Mikita Brottman, contra prejuicios y deberes a la hora de leer

Por Emma Rodríguez © 2018 / Confieso que hay temas a los que no puedo resistirme, que hay títulos que, en mi caso, funcionan como un señuelo. ¿Cómo podía no atraerme un libro con tan irreverente mensaje en su portada: Contra la lectura: un ensayo dedicado a los lectores que no creen que los libros sean intocables? Después de un par de incursiones fallidas en obras que, en un primer momento, consideré que iban a interesarme y que, por razones diversas, me resultaron demasiado espesas y rebuscadas,  en un momento de cansancio, de búsqueda de algo diferente, me encontré con esta entrega de Mikita Brottman que me atrevo a calificar como provocadora –aunque también os adelanto que no es para tanto, que no llega la sangre al río–, con un saludable tono desacralizador respecto a la lectura y los libros.

No puedo decir que lo comparta todo con esta doctora en Lengua y Literatura Inglesa y psicoanalista, nacida a mediados de los 60, preocupada desde siempre por asuntos relacionados con la manera de consumir y digerir la cultura contemporánea, que ha impartido clases en distintas universidades europeas y estadounidenses (actualmente lo hace en el Maryland Institute College of Art, de Baltimore) y publica artículos en medios como “Los Angeles Times”, “The Huffington Post” y publicaciones underground de diversa índole. No puedo decir que mis experiencias lectoras sean afines a las suyas, pero sí afirmo que en muchas de sus apreciaciones estoy totalmente de acuerdo y que en más de una ocasión me sorprendí riendo ante situaciones por las que yo también he pasado, ante rituales, modos y prejuicios que reconozco.

Esta obra, que llega a nuestras librerías de la mano de Blackie Books, es una reivindicación de la lectura como disfrute, de los libros que elegimos consciente y libremente, sin obligaciones, sin decretos. La autora pretende acabar con muchos mitos, recorre a grandes trazos la historia de este llamémosle placer, vicio, peligro o castigo, según los tiempos, circunstancias y experiencias de cada cual, y no duda en recurrir a su propia biografía para demostrar que no todo son bondades en lo que rodea a la proximidad, a la complicidad, con las ficciones; que, como en todo, es necesario el buen criterio y el equilibrio. Precisamente ahí, en la propia experiencia de Brottman, en esa experiencia compartida con otros lectores que es este libro, radica, en mi opinión, el principal mérito de una entrega que quiere ser una aportación algo canalla a las muchas virtudes con las que decoramos el acto de leer, pero acaba reconociendo el carácter transformador, de cambio de mirada sobre el mundo, que puede suponer, en determinados momentos, un libro.

Mikita Brottman pretende acabar con muchos mitos sobre los libros y la lectura, recorre a grandes trazos la historia de este llamémosle placer, vicio, peligro o castigo, según los tiempos, circunstancias y experiencias de cada cual, y no duda en recurrir a su propia biografía para demostrar que no todo son bondades.

Vayamos viendo. Si algo no soporta la ensayista son los discursos alarmantes, en ocasiones casi apocalípticos, sobre la desaparición de los libros, de la lectura, que habitualmente llegan acompañados de mensajes de desaprobación respecto a las nuevas tecnologías y a canales de venta como Amazon (aquí hago un inciso para decir que no tengo nada en contra de Amazon, que agradezco que nos permita acceder a obras inencontrables en las librerías; pero sí contra la explotación a la que somete a sus trabajadores). Nada de acuerdo con las declaraciones de tantos agoreros, apoyada en las crecientes cifras de publicación de libros y en la mayor democratización del mercado a través de las nuevas opciones de compra y formatos de lectura, la autora señala: “Creo que la importancia de la lectura (por no hablar de la escritura) está muy sobrevalorada, y a lo que en realidad deberíamos prestar atención, en un mercado abarrotado y ahíto de libros, no es la muerte de la lectura, sino la muerte del criterio. es relativamente fácil adquirir el hábito de la lectura; es mucho más difícil llegar a ser un lector exigente y con criterio”.

Tampoco simpatiza Mikita Brottman con la opinión de que leer nos hace mejores y nos hace adquirir una mayor conciencia cívica. Hitler era un gran lector, y también Unabomber, nos recuerda, y vuelve la mirada al pasado para demostrar que el exceso de buenismo y positivismo es algo relativamente reciente, que durante mucho tiempo los libros fueron considerados peligrosos, perjudiciales, radicales e incluso revolucionarios; porque alejaban a la gente de sus obligaciones y de la vida en comunidad; porque la lectura de novelas resultaba inapropiada para las jóvenes bien educadas (pensemos en Madame Bovary); porque el acceso a la cultura era algo reservado a las élites. “A finales de los años cincuenta del siglo XIX, John Stuart Mill comenzó a reflexionar sobre el lúgubre espectro de una sociedad en la que se había dado paso a la tiranía de la mayoría no solo en sus patrones de lectura, sino también en los valores morales, en las bellas artes y en la vida intelectual (…) El hábito de la lectura contaba con un número creciente de adeptos y quienes estaban al mando querían mantenerlo bajo control. En las nuevas bibliotecas de préstamo victorianas, por ejemplo, se prohibió la ficción y la selección de libros se limitaba a aquellos que contenían un valor instructivo”, nos cuenta la autora, recordando que esos temores que hoy nos parecen “ridículos y elitistas” se prolongaron hasta bien entrado el siglo XX.

La autora de “Contra la lectura” vuelve la mirada al pasado para demostrar que el exceso de buenismo y positivismo en torno a la lectura es algo relativamente reciente, que durante mucho tiempo los libros fueron considerados peligrosos, perjudiciales, radicales e incluso revolucionarios.

Pero hoy el fomento de la lectura, a través de constantes campañas organizadas desde las instituciones, es una constante. ¿Si todo lo que promueven estas campañas es tan bueno, si la lectura es tan fundamental, si nos salva de tantos males, si nos hace mejores personas, para que son necesarios este tipo de acciones, organizadas desde las instituciones? se pregunta Brottman, desarrollando a partir de ahí una interesante argumentación: “Casi podría decirse que la lectura es opuesta al consumo capitalista en cuanto que no produce nada, no genera ningún dinero ni tampoco nos hace parecer más jóvenes, sentirnos mejor o ser más rápidos. Quienes promueven las campañas de que la lectura es “buena para ti” y algo “básico y divertido” necesitan, si de verdad quieren tener algún éxito, dar forma a una idea de “bueno” y “genial” que no esté ligada a lo que la mayoría considera como los logros más importantes de su vida –ganar dinero, ser atractivo y popular, tener buena salud y una familia feliz y amorosa–, puesto que ninguno de éstos nos exige leer, al menos no de forma reflexiva ni seria”.

Os animo a que deis vueltas a estas ideas, a que penséis en lo que realmente buscáis en los libros. A mí me ayudan a desacelerar el ritmo cotidiano, a encontrar nuevas perspectivas para entender el mundo en el que vivimos, a soñar con otras realidades, como señala Ursula K. Le Guin, otra de las protagonistas de este número de Lecturas Sumergidas y que, a través de su entrega Contar es escuchar tanto conecta con la obra de la que ahora os hablo (lecturas hermanas, paralelas). A mí las ficciones, también los ensayos, me ayudan, entre otras muchas cosas, a acercarme a los otros, a comprender las diferencias, a entablar diálogos, y, por supuesto, a evadirme, a reconocerme, a perderme… ¿Y a vosotros?

No es el objetivo de Brottman entablar una cruzada contra la lectura, como deja bien claro desde el principio (el título de su libro no es más que una llamada de atención, nos dice; lo sospechamos desde un principio, claro, nada más abrir sus páginas), pero sí animarnos a reflexionar sobre lo que la lectura supone para nosotros, un acto de liberación, de resistencia a las imposiciones del presente, a sus principios de velocidad y productividad, dejando de lado esa imagen solemne, respetuosa, que aún suele acompañar a los libros. Pero, más allá de eso, la autora, como os decía, nos ofrece su testimonio, su particular experiencia, porque a ella los libros, lejos de hacerla un poco más feliz, consiguieron aislarla, la abocaron a una enfermiza soledad.

Fotografías a Emma Rodríguez por Karina Beltrán © 2018.

Adicta a las historias de miedo en su adolescencia, convencida después de que Shakespeare y su mundo eran algo que debía guardarse para sí misma, consciente de que la realidad era absolutamente plana y aburrida, “deprimente y vacía”, en comparación con los libros que leía, la autora no niega que los efectos de esa devoradora afición que la llevaba a pasar horas y horas acompañada únicamente de personajes de ficción, no fueron del todo beneficiosos. “Enterrada en el ático con mis libros, apenas era consciente de lo que sucedía a mi alrededor. En algún momento de mi adolescencia mi padre se fue de casa, mis hermanos dejaron el colegio y se marcharon y mi madre alquiló las habitaciones que habían quedado vacías. Todo me pasó inadvertido (…) Mientras yo no me había dignado a sacar la nariz de los libros de Poe, mi propio hogar se había fracturado…”

Los libros que leyó (Cumbres borrascosas, Jane Eyre o La abadía de Northanger, de Jane Austen, entre otros), lejos de ayudarla en su desarrollo emocional, le hicieron adquirir “unas ideas ridículas sobre el amor y los romances”, relata más adelante, en esta interesantísima parte testimonial de su libro, lamentando que no hubiesen llegado a sus manos obras en las que los protagonistas-lectores no salen tan bien parados, caso de Don Quijote o Madame Bovary. Hay un cierto tono de humor y mucha verdad en estas páginas, en estas vivencias que han llevado a la autora a pensar larga y detenidamente en los efectos de la lectura, en la necesidad, tal vez, de una cierta orientación.

Por suerte, por eso decía al principio que mis experiencias primerizas de lectura no coinciden con las de Mikita Brottman, yo llegué a convertirme en una ávida lectora cuando ya estaba en el instituto, pero la mía fue una experiencia compartida con amigas que también leían, un cauce de comunicación, de acercamiento. Recuerdo las conversaciones, los intercambios de libros que sacábamos de la biblioteca con auténtico placer, y también los momentos de intimidad, los descubrimientos de autores capaces de abrir puertas, de poner nombre a sensaciones, a miedos, a deseos… Nada fue premeditado. Mis padres no eran lectores. Hubo algún profesor que actuó de guía y clases de literatura que recuerdo como estimulantes, pero, sobre todo fue cuestión de suerte, elecciones y relaciones afortunadas alrededor de los libros. Y la sensación de que nada ni nadie me obligaba a leer los libros que me apetecía leer, de que la literatura era un territorio abierto en el que me podía mover a mis anchas, decidiendo mis campos de interés, hallando, de manera casi siempre azarosa, sorprendentes, misteriosos, puentes y conexiones…

Pero escuchemos a la autora de Contra la lectura: “Si sois lectores equilibrados y exigentes, los libros que leais pueden contribuir a que crezca vuestro interés en cuestiones políticas y morales, y convertiros en personas más comprometidas, elocuentes y activas. Idealmente la lectura puede ayudar a negociar la tensión entre el yo y los otros, a establecer un equilibrio entre vosotros, los lectores como individuos, y la pertenencia al grupo. A mí me sucedió lo contrario. Leía de manera inconsciente, casi involuntaria. Mi vida interior era rica y compleja, pero todo permanecía dentro. No hablaba de los libros que leía porque no sabía cómo hacerlo. No existía un equilibrio, una fusión entre el mundo interno y el externo….”

“Idealmente la lectura puede ayudar a negociar la tensión entre el yo y los otros, a establecer un equilibrio entre vosotros, los lectores como individuos, y la pertenencia al grupo. A mí me sucedió lo contrario…” confiesa Brottman.

Ha sido muy enriquecedora para mí, repito, esta parte del ensayo que me ha llevado a mi propia biografía y me ha ofrecido nuevas perspectivas sobre la formación lectora. Pese a todo, Mikita Brottman, acabó encontrando la salida a sus carencias, una relación más saludable y armoniosa con los libros. Entre lo mucho que aporta esta obra se encuentra la visión que comparto de que leer no tiene que asociarse siempre al disfrute; que leer provoca, revuelve y duele en muchas ocasiones, acercándonos a la parte más oscura de la condición humana, al abuso de poder, al mal, a la violencia, enfrentándonos a nuestras contradicciones, haciéndonos tomar conciencia de lo alejados que estamos de experiencias ajenas de sufrimiento.

Hay tantas experiencias de lectura como lectores. No todo el que ama los libros lo hace de la misma manera, nos dice la ensayista, quien suele recurrir a ejemplos de sus clases, de su trato frecuente con los alumnos. Hay un capítulo en el que habla de las servidumbres a los libros, de los coleccionistas, de los bibliomaníacos para los que poseer un libro es más importante que leerlo. También se refiere a costumbres, a normas establecidas que van desde no dejar a la mitad una lectura una vez se inicia hasta no mancillar un libro con subrayados y anotaciones al margen. Nada de eso. Como la autora, yo soy partidaria de subrayar los libros, de anotarlos, porque es la mejor manera que conozco de dialogar con ellos, de encontrarme en sus páginas pasado el tiempo y recuperar sensaciones, deslumbramientos, enseñanzas.

El “deber” está prohibido cuando hablamos de literatura. Fuera las obligaciones. Fuera las listas de libros de prestigio que se supone que tiene que leer todo lector para que se le considere culto y que son las causantes de esas mentiras de las que pocos nos salvamos. ¿Quién no ha mentido al decir que ha leído tal o cual obra por vergüenza, por miedo a no encajar, a ser considerado un ignorante? En todo esto indaga la autora, quien nos dice: “Permitidme dejar las cosas claras: no hay libros que “debáis” leer. Seguid mi consejo: si os aburre, no lo pilláis, os resulta soporífero u os provoca dolor de cabeza, dejadlo y pasad a leer otra cosa (…) No tiene ningún sentido obligaros a leer algo que no os parezca emocionante (…) ¿Qué ganáis esforzándoos en leer algo en contra de vuestra voluntad?”

Cada cual debe elaborar su propio camino lector, en el que pueden entrar clásicos respetados y otros tal vez menos considerados, junto a obras de actualidad y rarezas que son descubrimientos personales. Este ensayo anima a reconocer las lagunas que todos tenemos y a confiar en el criterio propio, a no avergonzarse por considerar aburridas obras como Don Quijote, como le pasa a la autora, quien se muestra en total desacuerdo con el crítico Harold Bloom, para el que la obra de Cervantes es “la mejor novela jamás escrita”.

En particular, el primer volumen es aburrido y tortuoso, un refrito de viejas historias sacadas de las novelas de caballerías. Para el lector actual es realmente difícil sumergirse en lo que en esencia es un argumento muy clásico repleto de digresiones superfluas e irrelevantes que no tienen nada que ver con los personajes o acontecimientos principales…”, argumenta la autora. No estoy de acuerdo con ella, pero me resulta estimulante su cuestionamiento. En mi caso, Don Quijote como La metamorfosis o Crimen y castigo, o La invención de Morel, por citar algunos ejemplos que acuden a mí sin pensarlo demasiado, es una de esas obras a la que siempre recurro para explicarme circunstancias, vivencias, oscuridades, imposibles, sueños, anhelos… Y no tiene nada que ver con el prestigio de la obra en sí. Muchos episodios los tengo olvidados, pero sus sorprendentes hallazgos, la ternura y empatía hacia el desafortunado caballero andante, lo que me transmitió la novela en su día, siguen presentes.

Este ensayo anima a reconocer las lagunas que todos tenemos, a no avergonzarse por considerar aburridas obras como “Don Quijote”, como le pasa a la autora, quien se muestra en total desacuerdo con el crítico Harold Bloom, para el que la obra de Cervantes es “la mejor novela jamás escrita”.

En ocasiones, es cierto, los clásicos no nos llegan porque hablan desde otro tiempo y cuesta conectar con sus ritmos. Otras veces nos sorprenden con su capacidad para revelarnos desde el ayer las mismas zozobras que hoy nos atenazan. Podemos estar de acuerdo, o no, con los gustos y disgustos lectores, de Mikita Brottman, pero no con el efecto refrescante, liberador, que nos proporciona su ensayo. “Una de las cosas que puede hacer la literatura, solo ella entre todas las formas de escritura, es mostrar los rincones ocultos de la vida, los momentos de secreto sufrimiento, permitiéndonos, durante un solo instante, echar un vistazo a lo que George Eliot, en Middlemarch, llama “agudeza de visión y sentimiento de toda la vida humana”, nos dice, recurriendo después a la célebre carta que Kafka envió a su amigo Max Brod en 1904, en la que le dice que, en su opinión, “solo debemos leer libros que nos muerdan y nos arañen”; que, según sus creencias, “un libro debe ser el hacha que quiebre el mar helado de nuestro interior”.

Un libro, prosigue la autora, no tiene porque hacernos sentir mejor, ni siquiera impulsarnos a ser mejores personas, pero sí puede ayudarnos “a entendernos más a fondo, nuestros motivos y deseos. No nos ayuda a actuar sobre ellos, pero sí a sacarlos a la luz, a exponerlos a un mundo compartido con otros. Sí nos ofrece una mejor comprensión de lo que significa ser humano, del sufrimiento colectivo de la conciencia”.

Podría acabar con estas palabras, pero sigo pasando las páginas, buscando el momento en el que la ensayista vuelve a sí misma, al aprendizaje de su propia experiencia, y nos dice: “Si leemos el tipo de literatura apropiado, en las circunstancias adecuadas, y si leemos con la atención y el discernimiento suficientes, podemos cambiar la manera de entendernos a nosotros mismos y nuestro modo de relacionarnos con los demás (…) La literatura, al igual que el psicoanálisis, posee la capacidad de transformarnos de una manera lenta, dolorosa e irreversible”. Aquí lo dejo, pero os aseguro que Mikita Brottman ofrece muchos más argumentos y revelaciones en este libro divertido sin dejar de ser profundo, e irreverente hasta cierto punto, porque rompiendo prejuicios y desde la más absoluta sinceridad, se acaba convirtiendo en una apasionada, encendida, defensa de la lectura. “Leer es importante, es cierto”, vuelvo a sus palabras, “pero también lo es cuándo dejar de hacerlo, incluso aunque solo sea un momento”. Totalmente de acuerdo.

Contra la lectura. Un ensayo dedicado a los lectores que no creen que los libros sean intocables, de Mikita Brottman, ha sido traducido por Lucía Barahona para Blackie Books.

Las fotografías fueron realizadas por Karina Beltrán, una mañana de finales de abril, en el patio interior del Colegio de Arquitectos de Madrid (COAM).

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