Belén Gopegui en “Existiríamos el mar”: “Ninguna vida debería sostenerse en el daño de otras”

Fotografías © Marta_Calvo

Emma Rodríguez © 2021 /

Desde su nacimiento como escritora con La escala de los mapas, Belén Gopegui ha ido levantando una obra original, cargada de sentido y de coherencia. Ha pasado mucho tiempo desde esa primera e insólita novela en la que el protagonista, Sergio Prim, busca un mapa a su medida, un hueco en el que permanecer y defenderse de los embates exteriores, un espacio en el que ser él mismo. Esa historia, de cariz metafórico, se convirtió en libro de culto para muchos lectores, una gran parte de los cuales hemos seguido los pasos de la autora, su mirada nada complaciente, cada vez más realista y atenta a los problemas de fondo del ahora, pero sin perder el vuelo hacia territorios por construirse, el trasfondo filosófico, ese sustrato de inadaptación, de rebeldía que define a muchos de sus personajes.

Novela a novela, la escritora ha ido desentrañando y cuestionando el presente, abordando en profundidad problemáticas sociales, morales, que afectan de llenoa las personas y determinan sus vidas. Lo real, La conquista del aire, El lado frío de la almohada, El comité de la noche, Acceso no autorizado, son algunos de los títulos que jalonan un trayecto marcado por el compromiso, palabra que indica interés por lo que acaece alrededor, por lo que impulsa los destinos individuales y colectivos.

Si algo define a Gopegui (Madrid, 1963) es la capacidad para pulsar las teclas de asuntos nada fáciles de abordar de manera explícita a través de la ficción. La desigualdad social, la deshumanización que conlleva el exceso tecnológico, el poder y la servidumbre en las sociedades capitalistas, la lucha de clases, la corrupción, la importancia del dinero para determinar lealtades y traiciones, son temas que atraviesan una obra fecunda cuyo último fruto es Existiríamos el mar, donde el trabajo y todos las problemáticas que genera, se convierte en el centro, en el motor de la narración. El título es una especie de verso enigmático que encierra una historia muy pegada a la actualidad, a los desasosiegos y anhelos de un hoy en el que cada vez somos más conscientes de que la incertidumbre y la vulnerabilidad que experimentamos sólo puede ser asimilada en compañía.

En el número 26 de la calle Martín Vargas de Madrid comparten piso los cinco protagonistas: Lena, Hugo, Ramiro, Camelia y Jara. No son estudiantes que deban pasar por una etapa transitoria hasta definir sus futuros. Tienen trabajos, pero lo que ganan no les permite vivir solos. La precariedad, la inseguridad, les ha llevado a encontrarse. Su situación es anómala si se tienen en cuenta los parámetros sociales, las ideas predominantes sobre el éxito y la competición por el estatus, pero, lejos de lamentarlo, celebran haber encontrado un lugar en el que sentir la calidez, una pequeña comunidad en la que cultivar la fraternidad, el cuidado, la acogida. 

Belén Gopegui ha escrito una novela que encierra una propuesta, la de imaginar otros espacios donde vivir que no se atengan a los estándares, a lo normalizado, entornos para gente capaz de estar en desacuerdo, de pensar de otra manera, de no atenerse a las reglas del juego. Muy al comienzo de la novela nos sentamos en el mismo vagón de metro que Lena. En medio de tantas personas apresuradas, ella va pensando en lo harta que está de algunos comentarios de gente que le expresa que compartir piso a los cuarenta años es un horror.

Esta científica, que no ha dejado de creer que su labor puede contribuir al bien común, aunque apenas sea una pieza de un engranaje demasiado mecánico, incapaz de impulsar su vocación investigadora, también coopera con un centro social, lo que la lleva a reflexionar sobre su movimiento hacia “lugares donde vivir no exigiese estar compitiendo todo el rato”, sobre las muchas personas de su entorno “que buscan lugares así para curarse de las presiones y construir algo distinto”.

Novela a novela, Belén Gopegui ha ido desentrañando y cuestionando el presente, abordando en profundidad problemáticas sociales, morales, que afectan de lleno a las personas y determinan sus vidas.

La escritora arranca su novela muy cerca de los acontecimientos vividos, con muy poco margen de distancia, en la difícil y traumática  experiencia de la pandemia. Sus personajes han soportado, como gran parte de la población, fuertes presiones. Jara, incapaz de adaptarse al mundo, a los entornos laborales, y en torno a la cual gira la tensión de la novela, pues decide huir de la casa para intentar sobrevivir por sí misma, sin las redes que le tienden sus amigos, medita al respecto: “El supuesto vendaval de sentido común que debería haber soplado después ¿dónde estaba? La crisis, no económica sino de una determinada manera de entender la economía, seguía cobrándose víctimas, más despidos, peores condiciones, más reclamaciones no entendidas…” 

He tenido la oportunidad de plantearle algunas cuestiones a Belén Gopegui, que se irán intercalando al hilo de las impresiones que me ha deparado la lectura del libro. Le he preguntado en primer lugar sobre las circunstancias en que la pandemia la afectó e influyó en el proceso de escritura de la novela. He aquí su contestación: “He procurado tratar el presente, ese presente que fue antes futuro para muchas personas, y que tal vez pudo ser orientado en otras direcciones. La pandemia sobrevino cuando ya tenía la novela empezada, y lo temible es que no necesité modificar apenas ningún presupuesto, más allá de introducir esa desolación añadida que trajo en pérdidas de salud, de vida, de recursos de quienes menos tenían. Quedó claro que se podía legislar a favor o en contra de las personas más débiles, y que la bajada del salario social, llevada a cabo en un pasado que durante la pandemia era ya presente, en forma, entre otras cosas, de menos sanidad pública, dañaba profundamente a la vida de la mayoría de las personas. Y eso era un crepitar constante en la escritura, algo así como un hay que vivir de otra manera ligado a un ¿cómo se puede y cómo se podría vivir de otra manera?” 

Estamos ante una autora que no se mantiene al margen de los conflictos, que parece que está a pie de calle, que usa el transporte público y observa, escucha, escudriña la realidad, participa allí donde hay injusticias, vulnerabilidad. Me atrevo a decir, haciendo uso del lenguaje político, que su literatura representa a la gente corriente, con sus cargas a cuestas. Y aún más, a la gente que no renuncia, que sigue dando batalla. Activismo, movilización, cooperación, situaciones que alertan de la necesidad de mantener muy activa la lucha feminista, entran en la historia, a través de las conversaciones y de los campos de acción de los personajes. Como os decía, en esta ocasión se habla de trabajo, algo poco habitual en la narrativa española reciente, salvo excepciones –recuerdo ahora La trabajadora, de Elvira Navarro; La mano invisible, de Isaac RosaInsurrección, de José Ovejero–. Gopegui introduce a los sindicatos en la entrega, a través de los personajes de Ramiro y Camelia, sindicalistas que se dejan la piel en el empeño, sabedores de que no todo se puede conseguir, de que los derechos de los trabajadores cada vez están más amenazados y la precariedad campa a sus anchas. 

Belén Gopegui. Fotografías © Marta_Calvo

El trabajo es un gran tema en la novela. Y es curioso que siendo algo de tanta importancia en la vida, origen de tantas angustias, preocupaciones e insatisfacciones, sea tan poco tratado literariamente. Y lo que me parece más preocupante, se cuestione tan poco en los medios, en los espacios públicos. Parece que la necesidad de obtener un trabajo tapa la crítica hacia las condiciones en que se desarrolla. Parece que al respecto todo está permitido, asimilado, asumido. ¿Puedes reflexionar un poco sobre esto? ¿Consideras que la ficción es un terreno idóneo para mostrar las problemáticas en torno al trabajo, para visibilizar la precariedad, para hacernos por lo menos imaginar otras alternativas al modelo capitalista?

Mark Fisher acuñó la expresión “realismo capitalista” para referirse a la capacidad del capitalismo de narrarse -y de hacer que su narración se crea- como fatalidad, como algo consustancial e inevitable. En un ámbito menor se ha usado a veces irónicamente la expresión “realismo capitalista” como oposición a la corriente literaria del realismo socialista, en el sentido de que ese realismo capitalista también establece unas normas según las cuales habría que escribir, normas menos explícitas pero que están vigentes y atañen a las materias que son novelables y a las que no, que determinan qué problemas se consideran literarios y cuáles no, etcétera. El trabajo ha solido permanecer fuera de lo novelable, con algunas excepciones, pero la norma es fuerte y así, cuando se quiere narrar parece que la única opción es hacerlo monográficamente, al modo del escritor estadounidense Upton Sinclair. Lo que algunas personas tratamos de hacer al escribir, sin renegar de esas tradiciones, es rechazar la prohibición que obliga a compartimentar el trabajo, a sacarlo, como señalas, fuera de la vida, como si la vida, la vida novelable, estuviera en otra parte. Pero la vida también está ahí, a veces prácticamente solo ahí. La novela puede contarlo y mostrar los mitos y falsedades al respecto, ocultos tras la voluntad de hacer que parezca que la vida está en otro lado si está afirmación no explica cómo alcanzar esa otra parte y a la vez mantenerse y mantener la energía o, más exactamente, el sintagma que me enseñó Antonio Bolós, “una calma enérgica”.

Son muchos los momentos de la novela en los que se abordan cuestiones respecto al trabajo que no pocos nos hemos planteado alguna vez, aunque se encuentren fuera del debate público, de los altavoces mediáticos. Resulta muy interesante acercarse a las distintas visiones, tomas de postura, de cada uno de los protagonistas, respecto al lugar que ocupa el trabajo en sus vidas. No es la actividad que desempeñan lo que les provoca insatisfacción, sino las condiciones en las que se desarrolla. Se tiende a relacionar el trabajo con competitividad, con ansiedad, con conflicto, con opresión, no con realización, con ayuda, con placer por la obra bien hecha. 

 “Hay que cambiar muchas cosas para que cada trabajo tenga sentido. Y no todos los trabajos tienen que ser profundos; la parte material del mundo cuenta. No es colocar herramientas, informar o atender lo que le cansa. No es lo que hace, son las condiciones en que lo hace. Si no fuera por las exigencias desmedidas, el sueldo escaso y la continua presión de los mandos, estaría bastante contento con su oficio. Sería algo parecido a que se pudiera recoger aceitunas con salarios y horarios razonables. Y en espacios razonables, no en los lugares de pesadilla en que se están convirtiendo las granjas intensivas, da igual si son de pollos o de maíz”, piensa Ramiro, quien trabaja en una multinacional de bricolaje y decoración, además de realizar labores sindicales.

“Lo que algunas personas tratamos de hacer al escribir es rechazar la prohibición que obliga a compartimentar el trabajo, a sacarlo fuera de la vida. Pero la vida también está ahí, a veces prácticamente solo ahí. La novela puede contarlo y mostrar los mitos y falsedades al respecto”, declara GOPEGUI.

En Existiríamos el mar los personajes piensan, reflexionan sobre cuestiones de fondo, se plantean el tipo de sociedades en las que viven e imaginan cómo les gustaría que fueran. Mucho de lo que sucede transcurre por dentro, en sus cabezas, en sus conciencias. Jara ha desaparecido sin decir nada y el hecho trastoca el orden, el ánimo de la casa. Todos están preocupados mientras la vida de ella se desarrolla lejos, en otra parte. La acción avanza de manera simple, sin grandes movimientos, pero la corriente de fondo, que es la que de verdad mueve la narración, es poderosa. Salen a escena asuntos como la importancia de la clase social a la que se pertenece, porque las oportunidades no son las mismas para todos, porque el patrimonio con el que se cuenta, el colchón familiar, los contactos que se tienen, acaban marcando irremediablemente los destinos.

En esta novela se piensa y se habla mucho, y se hace de asuntos que nos preocupan, que surgen en el interior de nuestras casas, con nuestros amigos y familiares, en los ámbitos de trabajo; no de las vidas fantásticas que se reflejan en los medios, en los anuncios. El paro entra en la historia, con todas las dificultades que conlleva, y la frustración derivada del desempeño de actividades que no contribuyen a la satisfacción, a la mejora de la vida.

En esta novela los cinco protagonistas buscan la manera de vivir de acuerdo a unos principios, en compañía de los otros, lejos del cinismo, del discurso de los privilegiados, del “sálvese quien pueda” tan de moda en las sociedades neoliberales. En un momento dado, Hugo, desarrollador web, que conoce bien la precariedad e inseguridad de los trabajos creativos, medita sobre su situación y llega a la conclusión de que para preservar la propia alegría es necesario que el entorno tenga trazas de ser justo; que de lo contrario, “cuestión de tiempo, algo se desplomará demasiado cerca”.

Los personajes creen en las comunidades fraternas, en la justicia social, se plantean otro tipo de sociedades más colaborativas. De todo esto se hablaba, como salida, como posible horizonte de futuro, en el tan cercano confinamiento… ¿Crees que se ha producido algún cambio a nivel político, social, o que estas expectativas, deseos, se han roto? Parece que las sociedades neoliberales siguen su curso, sin grandes transformaciones; que se ha optado por olvidar lo sucedido, por seguir adelante como si nada.

– El discurso del virus contra una humanidad unida era un discurso vacío porque no hay hoy humanidad unida, hay conflictos, hay desigualdades, y normas que profundizan en las desigualdades o que procuran limarlas. Defender la igualdad no es una mera cuestión de justicia, lo explica bien César Rendueles: “Las desigualdades sociales son en sí mismas degradantes, tanto para el que las disfruta como para el que las padece. No importa si son merecidas o la situación absoluta de los que peor están. Nos impiden a todos llevar una vida buena. Es una tesis ética, pero también un hecho empírico, como demostraron en su ensayo Desigualdad Richard Wilkinson y Kate Pickett”. Si se atiende a los discursos más mediáticos tal vez parezca que nada avanza, pero hay muchísimas personas trabajando por acercar la fraternidad, que no puede darse sin justicia; si no fuera por ellas tantas cosas no habrían sucedido; ningún avance social cae por su propio peso, hay un trabajo constante de personas que no aparecen demasiado en la narración que predomina.

“El discurso del virus contra una humanidad unida era un discurso vacío porque no hay hoy humanidad unida, hay conflictos, hay desigualdades, y normas que profundizan en las desigualdades o que procuran limarlas”, señala la autora.

La literatura de Belén Gopegui toca tierra, pisa los terrenos embarrados del presente, pero también mira hacia arriba, hacia los ideales de fraternidad y de justicia social. Existiríamos el mar ayuda a fijar la atención en lo que nos está sucediendo como sociedad. Es una entrega realista y a la vez dotada de alas. Hay poesía en sus páginas, hay filosofía y, sobre todo, personajes que manifiestan su fragilidad, que buscan abrazo, amor. Una curiosa teoría recorre la historia. Hace referencia a tres estados o condiciones por donde con frecuencia transcurre el caminar humano. Se trata de “la chapuza vital”, “el impulso de la justicia” y “la llamada de lo lejano”. No os voy a contar más al respecto, pero los tres conceptos y las argumentaciones que los rodean se convierten en nutriente de la novela y elevan sus sentidos.

De esos tres estados da cuenta la voz que lo sobrevuela todo, una voz que es un personaje más, a la que se alude de manera original, poética, trascendente. Una voz que mira, que sopesa, que lee los pensamientos, como sucede –y así se nos hace saber– con todas las voces narradoras.  “La voz de cada historia se adelgaza hasta ser una sombra de dos dimensiones, se pega a las paredes, junto con lo dicho escucha lo que se queda dentro. Hace volar la narración o la sumerge. Se disemina lejos, y luego se rehace, guarda el brillo de hoy que ya mañana pasará inadvertido y los trozos rotos. Puede quedarse un rato en una persona cualquiera, de edad media y salario inseguro, nacida en un país de la mitad norte del planeta, alguien, pongamos, con afición por buscar, en el invierno, el resguardo de ese gajo de sol que entre los huecos de las nubes y edificios cubre un trozo de acera”, se expone en la apertura del libro, cuando todo está aún por descubrirse.

Belén Gopegui. Fotografías por © Marta_Calvo

–  La voz narradora, como en otras de tus entregas, resulta muy interesante. Representa la parte más filosófica y trascendente de la historia. Sobrevuela sobre los personajes y sus vidas, sobre sus circunstancias concretas. Quiere saber, entender, narrar. ¿Hasta qué punto esa voz conecta con tus búsquedas más profundas? ¿Es ahí de donde partes, dónde te sitúas? 

– La voz narradora es quien cuenta la historia, es el punto de partida de cualquier novela, ella da el tono que es la posición desde dónde se narra y la intención, que viene a ser tanto el propósito como la elección de las personas destinatarias: a qué distancia están, qué están mirando, qué olvidaron, qué angustias sofocan, qué les hace reír, todo ello entrelazado en la elección del algo muy parecido a la música. La voz narradora conecta, sí, con uno de los sentidos que más me importan de la escritura, dejar de ser “uno mismo”. Tal como decía Juan Carlos Rodríguez, la literatura es una manera de decir “yo soy”, valerse de la contradicción que habita en esa frase para decir “yo no soy”, en el  sentido de Rimbaud del soy otro; en realidad, soy otras, quizá lo que Vallejo llamaba las individualidades colectivas, tanto como las colectividades individuales. 

Miedos, esperanzas y renuncias, nos acompañan mientras vamos pasando las páginas de una obra que aúna observación, reflexión, experiencia, empatía y emoción. Una obra en la que nos sumergimos como observadores, como testigos y también como protagonistas, porque estamos demasiado cerca de lo que se nos cuenta, y necesitamos poner palabras a lo que nos produce desvelos, encontrar complicidades, asideros, miradas distintas sobre lo que vivimos cada día. La casa de la novela es un refugio también para quienes llamamos a su puerta desde la condición de lectores preocupados por el rumbo de los acontecimientos. Reconozco mi interés, mi atracción por las narraciones que actúan como espejos de la sociedad, que ayudan a desenmascarar reglas, a visibilizar situaciones injustas, pero normalizadas. Que pasen de largo todos aquellos que consideran que la literatura es, sobre todo, el territorio del entretenimiento, de la evasión, no de la indagación, del cuestionamiento. Para ellos hay otras calles y otras puertas a las que llamar, ni mejores, ni peores, simplemente distintas. 

“¿Quién no tiene una diferencia, quién no tiene un dolor, un agujero, un daño recibido? ¿Quién no padeció violencia u omisión, a quién no se le clava aquel recuerdo, quién no tiene una uña menos, un dedo menos, una herida más, una energía sobrante y sin destino, una deuda imposible de saldar?”, va preguntando la voz narradora, recogiendo lo que dice uno, o tal vez todos los personajes. “Ninguna vida debería sostenerse en el daño de otras”, concluye tras una larga disertación.

La novela avanza en dirección a Jara, a su búsqueda. Las cosas han cambiado en la casa de Martín Vargas desde que se fue, pero los lazos de la pequeña comunidad se han reforzado de algún modo. Han pasado cosas, en el exterior y, sobre todo, en el interior de los personajes, convencidos de que la vida es otra cosa, algo que está más allá de las horas de trabajo, de los logros materiales. Las personas, las acogidas, los gestos auténticos, las verdades pequeñas, los sueños, las resistencias… 

Esas señales que detectan que algo está cambiando de manera subterránea, aún muy sutil, se perciben en este nuevo libro de Belén Gopegui, del mismo modo que en otras obras de ficción, de pensamiento. Aceptar la fragilidad, como hacen los personajes de Existiríamos el mar, y construir a partir de ella, es un comienzo, y también poner en el centro los cuidados, incluyendo el cuidado del planeta. Todo eso está ahí, se piensa, se escribe sobre ello… Hay colectivos sociales muy esperanzadores, pero aún no se ha producido un cambio generalizado de conciencia. Todo ello está, de algún modo, en la novela. “El mundo ha dado un vuelco y puede que mañana dé otros dos vuelcos seguidos”, reflexiona Camelia, mientras piensa en qué sería lo más valioso que debería enseñar, transmitir a su hija, dentro de esta novela que atrapa los ritmos y desasosiegos del ahora, pero también esa sensación de que algo se está acabando y algo está a punto de comenzar, aún indefinido, entre brumas. 

“El mundo ha dado un vuelco y puede que mañana dé otros dos vuelcos seguidos”, reflexiona Camelia, una de las protagonistas, mientras piensa en qué sería lo más valioso que debería transmitir a su hija, dentro de una novela que atrapa los ritmos y desasosiegos del ahora.

Los huecos y sus motivos, las desviaciones en el camino, la “gran red de causas conocidas y desconocidas que hacen que alguien pierda una oportunidad, que no cumpla con las expectativas marcadas, son motivos reconocibles en la obra de Gopegui que vuelven a aparecer aquí y que nos llevan al comienzo, a ese primer libro en el que alrededor del hueco se construye todo un mapa de coordenadas, de sentidos. Sobre ello le hago llegar a la escritora una última pregunta:

Ha pasado mucho tiempo desde La escala de los mapas. ¿Qué ha cambiado en Belén Gopegui desde entonces? El cariz más metafórico de esa primera novela se ha ido transformando. Los temas tratados parten de la realidad en tu obra posterior, pero, sin embargo, hay un deseo de huida de las convenciones, una especie de rebeldía, en muchos de tus protagonistas. Algo de Jara, su manera tan particular de pensar, de ver el mundo, de no adaptarse, de esconderse, me recuerda al Sergio Prim de La escala, a su búsqueda de un “hueco”, de un espacio en el que situarse, de una escala alternativa de la realidad. No sé… Igual me equivoco. ¿Cómo lo ves?

– No, no te equivocas, escribir, vivir, avanzar en el tiempo es producir diferencias, pero las diferencias solo existen con respecto a lo que permanece, entre aquella novela y esta algo permanece, algo muere, algo nace. Parte de ese no poder adaptarse porque el mundo no lo pone fácil -y quizá, también, porque el cableado de nuestro cerebro, y el de nuestros recuerdos y anhelos, tiene sus cortocircuitos-, permanece y lo comparten Sergio y Jara, si bien con respecto a Jara la materia de su desacuerdo, de sus sueños y sus vías de escape es más concreta, y está más ligada a la organización social. En cuanto a la actitud ya no de los protagonistas, sino de la voz que cuenta, Bob Pop citaba estas palabras de Anne Boyer: “Preferiría no escribir nada en absoluto que hacer propaganda del mundo tal cual es”. Aun cuando aquí la palabra “mundo” sea quizá poco precisa pues no es el mundo sino los mecanismos creados, y aun cuando prefiero hablar del estar que del ser, el sentido de la frase es inequívoco y atañe a la clase de literatura que más me importa.

Existiríamos el mar, de Belén Gopegui, ha sido publicado en Literatura Random House.

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