Emma Rodríguez © 2019 /
Vida en el jardín, de la escritora británica Penelope Lively, es un libro que llevaba tiempo queriendo leer. Nunca he cuidado de un jardín, pero siempre he disfrutado de su entorno, del jardín (en el norte de Tenerife) donde mi madre es capaz de pasar horas y horas, absolutamente entregada a la tierra y a las plantas, ensimismada, sin entender, como me dijo hace poco, que haya gente que le pregunte si merece la pena tanto trabajo, tanto esfuerzo. Claro que merece la pena, toda pasión merece la pena, mucho más cuando esa pasión resulta tan liberadora, cuando es fuente de gozo para quien la cultiva como para sus allegados. Lo sabe, y lo explica extraordinariamente bien Lively en la obra que ahora tengo en las manos, publicada por Impedimenta, con su portada floral tan llamativa y hermosa.
No he cuidado personalmente de un jardín, pero con vistas al de mi casa familiar he tenido experiencias de lectura formidables. Tal vez por eso, suelo asociar su imagen a la literatura. Tal vez por eso y, desde hace tiempo, me siento cada vez más cautivada por los jardines y los libros sobre jardines. En otro número de Lecturas Sumergidas os hablaba de mi descubrimiento del jardín del autor holandés Cees Nooteboom, en Palma de Mallorca. Un espacio para la reflexión y para la contemplación del mundo, de sus devenires, desde el alejamiento y el recogimiento.
El jardín de Penelope Lively está en Londres y para ella el cultivo, la escritura y la lectura están muy unidas. No en balde todo tiene que ver con el hecho de sembrar y recolectar; sembrar semillas, sembrar palabras, disfrutar de su desarrollo, de sus brotes. Su libro, como el de Nooteboom participa de la biografía y de la reflexión filosófica, pero ofrece una mirada más profesional de la jardinería, una ocupación en la que los ingleses son expertos. Las especificidades, prácticas y modas que mueven este oficio o pasión, entran en las páginas de una entrega que hará las delicias de cualquiera que practique la disciplina. Disfrutarán enormemente con lo que cuenta la autora, del mismo modo que los que entramos en el grupo de los buscadores de rincones para la contemplación, felices de ir atravesando los jardines de los que nos habla, tanto ficticios como reales.
En esta entrega hay jardines que buscan la perfección y jardines más salvajes; jardines emocionales y jardines de revista, salidos de la mano de famosos paisajistas. Lively traza un recorrido histórico que parte del Jardín del Edén, un mito estimulante, pese a todo lo que lo rodea, y nos lleva de viaje hasta los Jardines de Babilonia. Se detiene en célebres entornos como el de las escritoras Virginia Woolf, Elizabeth Von Arnim o Vita Sackville West, y no olvida el hechizo de los espacios de flores, plantas y nenúfares cultivados por pintores como Matisse o Monet, inmortalizados en sus pinturas.

Sin olvidar esos jardines en los que nos hemos sumergido a través de la lectura, como el de Alicia en el país de las maravillas, ni, por supuesto, su primer jardín, el jardín de su abuela en El Cairo, ciudad donde nació en 1933 y donde pasó los inolvidables años de su infancia. “Yo me crié en un jardín. Casi literalmente, porque se trataba de un caluroso y soleado jardín en Egipto, donde buena parte de la vida cotidiana se desarrollaba al aire libre (…) Para mí el jardín era una especie de paraíso íntimo, hondamente personal, con escondites que yo solo conocía: una hamaca de ramas en un seto, donde me tumbaba a leer “Vencejos y amazonas” y “Cuentos de Troya y Grecia”; un particular eucalipto con el que me sentía en comunión animista; el jardín acuático a la sombra de los bambúes, donde se concentraban los renacuajos en torno a las raíces de las calas…. Todavía puedo dibujar un mapa de aquel jardín con todo detalle...”
Penelope Lively traza un recorrido histórico que parte del Jardín del Edén, nos lleva hasta los Jardines de Babilonia y se detiene en célebres entornos como el de las escritoras Virginia Woolf, Elizabeth Von Arnim o Vita Sackville West.
A la jardinería como realidad y como metáfora se refiere la autora en las páginas de introducción. “Si bien la jardinería es control y conquista de la naturaleza, también constituye un desafío al tiempo”, señala. Y más adelante nos dice: “Cultivamos para mañana, y aún para después. Cultivamos con expectación, y esa es la razón de que resulte tan estimulante. Cuando se practica la jardinería, una deja de estar atrapada en el aquí y el ahora: piensas en el ayer, y en el mañana, piensas en cómo se dio esto o aquello el año pasado, forjas tus esperanzas y tus planes para el año siguiente. Y en mi caso está, además, la sensación de perpetuo asombro que me producen ese frenesí por medrar, la tenacidad de la vida vegetal, el dictado imparable de las estaciones”.
Quienes nos adentramos en este libro encontramos sosiego y un espacio recorrido por la felicidad, la felicidad de las pequeñas cosas, de los detalles, de los paisajes. Mi gusto por las obras que hablan de experiencias en jardines corre en paralelo a mi búsqueda de libros sobre el silencio y la pausa. Si bien son lecturas placenteras, de cariz filosófico, reflexivo, las entiendo también como un modo de rebeldía, como una manera de enfrentarse a las prisas, a los ruidos de un presente demasiado invasivo. Trayectos a contracorriente, discursos al margen, caminos periféricos desde los que asomarse a la incertidumbre, desde los que tomar distancia, apreciación de las afueras como manera de aproximación a la bondad perdida; como modo de resistencia a la información, al exceso de actualidad (todo esto último que digo está inspirado por las lecturas de La resistencia íntima y La penúltima bondad, del filósofo Josep Maria Esquirol).

Comenta Penelope Lively que proviene de una familia enamorada de la jardinería: su abuela, su madre, su hija, su nieta. En su caso, siempre ha tenido la ayuda de su marido, una complicidad en pareja, del mismo modo que la que mantuvieron Virginia y Leonard Woolf en Monk’s House, espacio ya mítico de la literatura, que compraron en Rodmell, cerca de Lewes, en julio de 1919, cuando ella tenía treinta y siete años. Un lugar desvencijado, sin apenas comodidades, pero con tres cuartos de acre de jardín. “Está claro que él era el jardinero jefe, mientras que Virginia hacía las veces de cómplice interesada y de ayudante asidua”, relata Lively, quien hace referencia al cobertizo de trabajo de la autora de Una habitación propia, “ubicado en un rincón del jardín de frutales”, y que aparece repetidamente en sus diarios.
“Si bien la jardinería es control y conquista de la naturaleza, también constituye un desafío al tiempo”, señala Penelope Lively en las páginas de introducción de “Vida en el jardín”.
“Las horas en un jardín nunca son horas perdidas”, me gustaría que mi madre les dijese a quienes se acercan a la verja y al verla trabajando le comentan que no merece la pena tanto esfuerzo. “No son horas perdidas, porque devuelven el tiempo invertido en forma de estímulo, de energía, de alegría, de serenidad...”, me gustaría que les contestase. Claro que merece la pena “hundir las manos en la tierra, descifrar el tiempo”, como señala Lively. Pero se necesita una cierta sensibilidad para entenderlo. Se necesita apreciar el placer de lo no urgente, de la lentitud.
Vida en el jardín es una obra deliciosa por lo que cuenta y por cómo se cuenta. Reconozco que la parte más técnica, por decirlo de algún modo, los capítulos dedicados a las modas y las técnicas, me han interesado menos, pero se han compensado con aquellos en los que se describen y se exploran los jardines en los que grandes creadores sintieron que estaban atrapando un pedazo de paraíso, caso de Virginia Woolf, que anotó en su diario: “La dicha pura y rudimentaria del jardín… Desherbando todo el día para terminar los parterres con una extraña suerte de entusiasmo que me ha hecho decir que esto es la felicidad. Los gladiolos erguidos en formación; la celinda en flor. Hemos permanecido fuera hasta las nueve de la noche, a pesar de que era una tarde fría. Entumecidos y cubiertos de arañazos hoy, con tierra como chocolate debajo de las uñas”.

La historia que nos cuenta Penelope Lively del jardín de los Woolf es muy hermosa. Aunque la autora de Las olas y Al faro no parecía tener demasiados conocimientos y habilidades para la jardinería, “observaba los jardines y las plantas con intensidad” y era capaz de “ponerse a ello de manera decidida, mancharse las manos, atacar a los dientes de león y a la hierba cana”. Y sabía reflejar la belleza del jardín en sus narraciones, que aparece como telón de fondo en algunas de sus novelas y en cuentos como Kew Gardens, donde el entorno vegetal resulta esencial.
“Un jardín, y la jardinería como actividad, eran tan terrenalmente reales para Virginia Woolf como para cualquier persona: pero, en sus obras de ficción, jardines y plantas son manipulados, reinventados, sometidos al propósito del discurso narrativo en cuestión. Esto sucede una y otra vez (…) el jardín de ficción estará enraizado en la experiencia personal del autor, pero en el papel se convierte en una metáfora”, voy leyendo. Sin duda los jardines son territorios fértiles para la creación y proporcionan no solo a quienes los cultivan, sino también a los que los contemplan, momentos placenteros, simples, auténticos.
“El jardín literario pudo actuar en mi caso como aliciente, en mi caso, a una edad muy temprana, mientras leía en aquel espacio íntimo dentro de un seto egipcio y leía con ese ensimismamiento tan único –y por siempre irrecuperable propio de la lectura de la infancia, cuando un mundo ficticio invade el real y una ya no sabe distinguir cuál es cuál”, apunta la escritora. La palabra clave es ensimismamiento. El jardín procura esa sensación, que, además, es el estado ideal para la lectura. Quienes cultivan el jardín se ensimisman; igual que quienes nos entregamos a la lectura. En lo que a mí respecta nunca he dejado de ensimismarme, de sumergirme en los libros como si en ellos estuviese el único mundo posible. Y esa experiencia, como decía antes, ha sido especialmente intensa en el jardín de la casa familiar en Tenerife.

Vida en el jardín nos ofrece, además, la belleza de su prosa. La poesía emana de la naturaleza; los sentidos despiertan; la hondura emocional se acentúa entre los árboles y las plantas, como bien saben los escritores japoneses (pienso ahora en Yasunari Kawabata). Este libro está lleno de color y de palabras mágicas que dan nombre a las flores, a las especies vegetales. Renoir, Caillebotte, Matisse, Monet, Van Gogh, Bonnard, Édouard Vuillard, Max Liebermann, Emil Nolde, Paul Klee y tantos otros creadores, recurren a los jardines como fuentes de inspiración. “Estos artistas se sirven del jardín para la recreación de estados anímicos y ambientales”, señala la autora, quien se detiene ante obras especialmente significativas, analizando sus tonalidades, sus texturas, sus sentidos.
Los jardines suelen reflejar experiencias gozosas, pero también pueden resultar perturbadores, inquietantes, decadentes, símbolos de la destrucción y el abandono que genera el paso del tiempo. Nuestra autora busca ejemplos en la literatura y en la pintura, recorre los espacios de la creación, los analiza. Jardines escritos, soñados, secretos, paraísos o laberintos de pesadilla.
Renoir, Caillebotte, Matisse, Monet, Van Gogh, Bonnard, Édouard Vuillard, Max Liebermann, Emil Nolde, Paul Klee y tantos otros creadores, recurren a los jardines como fuentes de inspiración.
Lively consigue una magnífica mezcla narrativa, un cóctel floral espléndido en este libro que introduce visitas a célebres jardines, anécdotas personales sobre la actividad, retazos biográficos, apreciaciones técnicas y de estilo, acercamientos a los distintos tipos de jardín y también a los huertos y parcelas de cultivo en la periferia londinense… Y, como os decía, a su lado atravesamos jardines de conocidos creadores. Me he detenido en el de Virginia Woolf, pero no resulta menos atractivo el de Elizabeth von Arnim, autora de la novela Elizabeth y su jardín alemán, publicada en 1898, “el relato de su vida como aristócrata en una propiedad prusiana de Nassenheide, Pomerania, y en concreto de cómo creó allí un jardín”. Entre las curiosidades de la historia llama la atención el hecho de que, pese a los deseos de la autora, su estatus social le impedía “hincarse de rodillas y cavar”.

Otra escritora, amiga íntima de Virginia Woolf, Vita Sackville-West, ofreció consejos sobre el oficio de la jardinería desde las páginas de “The Observer“. “No hay duda de que era una jardinera de talento, si bien el diseño del jardín de Sissinghurst se debía, en realidad, más a su marido, Harold Nicolson, que siempre se quejaba de que ella se negaba a planificar con antelación (…) Vita era completamente autodidacta, como muchas de las grandes figuras de la jardinería, y sencillamente desarrolló su estilo en base a lo que le gustaba y lo que no, aunque sí que respetaba a los profesionales”, voy leyendo.
De jardín en jardín, pudiendo elegir muchos otros, me decido por hacer una parada y contemplar el de Monet, en Giverny, de inspiración japonesa, inmortalizado en sus maravillosos cuadros de los nenúfares. “Monet pasaría cuarenta años en Giverny, hasta su muerte en 1926, pero vivió allí doce años antes de empezar a pintar el jardín”, nos cuenta Penelope Lively, quien indica que el artista era un experto jardinero y que al principio llevó a cabo la creación del jardín él mismo, con ayuda de sus hijos. “Más tarde, cuando disfrutó de una situación más desahogada contrató a ocho jardineros, y para 1900 era tal la vinculación de Monet con su jardín que este último acabaría determinando la técnica del pintor, en especial el jardín acuático”.
También se refiere Lively al efecto terapéutico y saludable de la jardinería. “Hay quien afirma que los jardineros pueden vivir hasta catorce años más que quienes no practican la jardinería”, nos dice. Y nos explica lo de la vitamina D, el ejercicio y el hecho de hundir las manos en la tierra, la exposición a bacterias naturales que estimula el sistema inmunitario. Pero, independientemente, de los beneficios sobre la salud, la estancia en un jardín puede producir cambios sutiles en la vida, como ha comprobado la autora a través de distintos testimonios. Esos cambios tienen mucho que ver con mirar hacia adelante, tener expectativas, estar en estrecho contacto con lo natural, ser más perceptivos a la hora de mirar alrededor, de apreciar los pequeños detalles….
También se refiere Lively al efecto terapéutico y saludable de la jardinería. “Hay quien afirma que los jardineros pueden vivir hasta catorce años más que quienes no practican la jardinería”, nos dice.
“Cuando trabajamos en el jardín nos hacemos inmunes a los dictados del tiempo. Creamos orden. Diseñamos y dirigimos. Nos plantamos ahí, en medio de la vegetación, escapamos de los problemas mundanales, ejercitamos nuestras rodillas y nuestra espalda, ponemos a funcionar nuestros ritmos circadianos, estimulamos nuestro sistema inmunitario...”, señala la veterana escritora, quien también alude a la armonía con los ciclos de la naturaleza, de la vida, que experimentan los cultivadores de jardines, de huertos.

El último capítulo del libro lo centra Penelope Lively a las diferencias entre el campo y la ciudad. Dedica páginas a la importancia de los parques y jardines públicos en las zonas urbanas y se refiere al carisma de los grandes o pequeños paraísos que tenemos a nuestro alcance, a esos espacios donde la naturaleza es cuidada por manos generosas. “Me gusta pensar que nuestra afinidad con los jardines tiene algo de primigenio; la mayoría de la gente sabe apreciar un jardín, unos pocos quieren zambullirse en él para cavar, desherbar o introducir mejoras, otros solo quieren sentarse a la sombra cantando “Oh, cuán bello”…”, transcribo este párrafo especialmente inspirador.
Este artículo lo he escrito en Madrid (en el pequeño balcón de mi casa la lavanda espera a ser regada). Pero mi pensamiento ha estado todo el tiempo en el jardín de mi madre en Tenerife (asilvestrado dentro de un orden) y también en la huerta donde mis padres tanto trabajan y disfrutan, atendiendo a sus frutales y a sus flores. A ellos dedico esta lectura, esta Vida en el jardín de Penelope Lively. Las lecturas tienen la capacidad de avivar los recuerdos, de estimular el cultivo de la memoria. Los libros y los jardines propician de modo similar el despertar de los sentidos. Me siento despierta en el inicio de esta nueva década.
Vida en el jardín, de Penelope Lively, ha sido publicado por Impedimenta, con traducción de Alicia Frieyro.
Las fotografías fueron realizadas por Karina Beltrán en el jardín de nuestra madre, en Buenavista del Norte (Tenerife, Canarias).
