“Madame Bovary”, espléndidamente viva

Por Emma Rodríguez © 2014 / Hay obras, personajes, pasajes y paisajes de la literatura capaces de pegarse a la piel de tal modo que es imposible desprenderse de todas las emociones que provocaron en el momento de la lectura. Hay nombres de la ficción que tienen el poder de avivar comportamientos, anhelos y contradicciones que permanecen inalterables y cuya simple evocación consigue despertar los sentidos aletargados. Se trata de nombres enigmáticos, cargados de leyenda, nombres como el de Emma Bovary, a quien Gustave Flaubert quiso retratar como una mujer “de naturaleza un poco perversa”, “de falsa poesía y sentimientos”, sin llegar a ser consciente de que su protagonista iba a alzar el vuelo por sí misma, despertando antipatías y pasiones a partes iguales, convirtiéndose con el paso del tiempo en símbolo de la rebeldía y de los deseos de emancipación femenina.

En La orgía perpetua, un ensayo ya inseparable de la célebre novela, lleno de complicidades y de hallazgos, alude Mario Vargas Llosa a la herida que en el espíritu puede causar una obra determinada y se pregunta por qué Madame Bovary removió estratos tan hondos de su ser. Teniendo en cuenta que toda lectura es una experiencia subjetiva, siendo conscientes, además, de que cada tiempo, cada edad, dota al recorrido de matices diferentes, aquí y ahora nos hemos propuesto acercarnos a la novela, merodear por sus alrededores, de ocho maneras diferentes, a través de la mirada de ocho lectores, flaubertianos en mayor o menor medida, que intentan descifrar el alcance y los efectos de una obra que ha superado los tránsitos del tiempo y los vaivenes generacionales.

Antonio Muñoz Molina, José María Guelbenzu, Soledad Puértolas, Juana Salabert, Blanca Riestra y Carlos Castán se han prestado gustosos a  recordar y recobrar, sus particulares y secretas sensaciones. Y a su lado, los dos últimos traductores de la obra al castellano: Mauro Armiño, cuya versión para Siruela, recién llegada a las librerías, cuenta con el aliciente de la inclusión de tres fragmentos eliminados en su día y recientemente descubiertos en los manuscritos originales, y María Teresa Gallego Urrutia, que hace apenas dos años realizó para Alba una traslación del clásico en la que Emma no es “Madame” sino “La señora Bovary”.

¿Hay lugar para tantas versiones, hay tantos lectores dispuestos a dejarse cautivar por las aventuras prohibidas de la campesina insatisfecha y adúltera a la que Flaubert hizo saltar por encima de las convenciones de su tiempo, de la sociedad burguesa y puritana de la segunda mitad del siglo XIX? El interés editorial, el estudio permanente por parte de especialistas, da cuenta de la vigencia de una novela por cuyas calles siguen paseándose nuevos caminantes que vuelven a sentirse fascinados ante el juego sutil del erotismo, ante la genial pugna entre el tedio y el ansia de placer, entre los corsés del convencionalismo y el derecho a la libertad, que se entabla en sus páginas. Salvo el tiempo y las circunstancias, pese a tantos avances en las costumbres y modos de vida, en el fondo, nada es viejo en esta obra que impulsa a reincidir, a volver a los escenarios del “delito” una y otra vez, sabiendo que han de esperarnos detalles y destellos que nos habían pasado desapercibidos, personajes secundarios que han de cobrar bríos insospechados, sentidos e interpretaciones inéditas hasta entonces.

Antonio Muñoz Molina, José María Guelbenzu, Soledad Puértolas, Juana Salabert, Blanca Riestra y Carlos Castán se han prestado gustosos a  recordar y recobrar, las particulares y secretas sensaciones que les despertó la lectura de Madame Bovary. Y a su lado, los dos últimos traductores de la obra al castellano: Mauro Armiño y María Teresa Gallego Urrutia.

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En La orgía perpetua Mario Vargas Llosa confiesa que la primera vez que leyó la novela tuvo la certidumbre de que Flaubert era el escritor que le hubiera gustado ser y sintió que se había enamorado irremediablemente, para siempre, de Emma Bovary. A esa primera cita, sigue contándonos, siguieron otras, sucesivas relecturas en las que nunca experimentó la desilusión y en las que siempre encontró nuevos atractivos, aspectos secretos que no había explorado. El autor de Conversación en la catedral, que también firma el prólogo de la edición de Siruela, comprende muy bien el ansia de Emma Bovary por gozar, por llevar riesgo y aventura a su existencia, por abrirse a otras gentes, a otros mundos, a otras realidades, fuera de los horizontes cerrados de Yonville, la comarca agrícola donde transcurre la acción. “Las ambiciones por las que Emma peca y muere son aquellas que la religión y la moral occidentales han combatido más barbaramente a lo largo de la historia”, escribe.

Antes de casarse, ella había creído estar enamorada; pero, como la dicha que debía llegar de ese amor no llegó, pensaba que tenía que haberse equivocado. Intentaba saber qué se entendía exactamente en la vida por las palabras felicidad, pasión y ebriedad, que tan hermosas le habían parecido en los libros”, leemos muy al comienzo de la novela este párrafo que tanto define al personaje y que ya nos indica como, del mismo modo que Don Quijote inicia sus andanzas alentado por las glorias y hazañas de los volúmenes de caballerías que ha leído, Emma se forja una imagen del mundo y del amor a partir de los ideales románticos desplegados en las ficciones a las que es adicta.

En La orgía perpetua Mario Vargas Llosa confiesa que la primera vez que leyó la novela tuvo la certidumbre de que Flaubert era el escritor que le hubiera gustado ser y sintió que se había enamorado irremediablemente, para siempre, de Emma Bovary. A esa primera cita, sigue contándonos, siguieron otras, sucesivas relecturas en las que nunca experimentó la desilusión y en las que siempre encontró nuevos atractivos, aspectos secretos que no había explorado.

Emma Bovary lee obsesivamente mientras sus allegados y vecinos ven en ello un peligro. Leyendo sobre los gozos y desdichas de Madame Bovary estuvo horas y horas, sin poder levantar la vista del libro, un joven Vargas Llosa un luminoso verano en el París de 1959, “en un cuartito del hotel Wetter, en las inmediaciones del museo Cluny…”. Le dejamos en esa estancia, imborrable en su memoria, y abrimos otras puertas a través de las cuales, como avezados “voyeurs” asistimos al momento mágico en que nuestros protagonistas se sumergen en las páginas del mismo libro, libro que tiempo después les lleva a constatar que una ficción poderosa puede llegar a prender una llama imperecedera en el corazón, una herida, un hueco, ya para siempre abierto, en el espíritu.


LA PRIMERA VEZ


Con apenas doce años, una precoz lectora llamada Juana Salabert tomó en sus manos un ejemplar de Madame Bovary. “En casa éramos flaubertianos y noveleros por excelencia”, señala con humor, recordando que su padre, el escritor Miguel Salabert, tradujo, otra de las gloriosas novelas de Gustave Flaubert, La educación sentimental, para la editorial Alianza. “Recuerdo que mis padres me dijeron que me iba a encantar y que era junio, finales de junio. Entonces sentí cierta admiración por Emma, una admiración vertiginosa porque era capaz de llegar, o así lo intuí entonces, aunque por esas fechas no hubiera sido capaz de expresarlo, hasta el final de sí misma, y, al mismo tiempo, experimenté una infinita lástima, una gran empatía, hacia Charles Bovary”.

La autora de “Arde lo que será”, “Velódromo de invierno” o “La faz de la tierra” tuvo que volver a leer la novela en las clases de la secundaria francesa. “Aún conservo mi ya muy manoseado ejemplar de “folio”, bolsillo francés, con prólogo del gran Maurice Nadeau, además de los muchos ejemplares franceses heredados de la biblioteca familiar”, va relatando, con el pensamiento puesto en el pasado, en la caricia de los lomos de tantos libros que hubieron de estimular su imaginación.

También de adolescente, en casa de sus padres, en La Coruña, descubrió la escritora gallega Blanca Riestra a Emma Bovary. “Tenía trece años, poco más, y me acerqué a ella frente al mar oscuro de los inviernos atlánticos”, dice mientras su mirada se pierde en la lejanía. A diferencia de Salabert, la autora de “Pregúntale al bosque” asegura que nunca simpatizó con Emma. “Me resultó un personaje desesperante y angustioso. Las novelas con protagonistas femeninas convencionales no me atraían por entonces. Además, Emma Bovary es lo contrario de un personaje complaciente. Siempre me identifiqué mucho más con figuras como Raskolnikov, Mitia Karamazov o el príncipe Andréi de Guerra y Paz, que también leí por entonces. Sus angustias me resultaban mucho más dignas”.

“Emma Bovary me resultó un personaje desesperante y angustioso. Siempre me identifiqué mucho más con figuras como Raskolnikov, Mitia Karamazov o el príncipe Andréi de Guerra y Paz, que también leí por entonces. Sus angustias me resultaban mucho más dignas”, señala la escritora gallega Blanca Riestra.

En otra estancia Carlos Castán (“Frío de vivir”, “Sólo de lo perdido”, “La mala luz”) aguarda con la novela entre las manos, dispuesto a rememorar su experiencia. “Compré ese libro el 26 de abril de 1982, en Aquilea, una librería maravillosa y muy literaria que había en Azca, cerca de Perón. Hablo de Madrid, claro. Ese fue el año del mundial de España y de la primera victoria electoral de Felipe González, por contextualizar un poco. Tenía yo entonces 22 años. Estudiaba filosofía en la universidad y por las tardes trabajaba en una agencia de transportes. Hacía ya tiempo que me había ido de casa de mis padres, vivía con una chica en el 26 de Sor Ángela de la Cruz y el principal problema que teníamos para pagar el alquiler era precisamente mi pulsión por comprar libros e ir creando una pequeña biblioteca propia. También corresponde a esos días mi adquisición de los primeros tomos de En busca del tiempo perdido, igualmente en la edición de Alianza. Me puse con Madame Bovary nada más comprarlo, de manera que lo leí quizás demasiado joven. He vuelto a él otras veces, pero no para leerlo de principio a fin, ésa es la verdad. De hecho, creo que he regresado más al prólogo de Vargas Llosa (Una pasión no correspondida, se llamaba en mi edición, y no La orgía perpetua) que a la propia novela. Y sin embargo, es increíble la cantidad de ocasiones en que he vuelto a visitar esa obra con el pensamiento. Podría decirse que es uno de esos libros que siempre han estado ahí. Con los años, dentro de mi cabeza, ha ido transformándose la historia y su sentido”.

En esa primera lectura Castán se dejó cautivar por la sensualidad de la novela, una sensualidad “muy contenida, muy censurada y autocensurada, hecha sobre todo de silencios y sugerencias”. El escritor no olvida que a sus veintipocos años, en la España de los ochenta, “la sola palabra “adulterio”, por poner un ejemplo, ya resultaba excitante” y tiene muy claras las impresiones que le despertó la obra. “Me pareció una historia arrebatadora, bellísima y terrible. La educación romántica de Emma, su visión novelesca del amor me hicieron pensar desde el principio en el Quijote”, señala.

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Al paralelismo tan evidente con la obra cervantina -aquí hacemos un inciso- se refiere Mauro Armiño: “Flaubert aseguraba saberse de memoria el Quijote antes de aprender a leer: era un Don Quijote en estampas, abreviado para niños, que iba acompañado de 34 grabados que los pequeños coloreaban. Se percibe esa influencia en toda su obra, en personajes sanchopancescos como Homais, en esa desilusión de las esperanzas frustradas que hay en los personajes, revolucionarios un día, y al final acomodados, de La educación sentimental; y, sobre todo, en su última obra, Bouvard y Pécuchet”.

Pero volvamos a las escenas de lectura. Recuperemos el hilo argumental. Mucho más difuso resulta para Soledad Puértolas el momento en que se acercó, por primera vez, a la novela de Gustave Flaubert. “Como la he leído en diversas ocasiones, las circunstancias se me han borrado. Es una novela que me parece nueva cada vez que me aproximo a ella, como si en la anterior lectura se me hubieran escapado muchas cosas”, asegura la autora de El bandido doblemente armado, quien prosigue: “Yo creo que la primera vez que la leí -no recuerdo cuándo ni dónde- no la acabé de disfrutar, porque sí recuerdo que en la segunda ocasión me quedé sorprendida. Entonces lo que me atrapó fue el estilo, su forma de contar. Flaubert, en suma…”

El escritor y crítico José María Guelbenzu cuenta, por su parte, que leyó el libro por primera vez gracias a la traducción de Consuelo Berges en Alianza Editorial”. “Me dejó anonadado su perfección ya entonces y he vuelto a leerla en varias ocasiones; la última en la soberbia traducción de María Teresa Gallego para Alba Editorial. Sin embargo, una vez aposté con una gran lectora, que sostenía que era la novela más perfecta jamás escrita, que descubriría alguna imperfección. Sólo hallé una: la escena en la que ella se humilla ante M. Homais, que me parece de tono menor; no es una concesión a la trama, pero casi”.

Antonio Muñoz Molina asocia la obra al descubrimiento pleno de su vocación de escritor y a la lectura de La orgía perpetua, el ensayo de Vargas Llosa que nos acompaña durante todo este recorrido. El autor de títulos como El invierno en Lisboa, El jinete polaco o Sefarad declara: “Madame Bovary es uno de esos libros fundamentales que uno leyó una o dos veces, si acaso, hace mucho tiempo, y sobre los cuales no para de decir vaguedades el resto de su vida. Yo lo volví a leer cuidadosamente, dos veces seguidas, en francés, en una edición crítica, hace un par de años, y encontré una novela distinta a la que recordaba, mucho mejor todavía y más original”.

Madame Bovary es uno de esos libros fundamentales que uno leyó una o dos veces, si acaso, hace mucho tiempo, y sobre los cuales no para de decir vaguedades el resto de su vida. Yo lo volví a leer cuidadosamente, dos veces seguidas, en francés, en una edición crítica, hace un par de años, y encontré una novela distinta a la que recordaba, mucho mejor todavía y más original”, dice Antonio Muñoz Molina.

¿Cómo leen, de qué manera se acercan a las peripecias de una novela, a los padeceres de sus personajes, quienes han de traducirla, de acceder a los pilares de sus construcción, a las fuentes de su estilo? María Teresa Gallego Urrutia, artífice de la traducción de Alba, responde a la pregunta: “La inmensa mayoría de las obras no estrictamente contemporáneas que he traducido las había leído ya cuando me encomendaron su traducción. Por decirlo de alguna manera, ya las llevaba incorporadas. Mi experiencia con ellas fue, pues, la del relojero: desmontarlas, estudiar la maquinaria y volverlas a montar. En los demás casos, me parece que he sido capaz de verlas en paralelo; como lectora me han gustado (o me han entusiasmado), o no me han gustado (o las he aborrecido), o me han dejado indiferente, de todo ha habido. Pero, como traductora, lo que a mí me parecieran como lectora me daba igual. Lo que tenía que hacer era eso: ser el relojero. Y serlo lo mejor posible, con honradez, con fidelidad al escritor y al lector y con minucia artesanal”.


ENTRE LA PASIÓN Y LA ANIMADVERSIÓN


Es difícil ponerse de acuerdo sobre un personaje tan poliédrico, tan lleno de contradicciones, como el de Madame Bovary. Precisamente si resulta eterna, si no podemos permanecer impasibles ante su embrujo, es porque a medida que la conocemos nos damos cuenta de que no es posible encasillarla en el lado del blanco o del negro. Amamos a Emma Bovary y llegamos a despreciarla por momentos, como nos sucede con tanta gente a la que queremos. “Ella, como el Quijote o Hamlet, resume en su personalidad atormentada y su mediocre peripecia, cierta postura vital permanente, capaz de aparecer bajo los ropajes más diversos en distintas épocas y lugares…”, volvemos a Mario Vargas Llosa, quien en otro momento de La orgía perpetua argumenta que es imposible no admirar la aptitud de Emma para el placer y se enfrenta a cierta crítica e incluso al propio Flaubert en su apreciación de la protagonista como “una desdichada, digna de conmiseración”.

El destino de Emma Bovary es más humano y deseable que el de las virtuosas burguesas que la acompañan en la novela, sumisas e incapaces de ver más allá de los horizontes cerrados del pueblo y del ámbito doméstico, opina el Nobel, quien reconoce que junto a su rebeldía frente a un mundo violento, también hay en esa mujer de la ficción que tanto ama mucha sensiblería y cursilería.

“A Flaubert”, interviene María Teresa Gallego, “no le gustaba nada Emma. Para él era el paradigma de todo lo que no hay que ser, de lo que no hay que sentir ni pensar. Lo suyo son los tópicos, la superficialidad, el sentimentalismo barato, la pobreza de espíritu; dicho con cierta crudeza: la «paletería»… Por no mencionar el egoísmo. Y tampoco le gustaban a Flaubert los demás personajes de su novela: pedantes, rufianes, presumidos, señoritos de pueblo, personas de pocas luces… El único a quien trata con cariño es al jovencito que vive con la familia Homais y ayuda en la botica: Justin. Los demás salen todos muy malparados”.

La traductora se pregunta “por qué hay quienes han convertido a Emma Bovary en una heroína que lucha por emanciparse del yugo a que está sometida la condición femenina, en una mujer digna de admiración, en una bandera de rebeldía, en un ser de ideas avanzadas avant la lettre”. Ella asegura no entenderlo. “Siempre me ha parecido”, explica, “que es precisamente todo lo contrario: el ejemplo del conservadurismo más rancio y la recolectora ideal de todos los tópicos de su época y de su clase social. Esa otra interpretación me parece equivocada e incluso abusiva. Por supuesto, todo lector tiene derecho a vivir una novela a su manera y poner en los personajes la carga que quiera poner. Pero creo que no me aparto gran cosa de lo que sentía Flaubert por su personaje cuando pienso que es una mujer muy cargante. Y que eso era justamente lo que él quería: manifestar su desprecio, al crearla y contarnos su derrotero, por la mentalidad que representa”.

A Flaubert no le gustaba nada Emma. Para él era el paradigma de todo lo que no hay que ser, de lo que no hay que sentir ni pensar. Lo suyo son los tópicos, la superficialidad, el sentimentalismo barato, la pobreza de espíritu; dicho con cierta crudeza: la paletería… Por no mencionar el egoísmo”, interviene la traductora María Teresa Gallego.

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Juana Salabert se sitúa en el otro lado y defiende a la protagonista con pasión: “Yo la veo como una mujer imaginativa a su pequeña escala social, que osa pedirle a la vida otros horizontes vitales, sensuales, personales, que los delimitados de antemano por el provincianismo mojigato y las cobardías del ideario inmovilista… Ciertas voces críticas la han tildado absurdamente, a mi juicio, de egoísta, de mala “madre” y hasta de cursi. Pero esa visión simplista y en el fondo reaccionaria proviene de quienes desconfían de las ficciones, de la novela, de la imaginación. Hay algo totalitario en ese constante querer vituperar y minusvalorar las ansias de soñar y de vivir de esta jovencita mal casada de provincias, de esta heroína compulsiva en pos de grandezas íntimas cual una pequeña y magnífica Napoleón de tocador”, señala.

Juana Salabert ve a la protagonisra como como una mujer imaginativa a su pequeña escala social, que osa pedirle a la vida otros horizontes vitales, sensuales, personales, que los delimitados de antemano por el provincianismo mojigato y las cobardías del ideario inmovilista. “Hay algo totalitario en ese constante querer vituperar y minusvalorar las ansias de soñar y de vivir de esta jovencita mal casada de provincias”, afirma.

Ni una ni otra postura pueden ser más tajantes. Como dice la traductora todo lector es libre de interpretar la novela a su gusto, dependiendo de sus propias experiencias y pulsiones. He ahí una de las grandezas de Flaubert. ¿Creó un personaje tan humano que fue más allá de sus intenciones, de sus propias creencias y prejuicios? ¿Ha superado Emma Bovary a su creador, se ha vengado de él, en cierto modo? Se trata de preguntas muy literarias que agigantan el efecto de una obra genial, abierta a múltiples pareceres y lecturas.

Entre la admiración y la animadversión, entre quienes la aman y quienes la odian, entre quienes la reivindican y quienes la ningunean, lo cierto es que Emma Bovary ha sido capaz de desconcertar a muchas generaciones de lectores, de encender el debate en torno a su figura una y otra vez. “No es una mujer en rebeldía contra los convencionalismos sociales: es profundamente narcisista, bastante superficial, con muy poco sentido de la existencia de los otros”, opina Antonio Muñoz Molina, quien, sin embargo, reconoce que se trata de  un personaje “de una verdad muy profunda”, un personaje que sigue atrayendo a los lectores contemporáneos por muchos motivos: “por su carácter egocéntrico y caprichoso; porque al final sufre injustamente; porque, además, su ruina no la provoca el amor, sino la insensatez financiera, ya que Emma contrae deudas que luego no puede pagar, alentada por los que la empujan al consumo de bienes comerciales…”

Toma la palabra Soledad Puértolas: “Emma Bovary pertenece al mundo moderno. En el origen de su pasión, de tantas pasiones, está la necesidad de llenar la vida con algo, porque todos padecemos en algún momento el horror al vacío, al hastío”. Para la escritora la heroína de Flaubert representa la falta de alicientes de la vida de una mujer en una ciudad provinciana, la total ausencia de estímulos. Nada hubiera sido igual para ella en una sociedad con una mayor integración social de las mujeres”, comenta, mientras que en opinión de Blanca Riestra “retrata perfectamente el carácter del artista, construido sobre la insatisfacción”.

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La escritura, la creación son muletas que nos ayudan a seguir adelante.  A Emma le hubiese ido mejor si hubiese sido escritora -y quizás hombre, claro”, prosigue Riestra. Y sigue tirando del hilo Carlos Castán: “Nunca antes había existido en la literatura una heroína así, dispuesta a luchar contra cualquier cosa (su tiempo, las reglas de la sociedad y de su clase), a ponerlo todo en juego, absolutamente todo, en pos de un objetivo tan borroso como fundamental. Hoy pienso que Madame Bovary es la gran novela de la insatisfacción, la historia de la sed que no se sacia. En cada episodio Emma termina defraudada. Busca, persigue, a veces alcanza o parece haber alcanzado algo, pero el poso que queda es siempre el de la más profunda desilusión, la sensación de insuficiencia de la vida, de escasez, la falta de competencia de la realidad a la hora de satisfacer los anhelos. Es también la historia de la libertad encaminándose al desastre”.

Carlos Castán: “Nunca antes había existido en la literatura una heroína así, dispuesta a luchar contra cualquier cosa (su tiempo, las reglas de la sociedad y de su clase), a ponerlo todo en juego, absolutamente todo, en pos de un objetivo tan borroso como fundamental. Hoy pienso que Madame Bovary es la gran novela de la insatisfacción”.

En “su insistencia, en ese no cejar, no querer resignarse; en su rebelión, en su increíble lucha, en su constancia por tener una vida feliz a la medida de su deseo” es donde Castán encuentra el mayor atractivo de un personaje que Juana Salabert describe como “subyugante y tormentoso” en el momento en que sigue dando vueltas al efecto del primer encuentro con la protagonista. “Me gustó muy especialmente. Me entusiasmó y me intrigó, cosa que no me pasó con Anna Karenina, aunque sí con la Natacha de Guerra y Paz. Siempre me interesaron los héroes y heroínas de novela disconformes, insatisfechos, inquietos. Desde muy pequeña detesté la docilidad de esas niñitas modelo de la biempensante Condesa de Ségur, que a los críos de educación francesa se nos trataba de ofrecer en la colección llamada Bibliothèque Rose. Emma no era modélica y quería más, mucho más de la vida de lo que ésta le ofreció, y pese a no ser todavía del todo una adolescente, así lo presentí en mi primera lectura”.

Justo aquí volvemos a la lectura de Vargas Llosa, quien nos traslada a las escenas en las que la protagonista, ante la mirada reprobatoria de sus vecinos, aparece con un cigarrillo en la boca, viste prendas masculinas y se muestra dominante. “La tragedia de Emma es no ser libre (…) En ella late íntimamente el deseo de ser hombre”, constata el escritor, quien también hace referencia a otra de las claves de la historia: la cobardía, la mediocridad, la impostura, la incapacidad de amar fuera de las convenciones, de los varones de la novela.

Aunque asegura que no es una novela que relea con frecuencia, Blanca Riestra reconoce que ha pasado a formar parte de su imaginario. “Todos sabemos lo que es enfermar de bovarismo”, dice. Y confiesa que cuando la leyó por primera vez no se planteó en absoluto pensar en la condición femenina. “Al contrario esa etiqueta, esa pertenencia, me repugnaba por entonces. Entendí a Emma como un personaje asexual, agenérico, que ilustraba la grieta entre la realidad y el deseo, la imposibilidad de ser feliz, el deseo incesante y nunca satisfecho. Ahora, quizás lo entiendo de otra manera porque he comprendido que no se puede escapar de la propia condición sexual -o yo, al menos, no lo he conseguido-. En ese sentido, Madame  Bovary me resulta hoy todavía más actual y más incómoda”.

Tres rasgos definen a Emma, en opinión de Juana Salabert: Su rebeldía, su vitalidad anticonformista y su ansiedad. “Ella no se contenta con esto es lo que hay, busca más allá y va un paso adelante de sí misma. Es el paso trágico, pero valiente, del que reclama y no se contenta”, explica la autora, insistiendo en que no se puede entender a la protagonista fuera del contexto de su época, independientemente de que, como apunta Blanca Riestra, su insatisfacción, su oposición a las normas, a lo que se espera de ella como esposa y madre, es algo absolutamente moderno.

Flaubert, como luego Galdós, tiene una conciencia muy aguda, y muy crítica, de la posición imposible de la mujer en la sociedad de su tiempo. ¿Cómo puede desarrollar sus capacidades intelectuales y emocionales careciendo por completo de autonomía personal?, abre un interrogante Antonio Muñoz Molina. Y sigue por el camino abierto Juana Salabert.

“En la época en la que vivió la protagonista lo que se daba en relación a la mujer no era siquiera condición. La mujer no tenía derecho al voto ni al estatus propio de ciudadana o súbdita verdadera del posterior II imperio del lamentable Napoleón III… Pese a los esfuerzos emancipatorios durante los primeros meses de 1789 de ciertos círculos muy minoritarios, la condición femenina de la mujer francesa fue de tercer o cuarto orden hasta después de la Segunda Guerra Mundial. La gran novela de Flaubert muestra, en ese aspecto, como tantas obras de Maupassant y otros, una realidad feroz y descorazonadora”.

Gustave Flaubert - Madame Bovary - Versiones cinematográficas

Lo que tiene claro Muñoz Molina es que Emma Bovary es un personaje demasiado complejo para que lo resuelva una sola explicación. “Es caprichosa y es rebelde, claro que sí, pero insisto en que no tiene la menor conciencia social, ni emancipatoria”, señala. Y llegados a este punto interviene José María Guelbenzu para decirnos que “Emma Bovary posee la fascinación de la mediocridad elevada al grado más alto de la belleza” y para asombrarse de que tenga detractores. “De haberlos tiene que tratarse de gente insensible o carente de imaginación”, sostiene. El autor de  “El mercurio” “El río de la luna” o “Un amor verdadero” considera que Madame Bovary es uno de los libros de su vida como lector y como escritor y pone a su protagonista al lado de otras heroínas de la literatura como la Ana Karenina de Tolstoi y, en menor medida, la Effi Briest de Fontane o la Ana Ozores de Clarín.

“Emma Bovary posee la fascinación de la mediocridad elevada al grado más alto de la belleza”, señala José María Guelbenzu, quien considera la novela de Flaubert uno de los libros de su vida como lector y como escritor y pone a su protagonista al lado de otras heroínas de la literatura como la Ana Karenina de Tolstoi y, en menor medida, la Effi Briest de Fontane o la Ana Ozores de Clarín.


EL GENIO Y EL GIRO DE FLAUBERT


A Gustave Flaubert, como explica Mauro Armiño en el prólogo de su recientísima traducción, “no le resultó fácil sacar a flote el texto de Madame Bovary. A pesar de “admitir censuras de amigos y de la revista en que apareció publicada por primera vez en folletón”, la novela terminaría llevándole ante el tribunal correccional de París, del mismo modo que Las flores del mal, de Baudelaire, bajo la acusación de “ultraje a la moral pública y religiosa y a las buenas costumbres”. Flaubert fue absuelto, peor suerte corrió Baudelaire.

La historia de la génesis de la novela, de los muchos fragmentos que el autor tuvo que eliminar o revisar, ya es de por sí apasionante y ha mantenido muy interesados a los especialistas flaubertianos, siempre a la búsqueda de los pasajes, de las palabras cercenadas en su día. Fue el miedo a la censura en gran parte el que llevó al autor a maniobrar tan magistralmente con los silencios, a decirlo todo sin necesidad de comentarios explícitos, como sucede en una de las escenas más célebres de la novela, esa en la que Emma Bovary se entrega por primera vez a su amante Léon Dupuis y sobre el que Vargas LLosa comenta: “Resulta notable que el más imaginativo episodio erótico de la literatura francesa no contenga una sola alusión al cuerpo femenino ni una palabra de amor, y sea sólo una enumeración de calles y lugares, la descripción de las vueltas y revueltas de un viejo coche de alquiler”.

A Gustave Flaubert, como explica Mauro Armiño en el prólogo de su recientísima traducción, “no le resultó fácil sacar a flote el texto de Madame Bovary. A pesar de “admitir censuras de amigos y de la revista en que apareció publicada por primera vez en folletón”, la novela terminaría llevándole ante el tribunal correccional de París, del mismo modo que Las flores del mal, de Baudelaire, bajo la acusación de “ultraje a la moral pública y religiosa y a las buenas costumbres”.

Sin duda alguna estamos ante una novela polémica, peligrosa para las mentes mojigatas. Ya hemos comprobado la controversia que su protagonista aún sigue despertando, pero en lo que nadie está en desacuerdo es en que se trata de la primera novela moderna, la que sentó las bases “de la gran revolución narrativa que protagonizarían años más tarde un Marcel Proust, un James Joyce, una Virginia Woolf, un Franz Kafka y un Thomas Mann”, seguimos de la mano de Vargas Llosa, quien argumenta con sencillez, en el prólogo de la edición de Siruela, las razones por las que la obra se erige como una vuelta de tuerca. “Hasta Flaubert”, nos dice, “la novela era considerada un género plebeyo, a diferencia de la poesía, donde la belleza del lenguaje alcanzaba su máxima expresión. Flaubert se empeñó en que la prosa narrativa tuviera también la excelencia artística de la poesía y no hubiera en ella nada que empobreciera o afeara la palabra.”

¿Dónde radica la grandeza de “Madame Bovary”, independientemente del efecto que provoque su lectura? es una pregunta que planteamos a los ocho lectores excepcionales que intervienen en este reportaje. Antonio Muñoz Molina alude a la escritura, “de una claridad, una precisión, una fuerza que solo es comparable a la de la poesía de Baudelaire, por su poderío metafórico y su disciplina”. Y se detiene después “en la observación de los caracteres y la agudeza en el retrato de las circunstancias políticas y sociales, todo ello relacionado con las formas paródicas del habla, con los lugares comunes de la política y el periodismo”. En ese sentido, el personaje de Homais”, nos dice, “es una mina, porque Flaubert parodia en él salvajemente las hipocresías sociales, la codicia y la estupidez disfrazadas de ideales avanzados”.

“Probablemente es una de las pocas novelas perfectas que existen”, afirma el escritor, quien, cuando se le pregunta por sus escenas favoritas, opta por el pasaje en el que “los amantes hablan de sus cosas en un balcón desde el que miran un acto político oficial”, pero también, por escalofriante, por el de “la operación estúpida y cruel del pie del jornalero”. “Es difícil elegir. Me quedo con toda la novela, de principio a fin”, señala a continuación, apuntando que en su última relectura se fijó en figuras a las que no prestó atención en un primer momento. “Los personajes en apariencia secundarios llenan la novela y le dan textura. Hasta la hija, que sólo sale fugazmente al final, se acaba convirtiendo en la víctima de todo”.

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De la perfección a la que hace referencia Muñoz Molina había hablado con anterioridad Guelbenzu, para quien el atractivo de la novela radica también en “la justeza y precisión de la escritura”, y su grandeza, en “ser una de las cumbres (uno de los “ochomiles”, como se acostumbra a decir hoy) del género por su capacidad de extraer de lo aparentemente ininteresante y vulgar la riqueza interminable de la vida”.

Un enfoque similar es el que adopta Soledad Puértolas. Madame Bovary, asegura, ha sido para ella “una experiencia impagable”, una de esas obras que enseñan, enriquecen y estimulan a quien desea dedicarse a escribir. “Flaubert”, señala, “consigue hacer de una historia triste, llena de cotidianidad, de lo que a veces llamamos vulgaridad, un relato de la pasión. No parece haber grandeza ahí, pero la historia se convierte, conforme llega al lector, en otra cosa. Es la mano de Flaubert, el tono de Flaubert. Ese hombre que aspira al arte. Eso es lo que está buscando y lo hace ahí donde le interesa, en esta aventura vital que a otros no les hubiera interesado”.

Flaubert”, señala Soledad Puértolas, “consigue hacer de una historia triste, llena de cotidianidad, de lo que a veces llamamos vulgaridad, un relato de la pasión. No parece haber grandeza ahí, pero la historia se convierte, conforme llega al lector, en otra cosa. Es la mano de Flaubert, el tono de Flaubert…”

Su grandeza es, evidentemente, la creación de un personaje que se ha convertido en un símbolo. Y también, supongo, la manera en que Flaubert se las arregla para subvertir los clichés genéricos”, señala Blanca Riestra, en cuya opinión, “la novela, releída ahora, choca por su modernidad, por la manera en que trata el género como fatalidad, la maternidad como algo castrador y, sobre todo, por como ilustra de manera apasionada el deseo contrariado de ser libre”.

Estamos hablando de la novela anti-romántica por excelencia, seguimos la argumentación de la escritora. Estamos hablando de una novela muy cruel. “Emma está tratada con mucha crueldad”, insiste Riestra, “es una metáfora dolorosa de la frustración vital, independientemente del contexto histórico, y nos sigue hablando de nosotros mismos”.

¿Dónde radica su grandeza? se plantea en voz alta la pregunta Juana Salabert. Y se responde: “En la novedosísima escritura, por supuesto  en la capacidad del autor para ponerse en la piel absoluta de su personaje. “Mdme Bovary, c´est moi, se dice que le soltó Flaubert a quienes lo llevaron a juicio por pretendida obscenidad en la miserable y pacata sociedad de su época… Y así debería de ser siempre: un auténtico escritor es su escritura, sus personajes, su imaginario, su inconsciente elaborado más que su consciente rutinario. Y como sucede con todas las obras maestras, Emma renace con cada lectura, es “más verdadera que la verdad”, por citar una frase de Simenon. Está más viva que muchos vivos, espléndidamente viva, y eso sólo lo puede conseguir un escritor inmenso”.

“Lo que Flaubert consigue”, señala María Teresa Gallego, “es conmover, indignar, enternecer, intrigar, mantener en vilo, alegrar, entristecer, enardecer, asquear, emocionar, soliviantar: eso es, en definitiva, lo que quiere hacer y hace un novelista; permitirnos ser otros y vivir otras vidas,  generación tras generación. Para mí el fresco de Miguel Ángel de la Capilla Sixtina, el de la creación del hombre, siempre me ha parecido que lo que representaba era al novelista recibiendo -no sé de qué fuerza tan desconocida como el origen del universo y tan compleja como el origen de la mente humana- el don de ser creador de vida”.


ENTRE TRADUCCIONES


A la hora de analizar la vigencia y el permanente interés de la crítica por la obra de Gustave Flaubert, Mauro Armiño señala que en Francia el clásico se ha analizado y se sigue analizando desde todas las perspectivas, y cada movimiento histórico lo contempla desde distinto punto de vista. “Fue uno de los guías del nouveau roman, luego sirvió también como material de estudio para los estructuralistas y para indagar en la relación novela-psicoanálisis…, sin olvidar los estudios sobre “vida-obra” (por ejemplo, los del gran flaubertiano Pierre-Marc de Biasi), aunque Flaubert prefería que se leyesen sus obras como si su autor nunca hubiera existido”.

“Espléndidamente viva”, insiste Juana  Salabert, quien se niega a situar a la protagonista de Flaubert al lado de otras heroínas, porque “Emma, que ha influido en un sinfín de personajes de la modernidad literaria sin dejar de ser irrepetible, se basta y se sobra y nos conmueve por sí misma”. Espléndidamente viva, repetimos la frase para hacer referencia una vez más a la eternidad, a la actualidad, de una obra que seguiremos leyendo y disfrutando, con el convencimiento de que podemos elegir entre todas las magníficas traducciones que existen en español.

Sin olvidar las versiones de Consuelo Berges, Carmen Martín Gaite o Juan Bravo Castillo, entre otras, en este último tramo del viaje que nos ha conducido a los escenarios geográficos e íntimos de “Madame Bovary”  cedemos el protagonismo a los artífices de las dos traslaciones más recientes a nuestra lengua de la novela, buscando las aportaciones de cada una de ellas. Así, Mauro Armiño, hace hincapié en los tres fragmentos recuperados que enriquecen la novela y que se incluyen al final. “Se trata”, explica, “de fragmentos que Flaubert eliminó por consejo de su amigo Maxime Du Camp, quien consideraba que apartaban al lector de la acción, una acción que, en su opinión, tenía que centrarse en Madame Bovary. Aunque demos por cierta esa objeción, esos pasajes tienen un sentido importante para saber la opinión y observaciones de Flaubert sobre ciertas cuestiones. A través del personaje de Homais, el burgués progresista de la novela, el escritor expone, por ejemplo, ideas que procedían de la Edad Media sobre la conveniencia de que las mujeres no leyesen, porque la lectura alentaría los pájaros que, según Homais, ya tienen, por naturaleza, en la cabeza”.

Armiño, que también acaba de traducir para la editorial Valdemar La educación sentimental, insiste en la importancia de la inclusión de enriquecedoras notas a pie de página en las ediciones de ambas novelas, notas que permiten saber exactamente qué quiso decir en su momento el clásico. “Si bien Madame Bovary apenas requiere precisiones de tipo histórico o lingüístico, La educación sentimental exige del lector -incluso del lector francés de hoy- un conocimiento mínimo de hechos, tendencias y personajes políticos que están incrustados con peso en la acción”, señala.

Mauro Armiño, que también acaba de traducir para la editorial Valdemar La educación sentimental, insiste en la importancia de la inclusión de enriquecedoras notas a pie de página en las ediciones de ambas novelas, notas que permiten saber exactamente qué quiso decir en su momento el clásico.

Madame Bovary (Gustave Flaubert) traducida al castellano por Consuelo Berges
Madame Bovary (Gustave Flaubert) traducida al castellano por Consuelo Berges

Por su parte, María Teresa Gallego, que parte del reconocimiento de traducciones anteriores “nada desdeñables”, considera que entre las aportaciones de la traducción que realizó para Alba está la de haber resuelto cuestiones de vocabulario que atañen, por ejemplo, a nombres de tejidos, de carruajes u otros objetos y actividades de la vida cotidiana de la época de Emma Bovary, “términos que se habían zanjado con traducciones aproximativas, seguramente porque hace años el traductor contaba con menos facilidades para investigar”, explica, añadiendo que si en algo puso cuidado fue en conseguir, como hace siempre que traduce un clásico, “que el lector sienta que es un libro que se escribió hace 150 años”.

“No se trata de hacer un pastiche, sería ridículo, pero sí quiero que el lector sea consciente de la época, como lo es cuando lee a Cervantes, a Fernando de Rojas, a Lope, a Clarín, a Garcilaso, a Pardo Bazán…”, argumenta. “Por eso creo también que una traducción, si ha dado de verdad en el clavo, no envejece, en contra de una teoría que tiene sus adeptos de que toda obra literaria hay que volver a traducirla cada cincuenta años, teoría que no comparto en absoluto”.

“No se trata de hacer un pastiche, sería ridículo, pero sí quiero que el lector sea consciente de la época, como lo es cuando lee a Cervantes, a Fernando de Rojas, a Lope, a Clarín, a Garcilaso, a Pardo Bazán…”, argumenta María Teresa Gallego Urrutia, quien considera que “si una traducción ha dado de verdad en el clavo, no envejece”.

Sin embargo, tanto Mauro Armiño como María Teresa Gallego, están de acuerdo en que las nuevas traducciones avivan el interés por los clásicos y los situán en el punto de mira de los medios y de los lectores, sobre todo cuando se aporta algo novedoso. En el caso de la edición de Siruela, como decíamos, la novedad radica en los tres fragmentos suprimidos en su día de la novela que aparecieron en la reciente edición de las Obras Completas de Flaubert en La Pléiade.

En el primero de ellos, es interesante comprobar, como explica Armiño, el modo en que el autor se refiere a la ambición de dinero que domina a todas las clases sociales, desde el capitalista al obrero y es “causa de una perturbadora moral deplorable”. En el mismo texto encontramos también “el dardo” lanzado contra la pasión de las jóvenes por la lectura y contra la peligrosa difusión de los libros. El segundo se titula precisamente Una discusión sobre libros y en él se traza -seguimos el análisis del traductor- un claro paralelismo entre el hidalgo cervantino que enloqueció de leer tantos libros de caballerías y la soñadora campesina que puede perder la cabeza al entregarse con tanta pasión a historias románticas. Y, nuevamente, en el tercero se insiste en el peligro de los libros, se tacha a la protagonista de intelectual y se insiste, a través de una conversación entre la suegra de Emma y el boticario Homais, en que la condición de la mujer debe limitarse a cumplir con sus obligaciones domésticas y sufrir.

La pasión de Emma por la lectura es una línea argumental poderosa, “no siempre captada en toda su dimensión en la génesis del personaje”, indica Mauro Armiño; de ahí la importancia de los pasajes que se han incorporado a la edición. Y ya en la versión de María Teresa Gallego nos encontramos con el elemento polémico de la adaptación del título al español. Nada de Madame, sino “la señora” Bovary.

Madame Bovary (Gustave Flaubert) traducida al castellano por Mauro Armiño
Madame Bovary (Gustave Flaubert) traducida al castellano por Mauro Armiño

“La decisión de traducir el título la tomamos de común acuerdo el director de la colección de clásicos de Alba Editorial, Luis Magrinyà, y yo”, explica la traductora. “Fue un cambio, un detalle, que dio a la nueva traducción un leve eco de escándalo, algo totalmente injustificado en mi opinión pues, como ya explico en el prólogo, varias traducciones de finales del siglo XIX y de principios del siglo XX llevaron ese mismo título, que me parece, por lo demás, el lógico y evidente”.

¿Cuál es a relación de ambos traductores con la obra de Flaubert? ¿Qué lugar ocupa en sus trayectorias, concretamente Madame Bovary? La primera que en contestar es María Teresa Gallego: “No puede decirse que ocupe un lugar particularísimo. No más que las novelas de Balzac, de Zola, de Stendhal, de Maupassant, de Hugo… eso por nombrar sólo lo que he traducido del siglo XIX”, señala, y se refiere a la alegría de poder convivir más estrechamente con cada uno de los escritores traducidos, a la satisfacción de explorar sus libros.

Cuenta Gallego Urrutia que, en el caso de “La señora Bovary” repasó la correspondencia de Flaubert de los años de redacción de la novela y de la época del proceso judicial; llevó a cabo una lectura minuciosa de los apéndices y notas de las ediciones de La Pléiade y, asimismo, una indagación de la época en todos sus aspectos, muy especialmente en el vocabulario de la vida cotidiana, siempre con la conciencia del respeto a la elaboración de las frases, del peso y de la colocación de todos los elementos, “con un sumo cuidado en no traicionar ese empeño del escritor”.

Cuenta la traductora que, como siempre que acomete su trabajo, tuvo una constante preocupación por no caer en anacronismos de lenguaje y que experimentó “un júbilo casi desaforado” porque la vida le daba la oportunidad de transmitir, de difundir, de ofrecer a los otros esos pasajes que, según explica, cuando los descubrió por primera vez le cortaron la respiración, “no tanto por una belleza especial del texto cuanto porque algo me decía que acababa de suceder algo, que ese pasaje era una cima y que había que respirar hondo y despacio porque el oxígeno se había enrarecido y porque yo no era ya exactamente la misma después de haber leído esas líneas”.

En el caso de Mauro Armiño Madame Bovary se suma a otras traducciones de Flaubert. “He vertido ya al español tres de sus obras”, afirma, “y con cada una de ellas se ha reforzado mi idea de Flaubert como estilista que refleja la realidad con las mínimas palabras posibles, con un distanciamiento irónico, burlón, de lo que les ocurre a sus personajes, con una economía de lenguaje que tanto querríamos ver en la literatura actual, dominada por la amplificación, la redundancia, etcétera. En Madame Bovary el autor apenas se permite media docena de metáforas. Y en los Tres cuentos, por ejemplo, en su última revisión, redujo el manuscrito en un tercio, cortando y eliminando todo lo que, para él, sobraba”.

La señora Bovary (Gustave Flaubert) traducida al castellano por María Teresa Gallego Urrutia
La señora Bovary (Gustave Flaubert) traducida al castellano por María Teresa Gallego Urrutia

Uno de los mayores alicientes a la hora de traducir a Flaubert es que “cada novela es absolutamente distinta de la anterior”, señala Armiño, “desde Salammbô, donde juega al preciosismo historicista, hasta Bouvard y Pécuchet”. Sin embargo, seguimos su reflexión, en todas ellas, hay un denominador común: el deterioro de los mundos ideales. “Si en Madame Bovary hay un romanticismo fuera de la realidad, en La educación sentimental es la falta de voluntad, de nervio para la vida, lo que condena a Frédéric Moreau a una inacción, tanto política como sentimental, lo que acaba arruinando su existencia”.

Mario Vargas Llosa asegura que sólo La educación sentimental puede superar a Madame Bovary, pero que no lo consigue porque su protagonista no alcanza la complejidad y la potencia de Emma. Armiño, que ha descompuesto y vuelto a componer las estructuras narrativas de ambas, señala que las dos novelas “proponen situaciones íntimas de Madame Bovary, y situaciones íntimas envueltas en el contexto histórico de Frédéric Moreau, quien fracasa vitalmente envuelto en la realidad política y social de su tiempo”.

El traductor considera que La educación…, resulta muy vigente porque nos hace, a nosotros, lectores y lectoras, del siglo XXI, vernos en el espejo del pasado. “Los personajes de la novela, enardecidos por el movimiento revolucionario de finales de los treinta en Francia, van apagando esa llama de ilusiones con el paso del tiempo. La Historia pasa por encima de ellos arruinando todas sus ideas. Eso le ocurrió a toda una generación en ese momento y sigue ocurriendo hoy, sin ir más lejos en España, donde nos preguntamos dónde quedaron las esperanzas que abrió la llegada de la democracia para toda la generación que ayudó a hacerla posible”.

Mario Vargas Llosa asegura que sólo La educación sentimental puede superar a Madame Bovary, pero que no lo consigue porque su protagonista no alcanza la complejidad y la potencia de Emma. Armiño, que ha descompuesto y vuelto a componer las estructuras narrativas de ambas, señala que las dos novelas “proponen situaciones íntimas de Madame Bovary, y situaciones íntimas envueltas en el contexto histórico de Frédéric Moreau, quien fracasa vitalmente envuelto en la realidad política y social de su tiempo”.

Como convencida flaubertiana e hija de Miguel Salabert, quien fuera uno de los magníficos traductores del clásico francés, Juana Salabert entra en la conversación para insistir en que “ambas novelas cambiaron el devenir literario y le abrieron todas las vías al género libérrimo y transfronterizo de la novela”. La escritora alude al “discurso libre indirecto, con el que Guatave Flaubert anticipó el monólogo joyceano y otros procedimientos estilísticos de la modernidad”.

“Emma es la dueña y señora, el Yo absoluto, que no supremo, de la novela de insatisfacciones que lleva por título su apellido de casada, y en cambio La educación sentimental tiene por verdaderos protagonistas no tanto al dúctil Frédéric o a la desdibujada Madame Arnoux, sino a toda una generación de descontentos”, prosigue Salabert, quien se refiere a esa generación como “la última que coaligó a la par en románticas barricadas de exasperación a jóvenes burgueses y jóvenes proletarios, antes de la fractura entre ambas clases…”

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Madame Bovary es un retrato de época y La educación sentimental es el retrato de una época. Las dos han inaugurado nuestras épocas y decires de modernidad literaria. Sin ellas, ni Proust ni Joyce, ni tampoco Faulkner o Svevo, serían lo que son. Por eso, y por mucho más, las considero a ambas pilares personales, vitales y fundamentales de mi educación sentimental. No entendería mi vida sin Flaubert. Y eso no es algo que pueda decir de todos los autores a los que he leído, voy leyendo”, concluye Juana Salabert este diálogo a ocho bandas.

Sólo nos queda volver a la novela, cada cual haciendo su particular, secreto, recorrido, eligiendo sus escenas y tramos favoritos. Quien esto escribe no quiere dejar de insistir en la importancia de todos los personajes, en la fuerza que cobran cuando, por un momento, dejamos de lado a Emma Bovary, y nos fijamos en cada uno de ellos, por ejemplo en Charles, el médico y marido insulso, bonachón, que con tanta torpeza ama a la protagonista y que al final de la novela, cuando ya la ha perdido, se acaba transformando y pareciéndose a lo que ella hubiera deseado.

¿Seríamos lo que somos sin los libros que hemos leído y que nos han marcado? ¿Hubiera sido el destino de Emma Bovary el mismo sin la influencia de todas sus lecturas? Al final la gran novela de Flaubert, esa novela que nos sigue conmoviendo y asombrando nos habla de la fuerza de la literatura, de su poderoso influjo en la vida. Espléndidamente viva, Emma Bovary nos sigue hablando de nuestras insatisfacciones y deseos, de esas zozobras del espíritu que no entienden de épocas.


NOTA FINAL: Para “Lecturas Sumergidas” el plan perfecto tras la inmersión en la novela consiste en ver alguna de sus versiones cinematográficas. Del mismo modo que sucede con las traducciones, hay donde elegir. O la primera adaptación de Jean Renoir, con Valentine Tessier en el papel de la protagonista. O la de Vincente Minnelli, con Jennifer Jones en la piel de la heroína. O la más reciente de Claude Chabrol, con Isabelle Huppert. Y si aún quedan ganas de seguir dentro del mundo “Bovary”, nada mejor que  La orgía perpetua, de Mario Vargas Llosa. Para realizar este artículo hemos utilizado la edición de bolsillo de Bruguera.

En este artículo hablamos de Madame Bovary (Ediciones Siruela), traducida por Mauro Armiño, y de La señora Bovary, traducida por María Teresa Gallego Urrutia para la colección de clásicos de Alba Editorial. También se alude en el reportaje a La educación sentimental, otra de las grandes novelas de Flaubert de la que Valdemar acaba de publicar una nueva edición, traducida también por Mauro Armiño.

En la imagen que abre el reportaje aparece la actriz Isabelle Hupert en un fotograma de la versión cinematográfica de “Madame Bovary” dirigida por Claude Chabrol en 1991.

– La documentación de imágenes, portadas de ediciones y fotografías ha corrido a cargo de Nacho Goberna.

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