Emma Rodríguez © 2019 /
Comienza diciendo Joaquín Araújo en la primera página de Laudatio Naturae que “desde hace cincuenta años” trata de “reparar el olvido de casi todos, el no acordarse de nuestra procedencia, pertenencia y dependencia”. Reconoce el naturalista que lo ha conseguido en “escasa medida” y alude a la coherencia puesta en el empeño, así como a un trayecto realizado “sin poder, ni reloj, ni dinero alguno”, pero sí con el regalo de un paisaje único que tuvo la suerte de descubrir en su juventud y que desde entonces no ha abandonado, las Villuercas cacereñas.
Paso las páginas de este libro que he recorrido con embeleso, de esta bellísima edición-homenaje, realizada por La Línea del Horizonte, a 50 años de lucha, de activismo ecológico. Naturaleza, vida y escritura se dan la mano en un volumen en el que doce autores de distintas disciplinas y generaciones se alían para ahondar en las claves, las enseñanzas, las palabras de Araújo. El resultado: doce acompañamientos, pues cada uno de los textos, elaborados a partir de temas concretos, dialogan de manera enriquecedora con los escritos, las reflexiones, los versos esparcidos como semillas por el naturalista y poeta. Sigo pasando las páginas de esta entrega que inspira y despierta los sentidos, las conciencias dormidas, que se convierte en una invitación a apreciar la Natura, a entender que somos seres dependientes, que estamos sujetos a los ciclos de la vida, simples lecciones que hemos olvidado en las sociedades de las prisas, del consumo, en estos momentos, como nos dice el protagonista, de “masificación contaminadora”, “progresiva deshumanización y permanente crisis económica”.
Al escritor Antonio Muñoz Molina le corresponde iniciar la marcha a través de los senderos de nuestro Thoreau particular, pues, como él mismo señala, ha vivido en los bosques, poniendo en práctica lo que el trascendentalista expone en su mítico Walden, mucho más tiempo que él, entregado a la contemplación, a la escucha de la naturaleza desde la soledad y el silencio; también a las faenas del campo, en su faceta de agricultor, y a su gran devoción, plantar árboles, su mejor manera de responder a un presente de devastación y amenaza medioambiental.
Dice Muñoz Molina que “en este país tan obsesionado por la modernidad y por la moda y por los aspavientos que las favorecen, una de las personas más modernas es Joaquín Araújo, que se dedica a observar el mundo como un naturalista del siglo XIX”. Lo sitúa al lado de Miguel Delibes, el Delibes defensor de la naturaleza, afanado por preservar las palabras del campo, visionario en su plasmación de un mundo agonizante. Hay una parte que me gusta especialmente del texto del autor granadino; cuando transmite que en los años ochenta, “algunos aspirantes a modernos”, entre los que se incluye, consideraban que “lo importante de verdad, lo que merecía ser celebrado y contado, estaba en los bares, en las ciudades, en la vida nocturna”, considerando provinciana la actitud de un hombre austero y taciturno como Delibes, que optaba por la vida al aire libre. “Con los años descubrimos que era el más cosmopolita de todos, porque pertenecía al linaje de los grandes escritores de la naturaleza”, señala –por supuesto citando a Thoreau– y constata que Joaquín Araújo pertenece, “por instinto, por elección, por entrega, a la misma familia”, refiriéndose a la “belleza y precisión” de su escritura, tan cercana a la de los naturalistas antiguos.
Dice Muñoz Molina que “en este país tan obsesionado por la modernidad y por la moda y por los aspavientos que las favorecen, una de las personas más modernas es Joaquín Araújo, que se dedica a observar el mundo como un naturalista del siglo XIX”.
Con belleza y precisión, ciertamente, nos transmite Araújo, a su manera, deslizando verdades, pensamientos, destellos, versos, aforismos, cosas como esta: “Todo es cadencia, sucesión de sucesiones, el tiempo de la Natura se desliza sobre lo que desaparece para tejer un tapiz de novedades. Puro ritmo, como demuestra el sucederse de los ciclos de renovación…” O como esta otra: “Aunque los medios de comunicación, el sistema educativo y la apreciación del público en general lo nieguen, la Natura es lo que realmente importa (…) Cuando se destruye la Natura se destruye el sentimiento de la belleza dentro de nosotros mismos”.

“Un solo paseo de media hora por esos campos, que van siempre besando tus ojos, aporta más que todos los periódicos del día”, sigo repasando algunas de las frases del autor que he subrayado en el libro. Y no me resisto a trasladaros otra más: “La destrucción de la Natura es la tragedia global y total, arropada por una tragedia todavía mayor: la de ser demasiado pocos los que así lo consideramos”. De esta manera, con sentencias directas, breves, cristalinas, de cariz lírico y meditativo, se expresa este comunicador nato (sus espacios radiofónicos, sus documentales, sus exposiciones dan cuenta de ello), este gran contemplador de paisajes naturales y de disparates humanos. Puedo imaginarlo sintiéndose clamar en el desierto, no pocas veces, desfaciendo entuertos, como un auténtico caballero andante de nuestro tiempo, como le retrata en uno de los textos el autor Fermín Herrero, pero sus cimientos se han mantenido sólidos y sus horizontes nunca se han cerrado.
A los horizontes en su sentido más amplio se refiere María Novo en el segundo de los capítulos de Laudatio Naturae, que es también un conjunto de ensayos que comparten espíritu, pero que tienen vida independiente, cada uno de ellos fruto de las inquietudes de sus autores. Expone la autora, especialista en Educación Ambiental, que “el contrato social que prometía un mundo mejor para nuestros hijos ha sido desmantelado” y que “el contrato natural que hablaba de una relación fraternal con la naturaleza se ha roto”. Su diagnóstico se dibuja en tonos oscuros: “La mirada en derredor anuncia el fracaso de la utopía de una humanidad en la que todas las personas gocemos de igual dignidad y acceso a los bienes de la casa común. También el fracaso contundente de nuestros anhelos de vivir en paz con el planeta…”, nos dice, volviendo la mirada, de manera esperanzadora, a la resistencia de personas como Joaquín Araújo, capaces de “descubrir la magia de la vida en medio de la destrucción”.
Los sonidos, los pájaros y su música; los ciclos de la vida; la soledad y el silencio; el aire y el agua; los árboles y la vivacidad; el paisaje y el vacío, son los temas que van conformando las distintas piezas, estancias, de un libro que acompaña y transmite los saberes y visiones del protagonista en sus caminos, en sus búsquedas, abriendo para los lectores puertas de reflexión, de acceso a tantas cuestiones esenciales que olvidamos en el ritmo apresurado del devenir cotidiano.
“Las múltiples facetas del buen hacer de este pensador, poeta y comunicador están unidas por un mismo eje vertebrador: la defensa de la Naturaleza y la conciencia de la ecodependencia de todos los seres vivos, incluyendo a los humanos (…) Tras su escritura serena y cuidada, se percibe la intensa preocupación de quien comprendió hace mucho tiempo que la humanidad había de rectificar su rumbo para no terminar en el colapso que, ahora, numerosos científicos anuncian para mediados de este siglo, si no se toman medidas serias para impedirlo”, señala la filósofa Alicia Puleo, quien hace hincapié en algo primordial: “La crisis ecológica no consiste únicamente en la pérdida de la biodiversidad, en la contaminación ambiental, la desertización de los fenómenos metereológicos extremos. Hay algo más profundo que se está produciendo, y es la sustitución de los profundos ciclos de la vida por los ciclos de la economía y por la flecha ascendente de los proyectos de una humanidad que ha perdido la conexión con las raíces”, argumenta, partiendo de las constataciones de Araújo, quien nos dice más adelante: “Muchos consideran al progreso como el despegarse de los ciclos de la vida, cuando nada asegura más el futuro que el acordarse de ellos y, mejor aún, dejarles trabajar profundamente para todos”.
“Hay algo más profundo que se está produciendo, y es la sustitución de los profundos ciclos de la vida por los ciclos de la economía y por la flecha ascendente de los proyectos de una humanidad que ha perdido la conexión con las raíces”, señala la filósofa Alicia Puleo.
La necesidad de reconocer los ciclos, de ser conscientes del paso del tiempo, las edades, las transformaciones, el paso de las estaciones, es una constante en la conversación con el naturalista. En el encuentro que mantuve con él –del que doy cuenta en la entrevista publicada en este mismo número– le confesaba yo que en un viaje reciente a Tenerife, visitando la huerta donde mis padres pasan –y disfrutan– gran parte de sus días, me emocionó hondamente que mi progenitor me contase la historia del árbol más antiguo del lugar, el viejo peral plantado por su abuelo, mi bisabuelo. “Entonces entiendes de lo que te hablo, poco más te puedo contar”, me dijo entonces Araújo. Recuerdo ahora sus palabras, mientras sigo adelante, atesorando emociones y sensaciones contenidas en las páginas de Laudatio Naturae.

“Abducidos por la línea recta y la culminación de los proyectos hemos emasculado los ciclos que son circulares y nunca acaban sus propósitos”, voy leyendo a nuestro hombre, al hombre que nos hace conocedores de sus muchos días en soledad y de su comunión con los silencios. A lo primero dedica un poema Antonio Colinas (Soledad, solo sal). Sobre lo segundo indaga el filósofo José Antonio Marina, quien nos traslada hasta los místicos y adscribe a Araújo en la categoría de los contempladores estéticos. En su réplica, en el continuo diálogo que es Laudatio, este le contesta: “El ruido es la sobredosis, absoluta, ingente, incesante, de esta civilización”. / “Cuando es tanto lo que hace ruido callarse es una elemental terapia”. / “El ruido es la secuela más sutil y, por tanto, más tirana de un estilo de vida dominado por completo por las dos fuerzas más poderosas del Universo: la comodidad y la velocidad...”
Frente a los ruidos, los sonidos de la naturaleza, ante los que el ecologista permanece atento, siempre a la escucha. “Si pienso en Joaquín, pienso en agua”, señala Pilar Rubio Remiro, editora de La Línea del Horizonte, por tanto artífice de este hermoso homenaje lleno de amistad y admiración que nos ocupa. “Hemos cimentado una cultura suicida amparada en la seguridad y la previsibilidad. Hemos olvidado el rumor del agua y su mensaje: que nada es inalterable, ni inmutable…”, subrayo sus palabras, hermanadas con las del biólogo y ambientalista Raúl Tapia, quien en el capítulo que desarrolla, correspondiente a los árboles, a la memoria compartida entre los humanos y los bosques, indica: “Hay que volver a educar la mirada cuando pocos somos lúcidos testigos de las mudanzas del monte, de la sucesión de atrezos vitales. Todo pasa demasiado deprisa por la ventanilla del coche, cuando la paciencia se halla en vías de extinción. La serenidad da paso al caminar sosegado, al caminar consciente. Emerge de este modo la belleza emboscada, sinfónica y lábil…”
“Hemos cimentado una cultura suicida amparada en la seguridad y la previsibilidad. Hemos olvidado el rumor del agua y su mensaje: que nada es inalterable, ni inmutable…”, escribe la editora Pilar Rubio Remiro.
Avanzamos entre arboledas, entre espesuras y claros, siguiendo el lenguaje de los pájaros que tan bien conoce Joaquín Araújo y al que se refiere el poeta y ensayista Ramón Andrés. Nos dejamos guiar por la rosa de los vientos a través de la exposición de otro poeta, Fermín Herrero. Y junto al geógrafo y escritor Eduardo Martínez de Pisón, quien fuera su profesor y hoy es su amigo, nos situamos en los paisajes que tanto ama el naturalista, esos paisajes desde los que elabora sus poemas y piensa sobre el mundo. “Creo que he dedicado más tiempo a contemplar paisajes que a cualquier otra actividad. Entre otras cosas porque mientras cultivo, pastoreo, viajo, paseo y hasta cuando escribo y hablo por la radio estoy contemplando. Que no es lo mismo que mirar, pues todos miramos y muy pocos vemos lo que nos rodea (…) Me exaspera, incluso, el que seamos tan pocos los que miramos por las ventanillas de trenes, autobuses o aviones”, me detengo en las palabras de Araújo, quien señala: “Cuando consigues sacarte de ti mismo para que tus sentidos se desparramen, alejándose de lo más propio e inmediato, se alcanza la admiración y, enseguida, el respeto...”
Cada vez más escuchamos hablar y leemos sobre la España vacía, sobre la tierra vacía, un problema que preocupa y ocupa al protagonista de Laudatio Naturae, y sobre el que reflexiona el escritor Julio Llamazares en el ensayo que cierra el volumen, abordando el tema más allá del fenómeno demográfico, centrándose en la vuelta del campo “a su aspecto primitivo tras siglos de humanización”, conservando la memoria de quienes habitaron la tierra y la cultivaron durante años o siglos.

Naturaleza, vida y escritura dialogan en este recorrido que nos llena de sentidos, de sensaciones e inspiraciones. Concretamente a la vivacidad y a la escritura, al latido de la escritura, se refiere la veterinaria y escritora María Sánchez, quien, a propósito de su ensayo Tierra de mujeres, ocupa otra de las entradas de este número de Lecturas Sumergidas, cosas del azar, de las afinidades. Señala la autora que “no es fácil encontrar una escritura que nace a partir de la naturaleza, de nuestro medio rural, que late y respira por sí sola”. Añade que “no es fácil vivir en estos tiempos de inmediatez y capitalismo vertiginoso siendo consciente de lo que nos rodea y escribiendo inmerso sobre él y con él, creando un tejido lleno de vida y del que todos podemos formar parte y aprender”.
Las dificultades, los obstáculos, la indignación nunca escondida ante la estupidez y las inconsistencias del mundo, no han sido impedimento para que Joaquín Araújo haya desarrollado su destino de hombre de los bosques y en los bosques, pero sin perder el contacto con sus semejantes y hacerlos partícipes de sus descubrimientos, de sus certezas. “Los poemas de Araújo viven y existen por sí solos, y huelen a tierra y a lombrices, a nidos y ramitas, a piedras que se dejan moldear por el río y acurrucan las unas con las otras en las orillas. Respiran, laten, viven, se reproducen, nos contagian. ¿Y si este latido tan lleno de vida en la escritura de Joaquín Araújo es una forma de re-aprender a relacionarnos con la naturaleza que tenemos tan cerca y que tantas veces olvidamos?”, plantea Sánchez.
Señala Araújo que la naturaleza se lo ha enseñado todo: “He disfrutado, estoy seguro que como pocos, por mi vida en el bosque, cultivando y cuidando del derredor. He aprendido a disfrutar con mi austeridad, mi soledad y mis emboscadas. He aprendido a morir porque nadie enseña mejor a desaparecer que la Natura”, recupero parte de su respuesta a mi pregunta sobre lo aprendido a lo largo del camino de la vida. De las páginas de Laudatio extraigo, este fragmento: “Asisto, unas doscientas cincuenta veces al año, al mayor espectáculo del universo: la vida de este planeta. Tengo asiento centrado en primera fila y no tengo que pagar entrada. Ya estoy dentro”.
Acabo ya, pero no sin compartir este poema que tanto me gusta del autor, del hombre que lleva plantados 25.000 árboles, uno por cada día vivido.

Elijo elegir (Poema dedicado a mi muerte)
Y elijo la condición del árbol:
porque come luz.
¡Qué delicia desayunar transparencia,
almorzar lucidez y
cenar ocasos anaranjados!
Y con ellos construir el verdor
y la sombra
y la rara nube que es la copa
de los árboles
donde se esconde el canto
de los pájaros
Ahora no puedo,
pero en cuanto lo deje,
seré lo que he elegido.

Todas las fotografías por Karina Beltrán
Laudatio Naturae. 50 Aniversario. Joaquín Araújo, ha sido publicado por La Línea del Horizonte. Los textos del naturalista se acompañan de escritos de Antonio Muñoz Molina, María Novo, Ramón Andrés, Alicia Puleo, Antonio Colinas, José Antonio Marina, Fermín Herrero, Pilar Rubio Remiro, Raúl Tapia, María Sánchez, Eduardo Martínez de Pisón y Julio Llamazares.