Por Clara Obligado © 2014 / Hay un cuento de Borges, que se llama “El otro”, en el que el autor, ya viejo, se encuentra con un muchacho que es él, pero de joven. El texto dice: “al recordarse, no hay persona que no se encuentre consigo misma”. Así me siento yo al escribir estas líneas donde me veo con poco más de veinte años y a Borges muy anciano, casi en la proporción y distancia del cuento aunque, en realidad, no era tan viejo, tendría unos 70 y aún viviría una quincena más. Sucedió en Buenos Aires, y el clima de mi historia es el previo al golpe militar del general Videla, un tiempo convulso en el que la mayoría de los estudiantes situaba sus intereses en una lista que, casi siempre, comenzaba con la política y continuaba con la libertad sexual, para luego desaguar en todo lo demás.
En esos años, Borges se había jubilado en la Universidad de Buenos Aires. Como quería seguir enseñando, se dirigió a la Universidad Católica, donde yo cursaba mis estudios de Letras, para ofrecer sus servicios como profesor de Literatura Inglesa. Lo que sucedió entonces, a la luz de los hechos ulteriores, puede parecernos una escena absurda: como su agnosticismo era conocido, y el conservadurismo de la Universidad Católica pertinaz, su propuesta fue rechazada. Hoy parece imposible pensar que no se pusieran de rodillas pensando que un milagro acababa de suceder, pero así eran las cosas en aquél entonces. Borges era nuestro y, por tanto, centro de debates de todo tipo, tanto a favor como en contra, aún no había fraguado sobre su figura esa capa de bronce que lo protegería de las inclemencias de la historia. Como estaba contando, yo era joven, muy joven, y no particularmente borgeana, porque no lo había leído en profundidad, pero valoraba su escritura y sospechaba que, si lograba tenerlo como profesor, iba a vivir, cuando menos, una experiencia interesante. De modo que, junto con algunos alumnos de la universidad de diferentes colores políticos, redactamos una carta pidiendo que se lo admitiera. Y así, sin bombos ni platillos, casi por la puerta pequeña, llegó Borges a nuestra rutina de estudiantes.
Recuerdo que me emocionó verlo entrar a nuestra clase. Vestía siempre un traje gris y corbata, se sentaba frente a nosotros y comenzaba a hablar del tema que le interesaba a él, que podía coincidir, o no, con lo que pautaba el programa. Era muy tímido, tremendamente amable, un poco tartamudo y, de pronto, se abría en una sonrisa casi infantil donde exhibía su placer por lo que estaba contando. Así, frente a la clase, con su portentosa memoria de ciego podía, a veces, pasarse horas recitando poemas en anglosajón. Nosotros, tan dados a los debates y a la protesta, lo escuchábamos en un silencio sacrosanto porque, ¿quién se atreve a interrumpir a un ciego que no puede ver tu mano levantada? ¿Quién era el valiente, quién la intrépida capaz de discutir con Borges? De pronto se cansaba, o se aburría de nosotros, y sacaba del bolsillo un reloj de oro que pegaba a un ojo para ver cuánto tiempo más tenía que soportarnos.
Pensando en esa escena, todavía me divierte imaginarme a mi misma, una chica ahora tan ficticia como el joven del cuento borgeano, sentada allí con mi minifalda, entre los peligros de la militancia y los amores desbordantes, lectora voraz de todo lo que me caía en las manos, sin entender, muchas veces, nada de lo que me contaba. Con él aprendí qué es un kenningar, o escuché, por primera vez, el ritmo bélico del verso anglosajón, sus cortantes hemistiquios. No creo que Borges pretendiera, seriamente, enseñarnos anglosajón. Tampoco creo que diera por hecho que lo comprendíamos. Posiblemente disfrutaba compartiendo aquello que recitaba, las sílabas trabadas y duras, explicando la compleja y, a veces, obtusa, construcción de las antiguas metáforas. Lo que sí nos quedaba clarísimo en esas clases era que la literatura resultaba, para él, una forma superior de la felicidad. Años más tarde esta lectura me haría comprender muchos elementos del ritmo de la prosa de Borges.
Borges vestía siempre un traje gris y corbata, se sentaba frente a nosotros y comenzaba hablar del tema que le interesaba a él, que podía coincidir, o no, con lo que pautaba el programa. Era muy tímido, tremendamente amable, un poco tartamudo y, de pronto, se abría en una sonrisa casi infantil donde exhibía su placer por lo que estaba contando. Frente a la clase, con su portentosa memoria de ciego podía, a veces, pasarse horas recitando poemas en anglosajón.
Y así fue avanzando el curso. No sé si había un programa, lo cierto es que nuestro profesor siguió hablando con ese estilo suyo de darlo todo por sabido, compartiendo, como si fuéramos gente que estaba a su mismo nivel, filias y fobias, puesto que nunca dejó de darnos sus opiniones, tantas veces teñidas de mordacidad. Nada era solemne en Borges, mantenía una pasión por la literatura en la que siempre estaba presente la distancia crítica y el humor. Creo que suponía que, en nuestro destino de literatos, no era necesario enseñarnos lo evidente. De manera que, en lugar de leer a Shakespeare, leímos a Christopher Marlowe, nombres como Thomas de Quincey o David Garnett empezaron a poblar nuestras tertulias. Si algo aprendí con Borges fue a leer de otra manera, sin prejuicios sacralizadores, y a estudiar por mi cuenta las cosas que era obvio que debía saber. Borges fue uno de los pocos profesores que, a lo largo de esos años convulsos, nos contagió su entusiasmo y nos hizo sentir, aunque no lo éramos en absoluto, que éramos sus pares. Nos enseñó que la literatura consistía, ante todo, en una forma de vida. Son muestras de su actitud y su carácter las tardes de domingo en las que, durante 3 o 4 horas, reunía en su casa, de manera gratuita, a un grupo de estudiantes.
Si algo aprendí con Borges fue a leer de otra manera, sin prejuicios sacralizadores, y a estudiar por mi cuenta las cosas que era obvio que debía saber. Borges fue uno de los pocos profesores que, a lo largo de esos años convulsos, nos contagió su entusiasmo y nos hizo sentir, aunque no lo éramos en absoluto, que éramos sus pares. Nos enseñó que la literatura consistía, ante todo, en una forma de vida.
En el sexto piso de un sencillo apartamento de los años 30, Borges convivía con su madre. Sólo dos habitaciones, la de “madre” y la de Borges, con una cama pequeña, una silla, una biblioteca. En la sala, pues, con el sofá de espaldas a la ventana, se leía de manera no académica sino literaria, marcando afinidades, mapas, rutas a través de los libros. Mi amiga y compañera de facultad, Teresa Parodi, las describe así: “En general, elegía él lo que leíamos, pero también surgía de la conversación. Sobre todo poesía, a veces, algo de prosa. Se podía valorar cómo sonaba un texto, buscar similitudes y, si se encontraban coincidencias, se buscaba la fuente del parecido”. La generosidad de Borges con los jóvenes estudiantes no terminaba allí. Si teníamos que preparar un texto para su asignatura, nos recibía en la Biblioteca Nacional, donde trabajaba, y se tomaba todo el tiempo del mundo para escucharnos.
Y vuelvo a verme, con mi seria pasión de los veinte años y “Memorias de un fumador de opio” bajo el brazo, discutiendo cara a cara con el que, pocos años más tarde, perdido ya ese ingenuo fanatismo de la primera juventud, yo misma reconocería como el mejor escritor del siglo XX. Y ahí estaba Borges, sentado frente a mí, escuchándome con su caballeroso interés, asintiendo con la cabeza, como si mis teorías juveniles fueran lo más acertado del planeta; todo le parecía interesante y discutía puntos de vista, aceptaba, con su educada ironía, cierto nivel de contradicción y, me temo, de petulancia.
Cuando leí “Las ruinas circulares” me sentí representada en ese vasto colegio ilusorio en el que el aprendiz de fantasma presenta al maestro “ciertas perplejidades” en las que él adivinaba (o imaginaba) una inteligencia creciente. Una tarde, en la biblioteca, lo vi conversar con Victoria Ocampo. Allí se reunían, ella en alpargatas, como si fuera a la compra, y Bioy Casares, los tres conversaban, íntimos y cariñosos, como los viejos amigos que eran. Cuántas veces he envidiado esos tiempos en los que la literatura, lejos de las tensiones del mercado, era natural e importante, cuando el intercambio de libros y de opiniones era una forma cotidiana de la amistad y de la cultura.
Una tarde, en la biblioteca, lo vi conversar con Victoria Ocampo. Allí se reunían, ella en alpargatas, como si fuera a la compra, y Bioy Casares, los tres conversaban, íntimos y cariñosos, como los viejos amigos que eran. Cuántas veces he envidiado esos tiempos en los que la literatura, lejos de las tensiones del mercado, era natural e importante, cuando el intercambio de libros y de opiniones era una forma cotidiana de la amistad y de la cultura.
A veces, cuando vuelvo a Buenos Aires, paseo por la calle Florida y entro en la Galería del Este, ahora muy decaída, y veo la librería en la que se sentaba Borges para descansar y conversar un rato. Está muy cerca de su casa, cerca también de la que fue la casa de mi padre. Allí, me cuenta el librero, mientras rescato algún ejemplar de los libros que él recomendaba, se sentaba Borges para hablar de libros. Teníamos clase hasta las diez de la noche. A la salida de la facultad, siempre había alguien que venía a buscarlo, lo tomaba del brazo y lo acompañaba hasta su casa. ¿Quién era? Nadie en particular, era cualquier lector. Y Borges, con su bastón de ciego, se dejaba ayudar, seguía conversando, tal vez sobre el tema que había expuesto en clase.
Recuerdo que, cuando llegó el momento del examen final, recibí un sobresaliente. No porque me lo mereciera, sino porque él no concebía interrumpir a quien hablaba. Quizá el rato escuchando mi exposición apasionada sobre los temas que me había enseñado a disfrutar le hubiera hecho gracia, o tal vez, es muy posible, pensara que una conversación sobre literatura no se puede evaluar con una nota. Muchos años más tarde viajé a Suiza y visité su tumba, donde unos antiguos guerreros lo protegen y hay una frase tallada en la piedra: “y que no temieran”. Y recordé ese otro texto, “Borges y yo”, donde escribe: lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición. Sólo la madurez nos hace conocer los regalos de la juventud, valorar su importancia. Entonces, pensando en qué homenaje podía hacer a aquel hombre tan poco dado a los cañonazos del boato, dejé sobre su tumba una chocolatina: hace un frío tremendo en Ginebra.
FIRMAS SUMERGIDAS | CLARA OBLIGADO
Clara Obligado nació en Buenos Aires, donde estudió la carrera de Letras y, desde 1976, reside en Madrid. Ha dictado los primeros talleres de Escritura Creativa de España, actividad que desarrolla de forma independiente (www.escrituracreativa.com) y publicado varias novelas, colecciones de cuentos y ensayos. En 1996 ganó el premio femenino Lumen de novela por “La hija de Marx” y, en 2012, el premio Setenil de relatos al mejor libro de cuentos del año. Su antología de microficción “Por favor, sea breve” (Ed. Páginas de Espuma) es señera en la implantación del género en España. Como ensayista ha profundizado en temas relacionados con la mujer y es editora de nuevos narradores. Su obra ha sido traducida a varios idiomas y está siendo publicada en Argentina. ( Fotografía de Clara Obligado por Manolo Yllera )
Créditos fotográficos del artículo:
• Fotografía 1: Jorge Luis Borges – 1963 – por Alicia D`Amico (1933-2001) . En dominio público.
• Fotografía 2: Jorge Luis Borges en 1940 – publicada en 1968 / Buenos Aires – En dominio público.
• Fotografía 3 y 4: Jorge Luis Borges – publicadas en 1968. Pertenecientes al libro “Historia de la Literatura Argentina Vol. I” – Autor desconocido – En dominio público.