Por Emma Rodríguez © 2014 / Si hay un pensador de las ideas políticas al que merece la pena acercarse si de verdad queremos entender los derroteros de las sociedades contemporáneas, ése es Tony Judt, un interesantísimo historiador que falleció en 2010, con apenas 62 años, a consecuencia de una enfermedad degenerativa, dejándonos el legado de una obra en la que ya atisbó los fracasos del presente. Ahora recuperamos su voz, el ímpetu de sus análisis críticos, contrastados y detenidos, a través de la lectura de “El peso de la responsabilidad”, un nuevo libro que acaba de ser publicado en nuestro país por Taurus y que es un compendio de tres cortos y reveladores estudios sobre el pensamiento, las biografías, las decisiones e indecisiones de tres intelectuales esenciales en la Francia del siglo XX, tres figuras que representan todas las contradicciones de una época convulsa: Albert Camus, Raymond Aron y Léon Blum.
Para los que ya conocen títulos suyos como “Postguerra” o “El refugio de la memoria”; para quienes se hayan acercado a la obra con la que este hombre se despidió del mundo, un deslumbrante testamento, una reveladora conversación con otro historiador, Timothy Snyder, en la que Judt fue desplegando sus experiencias y circunstancias vitales, bajo el título de “Pensar el siglo XX”, este tomo que ahora llega a nuestras manos podría considerarse un enriquecedor apéndice, ya que el autor sigue indagando en el que fue su gran tema de estudio, su gran obsesión, esa Europa precedente con su carga de terror y con el estallido de esperanza que se abrió tras las contiendas, una esperanza apoyada en el convencimiento del avance, de la mejora, de la luz, por fin, que llegaba con la instauración de las democracias constitucionales.
Quienes no le hayan descubierto encontrarán estimulante este nuevo recorrido, pero harían bien en acercarse primero a alguno de sus libros anteriores, siendo en mi opinión recomendable para entablar contacto con su discurso ese testamento ya citado que levantó a pesar de la fatiga, del dolor, de la enfermedad, y, sin duda alguna, “Algo va mal”, el más conocido de sus ensayos, especialmente atrayente por su capacidad visionaria. Judt supo ver anticipadamente de qué forma los habitantes del siglo XXI íbamos a ser atrapados en las garras del capitalismo, en el cinismo de gobernantes más preocupados por defender los intereses de la banca que los derechos de los ciudadanos. Supo ver de qué manera el planeta estaba siendo demolido ante la ceguera de esos poderes que preferían seguir adelante, sin freno, con sus negocios y especulaciones, antes de aceptar el peligro de realidades como la del cambio climático.
Tony Judt supo ver anticipadamente de qué forma los habitantes del siglo XXI íbamos a ser atrapados en las garras del capitalismo, en el cinismo de gobernantes más preocupados por defender los intereses de la banca que los derechos de los ciudadanos. Supo ver de qué manera el planeta estaba siendo demolido ante la ceguera de esos poderes que preferían seguir adelante, sin freno, con sus negocios y especulaciones, antes de aceptar el peligro de realidades como la del cambio climático
Firme defensor de las sociedades del bienestar, convencido de que lo mejor era la socialdemocracia, pero crítico con sus inconsistencias, con su alejamiento de las ideas de la izquierda, Tony Judt ya sospechaba de qué forma tan acelerada ese modelo se iba deteriorando cada vez más. Cuando murió, aún no eran tan escandalosas las cifras del paro en los países del Sur, ni las estadísticas sobre el aumento de la desigualdad tan alarmantes. Aún no se cerraban las fronteras a los emigrantes de un modo tan deleznable ni los enfermos europeos sin dinero temían verse despojados de sus tratamientos, pero el desencanto ya flotaba en el ambiente y también la sensación de que todo podía empeorar. Judt fue de los primeros en aportar perspectiva, argumento, a esa frustración. Publicado en nuestro país en 2010, “Algo va mal” es, en cierto modo, el el último paso de una trayectoria abarcadora, la aproximación a lo que habría de llegar, a lo que ya está sucediendo, después de un larguísimo paseo por los laberínticos corredores del pasado, de la Historia reciente.
“No podemos seguir viviendo así. El capitalismo no regulado es el peor enemigo de sí mismo: más pronto o más tarde está abocado a ser presa de sus propios excesos y a volver a acudir al Estado para que lo rescate. Pero, si todo lo que hace es recoger los pedazos y seguir como antes, nos aguardan crisis mayores durante los años venideros”, señalaba Judt. Todo es lucidez en “Algo va mal”, desde el principio, desde la cita de Tocqueville que el autor toma para encabezar la introducción a su libro: “No puedo evitar temer”, escribía el político e historiador francés, “que los hombres lleguen a un punto en el que cada teoría les parezca un peligro, cada innovación un laborioso problema, cada avance social un primer paso hacia una revolución, y que se nieguen completamente a moverse”.
Tony Judt estaba convencido de que “había algo completamente erróneo en la forma de vida en que vivimos hoy”. “Durante 30 años hemos hecho una virtud de la búsqueda del beneficio material: de hecho esta búsqueda es todo lo que queda de nuestro sentido de propósito colectivo”, escribía, percibiendo la incapacidad de imaginar alternativas y la cobardía del miedo. “El miedo al cambio, a la decadencia, a los extraños y a un mundo ajeno, está corroyendo la confianza y la interdependencia en que se basan las sociedades civiles”, ponía de manifiesto.
Sus advertencias, sus pronósticos, siguen en pie. Pocas cosas han cambiado. Tal vez que las necesidades acuciantes de sobrevivir han ahogado las alertas sobre los daños a la naturaleza y al Medio Ambiente; tal vez que ese miedo al cambio -me gusta creerlo- se ha diluido y que ahora mismo sectores cada vez más amplios de la población anhelan tomar una dirección diferente, conscientes de que a lo que de verdad hay que temer es a la traición de los ideales y de las promesas, al descalabro de los derechos adquiridos, al ninguneo de la voz de la calle. ¿Hasta cuándo todo esto? ¿Cuándo llegará esa renovación, esa transformación social, de vuelta a la esperanza, que Tony Judt tanto anhelaba?
“Durante 30 años hemos hecho una virtud de la búsqueda del beneficio material: de hecho esta búsqueda es todo lo que queda de nuestro sentido de propósito colectivo”, escribía, percibiendo la incapacidad de imaginar alternativas y la cobardía del miedo. “El miedo al cambio, a la decadencia, a los extraños y a un mundo ajeno, está corroyendo la confianza y la interdependencia en que se basan las sociedades civiles”, ponía de manifiesto.
“El fracaso democrático trasciende las fronteras nacionales. El vergonzoso fiasco de la Cumbre del Clima en Copenhague en diciembre de 2009 ya se está traduciendo en cinismo y desesperanza entre los jóvenes: ¿qué va a ser de ellos si no nos tomamos en serio las implicaciones del calentamiento global? El desastre sanitario en Estados Unidos y la crisis financiera han acentuado la sensación de impotencia incluso entre los votantes con mejor voluntad. Hemos de actuar guiándonos por nuestra intuición de una catástrofe futura”. Así lo veía el historiador, quien atacaba con argumentos la lógica de los mercados. “Pero, ¿qué hay de esos bienes que los seres humanos siempre han valorado y que no se pueden cuantificar? ¿qué hay del bienestar? ¿Y de la justicia o la equidad?”, se preguntaba. Y hacía un llamamiento a recuperar el rumbo, las esencias que impulsaron a la socialdemocracia, la idea de igualdad y de acción colectiva por encima de todo, más allá de intereses particulares y partidistas. “Se trata de optar entre la política de la cohesión social, basada en unos propósitos colectivos, o en la erosión de la sociedad mediante la política del miedo”, señalaba.
Confiaba Judt en que habría de llegar una nueva época en la que se erradicara el egoísmo y la ambición desmedida. Creía que en un momento dado el propósito de la vida ya no sería el de tener éxito en los negocios y observaba con cierta nostalgia los tiempos en que los jóvenes se entusiasmaban con la política radical y leían a Marx. “Como ciudadanos de una sociedad libre tenemos el deber de mirar críticamente a nuestro mundo. Si pensamos que algo está mal, debemos actuar en congruencia con ese conocimiento. Como sentencia la famosa frase, hasta ahora los filósofos no han hecho más que interpretar el mundo de diversas formas; de lo que se trata es de transformarlo”. De este modo ponía fin a su ensayo, a la manera de una puerta abierta.
Si algo hizo él toda su vida fue aplicar el sentido crítico. Si algo hizo hasta llegar a argumentar sobre el fracaso de los comienzos del siglo XXI fue partir del análisis de los antecedentes, insistir en que sólo interpretando adecuadamente el pasado era posible aprender de sus errores y no repetirlos. En “Pensar el siglo XX” Judt sigue lanzando sus dardos contra el capitalismo y se afana en transmitir el mensaje de que ya es hora de volver la atención hacia la distribución de los bienes, a “hablar más de retribuciones y necesidades que de resultado y eficacia”. En su intensa charla con Timothy Snyder se refiere a “la inconsciencia de no valorar suficientemente la catástrofe social derivada de las desigualdades”, se opone a los procesos de privatización que tanto estimula el neoliberalismo y aboga por llegar a sociedades formadas por ciudadanos, por votantes cultos, bien informados, porque esa es la única manera de hacer frente a las políticas abusivas de los gobernantes.
En ese ensayo esclarecedor el historiador da una vuelta de tuerca a la narrativa del horror que domina la imagen del siglo que acabamos de dejar atrás. Pretende ser optimista y nos convence. “El siglo XX es una constante relación de desdichas humanas y sufrimiento colectivo del que hemos salido más tristes pero también más sabios”, dice. Y emprende un viaje que arranca en la primera contienda mundial y en la Revolución rusa y que hace paradas en los capítulos del holocausto, del nazismo, del comunismo, del sionismo, del capitalismo, dando el protagonismo que corresponde a personalidades como Freud, Hannah Arendt, Sartre y tantos otros intelectuales, políticos y economistas de relieve.
Judt se afana en transmitir el mensaje de que ya es hora de volver la atención hacia la distribución de los bienes, a “hablar más de retribuciones y necesidades que de resultado y eficacia”. En su intensa charla con Timothy Snyder se refiere a “la inconsciencia de no valorar suficientemente la catástrofe social derivada de las desigualdades” y aboga por llegar a sociedades formadas por votantes cultos, porque esa es la única manera de hacer frente a las políticas abusivas de los gobernantes.
No olvida Judt las dictaduras, la violencia, la sangre derramada, pero intenta ir más allá, poner la necesaria perspectiva. “Para cuando llegó la Segunda Guerra Mundial, había mucha más gente de la que ahora nos gusta pensar para la cual la elección entre el fascismo o el comunismo era lo que importaba. Nos resulta difícil recordar una época en la que eran mucho más creíbles que las democracias constitucionales que ambos despreciaban. En ningún sitio estaba escrito que las últimas ganarían la batalla de corazones y mentes, y mucho menos la guerra”.
Tampoco está escrito ahora hasta qué punto los ciudadanos, organizados en nuevas plataformas cívicas, conscientes de la necesidad de participar en política, podrán dar el necesario y esperado cambio de timón. Esta podría ser la continuación de ese discurso. Tony Judt comprendía la incertidumbre del presente, arremetía contra “el comportamiento impredecible de ciertos Estados” y vaticinaba: “Intelectuales y filósofos políticos nos encontraremos enfrentados a una situación en la que nuestra principal tarea no será imaginar mundos mejores, sino más bien en cómo evitar que sean peores”.
Judt no fue un pensador sumiso ni cómodo en los círculos universitarios e intelectuales estadounidenses. De origen judío, formado en una familia de izquierdas, siempre siguió sus propias convicciones y razonamientos, aunque en determinados momentos fuera consciente de que se estaba alejando de lo políticamente correcto y de que eso le llevaría a ser excluido, silenciado, en los círculos intelectuales y académicos, incluso entre los colegas que hasta entonces se habían puesto de su lado. Así le sucedió a partir del 11 de septiembre de 2011, cuando se implicó de una manera más polémica en los asuntos políticos y, frente a la tendencia generalizadas, se opuso contundentemente a la guerra de Irak y a las políticas de Bush y Blair.
Judt no fue un pensador sumiso ni cómodo en los círculos universitarios e intelectuales estadounidenses. De origen judío, formado en una familia de izquierdas, siempre siguió sus propias convicciones y razonamientos, aunque en determinados momentos fuera consciente de que se estaba alejando de lo políticamente correcto. Así le sucedió a partir del 11 de septiembre de 2011, cuando se opuso contundentemente a la guerra de Irak y a las políticas de Bush y Blair
Ahí es donde encontramos el hilo de conexión con “El peso de la responsabilidad”, donde sus tres protagonistas -Albert Camus, Raymond Aron, Léon Blum- participan, cada cual a su manera, de ese sentimiento de exclusión en algún momento de sus trayectorias, de ese perfil de “outsiders”, de espíritus críticos incluso dentro del círculo de sus afines, contra los males de movimientos en los que estaban inmersos, a los que se sentían cercanos; en el caso de Camus, por ejemplo, su no aceptación del estalinismo, en un primer momento venerado por una izquierda a la que él pertenecía, pero que se negaba a ver, a juzgar, las atrocidades del régimen ruso.
Si a algo enseña este libro es a reflexionar a partir de las complejidades, de los contrastes. Nada es blanco o negro, parece decirnos Judt. En los matices es donde puede encontrarse una cierta verdad, un hueco hacia la comprensión. Él no juzga. Intenta acercarse a las circunstancias de cada uno de sus protagonistas y analizar sus acciones en el contexto y ante las presiones de su época. Es el suyo un ejercicio de análisis a partir de la empatía, a partir también de una cierta complicidad hacia aquellos inconformistas que buscan la verdad aunque les duela, aunque en ocasiones se contradiga con sus deseos y creencias. Tony Judt se pone claramente del lado de los desplazados, de los resistentes, de los que no claudican. Es la valentía moral que lleva a mantener encendidos debates con el tiempo en el que se vive lo que atrae especialmente al autor. ¿Hasta qué punto le han influido estos hombres que antes que él se plantearon hasta dónde tenía que llegar, a qué precio, su grado de compromiso?
Si algo aprecia el ensayista es la capacidad de sus tres protagonistas para “poner de manifiesto valores personales y privados por encima de los apreciados por la comunidad”. He ahí el rasgo que los distingue, que los hace grandes. Las tres trayectorias que merecieron la atención de este pensador nacido en Londres, que impartió clases en algunas de las principales universidades británicas y norteamericanas, resultan apasionantes porque, de nuevo, nos llevan al centro de las turbulencias del siglo XX, al núcleo de los temas esenciales que han definido el pensamiento político europeo.
El capítulo sobre Albert Camus es interesantísimo porque muestra a un hombre que duda, que se debate entre sus sentimientos y sus razones. “La responsabilidad intelectual no consistía en tomar una postura sino en negarse a compartir una que no se tenía”, señala Judt al referirse al silencio del escritor respecto a la guerra de Argelia, un conflicto que le tocaba muy de cerca, que le hacía sentirse dividido entre su amor a su tierra de origen y su adhesión a Francia, y ante el que, precisamente por eso, prefirió no pronunciarse con contundencia.
Siendo muy diferentes, entre sí, Camus, Aron y Blum, se convierten en espejos de la realidad que vivieron. Los tres -éste es otro de los puntos en común- sufrieron altibajos en la apreciación de los demás hacia sus actos y obras y supieron lo que es la incomodidad cuando se opta por ir a contracorriente, por elegir la senda de la sinceridad y no representar en todo momento el papel público que la sociedad espera.
“En una cultura tan resueltamente polarizada entre la derecha y la izquierda, Camus no era asimilable”, reflexiona Judt, quien repasa la postura del autor de “La peste” ante los colaboracionistas y su alejamiento de los intelectuales de izquierda que no acababan de condenar los crímenes de Stalin. “Lo difícil”, recoge sus palabras, “es observar que una revolución se equivoca y seguir sin perder la fe en su necesidad. Este es precisamente nuestro dilema”.
“En una cultura tan resueltamente polarizada entre la derecha y la izquierda, Camus no era asimilable”, reflexiona Judt, quien repasa la postura del autor de “La peste” ante los colaboracionistas y su alejamiento de los intelectuales de izquierda que no acababan de condenar los crímenes de Stalin. “Lo difícil”, recoge sus palabras, “es observar que una revolución se equivoca y seguir sin perder la fe en su necesidad. Este es precisamente nuestro dilema”.
Tony Judt traza el retrato de Camus como un intelectual a la búsqueda permanente del equilibrio, como un hombre que pasó de ser admirado por sus contemporáneos a convertirse en blanco de sus críticas. Vilipendiado por Sartre y sus seguidores a raíz de la publicación de “El hombre rebelde”, un ataque directo a los mitos revolucionarios que le apartó de los que hasta entonces habían sido los suyos, el escritor defendía una izquierda más pura, capaz de combatir el mal en sus múltiples formas. Del lado del movimiento sindical, estaba convencido de que cualquier política que diese la espalda al proletariado estaba condenada al fracaso. Más que un intelectual, para Judt Camus fue un moralista, “un hombre cuyo distanciamiento del mundo de la influencia o del poder le permitió reflexionar desinteresadamente sobre la condición humana, sus ironías y verdades”, provocando con esa postura no únicamente la incomodidad de los otros sino la suya propia.
El interés personal me ha llevado a detenerme especialmente en el capítulo dedicado al autor de “El extranjero”, pero igualmente atractivos resultan los dedicados a Raymond Aron y a León Blum. El primero, filósofo y brillante profesor de ideas conservadoras, representa al intelectual público convencido de que es necesario implicarse en los debates políticos importantes, aportando el propio criterio, aún a sabiendas de que va en contra de lo aceptado mayoritariamente. El segundo es una figura bastante olvidada que Judt devuelve al presente con toda su fuerza, “como una especie de hombre del Renacimiento”, por su triple condición de crítico literario, jurista y líder socialista que llegó a convertirse en el primer presidente de este color en la historia de Francia (Frente Popular, 1936) .
A través de la biografía, de los logros y fracasos de Blum, el ensayista nos conduce hacia la Europa del antisemitismo, hacia una Francia herida por la Ocupación. Al igual que Camus, éste supo lo que significaba sentirse un exiliado en su propio país, atenazado por sus responsabilidades y por la fuerza de sus propias ideas. “Ser un judío destacado -y el líder de un partido político “revolucionario” con estilo propio- era una invitación al oprobio y la aversión incluso en ámbitos respetables. Ser un socialista judío defendiendo una postura firme contra Hitler era invitar al juicio crítico de la izquierda y a sugerencias susurradas de que se favorecía así una guerra judía. Ser judío en la Francia de Vichy, incluso judío francés, era estar en permanente riesgo. Y ser León Blum significaba ser entregado por Vichy a los alemanes para ser llevado a un campo de concentración”, baste este párrafo para animar a recorrer una biografía digna de una novela, de una película.
La historia de Blum es la historia de un tiempo cruel y de un fracaso. Una historia que dice mucho de la idiosincrasia de la izquierda en Europa, una izquierda condenada siempre a las divisiones. Defensor de la igualdad de las mujeres, del sufragio universal, causa a la que no todos los intelectuales del momento se adscribieron, y artífice de muchos de los derechos sociales alcanzados por los trabajadores, Blum fue, sin embargo, un dirigente solo, atacado constantemente por sus orígenes y por sus erróneas decisiones de tipo económico.
La historia de Blum es la historia de un tiempo cruel y de un fracaso. Una historia que dice mucho de la idiosincrasia de la izquierda en Europa. Defensor de la igualdad de las mujeres, del sufragio universal, y artífice de muchos de los derechos sociales alcanzados por los trabajadores, Blum fue, sin embargo, un dirigente solo, atacado constantemente por sus orígenes y por sus erróneas decisiones de tipo económico.
De la mano de Raymond Aron viajamos a otra época, la de las revueltas estudiantiles de mayo del 68, a las que éste se opuso, consciente de que iba a granjearse el rencor de los círculos académicos y estudiantiles del momento. “No llegó a entender el característico espíritu de esa generación (…) Subestimó el duradero impacto de los acontecimientos de ese año en la vida y la cultura públicas en Francia”, le recrimina Judt, quien sin embargo valora de él su “extraordinaria clarividencia” respecto al surgimiento del fascismo y sus fatales resultados.
De origen también judío, crítico con las posturas de la izquierda ante infinidad de causas, pero también con las convenciones de la derecha; capaz de cargar contra alguien afín a sus ideas o de admirar y alabar a un oponente brillante en sus argumentaciones, Raymond Aron vivió también la experiencia del aislamiento. Pero en su caso el orden se invirtió, ya que, a diferencia de lo que pasó con Camus y Blum, él, que había sido marginado, llegó al final de su vida a “convertirse en objeto de admiración y de respeto”.
Al final de la lectura de “El peso de la responsabilidad” se imponen muchas preguntas: ¿dónde está el compromiso del intelectual hoy? ¿Cuántos compromisos hacen falta para combatir esta especie de guerra soterrada de los fuertes contra los débiles en que se está convirtiendo el presente? Judt recurre a otras preguntas incómodas, dolorosas, que Albert Camus lanzó en su día ante un grupo de intelectuales, entre los que se encontraba Sartre, para finalizar su análisis sobre el escritor. Interrogantes que hoy siguen siendo necesarios. “¿No creéis que somos todos responsables de la ausencia de valores? ¿Y si nosotros, que venimos todos del “nietzscheanismo”, el nihilismo y el realismo histórico, anunciamos públicamente que estábamos equivocados; que los valores morales existen y que por tanto haremos lo que tenga que hacerse para establecerlos e ilustrarlos? ¿No creéis que eso podría ser el comienzo de la esperanza?”. He aquí un mensaje de extraordinaria potencia. “La apuesta de Camus sigue sobre la mesa, ahora más que nunca”, concluye Tony Judt. Totalmente de acuerdo.
Tanto “El peso de la responsabilidad”, como “Algo va mal” y “Pensar el siglo XX” han sido publicados por Taurus.
En las fotografías, de arriba a abajo: Tony Judt, Albert Camus, León Blum, Raymond Aron y nuevamente, cerrando, Tony Judt.