Emma Rodríguez © 2021 /
Señalaba Stefan Zweig: “Decir adiós es un arte difícil y amargo que estos últimos años hemos tenido la ocasión de aprender sin apenas un respiro. ¡De qué cantidad de cosas y cuántas veces hemos tenido los emigrados, los expulsados, que despedirnos!”
Estas palabras, pronunciadas por el escritor vienés en 1939, en el funeral de Joseph Roth, que son citadas por Mercedes Monmany en el inicio de su obra Sin tiempo para el adiós. Exiliados y emigrados en la literatura del siglo XX, logran atrapar el espíritu de un recorrido intenso, fascinante, clarividente, que nos mantiene en vilo a lo largo de más de 500 páginas.
Con una increíble capacidad para bucear en las vidas ajenas, para comprenderlas en sus circunstancias, así como para combinar amenidad y erudición, la autora, ensayista y crítica literaria, especializada en literatura contemporánea europea, entre otras muchas actividades relacionadas con la cultura, consigue trazar un relato colectivo hecho de muchas voces, de biografías diversas unidas por el hilo de la literatura, sin duda un gran mirador para mirar al ayer, a sus claros y nieblas, a sus derrotas y resistencias.
Monmany nos habla de una época atravesada por odios y guerras, que no debe caer en el olvido. Ahora que las ideas fascistas vuelven a emerger en Europa, ahora que estamos en tiempos de migraciones, que se acelerarán con el cambio climático, urge tener muy presentes las reflexiones, los caminos de tantos creadores que ahondaron en la experiencia de la partida, que hubieron de arrancar de cero en lugares diversos. Por eso esta entrega resulta especialmente oportuna en momentos como los actuales, marcados por la incertidumbre y por una preocupante desmemoria.
Thomas y Klaus Mann, Robert Musil, Herman Broch, Alfred Döblin, Jean Améry, Carlo Levi, Cesare Pavese, Natalia Ginzburg, Marisa Madieri, María Zambrano, Max Aub, Yorgos Seferis, Witold Gombrowicz, Sándor Márai, Nina Berbérova, Josep Brodsky, los citados Zweig y Roth y James Joyce (el exiliado voluntario), son algunos de los protagonistas de este trayecto caudaloso, abarcador, lúcido, tan lleno de descubrimientos, de inspiraciones.
A través de sus vivencias y de sus obras literarias accedemos a un recorrido histórico turbulento. A través de sus declaraciones y de sus escritos, palpamos la desesperación, la confusión, los sinsabores y la impotencia ante las persecuciones y los totalitarismos de los días en que vivieron. Seguir leyéndolos es una manera de entender lo que sucedió y también sus derivas, los rastrojos que el río del tiempo ha arrastrado hasta las orillas del presente.
Monmany, que con anterioridad había publicado otro ensayo de cuyas fuentes se nutre el que nos ocupa, Por las fronteras de Europa, un viaje por la narrativa europea de los siglos XX y XXI, gusta de sumergirse en ficciones y memorias, pero siempre con el relato de los acontecimientos históricos a mano. Ambos planos se complementan y trazan un mapa tan certero como emocional.
Con una increíble capacidad para bucear en las vidas ajenas, para comprenderlas en sus circunstancias, así como para combinar amenidad y erudición, Mercedes Monmany consigue trazar un relato colectivo hecho de muchas voces, de biografías diversas unidas por el hilo de la literatura.
La irrupción del nazismo, que provocó que más de 2.000 artistas e intelectuales abandonaran precipitadamente Alemania a partir de enero de 1933, ocupa una parte importante de una travesía que también se detiene en la España franquista, en la Italia de Mussolini, en la Rusia de Stalin… Sentimiento, reflexión, experiencia e indagación en los hechos, se dan la mano en una obra estructurada en capítulos que parten de los destinos de personajes concretos para dar cuenta de realidades diversas en torno al exilio, a las tomas de postura a las que dio lugar, a las literaturas que generó.
Sin tiempo para el adiós es, como os decía, una entrega apasionante, un libro que despierta las ganas de leer otros muchos libros, de acceder a las confidencias de testigos excepcionales, que contaban con un arma poderosísima contra la barbarie: la palabra, la creación, como altavoz y como denuncia, como la mejor manera de dejar testimonio, de visibilizar a tantos y tantos seres anónimos, desterrados, arrancados de sus raíces, silenciados.
Son muchas las ramificaciones, los cauces, de esta obra llena de narraciones, de historias, de puentes literarios que vamos cruzando al pasar las páginas. En sus claves ahondamos en este intenso diálogo mantenido con la autora a través de correo electrónico, a distancia pero sintiendo una grata cercanía, compañía.

Mercedes Monmany: “Al escribir del exilio me animaba la idea de hacer hablar a toda una colectividad de perseguidos”
– Si algo me ha acompañado durante la lectura de este ensayo es la idea de su oportunidad, la oportunidad de recuperar hoy las experiencias de tantos creadores que vivieron el exilio en tiempos de guerra, en momentos de confusión, de incertidumbre. Las dos contiendas mundiales, la Guerra Civil española, son telones de fondo persistentes. Ahora que volvemos a ver emerger los fascismos en Europa, ¿qué podemos aprender de las vivencias, de los testimonios de los muchísimos protagonistas de este libro?
– Aunque el exilio, el ser arrojados y expulsados de la tierra propia, atraviesa toda la historia de la humanidad, y en concreto su literatura, desde Homero al destierro de Ovidio en Constanza, por no hablar de la Biblia y el libro Éxodo, las dos guerras mundiales encadenadas, el triunfo de los fascismos y, en general, la materialización criminal de los dos grandes totalitarismos, el nazi y el soviético, que atraviesan de forma paralela y complementaria el siglo XX, dejan una estela infinita, nunca vista en la Historia con estas dimensiones, de millones de muertos, internados en campos y gulags, y también de exiliados, por supuesto.
Los fascismos, las tiranías en sus diversas formas, sangrientas guerras civiles como la nuestra, marcan de forma devastadora esa tremenda dispersión fuera de sus fronteras, tanto de disidentes, de ciudadanos no conformes o perseguidos, como de toda una élite –artistas, escritores, políticos e intelectuales en su más amplio espectro- de cada país. Una élite que encarna toda una época y que se ve acosada y expulsada, a riesgo de ser silenciada, encarcelada o incluso asesinada. Profundizar todo lo que se pueda en la historia “reciente” por así llamarla, la que nos antecede, y antecede el estado del bienestar que hemos conocido, el más largo periodo de paz en suelo europeo que ha habido, leer sin cesar testimonios, acercarse a obras literarias y a ensayos, creo que se hace más necesario que nunca. Y hay que alentar, sobre todo, a las nuevas generaciones a no olvidar, a estar alerta y no bajar la guardia jamás. La democracia es un bien frágil, más endeble de lo que podemos pensar.
– ¿Fue esto algo que tuviste presente durante el proceso de investigación, de escritura?
– Me apasiona leer libros de historia y siempre he dicho que leo novelas, ensayos, incluso poesía, con un libro de historia en la mano. Lo mantengo siempre como una especie de género literario “paralelo” a la lectura de grandes autores admirados que incluyo en este libro, ya fueran Broch, Joseph Roth, Nabokov, Joyce, María Zambrano o la familia Mann. Siempre me gustó ir leyendo buenas biografías de mis escritores preferidos conforme me sumergía en sus obras y practicar, en lo posible, esta técnica mixta. También siempre ha estado muy presente mi interés por la política y la evolución de las sociedades. Y en el siglo XX la presencia de catástrofes políticas -muchas ellas surgidas desde la misma democracia, como fue la elección de Hitler como canciller- hacen necesario, a la hora de tratar a todos los autores de importancia de su tiempo, no perder de vista la situación de su país en el momento en que estaban llevando a cabo sus obras.
La unión de literatura, y de arte en general, con la historia, para mí es fundamental e indesligable. Y lo es para penetrar y contextualizar completamente unas obras en el curso de determinados aconteceres y de diversas vorágines históricas de las que era imposible evadirse, ya fuera el genocidio judío, el golpe militar que dan los nacionales en España, la persecución y los fusilamientos masivos durante el Gran Terror de Stalin o las guerras de los Balcanes de los años 90. Me considero crítica literaria y ensayista, sobre todo, y me gustan mucho ese tipo de autores que proceden de una manera comparativa, intentando incluir todo tipo de detalles significativos, historias, relaciones con otros escritores de su época, así como revelaciones, o no, de la grandeza y también de la miseria humana en cada momento. Escritores o ensayistas que narran obras y autores ligando y relacionando movimientos artísticos y acontecimientos políticos y sociales a un mismo tiempo.

– Estamos ante un ensayo muy abarcador. ¿Hasta qué punto te lo planteaste como un relato colectivo, como una unión de destinos, de voces en lucha contra la desmemoria, capaces de hacernos tomar conciencia? Yo creo, y así lo he vivido como lectora, que un libro como este, resulta necesario frente a las corrientes que pretenden reescribir la historia del siglo XX, minimizar algunos de sus capítulos más aterradores; incluso volver a difundir antiguos argumentos y miedos.
– Me gusta mucho que menciones este tema del “relato colectivo”, porque para mí es fundamental y siempre estuvo presente, de algún modo, aunque no fuera totalmente consciente, en la escritura de este libro. Es decir, la idea de hacer hablar a toda una colectividad de perseguidos (no cito por supuesto a los perpetradores y verdugos que los perseguían) por distintos que fueran los ámbitos, lenguas y países de los que provenían. Y en ello también me sirvió de inspiración algo que comentaba mi muy admirado Primo Levi. Él se consideraba “lastrado por la responsabilidad” de haber vivido todo aquel horror y se veía, por fuerza, convocado en su doble condición de testigo y escritor. Quería que, aunque sus libros estuvieran firmados únicamente por él, fueran leídos al mismo tiempo como obras colectivas, “como una voz que representara otras voces”. Siempre insistió en ello. Me parece una idea preciosa. Mientras sigamos vivos, nuestro deber es no dejar de hablar, con el fin de que se sepa “hasta dónde se puede llegar”, como decía Levi. La memoria, la lucha contra el olvido que se posa de forma inevitable conforme pasan los años, los traumas y las generaciones, hay que llevarla a cabo de forma incansable. Como advertencia y con el fin de que nunca se repita.
“Me sirvió de inspiración Primo Levi, quien, en su doble condición de testigo y escritor, quería que, aunque sus libros estuvieran firmados únicamente por él, fueran leídos al mismo tiempo como obras colectivas, “como una voz que representara otras voces”. Siempre insistió en ello. Me parece una idea preciosa”.
– Al respecto me parece muy significativo que el libro se inicie con un capítulo dedicado a Klaus Mann, el “gran activista de la emigración antinazi”, lo defines. Incluyes un párrafo de su primera novela, La danza piadosa, sobre la confusión que se experimentaba en el Berlín de la República de Weimar, en los tiempos prehitlerianos. “Quizá ninguna época anterior fue tan consciente de su confusión, de su ignorancia acerca de adónde se ve arrastrada (…) No podemos saber cuál es la solución a este malestar que nos invade...” ¿De qué manera Klaus Mann dialoga con nosotros, ciudadanos y ciudadanas del siglo XXI?
– Uno de los dilemas, conmigo misma, como autora, era por dónde empezar el relato de cientos, miles de perseguidos que se desplazan sin parar de un lugar a otro, aunque me detenga, claro está, en algunos de ellos, escogidos como “símbolos” de aquellas gigantescas diásporas y dramas humanos. Me pareció de lo más idóneo, no solo por la admiración que le profeso como escritor, muchas veces ensombrecido por la sombra masacrante de su padre, arrancar con Klaus Mann. Y lo llamo “activista del exilio” porque realmente lo fue. Se dedicó en cuerpo y alma a difundir el terror nacionalsocialista que aún muchos se negaban a reconocer y la verdad de lo que estaba sucediendo en Alemania. Se involucró sin descanso en poner en marcha revistas, en pedir artículos, en agitar, movilizar y mantener unida, en definitiva, a una inmensa emigración antinazi, muy distinta entre sí, como es de suponer. Él y su hermana Erika Mann, los jóvenes y rebeldes Mann, publican, en el mismo momento en que se estaba produciendo, una especie de “who is who” de la emigración antinazi, una especie de diccionario de personas, lugares donde iban recayendo, testimonios contados por unos y por otros que titulan Escape to Life. Algo inaudito que no había sucedido en ninguna otra emigración, al menos de esta manera, narrado de forma contemporánea mientras acaecía la huida de miles de artistas, escritores, compositores, directores de cine, periodistas y un largo etcétera que escapaban de la tiranía.

– Podemos sentirnos muy identificados con ese malestar colectivo. Los años 30 del siglo pasado están más cerca de lo que pensábamos. Hoy también asistimos a una significativa pérdida de valores. En el siguiente capítulo, dedicado a Robert Musil, te refieres a su ensayo La Europa desamparada, “sumamente significativo, si se lee con los ojos de hoy”, indicas. Son muchos los autores, las obras, que nos invitan a reflexionar sobre el devenir histórico reciente para entender el ahora. El ensayo está lleno de referencias, de inspiraciones. Si tuvieras que elegir cinco obras, cinco figuras, imprescindibles, ¿cuáles serían?
– Hay muchas obras, claro, que afrontan la barbarie de todo un siglo llevada a cabo por regímenes criminales que instauran un proceso paulatino, salvaje, de demolición de los antiguos valores. Ese momento histórico, sumamente prolongado, en el que, como decía el Premio Nobel Imre Kertész, “las islas de la libertad se iban encogiendo”. Algo que empuja a muchos, como es el caso de Stefan Zweig, y otros, a la desesperación y a suicidarse. Pero si tuviera que escoger unas cuantas obras, aunque solo sean simbólicas, porque hay un gran número, quizá mencionaría las reflexiones sobre los exiliados -tratado como un trauma y herida supranacional, de carácter universal- de María Zambrano en su libro Los bienaventurados. Novelas, muy distintas entre sí, como Tránsito de Anna Seghers o Pnin, en clave de humor y de tragicomedia realmente genial en torno a un emigrado, de Vladimir Nabokov. También el libro de base autobiográfica Manual del exilio, del bosnio Velibor Colic. Y, por supuesto, un libro magnífico, para mí de cabecera, a la hora de entender la implantación de los totalitarismos, y sobre todo la “seducción” de un gran número de intelectuales, que es La mente cautiva del gran escritor polaco Czeslaw Milosz.
– La primera parte del libro me ha resultado especialmente interesante. El exilio de tantas grandes figuras de las letras alemanas, de origen judío, tras la llegada de Hitler al poder, sus posicionamientos, su lucha. Este apartado por sí solo habría dado para un libro, pero has querido enriquecer la entrega con otras aportaciones. ¿Me explicas un poco el criterio seguido?
– El criterio, mi criterio personal quiero decir, es el de practicar un ensayo literario muy libre, sin ataduras, y con una narrativa lo más atractiva posible, algo que he aprendido de grandes maestros que admiro mucho como Claudio Magris o Sebald. En mi libro he intentado, a través de nombres muy conocidos como Thomas Mann, Joyce o Stefan Zweig, pero también a través de otros autores que me interesaban mucho para el tema, pero que eran de conocimiento más minoritario, por así decirlo, como Alfred Polgar, Ödön von Horváth o Gaito Gazdanov, ofrecer un panorama coral de lo que fue, para muchos brillantes escritores, vivir en un siglo, el siglo XX, fundamentalmente de exilios y gigantescas migraciones a lo largo y ancho de todo el continente. No me considero una historiadora de la literatura de carácter académico, plegada a nombres y hechos considerados canónicos que por fuerza hay que mencionar, así que obré con total libertad para desplazarme por obras, autores, lugares de exilio, experiencias diversas y desgarradoras, testimonios o escritos que me parecían fundamentales para dar una idea de esos éxodos continuos, ininterrumpidos. Para mí es esencial siempre el “relato”: juntar muchas voces y hacer una sucesión con ellas, de forma encadenada, pero al mismo tiempo narrarlo todo de la manera literaria más lograda posible. Nunca se sabe si se consigue, claro, es un enigma.

– Gran parte de los escritores, de los intelectuales y creadores que aparecen, ya eran viejos conocidos de Mercedes Monmany, pero seguro que también hay otros que cobraron relevancia en el transcurso de la obra. ¿Cuáles han sido los descubrimientos, las sorpresas que te ha deparado este recorrido?
– Yo creo que descubrimientos ha habido pocos porque es un tema que siempre me ha acompañado, desde hace años. Tras tratar el Holocausto en un libro anterior, Ya sabes que volveré, vi de forma clara que el exilio era el otro gran trauma europeo que tenía que separar de manera autónoma. Un exilio que se podía abordar desde muchos campos, el artístico y musical, el político y sociológico, pero mi zona de acción, de escritura, es desde siempre la literatura y lo centré por tanto en los escritores que se vieron forzados a abandonar su tierra. Se podría decir que, para mí, es el tema de toda una vida, un tema que siempre me obsesionó. Igual que el hecho de las fronteras. Y detrás de ellas, por supuesto, todo lo que tiene que ver con Europa. El fenómeno del exilio, de los desterrados, de los expatriados o emigrados poco a poco, en silencio y como clandestinamente, me fue acompañando cada vez más. Fui leyendo y reuniendo un gran número de volúmenes que conformaron una parte importante de mi biblioteca. Por otro lado, conocí a exiliados, a españoles que habían regresado, pero también a balcánicos, cubanos, sirios o iraníes, y siempre me asombró cómo habían sido capaces de construir una vida a partir de cero. Cómo sacaron fuerzas del más absoluto de los abandonos en muchos casos. Me sorprendía cómo podían convivir con el dolor y ese desgarro insoportable, terrible, de no poder volver a su tierra, tras haberlo dejado todo atrás, amigos, familia, una cultura, una lengua, unos paisajes y unas costumbres que tejen de forma natural la vida cotidiana en la que se ha nacido y crecido. Todo se abandonaba de un día para otro, sin tiempo para el adiós, para las despedidas, de ahí mi título. Por otro lado, se abandonaba todo sin un periodo o una fecha conocida, esa fecha ansiada de finalización que permitiría el regreso.
– Visto en conjunto, llama nuestra atención el camino del suicidio elegido por no pocas personalidades de la cultura, incapaces de asimilar las experiencias vividas. Al respecto es muy interesante la postura de Thomas Mann, tan contrario a esa decisión. Thomas Mann frente a Stefan Zweig. Thomas Mann frente a su propio hijo Klaus. Resistir o claudicar. Mann y Zweig son dos grandes faros para entender el pasado, dos grandes faros en este ensayo.
– Sí, Zweig y Mann fueron dos grandes autores que marcaron una época, no solo la lengua alemana, sino la literatura de su tiempo al completo. Pero eran dos personalidades muy distintas. Stefan Zweig siempre tuvo tendencia a la depresión, no se logró enfrentar al demonio de aquellos tiempos, el nazismo, como había sido el título de una de sus obras, con la decisión y firmeza que lo hace Mann desde su exilio en Estados Unidos. Y claudica, como dices. Pero no por falta de convencimiento, sino por pesimismo y abatimiento. Creyó verdaderamente que los nazis dominarían no solo Europa sino que llegarían también a América.
– Es mucho lo que aporta el largo recorrido de este libro, muchas las lecciones que nos entrega. La reivindicación de Europa como unión, lejos de patrias excluyentes, es importante. Muchos de los protagonistas se sentían, por encima de todo, europeos. Un horizonte todavía lejano. ¿Crees que la experiencia del exilio puede proporcionar a quienes la viven un sentimiento de formar parte de un todo, esa noción tan ideal de ser “ciudadanos del mundo”?
– Por supuesto. A algunos el exilio, a fin de cuentas, les confirmaba esa idea de cosmopolitismo en la que creían firmemente, a pesar del dolor de verse expulsados de su hogar de forma injusta. Hay un fragmento sumamente elocuente de Gombrowicz en su Diario en el que defiende el exilio para los creadores, diciendo que “se consigue una extraordinaria libertad espiritual, se rompen las ataduras y se puede ser más uno mismo”. Según él, un gran descreído con las patrias y los simbolismos nacionales que ataban a las personas a un país determinado, la pérdida de la patria no empujaba a la anarquía a nadie que “supiera ir más lejos, más allá de la patria”. La pérdida de la patria no perturbaba “el orden interior de aquellos para los que la patria es el mundo”.

– Joseph Roth simboliza, por encima de todos, la “figura trágica del desterrado europeo”, señalas. “Tenemos que irnos para que a las hogueras arrojen solo nuestros libros”, llegó a declarar. ¡Cuánto expresa esta frase! ¿Hasta qué punto leer a Roth, a Zweig, a Hesse, a los Mann, nos aproxima a la Europa aún por construir? “¿Quién era realmente europeo?”, te preguntas en las páginas del ensayo. ¿Cabe seguir haciéndose la misma pregunta? ¿Qué escritores actuales han recogido la llama del europeísmo? ¿Claman en el desierto, ha pasado ya el tiempo en el que los intelectuales eran escuchados?
– Lo ideal, desde luego, para mí y para otros en nuestros días en Europa, es la construcción sobre todo de una comunidad espiritual, de valores humanistas compartidos. Hablar menos de economía y fomentar más la unión del espíritu, del progreso en materia cultural y en educación. Esa era la Europa soñada por Stefan Zweig, por Joseph Roth y otros, la de una institución “supranacional” y de tarea “civilizatoria” después de todas las barbaries ocurridas. Zweig repitió sin descanso que “sólo un vínculo más estrecho de todas las naciones podía dar lugar a una estructura supranacional capaz de dar alivio a las dificultades económicas, de suprimir las posibilidades de guerras en nuestro continente y vencer el sacroegoísmo nacionalista”. Muchas cosas nos unen. No hay que olvidar que, con distintos avatares políticos e históricos, todos los europeos, de norte a sur, de este a oeste, estamos recorridos por un eje invisible, constante, que es nuestra cultura común compartida: nuestra literatura, nuestra arquitectura, nuestro arte, nuestra música, nuestros museos y monumentos. En nuestra época todos compartimos parecidas experiencias. Visitamos museos que forman parte ya del patrimonio general europeo como el Prado, el Louvre o el Tate Modern y nos leemos todos, mutuamente, a través de traducciones. Hoy día no hace falta hablar en checo, francés o sueco para recorrer, física o mentalmente, el continente. Como decía Umberto Eco “el idioma europeo es la traducción”. Durante años, de forma abusiva, se ha estado hablando únicamente de economía, de las deudas que ahogaban a cada país de distintas maneras, de riñas y disputas entre norte y sur o entre este y oeste del continente, de supremacías entre un continente u otro, en lugar de insistir en los principales valores en los que todos los europeos nos podíamos reconocer: la defensa de las libertades, de la igualdad, de los derechos humanos, de la lucha contra la discriminación y la xenofobia y, por supuesto, de la cultura que nos une y cohesiona, por encima de las diferencias.

– España y la Guerra Civil ocupa uno de los apartados finales del libro. ¿Crees que tenemos suficientemente presentes a autores como Machado, María Zambrano, Max Aub? ¿En qué medida mantener la memoria viva, clara, sin manipulaciones, puede significar avanzar hacia un mejor futuro como país? ¿Crees que la Guerra Civil, la dictadura, están suficientemente bien explicada a los jóvenes?
– ¡Espero que estén bien explicadas! Para saber de dónde venimos y adónde vamos y como acto de respeto a los que nos antecedieron. De todos modos, no hay ningún país europeo que no tenga un conflicto pendiente con su pasado y con la memoria colectiva: ya sea referido a su etapa colonial, a los nefastos días del colaboracionismo con los nazis o con el fascismo o bien, en nuestro caso, por tantas y tantas víctimas que sucumbieron ya fuera durante la guerra o durante la dictadura y que no han hallado aún una digna sepultura.
– Estamos acostumbrados a leer el exilio como una experiencia negativa, sombría, pero también es cierto que muchos de los protagonistas de este ensayo lo vivieron como oportunidad. Francisco Ayala hablaba de lo que aprendió de otras culturas, de lo que le aportaron y enriquecieron los países de acogida. Y como él muchos otros para los que significó un cauce de creatividad, de descubrimiento, de transformación. ¿Cuáles de los protagonistas de Sin tiempo para el adiós lo entendieron de este modo?
– Por supuesto se dan los casos de que, bien por el propio desarrollo interior de un escritor en esos momentos, o bien por un nuevo e insólito observatorio que era la vida cotidiana en tierras extranjeras, se produjo una especie de renacimiento literario en algunos de estos autores exiliados. Muchos sacaron de todo ello una experiencia positiva y engrandecieron su obra con la cultura de acogida. Por otro lado, la elección de la lengua como lengua de creación en el exilio era un dilema que siempre planeaba, sin excepción, dramáticamente, por encima de las más vitales decisiones a las que los intelectuales y escritores exiliados, de cualquier género, se tienen que enfrentar, tarde o temprano. Ello los condiciona enormemente: integrarse en el medio en el que se vive, cambiando de lengua de creación, o bien seguir atados a ella, a la lengua de origen, sin un público que los pueda seguir, ya que en sus países de origen estaban prohibidos. Es un doloroso dilema, salvo en el caso de los escritores españoles: una gran parte de ellos se instala en países hispanoamericanos: en México, Argentina, Chile o Perú, e inmediatamente, sin transición, continúan escribiendo y publicando en periódicos y en importantes editoriales, en ocasiones fundadas por ellos, del continente americano.

– El asunto se complica cuando las lenguas de los países de acogida no coinciden.
– Sí, y entonces surge el gran dilema: ¿Qué hacer, abandonar la lengua propia, y quedar reducidos a un insignificante público de colonias de emigrados o pasarse a la lengua del lugar en la que podrán ser difundidos, y conocidos, sin problema por otros muchos? Como es sabido, Nabokov se convierte en un gran maestro de la lengua inglesa, como lo fue el polaco Conrad en su día. Brodsky, por su parte, seguirá escribiendo la mayor parte de sus poemas en ruso y sus ensayos y también otros poemas en inglés. Sin embargo, los polacos Gombrowicz y el Premio Nobel de Literatura Milosz, el húngaro Sándor Márai, Elias Canetti o el rumano de nuestros días Norman Manea, jamás renunciarán a seguir escribiendo en su lengua nativa, en la lengua en la que se criaron y que hablaban en familia. Una lengua que, como dice Manea, alejada de su lugar natural, se convierte en una especie de “lengua nómada”, en una casa que se lleva consigo siempre, como el caracol transporta sobre sus espaldas su vivienda. Como él explicará, ninguna de las lenguas de su emigración llegará a convertirse en lengua de su interior, de su “corazón”. Algo muy importante para un escritor. También lo dice Márai en sus Diarios: el problema de todas las emigraciones es en qué medida asimila el desplazado el idioma de la comunidad que lo acoge, en detrimento de su lengua materna. Además, el intento por parte de un autor de intentar escribir en el idioma extranjero corta al mismo tiempo el cordón umbilical, el contacto con el lenguaje que lo sustentaba y que mantenía vivas su conciencia y capacidad creativa. Pero él, Márai, toma una clara decisión, como manifiesta: “Llegara donde llegase sería un escritor húngaro”.
– ¿En qué medida el exilio contribuyó a enriquecer, a transformar, la obra de los grandes nombres de las letras que llenan las páginas de Sin tiempo para el adiós? Recurres al historiador griego Plutarco, quien ya decía que si muchos de los grandes pensadores de su tiempo no se hubieran marchado, “quizá no habrían hecho lo que hicieron”.
– Es cierto. Muchos de los escritores que aparecen en Sin tiempo para el adiós probablemente no habrían escrito igual si no se hubieran visto obligados a exiliarse. Aunque en algunos casos, como en el de Joyce, su exilio fuera voluntario, el exilio en sí fue provechoso literariamente para muchos de ellos. Uno de los casos más conocidos es Nabokov. Ignoro qué hubiera sucedido en el caso concreto de su obra maestra Lolita, por ejemplo. El instinto creador de Nabokov era extraordinario, incontenible, deslumbrante en cualquiera de los casos y condiciones, y quién sabe la forma rusa que le hubiera dado a un tema así, en el caso de haber seguido viviendo en San Petersburgo, con continuos viajes, por supuesto, como buen políglota y cosmopolita, a Londres, Berlín o París. Y siempre en el supuesto de que la Revolución no hubiera triunfado, claro. En el caso de todos los genios que analizo en mi libro, ya sean Hermann Broch, Thomas Mann, Brodsky, la filósofa María Zambrano o los austrohúngaros Joseph Roth y Stefan Zweig, lo único que jugaba en contra de ellos a veces -como es el caso de estos dos últimos citados- era el tiempo, que en ocasiones se comprimía, la muerte, las amenazas, las dificultades cotidianas, la desesperación, acechaban a cada paso y lamentablemente muchas veces no pudieron seguir escribiendo. Pero el mito de que fueran mejores o peores como escritores exiliados o como escritores que se habían quedado en casa es variable. Evidentemente, para los exiliados interiores, había algo contra lo que no podían luchar: la censura. El ver sus obras prohibidas, el impedírseles publicar, que fue el caso de Bulgákov o Anna Ajmátova. Se les permitía vivir, no ser liquidados, a cambio de permanecer ocultos, reducidos a un monstruoso ostracismo.

– ¿Cómo entender el exilio interior? ¿Tal vez como renuncia, como cobardía, como justificación?
– Este tema es muy interesante y creo que hay que aclarar desde el comienzo que no tiene nada que ver con la cobardía, a mi modo de ver. Es un cúmulo de situaciones las que hacen decantarse a un escritor, en determinado momento, por emprender la huida o por quedarse. El más duro, desde luego, siempre era el exilio obligado fuera de las fronteras de un propio país, el tener que abandonarlo a la fuerza. En el caso de los confinados mussolinianos, de los que hablo en mi libro, se trataba -como fue también el destierro de Unamuno en las Canarias– de periodos más cortos de tiempo, con un retorno previsto; un sustituto de cárceles convencionales, cárceles “al aire libre”, como las llamaba también Pavese. En los tiempos de la gran diáspora rusa, por ejemplo, no todos se exiliarían, por supuesto. Muchos grandes escritores, por una razón u otra, ideológica o bien privada y familiar, no huirían y se quedarían secuestrados durante décadas, sobreviviendo o no a las sucesivas purgas.
– Muchos de ellos lo pagaron muy caro.
– Sí. Muchos de ellos serían masacrados (Isaak Bábel, Osip Mandelstam, Boris Pilniak, Nikolái Gumiolov), perseguidos sin piedad y enviados a gulags (Varlam Shalámov, Andréi Platónov, Solzhenitsin) o mantenidos como rehenes de por vida (Boris Pasternak, Anna Ajmátova, Mijaíl Bulgákov). Ajmátova, en un célebre encuentro mantenido con Isaiah Berlin, en 1945, tras preguntarle, uno a uno, por sus viejos amigos que habían emigrado, le diría a Berlin que “tras la desaparición de Mandelstam y Tsveitáieva” Pasternak y ella se quedaron solos. La devoción apasionada que les profesaban innumerables hombres y mujeres de la Unión Soviética hacía que se aprendieran sus versos de memoria, que los copiaran clandestinamente y los hicieran circular. Eran maestros “en la sombra”, esto los enorgullecía profundamente y los mantenía unidos, como si se tratara de una especie de patria subterránea, como hombres y mujeres del subsuelo. Pero ambos, Pasternak y Ajmátova, eligieron permanecer en el exilio interior. La idea de emigrar se les antojaba intolerable. Anhelaban visitar Occidente, pero no si ello implicaba no poder regresar a su patria. Su hondo patriotismo no tenía nada de tintes nacionalistas. Ajmátova simplemente no estaba preparada para emigrar. Por muy terribles que fueran los horrores que la aguardaban, jamás quiso abandonar Rusia. Sin embargo, con la contundencia y radicalidad que era habitual en él en estos temas, Nabokov opinaría, de forma sumamente tajante, que “con muy escasas excepciones, todas las fuerzas creativas de tendencia liberal – poetas, novelistas, críticos, filósofos y demás- habían huido de la Rusia de Lenin y de Stalin”. Los que no lo hicieron, los que escogieron quedarse, según él, “o bien se marchitaban allí o bien adulteraban su talento ajustándose a las exigencias políticas del Estado”.
– La verdad es que hay una gran complejidad en las tomas de postura adoptadas, en la manera en que cada cual reacciona ante las distintas circunstancias. Llevas mucho tiempo estudiando el tema. ¿Cómo lo ves? En el ensayo citas a Claudio Guillén, quien se refiere a “la infinitud del exilio y de las respuestas literarias del exilio”.
– Sí, en efecto, es un tema infinito. Yo misma tuve que poner un límite porque en otro caso se hubiera convertido en un volumen inabarcable y no era mi intención. Tratar el exilio literario de una forma comparativa y europea, me imagino que, por la enorme densidad, ha echado para atrás a muchos investigadores o simplemente escritores que tuvieran intención de abordarlo. Pero, vuelvo a repetir, el mío era un ensayo muy personal y libre, hecho a mi propia medida. Así que incluí nombres, obras o situaciones que yo consideraba de interés, o simplemente muy significativas, de enorme simbolismo. También autores que me gustaban y que seleccioné, entre otros muchos, para estar presentes, si no con un capítulo entero, sí a través de citas o referencias.

– El exilio, el destierro, ha estado muy presente en la literatura desde sus comienzos. Es el tema de la Odisea, marca toda la obra de Joyce. Es muy inspirador el capítulo que dedicas al autor del Ulises. Él representa al “exiliado voluntario”. Es otra vertiente muy interesante.
– En efecto, hay otro grupo de creadores de “exilios voluntarios”, creadores que creen que si se hubieran quedado en su patria, esa misma patria -aun siendo amada- los hubiera “aplastado” de un modo u otro, ahogándoles como escritores. Aquí el principal y más destacado representante por supuesto fue Joyce. Aunque también una escritora irlandesa que me gusta mucho, Edna O’Brien, que en un libro de conversaciones con Philip Roth confesó lo mismo: muchos autores no tienen más remedio que marcharse “cuando las raíces suponen una amenaza excesiva, cuando afectan demasiado”. Joyce dijo que Irlanda es “como una gorrina que devora su propia camada”. Se refería a la actitud del país con sus escritores. “No es ninguna casualidad -continuaba diciendo O’Brien- que nuestros dos ilustrísimos mayores, Joyce y el señor Beckett, se marcharan para no volver”. Por su parte, Joyce lo expresó así en su obra Exiliados: “Hay un exilio económico y otro espiritual. Están todos aquellos que lo abandonan en busca del pan que el hombre necesita y están esos otros, sus hijos más distinguidos, que se marchan buscando en otras tierras ese alimento del espíritu que mantiene con vida a una nación de seres humanos”. Es como si, con esto, Joyce quisiera decir que el famoso concepto de “patria”, o patriotismo, que tantos fervientes nacionalistas, del país que sea, en ocasiones conciben de una única manera, quedándose por fuerza dentro del propio país, un país donde a veces se ven imposibilitados de “avanzar” como creadores, se pudiera ejercer mejor fuera de sus fronteras. Joyce creo que es el ejemplo máximo.
“Hay otro grupo de creadores de “exilios voluntarios” que creen que si se hubieran quedado en su patria, esa misma patria, aun siendo amada, los hubiera “aplastado” de un modo u otro, ahogándoles como escritores. Aquí el principal y más destacado representante por supuesto fue Joyce.
– ¿Y qué hay de los regresos? Podrían dar para otro ensayo. El regreso siendo diferentes, transformados por lo vivido, a lugares que ya no son los mismos. Muchos regresaron. Otros, como Thomas Mann, prefirieron no hacerlo…
– Efectivamente, algunos escritores, cambiada la situación, cuando llega por fin la democracia, decidieron no volver a su país. Ese fue el caso de Thomas Mann, que muere en Suiza, un lugar tradicional de acogida y refugio de múltiples exiliados a lo largo de la historia, donde será enterrado. Igualmente Nabokov y Brodsky, por citar algunos de los más grandes y conocidos autores que trato en mi libro, nunca regresarían. Tampoco lo haría Gombrowicz, que moriría en Vence, cerca de Niza, donde reposan sus restos. En lo que se refiere a Brodsky, la escritora Tatiana Tolstaya, sobrina-nieta de León Tolstói, siempre le insistió en un regreso que nunca se produjo. Nacida igual que Brodsky en San Petersburgo, desde 1989, tras la Caída del Muro, le había instado sin cesar a regresar a Rusia. Tolstaya le hablaba de regresar en reconocimiento, sobre todo, de todos aquellos que lo habían venerado como portavoz cuando estaba en el exilio, para que pudieran tener el consuelo de verlo de nuevo entre ellos en San Petersburgo. “¿Qué me dice de todas esas viejecitas de la intelligentsia?”, le recordaba Tolstaya en una carta, “¿de sus lectores, de todos los bibliotecarios, empleados de museos, jubilados, inquilinos de apartamentos comunales? ¿De aquellos que ocupan las últimas filas en los conciertos filarmónicos, junto a las columnas, donde las entradas son más baratas”? En cierto modo, Tolstaya tenía razón. En esos gigantescos exilios, tan difíciles de compartimentar, desde los que expulsaban fuera del país a los más notables genios, a los que los absorbían mortecinamente, con incontables dificultades, durante décadas, en la forma de exilios interiores, aquellos sufridos viejecitos y viejecitas de la intelligentsia silenciosa, habían mantenido de algún modo la llama viva de la cultura rusa, aparte de los conocidos nombres de opositores y disidentes como Solzhenitsin, Brodsky o Sajarov, de proyección, ellos sí, internacional. El caso es que para continuar en el exilio, tras su muerte, por expreso deseo suyo, en vez de regresar a su San Petersburgo natal, Brodsky quiso que sus cenizas fueran enviadas a Venecia, siendo enterradas en el cementerio histórico de la Isla de San Michele.

– Está claro que la mayor parte de los creadores exiliados a lo largo del tiempo, pese a sufrir muchos de ellos penalidades y tragedias, fueron unos privilegiados por su condición de ciudadanos destacados. Nada que ver con el destino de tantos emigrantes, hombres y mujeres comunes, tan denostados hoy. Pero la experiencia hermana a unos y a otros y corresponde a los primeros dar voz a los silenciados. Esto me parece muy importante.
– Aquí tengo que decir que no fue tan simple. Hay unos exiliados de lujo, por supuesto, y lo voy aclarando en el libro, que gozan desde el momento de llegada de una gran cantidad de oportunidades, son recibidos como héroes, sus obras son publicadas y traducidas sin cesar, se erigen como portavoces aclamados del conjunto de emigrantes y se instalan con todo tipo de comodidades en California, como es el caso de Thomas Mann, o si no en un Brasil, que acoge con los brazos abiertos a Zweig, como una gran figura internacional. En cambio otros, como es el caso del hoy muy conocido Robert Musil, del mismo Walter Benjamin o de nuestra María Zambrano, pasan por enormes estrecheces y no hubieran sobrevivido sin la asistencia mínima que les proporcionan algunos amigos cercanos o alguna asociación de ayuda a los refugiados, como hoy sucedería. Respecto a lo de que siguen siendo “denostados” esto depende mucho, claro, de la mentalidad miserable y egoísta que uno tenga. Pero entonces también sucedía, no solo hoy. Los emigrantes siempre son mirados con recelo, vengan de la guerra que vengan o de las penurias de las que escapen. Esto lo explica continuamente, de forma magnífica, en sus libros una estupenda autora croata de nuestros días, Dubravka Ugresic, a la que le dedico un capítulo.
– Además de los nombres ya citados, en el recorrido nos encontramos con muchísimas otras grandes figuras. Los italianos no podían faltar: Carlo Levi, Cesare Pavese, Natalia Ginzburg… Los griegos, con Yorgos Seferis al frente… Y, por supuesto, se repasan episodios tan interesantes como el de la epopeya de los judíos en Estados Unidos… ¡Cuántas lecturas! ¿Das por terminado el tema con este libro? ¿Seguirás indagando en los pasos de estos y más exiliados?
– No lo doy por terminado, por supuesto. Me imagino que seguiré leyendo todo lo que caiga en mis manos. Me sigue interesando muchísimo el tema. En todo caso, en un próximo ensayo, quizá pasaría ya plenamente a nuestro siglo, el siglo XXI. Lamentablemente, la figura del escritor exiliado de su patria no desaparece en absoluto en nuestros días. Pensemos en la gran cantidad de escritores, periodistas e intelectuales en general que han tenido que salir en los últimos años de Venezuela. O los huidos actuales de la Bielorrusia de un dictador como Lukashenko. Las tiranías son una lacra que no tiene fin, desgraciadamente. Cuando la gente es feliz en su país, cuando los escritores pueden publicar sin problema, sin ser perseguidos, cuando hay libertad y no existe la censura, o cuando no se cierran medios de comunicación opositores, las personas no tienen por qué abandonar el país donde tienen sus trabajos, donde disfrutan y donde viven sus seres queridos.

Sin tiempo para el adiós. Exiliados y emigrados en la literatura del siglo XX, de Mercedes Monmany, ha sido publicado por Galaxia Gutenberg.