Modiano. Modiano y sus escenarios, su ciudad una y otra vez recorrida, su siempre misterioso París. Las ciudades son muy importantes en esta novela. En el juego de espejos, de dobleces, que construye Muñoz Molina, Granada y Lisboa resultan esenciales. Granada es la ciudad natal, dejada atrás, pero siempre presente en la memoria del escritor, un escritor de provincias que no deja de reconocerse en quien fue, aunque al mismo tiempo se sienta tan lejano a esa otra vida anclada en el pasado. Lisboa, en la que no deja de identificar parecidos con su lugar de origen (se refiere a Lisboa como una Granada con mar) es la ciudad en la que todo empezó a cambiar, una ciudad a la que regresó, ya convertido en escritor de éxito, y acostumbrado a aires más cosmopolitas, dos veces más: una para celebrar el cumpleaños de uno de sus hijos, que entonces vivía allí; la otra para seguir los pasos de James Earl Ray.
Sobre la ciudad, sobre las ciudades que necesitamos en cada momento, sobre las geografías a las que llegamos y que obran el milagro de quitarnos de encima ataduras y obligaciones, haciendo que nos perdamos, olvidemos y respiremos un aire nuevo, hay páginas maravillosas en esta novela que tanto nos dice de las transformaciones a que nos somete el tiempo. “Comprendí desde el principio que ésa era la ciudad que yo necesitaba. Había venido a ella guiado por el impulso de mi novela en marcha y tenía que aprovechar el tiempo y abrir al máximo los ojos y los oídos y la imaginación para descubrir todo lo que ignoraba todavía…”, va relatando el escritor las impresiones de su primer viaje a la capital lusa. “Soy el que recuerda casi veintisiete años atrás esa mañana de enero y soy y no soy el hombre joven recién llegado a Lisboa con una bolsa de viaje y un chaquetón de invierno que está parado en la escalinata de la Praça do Comércio (…) Soy el que hace una foto en la que aparecerá una figura de espaldas y soy también esa figura, que puede ser la de un viajero anónimo y la de un personaje inventado”, leemos este pasaje que tanto dice del juego, de las búsquedas, del sentido del trayecto emprendido.

Los dos últimos viajes a Lisboa los realizó Muñoz Molina junto a su actual compañera, la también escritora Elvira Lindo. De los comienzos de su relación con ella, del largo y hondo recorrido de esa historia de amor, habla también, con una sanísima falta de pudor, esta novela en la que se percibe la presencia de la pareja de fondo, un tú al que se dirige el autor y que le sirve para tomar distancia con el pasado y para valorar el presente, los momentos compartidos de complicidad, de descubrimiento, de pasión, de felicidad. Los paisajes del ahora, en los que disfruta de los paseos a la luz del día, con la mente absolutamente despejada, contrastan con los de la época de juventud en la que creía que el alcohol, el tabaco y la nocturnidad contribuían a estimular la creación. “La idea de que la mala vida es una forma superior de vida es una idiotez”, señalaba el día de la presentación de la novela, arremetiendo contra el romanticismo de los paraísos artificiales, contra el mito tan explotado de la pasión desdichada y fugaz. “La duración del amor puede ser tan interesante literariamente como lo contrario. Lo duradero no tiene porque ser reaccionario”, aseguraba.
Los dos últimos viajes a Lisboa los realizó Muñoz Molina junto a su actual compañera, la también escritora Elvira Lindo. De los comienzos de su relación con ella, del largo y hondo recorrido de esa historia de amor, habla también, con una sanísima falta de pudor, esta novela en la que se percibe la presencia de la pareja de fondo, un tú al que se dirige el autor y que le sirve para tomar distancia con el pasado y para valorar el presente, los momentos compartidos de complicidad, de descubrimiento, de pasión, de felicidad.
En la novela se reflexiona sobre todo ello y se constata a través de la narración deshinibida de las vivencias más próximas. En el fondo, la entrega se convierte en una especie de reconciliación con el pasado, en un reconocimiento de los errores, de las ingenuidades y torpezas del ayer, pero, sobre todo, en un hermoso gesto de agradecimiento a la vida, a las distintas etapas de la vida. En un momento dado alude Muñoz Molina la distancia que hay entre él y su hijo de 26 años, al que va a visitar. “Lo único que los separa”, leemos, “lo que sabe el adulto y no puede imaginar el joven, es todo lo largo que puede ser el porvenir, todos los caminos inesperados hacia los que puede derivar su vida: su vida que no es una sola, no sólo por todo lo que puede cambiar, sino por lo que cambiará uno mismo, convirtiéndose no ya en otro, sino en varios otros posibles y sucesivos”.
Es mucho lo que ofrece esta obra en la que el Muñoz Molina escritor y lector se dan la mano, irradiando generosidad hacia los maestros, hacia escritores como Adolfo Bioy Casares o Juan Carlos Onetti. El primero fue, sin saberlo, aunque seguramente llegó a intuirlo con su gran sensibilidad para captar los estados del corazón, testigo de un momento clave en la vida de Muñoz Molina, el de los preliminares del enamoramiento. “En las historias de Bioy”, nos dice, “estaba el amor por las mujeres, la vindicación implícita de una masculinidad asombrada y respetuosa hacia lo femenino, seducida sin remedio por la conjunción de la inteligencia y la belleza, de lo delicado y lo carnal, lo entrevisto, lo fugitivo, lo atenuado”.
En el homenaje público a Bioy Casares en el que participó en Madrid, estaba Dolly Onetti, la mujer del escritor al que más admiraba, para decirle que el autor de El astillero quería conocerle. El encuentro es otro meandro en la narración, un poderoso momento, detenido en el tiempo, del que conserva el recuerdo y un libro, el primero de los dos tomos de la biografía de Faulkner de Joseph Blotner, que Onetti le regaló. Dolly le preguntó que por qué no me dejaba los dos: “para estar seguro de que vuelve a traer uno y llevarse el otro”, fue su respuesta, según cuenta Muñoz Molina, quien nunca volvió a ver al autor uruguayo y quien, tras su muerte, recibió el segundo tomo de manos de su mujer.
Hay también en Como la sombra que se va una enriquecedora lectura de Madame Bovary, que para quien esto escribe fue toda una sorpresa porque, sin saberlo, había pedido a Muñoz Molina que participase en un reportaje sobre la inmortal novela de Flaubert para “Lecturas Sumergidas” y sus apreciaciones aparecen aquí ampliadas, inmersas en el tono de divagación, de reflexión, del conjunto. También ha querido el azar que Bioy Casares y Muñoz Molina coincidan en este número de la publicación, enriqueciendo el segundo mi lectura del primero. Pero todo este inciso, que indica una vez más los mágicos, grandiosos, puentes que tiende la literatura, no es más que eso, un inciso.
Volvamos a la narración. Una narración en la que también hay música, mucha música. El poderoso influjo de la música; nuevamente el homenaje de Muñoz Molina al jazz, a los grandes intérpretes del jazz: Dizzy Gillespie, la crónica de un concierto inolvidable de Elvin Jones… Y, finalmente, la culminación, la explosión imprevista, porque esta novela sobre las edades de Muñoz Molina y sobre las pesquisas en torno al asesino de Martin Luther King, este relato que acoge múltiples divagaciones y tramas paralelas, se abre, en su última parte, a una nueva novela: la del líder que defendió hasta la muerte los derechos de los negros.

Ahí encontramos al Muñoz Molina atento y comprometido con la Historia, al Muñoz Molina de obras como Sefarad, donde también fija la mirada en los pueblos perseguidos. Ahí está el autor que, a través de un personaje secundario, al que dota de protagonismo, el del asesino, llega al gran personaje, Luther King, intentando deshacer el mito y mostrando al político, al hombre público capaz de mover a las masas en torno a su palabra encendida, a su “elocuencia bíblica”, pero que se siente cansado por tanta lucha y llega a dudar de su papel, de su cometido.
“Cuanto más sentía que le faltaban las fuerzas más ingente se volvía la tarea que tenía ante sí, más cruenta la injusticia, más improbable el éxito, que en otras épocas, cuando era más joven, había aparecido al alcance de la mano…”, leemos. Y más adelante: “Él había visto con sus propios ojos muros formidables que caían abatidos por el gran trastorno sísmico de la rebelión popular y otros muros que seguían siendo impenetrables o que aparecían levantados de nuevo al poco de su derrumbe”. Y aún otro fragmento más, muy significativo: “La vergüenza era una de sus aflicciones secretas más asiduas, latiendo siempre en él a una mayor profundidad que la angustia de las obligaciones, alimentada por la tensión de la vida pública, el desequilibrio entre quien los demás veían o querían ver y quien era él realmente. No hay figura pública que no sea la de un impostor”.
Cuenta Muñoz Molina que “la literatura es intentar habitar en la mente de otro, como un intruso en una casa cerrada, ver el mundo con sus ojos, desde el interior de esas ventanas en las que no parece que se asome nunca nadie”. Es eso lo que hace con sus personajes. Es eso lo que convierte en tan conmovedor y cercano el retrato, la figura, la historia de Luther King, el hombre solo que el último día de su vida se arregla para asistir a una cena, piensa en los momentos buenos y malos de la vida; en el peso de su misión, en la esperanza que representa para tanta gente humillada, pisoteada, desposeída; en las servidumbres, las críticas y las posibles traiciones; en el encuentro posterior con Georgia Davis, la mujer misteriosa, la amante que le sigue de ciudad en ciudad y con la que se encuentra, furtivamente, en habitaciones secretas de hoteles en los que ambos se hospedan.
Cuenta Muñoz Molina que “la literatura es intentar habitar en la mente de otro, como un intruso en una casa cerrada, ver el mundo con sus ojos, desde el interior de esas ventanas en las que no parece que se asome nunca nadie”. Es eso lo que hace con sus personajes. Es eso lo que convierte en tan conmovedor y cercano el retrato, la figura, la historia de Luther King, el hombre solo que el último día de su vida se arregla para asistir a una cena, piensa en los momentos buenos y malos de la vida; en el peso de su misión, en la esperanza que representa para tanta gente humillada, pisoteada, desposeída.
Ese hombre se asomará a la terraza de la 306 del motel Lorraine, en Memphis, el 4 de abril de 1968. Será ahí donde reciba el disparo mortal que pondrá fin a sus pensamientos, a sus preocupaciones, a su vida. Para reconstruir los hechos, a la manera del detective que se pone en el lugar del crimen, el escritor emprende otro viaje, esta vez a la ciudad norteamericana. Allí, acompañado nuevamente de su mujer, testigo silencioso en la narración, que va haciendo fotos para dejar constancia del itinerario, visita el Museo de los Derechos Civiles y rememora el dolor, el sufrimiento de tanta gente de color que estaba dispuesta a morir por defender la posibilidad de sentarse en los mismos autobuses, visitar los mismos bares o llevar a sus hijos a los mismos colegios que los blancos. Parece una historia lejana, pero está muy cerca. Sabemos que aún late en Estados Unidos la desigualdad. Nos sentimos cómplices de la lucha de tantas comunidades acosadas a lo largo de la Historia, de tantos momentos, como el presente, en los que asoma el grito, la movilización, por el trabajo, el sustento, la dignidad para todos.
La novela ha dado un giro total. Ha cambiado de protagonista, de punto de vista. Ha pasado de lo individual a abrazar lo colectivo. Visitamos como lectores el museo de Memphis y llegamos a percibir, del mismo modo que el escritor, el alcance que puede tener el odio, el peligro de los sentimientos racistas, xenófobos. Vemos, como él, objetos, fotografías, documentales, y ante las caras repetidas de hombres blancos que gritan y golpean, de policías que no actúan, que dejan hacer, comprendemos que cualquiera de ellos podría haber sido James Earl Ray, el asesino.
La novela ha dado un giro total. Ha cambiado de protagonista, de punto de vista. Ha pasado de lo individual a abrazar lo colectivo. Visitamos como lectores el museo de Memphis y llegamos a percibir, del mismo modo que el escritor, el alcance que puede tener el odio, el peligro de los sentimientos racistas, xenófobos.
Llegamos hasta aquí queriendo saber más de Martin Luther King, de sus sacrificios, de sus renuncias, de sus tormentos; también de ese amor oculto que, tras el crimen, no pudo mostrar al mundo sus lágrimas. Comprendemos que todo ha tenido un sentido, que todas las piezas han ido engarzándose de forma natural en la narración, pero también nos parece que la puerta ha quedado abierta. Empezaba este texto con la reflexión del autor acerca de sus comienzos, cuando no sabía apresar lo que tenía ante sus ojos. Si algo es esta novela, vuelvo a la idea del principio, es la constatación de ese aprendizaje. Recupero en este instante una entrevista con el Muñoz Molina que acababa de publicar en 2013 Nada del otro mundo, una recopilación de relatos. Le pregunté entonces por sus retos como escritor y me contestó que necesitaba hacer “una novela estrictamente contemporánea, una novela capaz de apresar la inmediatez de lo que estamos viviendo y sintiendo ahora”.
Me decía en esa entrevista, en la que repasa toda su trayectoria, que “el escritor debe saber medirse con su tiempo” y pienso ahora que Como la sombra que se va sigue ese camino, el camino del autor que necesita conocerse a sí mismo, acercarse a sus propias emociones, apresar sus experiencias personales y mirar a su discurrir de frente, como paso previo, necesario, para poder entender todo lo demás. Este es un libro totalmente nuevo, diferente a los anteriores, algo que el escritor persigue, según confesaba en la entrevista, pero asimismo, en cierto modo, reúne muchos hallazgos y sendas anteriores. He ahí, también, su gran riqueza.
Como la sombra que se va, de Antonio Muñoz Molina, ha sido publicada por la editorial Seix Barral.
Créditos fotográficos:
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- Fotografía 1: Retrato Muñoz Molina / Color. © Elena Blanco.
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- Fotografía 2: Muñoz Molina, junto a la editora Elena Ramírez, en la presentación del libro “Como la sombra que se va”. “Residencia de estudiantes” de Madrid. © Nacho Goberna.
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- Fotografía 3: Ficha policial de James Earl Ray, el asesino de Martin Luther King.
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- Fotografía 4: Panorámica de Lisboa. Dominio público.
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- Fotografía 5: Martin Luther King el 28 de agosto de 1963 delante del monumento a Abraham Lincoln en Washington, DC, durante una histórica manifestación de más de 200,000 en pro de los derechos civiles para los negros en los EE.UU.
- Fotografía 6: Retrato Muñoz Molia / BN. © Ricardo Martín.