Emma Rodríguez © 2021 /
Sobria y conmovedora, Las gratitudes de Delphine de Vigan, es una novela que no resulta fácil de olvidar. Hay algo en ella que nos toca profundamente, que refleja temores y ansiedades cercanas. La vejez, el abandono y la soledad que la acompañan en las sociedades que habitamos, es el gran tema de esta entrega que nos llega en un momento en el que nuestros mayores ocupan el primer plano de la actualidad. La escritora francesa sintoniza con un momento concreto y doloroso. La historia que nos cuenta nos sobrecoge aún más en estos tiempos de pandemia, cuando tenemos muy próxima la situación de tantos ancianos abandonados a su suerte en residencias sin personal suficiente, sin medios para asistirlos, víctimas de la mala gestión de políticos entregados a recortes y privatizaciones.
De Vigan no habla de la Covid 19 y sus efectos demoledores en la población de más edad, pero a mí me resultó inevitable pensar en todo ello mientras iba pasando las páginas de una entrega que, como su título indica, nos impulsa a dar las gracias de verdad, a reflexionar sobre la gratitud, sobre la deuda que tenemos con aquellas personas que han marcado el rumbo de nuestras vidas; que, de una u otra forma, han contribuido a transformar nuestros destinos.
En las páginas iniciales hay una pregunta directa a los lectores, una pregunta que parte de la reflexión sobre la cantidad de veces que damos las gracias mecánicamente, por costumbre, por conveniencia, sin ser conscientes de la grandeza que encierra el acto cuando surge de la autenticidad. “¿Os habéis preguntado alguna vez cuántas veces en la vida habéis dado realmente las gracias? Unas gracias sinceras. La expresión de vuestra gratitud, de vuestro agradecimiento, de vuestra deuda. ¿A quién?” / ¿Al profesor que os abrió la puerta al mundo de los libros? ¿Al joven que intervino cuando os agredieron en la calle? ¿Al médico que os salvó la vida? ¿A la vida misma?”

Quien nos invita a buscar respuestas es Marie, una joven que afronta la muerte de Michka Seld y rememora la historia compartida, los últimos meses, temores y deseos de la anciana, una mujer que ha sido fundamental en su vida, a la que ha querido tanto y a la que tanto tiene que agradecer. Este es el arranque de una narración en la que escuchamos a Michka y llegamos a conocerla mejor a través de las voces de Marie y Jérôme, un logopeda que entabla una relación muy especial con la anciana. A la manera de piezas que se van uniendo, de trozos de memoria y de testimonio, Las gratitudes entabla un diálogo generacional, refleja el presente y se asoma al pasado, al terrible capítulo de la Segunda Guerra Mundial, de la persecución nazi de los judíos, de los campos de concentración, de las cámaras de gas, pues Michka perdió a sus padres de muy niña y fue cuidada durante unos años por Nicole y Henri, una pareja que no la conocía de nada y que le salvó la vida, arriesgándolo todo por ella.
Esta parte del relato habla de la nobleza, del valor de tanta gente anónima en momentos atroces, pero también de la necesidad de no olvidar; no olvidar el odio, la violencia, el fanatismo, la xenofobia, precisamente ahora, en momentos en los que cobran fuerza de nuevo. La escritora compone con indudable maestría un cruce de gratitudes, pues Marie muestra su agradecimiento a la anciana, quien a su vez desea dar las gracias al matrimonio que la ayudó y al que nunca volvió a ver una vez que una tía lejana acudió a buscarla. Es este un último anhelo, un último motivo, una manera de cerrar con dignidad, con amor, el camino de la existencia. Delphine de Vigan atrapa un trayecto vital y nos habla de lo que acaba importando. Michka también acogió y cuidó de Marie cuando la madre de ésta era incapaz de hacerse cargo de ella. Ambas protagonistas comparten el abandono y saben del valor de los afectos, del amparo.
A la manera de piezas que se van uniendo, de trozos de memoria y de testimonio, Las gratitudes entabla un diálogo generacional, refleja el presente y se asoma al pasado, al terrible capítulo de la Segunda Guerra Mundial, de la persecución nazi de los judíos.
La comunicación, el lenguaje, las palabras, son esenciales en esta novela llena de sentidos, con muchos fondos y lecturas, algo que es muy habitual en la literatura de Delphine de Vigan (Boulogne-Billacourt, 1966). Basada en hechos reales, por ejemplo, mi primer acercamiento a su obra, es una novela sobre la crisis creativa de una escritora. Puede ser leída como un thriller, como una relación tóxica entre dos mujeres (la escritora y una admiradora obsesiva), pero es mucho más profunda, pues se trata de un juego de espejos, de identidades, que indaga en las borrosas fronteras entre la realidad y la ficción; entre la mentira y la verdad; entre lo que es y lo que aparenta ser. En esta obra, que fue llevada al cine por Roman Polanski, la novelista se enfrenta a sus dudas y llega a cuestionar su manera de trabajar con materiales biográficos íntimos y dolorosos en entregas como Nada se opone a la noche, su libro de mayor éxito, donde narra la bipolaridad de su madre, su suicidio, su complicada relación con ella.
De Vigan ha declarado en distintas entrevistas que todo se entrelaza en su obra. “Puedo escribir una historia que se nutre de cosas vividas, sentidas, observadas… Puedo contar una historia real en la que se cuela la ficción… La verdad que se cuenta nunca es la verdad absoluta… Cuando escribes la historia de tu vida, necesariamente la transformas”, ha señalado, haciendo hincapié en que siempre trata temas que la afectan de alguna manera, que despiertan su preocupación, su empatía.
La anorexia, la precariedad, la violencia, la incomunicación, el acoso laboral, son asuntos que preocupan a la escritora y que entran en su ya extenso trayecto narrativo. Siempre atenta a los problemas sociales del tiempo que vive, De Vigan suele crear atmósferas perturbadoras, situaciones extremas, asfixiantes. No sucede esto en la novela de la que os estoy hablando. Las gratitudes, continuación de un ciclo narrativo iniciado con Las lealtades, es una obra luminosa pese a estar tan cerca de la muerte. A ello contribuye el mecanismo del humor y también la ternura y la empatía que derrochan los personajes.

Más alejada que otras de sus historias de la inmediatez, de los conflictos del presente, el ahora acaba apareciendo en esta ocasión de manera más sutil, a través de los sueños, las pesadillas, que tiene Michka. En ellas vemos repetidamente la figura de una mujer austera y desagradable. Se trata de la directora de la residencia, quien la interroga y le plantea preguntas sobre lo que puede hacer o aportar al lugar para poder ser seleccionada; preguntas que la hacen sentir incómoda e inútil, alguien que ya no vale nada en las sociedades de la productividad, de la eficiencia, de las agendas llenas de ocupaciones, del estrés y la falta de tiempo.
“¡En todas partes pasa lo mismo! ¡Vaya a donde vaya tendrá que rellenar cuestionarios, hacer entrevistas, pruebas, concursos, exámenes, competiciones, interrogatorios! ¡Y deberá mostrar adhesión, implicación, motivación, determinación! En la escuela, en el trabajo, en la universidad, en todas partes es igual, señora Seld. ¡Sí, en todas partes, en todo el mundo, en cualquier lugar hay que escoger, elegir, seleccionar! No tenemos alternativa. ¡Hay que separar el grano de la paja, incluso en las residencias geriátricas! Así funcionan las cosas, no soy yo quien dicta las reglas, ¡pero soy yo quien las aplica!”, señala imperativamente esa voz autoritaria que despierta las ansiedades y los miedos agazapados de la protagonista, llevándonos a identificar, de manera demoledora, los resortes desquiciados de nuestro tipo de vida.
Antes os hablaba de la importancia del lenguaje, de las palabras, en esta novela aparentemente sencilla, pero cargada de sentidos, capaz de provocar las más hondas emociones. Michka había desempeñado el trabajo de correctora en un periódico durante mucho tiempo. Las palabras, sus significados, sus usos correctos o incorrectos, habían ocupado su trayecto. Y en su vejez sufre de afasia, le cuesta encontrar las palabras, pronunciarlas, sustituyendo unas por otras, lo cual conduce a un ingenioso juego de confusiones, distorsiones, dobles sentidos, a la vez que a un intercambio cómplice, salpicado de humor, entre los protagonistas.
“Siempre acabo hablándole como si fuera una niña y se me rompe el corazón, pues sé muy bien qué tipo de mujer ha sido, sé que ha leído a Doris Lessing, a Sylvia Plath y a Virginia Woolf, que aún está suscrita a “Le Monde” y que sigue leyendo el diario de cabo a rabo todos los días, aunque solo sean los titulares”, nos hace saber Marie.
“Hay que luchar. Palabra a palabra. Sin concesiones. No hay que ceder. Ni una sílaba, ni una consonante. Sin el lenguaje, ¿qué nos queda?”, se pregunta Jérôme, quien más adelante se presenta ante nosotros, los lectores: “Soy logopeda. Trabajo con las palabras y con el silencio. Con lo que no se dice. Trabajo con la vergüenza, con los secretos, con los remordimientos. Trabajo con la ausencia, con los recuerdos que ya no están y con los que resurgen tras un nombre, una imagen, un perfume. Trabajo con el dolor de ayer y con el de hoy. Con las confidencias. / Y con el miedo a morir. Forma parte de mi oficio”.
“Hay que luchar. Palabra a palabra. Sin concesiones. No hay que ceder. Ni una sílaba, ni una consonante. Sin el lenguaje, ¿qué nos queda?”, se pregunta Jérôme, UNo de los protagonistas.
A la hora de transcribir este párrafo me doy cuenta de lo mucho que dice de las búsquedas de la novela y también del sentido de la escritura para Delphine de Vigan. Podemos imaginarla repitiendo, palabra por palabra, lo que dice su personaje. La vergüenza, los secretos, los remordimientos, forman parte de sus libros. El miedo al que hace alusión Jérôme es el miedo de Michka, pero también es un miedo colectivo ante el hecho de existir, un miedo que acompaña a todas las edades de la vida. Marie afronta con temor la maternidad, se pregunta si podrá ser una buena madre, y entonces es la anciana la que una vez más vuelve a ayudarla en el camino cuando le dice que esmerarse en alguien lo cambia todo. “Tener miedo por otro, otro que no seas tú. No sabes la suerte que tienes”.
Episodios así son los que me llevan a afirmar que Las gratitudes es una entrega luminosa. Conscientes de vivir en sociedades donde se opone resistencia al hecho de envejecer y donde una pandemia de consecuencias devastadoras nos ha puesto ese momento inevitable en primer plano, este libro de Delphine De Vigan resulta revelador e incluso impactante. Basta leer sus páginas para comprender los temores de quienes viven en los geriátricos y han de adaptarse a nuevas costumbres, a nuevas amistades que inevitablemente irán perdiendo, dejándoles aún más solos.
Es mucho lo que nos transmite De Vigan con su capacidad para la observación, para adentrarse en lo más íntimo, para conmovernos sin caer en el sentimentalismo, para explorar la complejidad de las relaciones humanas y entablar diálogos. Su efecto, por supuesto, tiene mucho que ver, con la edad, con las circunstancias, con las pérdidas de cada cual. A quienes las sentimos cerca nos toca emocionalmente aún más la historia de Michka.

Las gratitudes nos invita a dar las gracias por el tiempo compartido con seres queridos que nos han dejado, a reconocer sus transmisiones, todo aquello que nos han legado y que ha modificado nuestras vidas o nos ha hecho ser lo que somos. Hay luz, sí, y, por supuesto, dolor, heridas abiertas, en este libro poderoso que nos acerca a las renuncias de la vejez, a lo que en ese último trecho importa: la cantidad de amor que hemos sido capaces de dar y de recibir. Conocemos el final de toda vida, su inevitable desembocadura, pero no su desarrollo, sus desvíos, sus oscuridades y sus claros. La pregunta que debemos plantearnos es; ¿qué somos capaces de construir, de legar a los otros?
“Envejecer es aprender a perder / Asumir, todas o casi todas las semanas, un nuevo déficit, una nueva degradación, un nuevo deterioro. Así es como yo lo veo. / Y ya no hay nada en la columna de las ganancias…”, escuchamos a Jérôme. “Perder lo que te han dado, lo que te has ganado, lo que te merecías, aquello por lo que luchaste, lo que pensabas que nunca perderías. / Readaptarse / Reorganizarse / Apañárselas / No darle importancia. / No tener ya nada que perder...”
Perder y esperar, porque Las gratitudes también es una novela sobre la espera, sobre lo que podemos esperar en todo momento, hasta el final. Michka tiene un gran deseo. Su vida es una corriente que se mueve e influye en otras, hasta el último suspiro. Marie acaba dándole las gracias, de corazón, a Jerôme por su entrega. Nosotros agradecemos a Delphine de Vigan el regalo de esta novela.
Las gratitudes, de Delphine de Vigan, ha sido publicada por Anagrama. La traducción la firma Pablo Martínez Sánchez.