Cabecera: Imagen inédita perteneciente a la sesión de fotos para la edición #43 (enero-febrero 2018) de Lecturas Sumergidas © Nacho Goberna
Emma Rodríguez © 2018 /
Escribo este artículo, me asomo a esta “Ventana”, cuando está a punto de terminar un año y cuando ya nos hacemos propósitos para recibir al nuevo, un momento siempre excitante porque nos aguarda un lienzo en blanco, un nuevo mapa que recorrer, eligiendo, o asumiendo, rumbos, destinos determinados, atentos y expectantes, como exploradores dispuestos a afrontar los escollos del camino, los horizontes que han de abrirse, las ilusiones que, irremediablemente, se ajarán por el camino, los nuevos desafíos, las imprevisibles sombras y claros que seguirán proyectándose en el cuadro de la vida, en el proceso de nuestro crecimiento. Es tiempo de hacer propósitos y también recuento de lo acontecido y yo estoy atravesando ese trecho con la ayuda de dos libros de los que voy a hablaros a continuación y que os recomiendo, si de verdad os apetece encontrar algo de calidez y de abrazo.
Se trata de La hazaña secreta, del escritor y profesor de filosofía Ismael Grasa (Turner Minor), un acercamiento a tantas hazañas mínimas cuya importancia solemos minusvalorar, y de La penúltima bondad (Acantilado), del pensador, también docente, Josep Maria Esquirol, un nuevo ensayo del autor de La resistencia íntima, cargada de esperanza, que despierta los sentidos y nos acerca a esa brújula del corazón que tantas veces perdemos en los atascos cotidianos. Ambas entregas coinciden en el elogio de la sencillez, en la recuperación de la alegría y de la sensación de estar vivos. Con objetivos y alcances diferentes, ambas obras se tocan. Grasa nos ofrece un pequeño manual de aproximaciones para mejorar la convivencia; Esquirol, toda una propuesta de filosofía para el desarrollo de una vida mejor, lejos de la inexistente perfección, asida a los afectos compartidos.
“Cada cierto tiempo es preciso decir aquello que nos dijeron a nosotros y que pensamos que nos hizo bien”, señala en las primeras frases de su entrega Ismael Grasa, invitándonos a creer en las verdades simples, a confiar en nuestro instinto para identificar los momentos y actos que nos llenan de satisfacción, que nos apetece repetir una y otra vez (recuerdo en este punto otro libro, Gozar la vida por medio de actos bellos, del filósofo Arash Arjomandi). “El mundo es complejo”, nos dice Grasa, “grandes intereses se mueven tras las apariencias de lo que sucede, entramados económicos y corporaciones hacen valer sus influencias. Pero eso no debe abocarnos a la idea de que la verdad es entonces algo inalcanzable, algo que se oculta tras un laberinto en el que hace mucho tiempo que todos nos perdimos. Las democracias en que deseamos vivir son las formas más complejas de gobierno, pero a un tiempo se apoyan en lo más firme, que es la confianza en las otras personas y en la verdad. Es así como nuestra vida empieza a hacerse mejor”.
A la misma idea, tras un extenso recorrido, a través de sus búsquedas y de las obras de grandes pensadores de todos los tiempos, llega Josep Maria Esquirol, quien nos acerca al concepto de “la comunidad que vive, la comunidad generada por la fraternidad”. Una comunidad capaz de participar y transformar la política. Nada de alejarse de ella, nada de creer que es algo que no corresponde a los ciudadanos de a pie. Todo lo contrario. La democracia es “la manera política apropiada para las afueras –la manera, no el horizonte–. Requiere tenacidad para sostenerse, no solo frente a las políticas de la mentira, sino ante sus propias degeneraciones”, señala. Y más adelante define esa comunidad que vive, “que no es una comunidad idílica, ni utópica, ni perfecta, ni angelical, ni paradisíaca, sino la comunidad humana de las afueras, imperfecta, pero acogedora y cuidadora. La comunidad en cuyo seno la paz no es la correlación de fuerzas, ni la estabilidad del sistema, sino la mirada y el gesto del uno por el otro”.

“Las afueras” es un término esencial en esta obra. De hecho su trayecto, altamente inspirador, comienza situándonos en ese territorio, un territorio desde el que despertar, construirnos y conocernos en el ahora, en este momento de inflexión que está siendo el siglo XXI, aturdidos en medio de las transformaciones que impone la velocidad tecnológica. “No nos han expulsado de ningún paraíso. Siempre hemos estado fuera (…) Nuestra condición es la de las afueras. Unas afueras muy singulares, pues no están definidas a partir de ningún centro. Aquí en las afueras, la génesis y la degeneración, la vida y la muerte, lo humano y lo inhumano –ya que solo el humano puede ser inhumano–, la proximidad y la indiferencia. / Aquí en las afueras vivir es sentirse viviendo. / Aquí, en las afueras, no hay ni plenitud ni perfección. Pero sí afección infinita –misterio– y deseo. / Aquí, en las afueras, el mal es muy profundo, pero la bondad todavía lo es más. Aquí, en las afueras, nada tiene más sentido que el amparo y la generosidad. / Aquí, en las afueras, cuesta muchísimo moverse medio palmo en la buena dirección. Es el medio palmo hacia la comunidad fraterna que vive…”
En su ensayo “La penúltima bondad” Josep Maria Esquirol nos acerca al concepto de “la comunidad que vive, la comunidad generada por la fraternidad”. Una comunidad capaz de participar y transformar la política.
Lo que hace el filósofo es ofrecernos una dirección, un propósito de vida. Se detiene y profundiza en cada una de las frases anteriores, en cada uno de los puntos con los que al comienzo del libro, a la manera de un poema, define “las afueras”, y nos lleva de la mano a través de un camino en el que acabamos encontrando sentidos perdidos, causas nobles a las que asirnos, desde las que empezar de nuevo (un nuevo día, un nuevo año, una nueva vida…) Nos habla el filósofo de “la luz intermedia” (entre el exceso de alumbramiento y la oscuridad). Nos dice que a ese tipo de luz es a la que pertenecen la amabilidad y la gracia. Porque “solo con su favor hay cosas que pueden verse, o que pueden verse mejor, del mismo modo que hay cosas que deben susurrarse al oído– y nada tienen que envidiar a los discursos pronunciados con potentes altavoces...”
Volvamos a creer en el “misterio” de la vida, no nos lo dejemos arrebatar en nombre del conocimiento científico, de las academias, porque no todo puede reducirse a números, a estadísticas, a explicaciones lógicas, porque “el tiempo, la vida humana o la presencia del otro tienen que ver con el misterio”, nos recuerda Esquirol, insistiendo en que “la cultura que lo reduce todo a datos es una cultura miope y, por eso mismo, decadente”, en que “una cultura alejada de la sencillez es también una cultura alejada de la profundidad”.
“Porque conviene saber que la decadencia de una cultura no se debe tanto a la poca destreza para enfrentarse a la dificultad y los asuntos más abstrusos, como a su desconexión de lo sencillo. Cúmulos de complejidades artificiosas, pero alejamiento de los simple y de lo profundo. Encontramos sencillez poética en el trabajo bien hecho, en el gesto antiguo de cada uno de los oficios. Encontramos sencillez poética en el uso de las palabras en el habla coloquial. Encontramos sencillez poética en la comprensión normal y sensata de las cosas, y en las definiciones de siempre”, seguimos la argumentación del filósofo y profesor, quien recurre a su propia experiencia para dar cuenta del asombro de sus alumnos cuando buscan en el diccionario, por ejemplo, el significado del adjetivo “verde” y se encuentran con la primera acepción: “De color semejante al de la hierba fresca”.
“La cultura que lo reduce todo a datos es una cultura miope y, por eso mismo, decadente” (…) “una cultura alejada de la sencillez es también una cultura alejada de la profundidad”, señala Esquirol.
“Casi nadie se la esperaba, cuando, sin embargo, es la definición más sencilla, la más evidente y la más esencial. “Del color de la hierba fresca: la simplicidad de una de tantas definiciones de diccionario se convierte inesperadamente en dulzura para los oídos y en música para el alma. Tal vez alguien, ya extraviado, crea que se trata de una definición poco científica; sin darse cuenta, engrosa las filas del desconcierto actual. Cualquier definición “científica” será secundaria respecto a la primera aproximación experiencial al mundo de la vida, consistente en señalar lo que se ve o en expresar lo que se vive…”

Imagen inédita perteneciente a la sesión de fotos para la edición #45 de Lecturas Sumergidas. Fotografía por Nacho Goberna
Leer La penúltima bondad, subtitulado Ensayo sobre la vida humana, es un baño de clarividencia, un chapuzón que espabila. Esquirol habla de “sencillez poética” y es precisamente ese tipo de sencillez la que intenta atrapar Ismael Grasa en La hazaña secreta, una invitación a que nos detengamos en nuestras experiencias cotidianas, en nuestras pequeñas aventuras, en los gestos mínimos, en el aquí, en “la sal de la vida” (título de otro pequeño y delicioso manual de la antropóloga francesa Françoise Héritier. “En cierto modo”, nos dice Grasa, “las cosas son sencillas, y la verdadera inteligencia es una complejidad que no pierde de vista esa sencillez”.
“La realidad no solo es lo que es, sino también el modo en que la miramos. Y es sabido que el modo de mirar transforma ya las cosas”, vamos pasando las páginas. Ismael Grasa nos recuerda que “un día es una cosa muy seria”, porque es “nuestra unidad de medida, de vivir”. “No tenemos otra cosa que unos cuantos días. Para los que trabajan de modo autónomo un día es además el tiempo para ganar el sustento de otro día. Y para los que tenemos un sueldo un día debería ser lo mismo, si somos honestos”, seguimos sus palabras.
Entonces centrémonos en cada día, en todo lo que puede contener un día, en todo lo que hacemos, pensamos y sentimos en ese pequeño trecho de tiempo donde todo puede acontecer, donde nada está escrito de antemano. Es el mensaje simple, pero a la vez grandioso, de este libro en el que las reflexiones, meditaciones y andares, de quien escribe, se acompañan de citas inspiradoras de creadores diversos, clásicos y contemporáneos, ajenos y cercanos. La aceptación de cada día con sus cambios de estación, de temperatura, de luz y de estado de ánimo, sin esquivar la tristeza ni la penumbra, siempre atentos a agradecer los buenos momentos, es el punto de partida de un recorrido que nos abre las puertas, de una manera absolutamente sencilla, hermosa en esa sencillez, a verdades tal vez olvidadas, perdidas.
“La realidad no solo es lo que es, sino también el modo en que la miramos. Y es sabido que el modo de mirar transforma ya las cosas”, nos recuerda Ismael Grasa en “La hazaña secreta”.
“La dignidad empieza en la conciencia de la muerte y en cierta clase de desesperación. Y así es como buscamos la felicidad”, señala el autor. “Es en ese punto, una vez que hemos dejado un lugar a la desesperación, cuando las personas encuentran la razón de amar a otros, de lavarse la cara en la pila del baño y de ponerse de pie frente al espejo de cuerpo entero del vestidor. Empezamos entonces el día como si realmente fuésemos cierta clase de divinidad, y cada cosa que nos dispusiésemos a hacer fuese algo extraordinario…”
Ismael Grasa, que insiste en el mantenimiento de un cierto orden, de una armonía con los objetos que nos rodean, va recopilando en esta entrega, estimulante y reconfortante, escenas, momentos y pequeños placeres cotidianos. El placer de pasear, por ejemplo, siempre dispuestos a saludar, con la curiosidad despierta hacia lo nuevo, pero también hacia lo de todos los días, hacia las ciudades o pueblos que habitamos. O el placer de la lectura. “Las lecturas forman parte de una vida buena, pero, llegado el caso, uno no debe atrincherarse tras ellas (…) Antes de esforzarnos porque a otros les parezca la lectura algo atractivo, deberíamos ocuparnos de que nuestras vidas –leyendo, sí, tal vez– sean ciertamente atractivas...”, nos dice, animándonos a no abandonar nunca la actitud de seguir aprendiendo, a no detenernos ante el conocimiento.

Imagen inédita perteneciente a la sesión de fotos para la edición #44 de Lecturas Sumergidas. Fotografía por Karina Beltrán.
Del mismo modo que Josep Maria Esquirol, por caminos paralelos, Grasa nos devuelve al misterio, a la intuición. “Diríamos que lo que mueve a las personas es cierta clase de fe. Y que esa fe, por ponerle algún nombre, es lo más importante que tenemos. Es una clase de convicción en el bien, en el amor, o como uno quiera llamarlo (…) Es un pensamiento hace tiempo expresado por los clásicos que el bien, la belleza y la verdad forman un uno, y que solo nuestra visión limitada nos hace ver la realidad como fragmentos dispersos…”, proseguimos la lectura. Son muchos los motivos de reflexión que nos proporciona este libro por cuyas páginas tanto transitan los poetas.
“Los poetas vienen a decir, en su particular formulación de la física, que solo el amor vence al tiempo”, señala el escritor, incidiendo en la idea de que “una civilización es un progreso en nuestra manera de amar, en nuestra calidad del amor”. “Lo que quiero traer aquí”, prosigue, “es la idea antiguamente expresada de que cada acto de amor vale por sí mismo, al margen de que contribuya o no a una tarea histórica o común. Por eso el amor no fracasa, por más que la humanidad tomase una deriva hacia la brutalidad, la violencia y la fealdad, y por más que esto nos entristezca”.
“Por eso también los poetas se mueven siempre entre paradojas. Amar es querer salir de la ignorancia y, sí, tiene que ver con los libros, los laboratorios y las universidades. Amar es ponerse de pie delante de otras personas y hablar con valor. Amar es no mostrar tolerancia con el intolerante, y es algo vinculado a la ley. Amar es un poema escrito por un hombre en el funeral de un hombre”, no me puedo resistir a seguir transcribiendo estos párrafos.
“Los poetas vienen a decir, en su particular formulación de la física, que solo el amor vence al tiempo”, señala Ismael Grasa, incidiendo en la idea de que “una civilización es un progreso en nuestra manera de amar, en nuestra calidad del amor”.
La confianza en los demás y la soledad, la tolerancia y la curiosidad, son otros de los temas que van apareciendo en el recorrido. “Es cierto que uno ha de renunciar a la idea de un mundo perfecto, porque los hombres no somos perfectos, pero a la vez nadie debe conformarse con lo que vea de imperfecto a su alrededor. Nuestra revolución, en todo caso, consiste más en cambiar las estructuras desde las personas que las personas desde las estructuras. Esta revolución es algo cotidiano, diminuto y al mismo tiempo firme...”, expone Ismael Grasa.
Cierro las páginas de su libro y vuelvo a abrir las de La penúltima bondad, atendiendo a mis apuntes, a las señales con las que suelo indicar que determinados pasajes me han parecido esenciales, especialmente hermosos, reveladores. He aquí algunos de ellos, empezando con uno en el que Josep Maria Esquirol también argumenta en torno al sentido de “revolución”:
– “Pocos centímetros hubieran bastado para impedir la aparición de los peores genocidas de la historia; pocos centímetros hubieran bastado para prevenir el estallido de muchas guerras; pocos centímetros, y la miseria no habría azotado el mundo tal como lo ha hecho ni mucho menos lo azotaría ahora (…) la revolución no puede ser sino la de la generosidad y la fraternidad. Dificilísimo, pero posible, real. Toda revolución empieza por comprender. Por comprendernos a nosotros mismos; por comprender nuestro mundo, nuestras afueras, nuestra condición. Por comprender, sobre todo, la solidaridad en la intemperie...”
– “Sentirnos vivir es sentir en todo momento los “contenidos de la vida” (…) Muy a menudo las cosas no son solo simples medios, sino contenidos de la vida. Ya hay satisfacción en comer las uvas del viñedo, y en respirar el aire puro de la montaña. Incluso se podría decir esto mismo del trabajo. Está claro que trabajamos para vivir, pero cuando el trabajo no es alienador y tiene sentido, es también verdad que vivimos trabajando y que se da en ello cierto disfrute (…) Sentir la suave calidez del ambiente al atardecer de un día veraniego o escuchar el rumor del frío viento invernal bien arropado en la cama… son experiencias del yo que siente el gozo de la vida, de un yo gozoso porque vive. A partir de ahí emerge y se define la tristeza y la pesadumbre, la carencia –presente o futura–, la dificultad de ganarse el pan cotidiano, la enfermedad, el temor a la violencia, o la inminencia de la muerte, a modo de asedios reiterados sobre el gozo de la vida”.
– “Quien piensa vive más; vive más que nada más. Pensar es como vivir dos veces, pero no por la longitud, sino por la intensidad. Pensamos lo que sentimos, y la intensidad procede de esta pasión. “Lo pensado es, no lo dudes, lo sentido”, dice Unamuno. Pensar es la viveza, la vitalidad y la pasión de la vida sentida. En esa misma dirección apunta Deleuze (…) En las afueras, la vida que ama, la vida que piensa (…) Lo mejor de amar es el infinitivo. Al igual que de pensar. En realidad todo lo que se ha amado a fondo sigue amándose. Pensar es como vivir; pensar es vivir. Y por ello, la respuesta a la pregunta “¿Para qué sirve pensar?” es la misma que a las preguntas “¿Para qué sirve vivir?” y “¿Para qué sirve amar?”.

Voy terminando, no sin deciros que en los dos libros de los que os he hablado hay momentos, pasajes, argumentos, palabras, que nos pueden salvar un día, tal vez más de uno, todos, en el sentido de que nos reconcilian con la sencillez de la existencia. Me parece buena idea tenerlos cerca, una vez leídos, y abrirlos por cualquier página, para no olvidar, para rescatar esos momentos de sentido, de lucidez que nos proporcionan. En este número que se publica justo en la frontera entre un año y otro (es el último de 2018, pero saluda a 2019), entre dos tiempos, entre dos transcursos, hemos optado por fotografías inéditas, realizadas a lo largo del año para distintas ediciones de “Una ventana propia”. Una manera de intensificar este momento de los recuentos, de despedir el año con la evocación de escenas y episodios vividos. Es momento, sí, de recuentos y propósitos, conscientes de que aquello que queda, que se graba en nuestra memoria y determina nuestros pasos, puede estar en lo más sencillo.
“La hazaña secreta” de Ismael Grasa ha sido publicado por la editorial Turner, en su colección Turner Minor.

“La penúltima bondad”, de Josep Maria Esquirol, ha sido publicado por Acantilado.
