De isla a isla con Cees Nooteboom

Por Emma Rodríguez © 2018 / Se pregunta Cees Nooteboom si se puede llamar acontecimiento a un suceso, por mínimo que sea, que nos cambie el día. Lo hace después de contemplar a una abubilla que se posa a su lado mostrándole toda su belleza. Piensa a continuación en lo que dice Voltaire en Cándido, en la famosa frase de que tenemos que cultivar nuestro jardín, una frase tan abierta a múltiples reflexiones, y se pregunta si no será al revés, si no es el jardín el que le cultiva a él, el que le enseña a prestar atención a cosas insospechadas.

Me he sentido cómplice de Nooteboom, de su última entrega, 533 días, este último verano. He apreciado afinidades, sensaciones y búsquedas de isla a isla, porque el escritor holandés (La Haya, 1933) ha escrito esta obra, una especie de diario, desde Menorca, entrando y saliendo de esta isla tan significativa en su trayecto, donde, desde hace ya muchos años, pasa gran parte de su tiempo. Con ella en mi maleta partí yo rumbo a las Canarias, concretamente a Tenerife, mi tierra de origen, segura de que era la lectura ideal en la que sumergirme en otro jardín, con vistas a un mar, un océano, distinto. La sensación de isla, la vuelta a lugares que nos alejan de las presiones, de los ruidos habituales, propician el vuelo de las ideas, de los recuerdos, de la imaginación. La isla se convierte en un buen espacio para detenerse y reconocerse, para apreciar el silencio y acometer una cura de noticias, de actualidad. “¡Oh, el silencio…! ¡Qué maravilla! Hacer de vez en cuando una buena dieta de información, como un ayuno purificador, es probablemente uno de los actos de sobriedad más beneficiosos”, de forma irremediable acuden a mí las palabras del ensayista y ecologista Pierre Rabhi.

Eso es precisamente lo que yo me permití hacer, durante unas semanas, al Norte de mi isla, recobrando encuentros y conversaciones en familia, emociones renacidas, paisajes pegados a la piel, a la memoria, querencias y nostalgias. Un esquinazo a la agitación, un enriquecedor ejercicio de vivir el momento, de dejarse llevar por la sencillez de las cosas del jardín, por el fluir del tiempo, por los ritmos de su refugio balear, es lo que hace Cees Nooteboom en sus 533 días (Siruela) un diario, como os decía, muy particular, un cuaderno autobiográfico en el que va anotando impresiones, pensamientos, en el que va dando cuenta de sus puertos de llegada, de sus tránsitos, de su visión sobre la vida y sobre el mundo después de haberle dado tantas vueltas, después de haber visto y viajado mucho, de haber asistido como observador, como cronista, a acontecimientos claves de la historia reciente. Mantener el mundo alejado, en la medida de lo posible, porque no podemos dejar de sentir sus embestidas, sus golpes; porque no podemos mirar al mar y no pensar en la desesperación de tantos refugiados ahogados, de tantos seres humanos que huyen de la pobreza, del horror, y no son bien acogidos en un Primer Mundo que se protege, que se cierra, que teme a los otros, a los que llegan de lejos. La fealdad de la política, de dirigentes que atizan el fuego de la xenofobia, enturbia los deseos de acogerse en el jardín, de mirar hacia dentro, pero sabemos que es un ejercicio de introspección saludable para poder seguir adelante.

Un enriquecedor ejercicio de vivir el momento, de dejarse llevar por la sencillez de las cosas del jardín, por el fluir del tiempo, por los ritmos de su refugio balear, es lo que hace Cees Nooteboom en sus 533 días.

De esa contradicción entre el interior y el exterior, entre el yo y el mundo, habla Cees Nooteboom en esta entrega que resulta gozosa, pero que nos hace reflexionar sobre las sombras, las amenazas, de las sociedades en las que habitamos, de las democracias cada vez más endebles que estamos contribuyendo a construir con nuestros votos, con nuestras acciones –o inacciones–, con nuestros prejuicios y temores. “¿Y el Jardín? ¿Y el silencio? He mantenido el mundo a distancia, pero no me he caído de él, aún no. Un desgarro, sea el de España o el de Europa, tal vez se oiga mejor en el silencio”, argumenta el escritor, pendiente de las tensiones en Cataluña, del conflicto independentista, del enfrentamiento de banderas, una situación que observa con escepticismo, como señal del deshilachamiento de la Unión Europea.

Emma Rodríguez. Fotografía por Karina Beltrán © 2018

A lo largo de estos 535 días, condensados en poco más de 200 páginas, el autor vuelve a poner de manifiesto su devoción por las islas Baleares y por los paisajes y la cultura española, expresada en su libro Desvío a Santiago, un ensayo donde intentó describir todo aquello que le vincula a España y que tiene que ver, según explica, “con la imaginación de Cervantes y la gravedad de Zurbarán, con el todo y la nada de la guerra civil, con el duro clima de la meseta de Castilla y con todo aquello de uno mismo que se descubre en otra cultura”. Sin embargo, reconoce el veterano escritor que nunca acaba de acostumbrarse, de entender, un país que le resulta extraño cada vez que regresa de otros lugares, de Holanda, de Alemania, donde pasa las otras partes de su vida, o de viajes a países diversos, que visita por placer o por requerimientos profesionales (este cuaderno está lleno de idas y venidas).

Siempre llega el momento en el que siento la necesidad de entregarme a España, pero ¿cuál de las Españas posibles elijo en un país que amenaza cada vez más con desintegrarse?, se pregunta. Y prosigue: “Europa lleva medio siglo intentando convertirse en una nación de naciones; España se descompone, huye de sí misma, paga el precio de un pasado centralista; busca almas que sufrieron la represión en el pasado y que se califican a sí mismas de naciones; quiere alejarse de un periodo autoritario de lenguas prohibidas u ocultadas, de una historia ignorada; se desgarra a sí misma en un movimiento en direcciones contrarias como reacción a la corrupción y a la arrogancia; se convierte en una nación sin voluntad de ser una nación; tal vez ni siquiera una federación de naciones. No quiere ya una única bandera sino una orgía de banderas de diferentes naciones y caracteres moviéndose en dirección contraria al signo de los tiempos (…) Nadie sabe hacia dónde va. Y los que amamos este país nos hacemos a un lado mientras observamos y esperamos lo que tenga que venir”.

En un libro anterior, el interesantísimo ensayo Noticias de Berlín, compendio de crónicas sobre la capital alemana, y alrededores, antes y después de la caída del Muro, Nooteboom se muestra muy crítico con una Europa insolidaria, atenta fundamentalmente al dinero y alcontrol financiero, que no ha cuidado la integración de ideas y culturas. Habla de una unión que va renqueando como un niño desdichado, obstaculizada por lenguas múltiples, arraigadas ambiciones y un parlamento mimado, impotente y a menudo invisible”. La visión del viejo continente como desgarradura, como “cacofonía” reaparece en este recorrido, donde da cuenta también de su cercanía con Grecia y le preocupa lo sucedido en la cuna de la Democracia, la respuesta dada por los dirigentes europeos a la crisis del país tras el triunfo electoral de Syriza y la falta de soluciones que tuviesen en cuenta a una población cada vez más desencantada. El futuro europeo será oscuro si no se camina hacia una verdadera unión de pueblos solidarios, sigue avisando Nooteboom, quien, desde la isla, de noche, observa en la pantalla del televisor, imágenes de contiendas, atentados, manifestaciones, dirigentes que actúan movidos por intereses en unos y otros lugares… “Las constantes de la historia”, apunta. Y se plantea: “¿Hasta qué edad debe uno preocuparse del mundo? Yo nací antes de una guerra, mi padre murió en esa guerra y después ha habido guerras durante toda mi vida…”

Os invito a seguir leyendo. Acudid al libro y buscad la continuación de este fragmento, de este capítulo en el que me he detenido, porque es altamente conmovedora la argumentación de Nooteboom, su alusión a la violencia que repetidamente ha pasado a su lado, a los muertos en tantas barbaries que “han contaminado para siempre” su mirada; así como la enumeración de tantos momentos relevantes de los que ha sido testigo, su participación en los mismos, su compromiso, para finalmente concluir: “Tal vez no comprendiste nunca los mecanismos básicos del infortunio y es hora de que desaparezcas en tu jardín mientras los demás siguen moviéndose de modo irremediable por el mundo que funciona como un malentendido conforme a unas leyes que –ya leas a unos u otros historiadores, como Tucídides o Von Ranke, Gibbon o Tony Judt– no parecen cambiar nunca….”

En otro momento, a partir de un ensayo de Borges, El pudor de la historia, el escritor constata que al enfrentarse cada día a noticias sobre Grecia, el terrorismo yihadista, o los cientos de refugiados ahogados en el mar, no puede evitar pensar que “la historia carece de cualquier pudor”. Y se plantea: “Nosotros vivimos en un tiempo en que la historia de los acontecimientos se registra a diario. ¿Qué es lo que nos perdemos entre todo lo que no quisiéramos perdernos?”

Como veis, pese al retiro en su jardín de Menorca, no puede impedir Cees Nooteboom que le llegue el torbellino del mundo, aunque los años le han hecho ganar sabiduría y le han enseñado a tomarse las cosas con distancia y aplicar paciencia. Llegados a este punto, por todo lo expuesto, pienso en otro famoso Jardín, el de Epicuro, un lugar en un mundo agitado por continuas revueltas y trastornos bélicos”, de  “alegre moderación”, en el que, “frente a las perturbaciones de su tiempo, buscó el filósofo la imperturbabilidad o ataraxia; y frente a la servidumbre y el servilismo, la capacidad de gobernarse a sí mismo”, como dice el ensayista y filólogo Carlos García Gual en un texto con destino al volumen Filosofía para la felicidad (Errata naturae), donde sigue explicando que Epicuro puso tanto énfasis en el carácter curativo, sanador, de la filosofía por su impresión de vivir en “un mundo enfermo, sin rumbo y sin finalidad, sometidos los hombres a los terrores del futuro y a tormentos mutuos”.

Algo de todo esto parece haber animado al escritor holandés a emprender la aventura de este viaje que nos ocupa, el bello y revelador cuaderno de un hombre que ha decidido pararse a contemplar las estrellas y seguir su rastro; a aprender de los insectos, de los árboles, de los cactus (esenciales en el recorrido porque representan lo imperturbable y lo desconocido, el misterio de lo que aún no ha sido estudiado, analizado); a apresar el ritmo de las estaciones y de los días, con sus florecimientos y declives. El río de la vida, su corriente, impregna esta aventura. Llevo ochenta años en este mundo y no sé nada de cactus, arañas  ni tortugas, confiesa. Y en otro momento nos cuenta: “Nunca pretendí que este texto fuera un diario. Mi intención era centrarme en mi mundo interior y dejar de lado el exterior, donde he estado tanto tiempo y tantas veces. Tengo ahora la impresión de haber sido expulsado de este mundo exterior, de mi tiempo. Con mano dura. La palabra “edad” es ambigua. El tiempo corre de forma inexorable, pero la vida cambia y quiere acostumbrarse a su final. No hay nada patético en esa necesidad, y del jardín se aprende mucho”.

El escritor holandes ha decidido pararse a contemplar las estrellas y seguir su rastro; a aprender de los insectos, de los árboles, de los cactus; a apresar el ritmo de las estaciones y de los días, con sus florecimientos y declives.

Y junto a la naturaleza, al jardín, la cultura. Si algo es evidente para Cees Nooteboom es la importancia, la intensidad que llegan a adquirir los mapas literarios, pictóricos, musicales, con los que nos movemos y orientamos. Han sido una fuente de enriquecimiento para él y lo es para todos los que apreciamos su obra. Es, pues, también esta entrega, un diálogo abierto con muchos otros creadores: DanteMontaigne, Canetti, Proust, Gombrowicz, Borges, Joyce, Brecht, Frisch, Dürrenmatt, Kafka, Conrad y tantos otros. “Los lectores se alimentan de referencias y, para los lectores que además son escritores, la “referencitis” es una grave enfermedad”, afirma. Y yo pienso que para nosotros, quienes le leemos, son de agradecer las referencias. Al abrir las puertas de su casa, de su estudio en Menorca, el autor nos descubre lecturas y permite que las sigamos a su lado; que disfrutemos de la música que está escuchando en determinados momentos (aún tengo pendiente localizar algunas de las piezas clásicas que me ha dado a conocer). “Entre el exceso del mundo encuentro en la música un refugio donde detenerme y respirar, aunque sea brevemente”, señala.

Nooteboom parte de lo simple, de la observación de cosas pequeñas, de detalles: la descripción de un cactus, el batir de unas alas, el murmullo del viento, el sonido que hace un burro mientras come una gran zanahoria, la conversación con el jardinero que acude a cuidar del jardín… Pero, poco a poco, a través del hilo de sus pensamientos, con gran fluidez, va reflexionando y profundizando sobre los grandes temas: el tiempo, la muerte, la violencia, desplazándose hacia el ayer y haciéndose eco del presente, muy atento a fenómenos como el del cambio climático.

La memoria es fundamental en la entrega. De ahí, de ese manantial, emanan algunas de las escenas más conmovedoras del libro: recuerdos de su infancia, de su padre, muerto en la II Guerra Mundial, en el bombardeo de Bezuidenhot (La Haya, 1945); escenas de soldados abatidos que sigue teniendo muy presentes. “Cuanto mayor se hace uno, más muertos conoce. Ellos siempre están  cerca. Los espíritus nos rodean. Esta sensación la describí en un relato. Llega un momento en que uno conoce a más personas muertas que vivas. Es el momento en el que uno mismo se acerca a la muerte”, vamos leyendo.

La fluidez de la escritura, del discurrir de los pensamientos, de las emociones, de los quehaceres cotidianos, son algunas de las señas de identidad de este libro. A Cees Nooteboom le gusta cavilar y a mí me encantan sus cavilaciones, todo lo contrario a lo que le sucede al crítico flamenco, al que cita, que las considera excesivas y que también le achaca no ocuparse demasiado de las cosas del mundo. “Quizá lleve razón. Suele suceder a mi edad”, le responde desde las páginas de 535 días. “Me parece que el crítico es un hombre joven. Yo nunca me lo encontré en Bolivia en 1968, ni en Teherán en 1976, ni en Berlín en 1989, y me pregunto si se habrá fijado alguna vez en los cactus…”, prosigue. Os animo nuevamente a abrir el libro por esta página, porque la mordaz contestación no termina aquí.

Cees Nooteboom pone el punto final a su cuaderno un 15 de enero de 2016 en la localidad menorquina de San Luis. Lo había comenzado a escribir un 1 de agosto de 2014. Con esta obra tan llena de preguntas he mantenido yo un enriquecedor diálogo, como os contaba al principio, este último verano (agosto, 2018). De isla a isla, desde una edad y unas circunstancias diferentes, he trazado un puente de afinidad con el autor, porque también he recuperado infancias y memorias; porque también he vuelto a maravillarme, como siempre que acudo a mi tierra, ante lo más simple, y a tomar conciencia de la sencillez de la vida que se nutre de contemplación y sosiego. En compañía de Nooteboom he observado las pequeñas cosas del jardín que tanto cuida mi madre y me he acercado a la actualidad con mayor perspectiva, agradeciendo el paréntesis, sabedora, eso sí, de que las cosas del mundo, por muy alejadas que parezcan, están demasiado cerca como para darles la espalda.


 

“533 días” ha sido publicado por la editorial Siruela, traducido del neerlandés por Isabel-Clara Lorda Vidal. Incluye fotografías de Simone Sassen.

Las fotografías han sido realizadas por Karina Beltrán © 2018 en el pueblo de Buenavista del Norte (Tenerife, Canarias).

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