Por Emma Rodríguez © 2015 / Hay viajes y nombres de la literatura que se convierten en territorios sagrados, en lugares que se quedan registrados en la memoria como mágicos, especialmente placenteros, reveladores. Son lugares que no desaparecen, que pasan a formar parte de lo que somos, de la misma manera que los paisajes que nuestros ojos vieron por primera vez con conciencia de estar asistiendo al nacimiento de algo nuevo, igual que esas poderosas vivencias de los afectos que experimentamos un día y que, de algún modo, siempre seguimos buscando. Adolfo Bioy Casares es para mí uno de esos lugares, un autor esencial en mi formación como lectora. Su sola mención me conduce irremediablemente al momento en que descubrí el poder de la literatura para reconocernos, para forjar nuestra mirada sobre el mundo.
Vuelvo a él pocos meses después de la celebración de su centenario, en el ya ido 2014, un centenario que pasó un tanto desapercibido, que se celebró tímida, discretamente, como corresponde al paso discreto, elegante, del autor argentino por el territorio de las letras, a la sombra del genial Jorge Luis Borges, su gran amigo, considerado siempre por la crítica un astro menor en comparación con el autor de El Aleph. Recuerdo ahora una entrevista con Bioy Casares en mis comienzos como periodista, cuando me sentí absolutamente feliz y privilegiada por tener la oportunidad de conocer, de conversar, con el hacedor de historias que tanto me habían cautivado y que había leído con avidez, cómplice de esa indagación permanente en la soledad, en esa incapacidad para llegar realmente a los otros, en esa búsqueda del amor una y otra vez idealizado.
Recuerdo que en esa entrevista Bioy Casares confesaba que solía discutir con Borges porque éste, a diferencia de él, consideraba que la bondad y la felicidad eran cosas menores. Volveré a esa entrevista para forjar este mi particular homenaje. Pero me propongo en este texto hablar lo menos posible de Borges, alejar a Bioy de su poderosa influencia. Exploradora de esas geografías únicas, que nada tienen que envidiar a otras de similares o dispares prodigios, me propongo aquí, a modo de estimulante ejercicio, buscar a Bioy Casares a través de los diálogos silenciosos que a lo largo del tiempo he mantenido con él; en los viajes que he emprendido como lectora hacia sus islas extrañas, en la inmersión en esos océanos narrativos divididos entre la realidad y la fantasía, entre la vigilia y la ensoñación, donde, de un modo u otro, el amor se convierte en el motor que lo mueve todo, en la llama sin la que nada tiene sentido.
El reciente centenario de Adolfo Bioy Casares pasó un tanto desapercibido, se celebró tímida, discretamente, como corresponde al paso discreto, elegante, del autor argentino por el territorio de las letras, a la sombra del genial Jorge Luis Borges, su gran amigo, considerado siempre por la crítica un astro menor en comparación con el autor de El Aleph.
Sin saber exactamente por qué, he querido huir, en este caso, del exceso de datos biográficos, de las memorias y otras obras confesionales que dejó escritas. No me preguntéis la causa, aunque probablemente tenga que ver con el hecho de que algunos libros suyos, demasiado testimoniales, apuntes de viajes, de cotidianidades, publicados ya en sus últimos años, tras su muerte, me decepcionaron porque, parecían arrancados de su taller sin haber sido pulidos, tamizados por su mirada fabuladora, porque lejos de encontrar en ellos el misterio, el encanto, la exquisitez del narrador de sus ficciones, me mostraban demasiado al raso las miserias del hombre, del creador, en sus espacios cotidianos. Estaba demasiado cerca. Y el deseo me conducía, insisto, a encontrar las huellas de Bioy Casares en sus relatos, en las ideas, los temores, los sueños, de sus criaturas de ficción, en esas historias que escribió para seguir siendo, repitiéndose, reflejándose en nuestros ojos, que es, en definitiva, lo que persigue el protagonista de La invención de Morel, esa fabulosa obra fantástica que no ha perdido una pizca de frescura.
Ahí está el Bioy Casares que me seduce, que me emociona, que me hace sonreír con ese humor teñido de leve desengaño, de escepticismo hacia la perdurabilidad de los momentos gozosos. Llegar a Bioy Casares desde el presente, sin excusas de aniversarios ni de ningún otro tipo. Llegar a su centro con la misma sensación que la primera vez, sin demasiadas informaciones previas. Ser nuevamente la lectora que cogió un día el barco que la llevó a la extraña isla de Morel y, a partir de ahí, siguió adelante, adentrándose en el largo territorio de una obra que no la defraudó con sus promesas.
Situarse en el tiempo previo a querer saber más de las circunstancias vitales del escritor, de ese hombre nacido en una acomodada familia porteña, devoto del tenis, de los caballos, del cine y de la fotografía. Volver a la ignorancia acerca de la vida real de ese conquistador nato, lector empedernido, amante de las novelas policiacas, de los relatos fantásticos, de los juegos literarios, de los libros escritos a cuatro manos –bajo seudónimo, por supuesto con Borges–. Acercarse a él desde la desnudez de los relatos, consciente de que en ellos han de encontrarse las claves, las honduras de quien fuera miembro destacado del grupo de la revista Sur, amigo de su fundadora, Victoria Ocampo, y compañero sentimental de la hermana de ésta, Silvina, interesantísima, sugerente, escritora, a la que siempre confesó querer, aunque le fuese infiel, con quien mantuvo hasta el final una relación especial, hecha de complicidades afectivas y literarias.
En sus relatos han de encontrarse las claves, las honduras de quien fuera miembro destacado del grupo de la revista Sur, amigo de su fundadora, Victoria Ocampo, y compañero sentimental de la hermana de ésta, Silvina, interesantísima, sugerente, escritora, a la que siempre confesó querer, aunque le fuese infiel.
Dejo todos esos datos de lado y me dispongo a buscar los libros de Bioy Casares que he ido atesorando a lo largo del tiempo, en el lugar especial que ocupan en mi desordenada biblioteca. Vuelvo a esos libros y disfruto repasando los párrafos subrayados en su día, reencontrándome con el escritor y con quien yo era entonces. Decido posteriormente sumergirme en las páginas de una novela que no había leído aún y que, sin esperarlo, me ha perturbado profundamente, tal vez como ninguna otra de las suyas, Diario de la guerra del cerdo. Vuelvo a sentirme una inocente lectora. Tomo este tiempo recobrado como un acto de rebeldía contra la ley de las novedades, de los éxitos fáciles. Pienso en todas las sorpresas que nos aguardan, en cuántos de esos autores y autoras a los que hemos amado alguna vez siguen ahí, inmarchitables.

Si bien a Bioy Casares le preocupó siempre el paso del tiempo, la decadencia, el inexorable transcurrir de los años, temas que asoman en muchas de sus narraciones, nunca lo había tratado de manera tan descarnada como en este libro, un relato en el que anticipa un posible tiempo futuro, un tiempo oscuro, infeliz, en el que se lleva al extremo la indiferencia social respecto a los ancianos. Bioy supo ver que, en las sociedades del presente, sociedades preocupadas por la inmediatez, por la satisfacción de los deseos materiales, por las prisas, por el desprecio a lo no productivo, los viejos iban a ser considerados cada vez más como un estorbo. Y forzó esa realidad hasta imaginar una situación en la que son odiados por los jóvenes, agredidos por crueles pandillas callejeras que desean eliminarlos del mapa.
Isidoro Vidal, conocido en el barrio como don Isidro, es el protagonista de la historia. Él y su grupo de amigos viven atemorizados. Desde el momento en que estalla la violencia, una violencia cada vez más manifiesta que lo contamina y lo ensucia todo, se esconden e intentan pasar desapercibidos, humillados, perplejos ante el curso de los acontecimientos. Hasta sus propios hijos les producen desconfianza a unos hombres que hasta hacía muy poco se reunían para jugar sus partidas de cartas tomando mates, rememoraban vivencias pasadas y daban paseos sin ningún tipo de sobresaltos.
Bioy supo ver en Diario de la guerra del cerdo que, en las sociedades del presente, sociedades preocupadas por la inmediatez, por la satisfacción de los deseos materiales, por las prisas, por el desprecio a lo no productivo, los viejos iban a ser considerados cada vez más como un estorbo. Y forzó esa realidad hasta imaginar una situación en la que son odiados por los jóvenes, agredidos por crueles pandillas callejeras que desean eliminarlos del mapa.
Todo es real, pero adquiere tintes de mal sueño, de pesadilla, en esta entrega que nos lleva irremediablemente, sin apenas hacer mención explícita –en ocasiones una simple palabra– a pensar en situaciones de represión, de estados policiales, de falta de libertad, de abuso del poder, de maltrato a los más débiles. De nuevo el juego fronterizo, el juego de dobles de Bioy Casares; de nuevo su capacidad para meter la reflexión en el relato, porque don Isidro, tan tímido, tan tiernamente inocente; don Isidro, que aún siente que no debe renunciar al amor, que aún añora las excitaciones de la juventud, está todo el rato pensando, filosofando sobre la vida. “A veces Vidal se preguntaba qué aprendemos a lo largo de los años, ¿a resignarnos a nuestras deficiencias?” (…) “La aceptación de las propias limitaciones eventualmente es una sabiduría triste”, vamos leyendo. Y más adelante: “La vejez no tiene estrategias”.
Estamos en una narración que puede resultar claustrofóbica por momentos, ya que el autor, tan buen conocedor del suspense, va abriendo poco a poco la puerta, dejándonos intuir las barbaridades que pueden suceder en la situación límite que están viviendo los personajes. Estamos ante un relato de plena actualidad por el tratamiento de la vejez y de la incomunicación, de la brecha que se abre entre generaciones. Padres e hijos no son capaces de encontrar las palabras para entenderse, para relacionarse, en un mundo cada vez más áspero, desesperado, grotesco. Los primeros no entienden qué sucede; los segundos parecen haber sido contagiados con el peligrosísimo virus de la rabia, del asco, hacia los no iguales.
Hay un momento en que Vidal se cuestiona si la barrera entre generaciones es infranqueable y hay otro en el que Arévalo, uno de sus amigos, se pregunta: “¿Por qué se vuelven odiosos los viejos”, a lo que responde: “Están demasiado satisfechos y no ceden su lugar”, pasando a argumentar después: “son egoístas, materialistas, voraces, roñosos. Unos verdaderos chanchos”. Una y otra vez la cuadrilla de ancianos, en la que cada vez hay más bajas, se cuestiona qué está pasando. – “Detrás de esta guerra contra los viejos no hay más que argumentos sentimentales a favor de la juventud” (…) – “Lo que me fastidia en esta guerra del cerdo es el endiosamiento de la juventud. Están como locos porque son jóvenes. Qué estúpidos” (…) – “Una situación de escaso porvenir”… seguimos asistiendo como lectores-espectadores a las conversaciones que sostienen los ancianos. El intercambio de opiniones, de puntos de vista, resulta esencial en el conjunto de la novela. Los diálogos son un arma poderosísima en manos de Bioy Casares.
Son muchos los planteamientos que abre esta obra que nos lleva a cuestionarnos hasta qué punto las colectividades, en este caso los jóvenes, pierden la individualidad y actúan como manadas; que ahonda en el origen de la maldad, en el nacimiento del odio. Si algo caracteriza a Adolfo Bioy Casares es su interés por profundizar en los comportamientos, en las conductas, en los pozos de la condición humana. Y también su talante existencialista, su capacidad para reflexionar filosóficamente sobre las contradicciones del vivir.
Podría parecer que este Diario de la guerra del cerdo del que os hablo es una obra desesperanzada, pero no os dejéis llevar por las apariencias. Pese a su desolación, siempre está el humor inigualable del escritor, y, en la parte final de la novela, el Bioy Casares prestidigitador da un giro a la historia, una vuelta de tuerca sorprendente. Cuando Vidal creía que “le faltarían fuerzas e ilusión para aguantar la vida”, cuando la amistad le resultaba indiferente, “el amor bajo y desleal y sólo se daba con plenitud el odio”, se empieza a hablar de una proyectada marcha, manifestación, de los Viejos, y surge el elemento imprevisto, divertido. El amor, como siempre, en Bioy Casares, puede obrar milagros. No os voy a decir más para que vayáis corriendo a la librería y descubráis por vosotros mismos de qué manera.
En su novela sobre la vejez el autor ahonda en el origen de la maldad, en el nacimiento del odio. Si algo caracteriza a Adolfo Bioy Casares es su interés por profundizar en los comportamientos, en las conductas, en los pozos de la condición humana. Y también su talante existencialista, su capacidad para reflexionar filosóficamente sobre las contradicciones del vivir.
He arrancado por el final, por mi última lectura de Bioy y ahora vuelvo al comienzo, al momento del descubrimiento, a La invención de Morel. Como decía antes, he regresado al libro, al bote que me condujo a la isla de las dos lunas y los dos soles, y he sabido de inmediato, repasando las anotaciones en los márgenes del libro, los párrafos subrayados, qué fue lo que me cautivó en su día y me sigue cautivando hoy, al tiempo que percibo cuántas sensaciones olvidadas vuelven a renacer. Nadie como Bioy relata con tan encantador arrebato y melancolía el modo en que nos enamoramos, la manera en que anhelamos ser acompañados y queridos y también la tristeza, el dolor, de lo imposible, de las pérdidas.
La invención de Morel, la novela que por sí sola basta para poner en entredicho a los que consideran a Bioy Casares un autor menor en el gran mapa de las letras hispanas, es, en el fondo, una gran historia de amor, sobre las emociones del amor, además de, por supuesto, una maravillosa entrega de ciencia-ficción en la que, como en todas las obras del género que perviven, el autor se anticipó al imaginar realidades virtuales que hoy cada vez nos resultan más próximas.
Como auténticos robinsones nos sentimos al iniciar la aventura que es esta novela en la que un hombre perseguido, pertrechado con una brújula que apenas entiende, sin orientación, sin sombrero bajo el intenso sol y enfermo de alucinaciones, rema exasperadamente para llegar al destino final de su huida, una isla llena de prodigios, de extrañezas, que le van a llevar a enfrentarse a sí mismo, a sus miedos, a sus dobleces. El tiempo, la inmortalidad, la idea tan atractiva para la ciencia-ficción de los planos de vida paralelos, también del eterno retorno, entran en una narración que nos arrastra y que no podemos dejar de leer, atraídos por la misteriosa mujer que, sin hablarle, sólo con sus gestos, con su imagen, logra fascinar al hombre aislado, por los fantasmales intrusos que aparecen una y otra vez, repitiendo sus acciones, sus palabras, apareciendo y desapareciendo según el capricho de las mareas.
La soledad, la necesidad de afecto, de comunicación, son temas constantes en toda la obra de Bioy Casares, pero en esta novela, la primera en la que sintió que de verdad tenía posibilidades como escritor, el autor consigue alcanzar una tonalidad poética, un carácter sublime, unas atmósferas de mágica belleza, una representación de la felicidad de tal altura, que se entiende que sea una de esas obras que no olvidamos y que llegamos a interiorizar como la plasmación de un ideal, de un punto de partida o de llegada a búsquedas esenciales. “Ya no estoy muerto, estoy enamorado”, apunta el hombre que ha huido y que quiere dejar constancia, a través de la escritura de unas memorias, de todo lo que está viviendo, descubriendo. “Ahora la realidad se me propone cambiada, irreal”, nos detenemos en otra de sus impresiones. Y le entendemos cuando dice: “Me conmovía el pavor de estar en un sitio encantado, la revelación confusa de que lo mágico aparecía a los incrédulos como yo, intransmisible y mortal, para vengarse”.
Como auténticos robinsones nos sentimos al iniciar la aventura que La invención de Morel, novela en la que un hombre perseguido, pertrechado con una brújula que apenas entiende, sin orientación, sin sombrero bajo el intenso sol y enfermo de alucinaciones, rema exasperadamente para llegar al destino final de su huida, una isla llena de prodigios, de extrañezas, que le van a llevar a enfrentarse a sí mismo, a sus miedos, a sus dobleces.
El autor parte de la ciencia para montar su espectacular trama. Quienes hayan leído la novela recordarán el invento, el juego de espejos, como algo deslumbrante, escucharán de fondo el murmullo de las olas y conectarán nuevamente con el sentimiento de soledad del narrador, con su decisión final. A quienes no lo hayan hecho, mejor no darles pistas. La novela está ahí aguardándoles, con su dosis de suspense, con su tejido de enigmas, de laberintos. Y si se quedan con ganas de más, tienen Plan de evasión, el libro al que acudir, inevitablemente, si se quiere seguir habitando esos territorios fantásticos (de nuevo el espacio cerrado de una isla, de nuevo las ilusiones visuales, la ciencia como punto de arranque para lograr prodigios que, finalmente, la ficción pone al alcance de las manos).
Como no se trata aquí de repasar todas las novelas de Bioy Casares; cualquiera de ellas, además de las ya citadas –la genial El sueño de los héroes, Dormir al sol, La aventura de un fotógrafo en la Plata...– puede atraparnos en una amplia escala que va de lo fascinante a lo divertido, prefiero detenerme en sus libros de relatos, un género en el que también brilla como los grandes maestros y donde descubrir sus obsesiones, sus claves, se convierte en un estimulante juego. “Invento muy rápidamente y escribo con lentitud. Escribo, corrijo y vuelvo a corregir, como si este mundo no corriera tanto”, me remonto a esa entrevista realizada a principios de los 90, cuando el escritor tenía 76 años y señalaba: “Hasta ahora no me he apresurado a escribir nada hasta el momento de sentirlo compulsivamente. Me he pasado hasta cuarenta años con el esbozo de un cuento, pero ahora, llegado a una edad tan alta, me esfuerzo por escribir todas esas cosas que aguardan en la mente”, me decía.
“Invento muy rápidamente y escribo con lentitud. Escribo, corrijo y vuelvo a corregir, como si este mundo no corriera tanto”, me remonto a esa entrevista realizada a principios de los 90, cuando el escritor tenía 76 años y señalaba: “Hasta ahora no me he apresurado a escribir nada hasta el momento de sentirlo compulsivamente”.
También confesaba entonces que, con el paso del tiempo, cada vez había ido dando más entrada a los sentimientos en sus escritos, y que para él, el cuento era una forma de expresión “sin las languideces de la novela”, que le permitía, además, abordar con menos detenimiento lo que le apetecía contar, lo cual era de agradecer con el peso de la edad. Recuperadas las palabras de Bioy en el papel amarillento, abro las páginas de los relatos que conforman el volumen Historias de amor. Leo el titulado Carta sobre Emilia y me detengo en este párrafo tan significativo: “Aunque vivan juntos, los padres y los hijos, el varón y la mujer, ¿no saben que toda comunicación es ilusoria y que, en definitiva, cada cual queda aislado en su misterio?”
Hago lo mismo con Ad porcos y voy corroborando la idea de que el Bioy Casares más auténtico está en sus fabulaciones. “El lector que haya sobrellevado temporadas en ciudades lejanas habrá descubierto, como yo, que la soledad, con su interminable monólogo interior y el rosario de nimias decisiones –ahora hago esto, ahora aquello– peligrosamente se parece a la locura”, voy leyendo. Y en La tarde de un fauno: “(…) Como otras veces, por orgullo del intelecto, yo había caído en el error de imaginar la vida, el mundo, del todo transparentes a la razón, y, como otras veces, una mujer me señalaba que siempre queda para cada cosa un fanal de bruma, un margen inexplicable”.
Me gusta el Bioy que hace pensar a los personajes, que reflexiona con ellos y realiza un llamamiento a sus lectores para que intervengan en el diálogo. No ha perdido frescura el autor que consigue acceder a esos espacios interiores que normalmente mantenemos cerrados y que tanto indagó en la naturaleza de las pérdidas, los adioses, las contradicciones del sentimiento amoroso. Estoy ya en otro tomo, el de Historias desaforadas y me sigue enamorando el autor que escribe de viajes, de los viajes como ruptura con las rutinas y como iluminaciones, igual que los sueños. Constato de nuevo hasta qué punto le interesó profundizar en los movimientos del corazón, de las pasiones con su explosión de deseo y sus imposibilidades.

“Me encantaría escribir relatos sobre la permanencia de la felicidad, pero me resulta muy arduo. Es todo un desafío del que, casi con toda seguridad, saldría derrotado. Se pueden escribir felicidades, pero felicidades entre sinsabores, porque nuestra vida no es un desfile triunfal”, regreso al lejano encuentro con el escritor. Lo visualizo tan frágil, tan tímido, tan amable, con los ojos acuosos, siempre a punto de las lágrimas. Me ayudan a localizar esas impresiones tres de las fotografías que aparecen en este reportaje, generosamente cedidas por quien llegó a conocerlo de cerca, a compartir con él conversaciones, el fotógrafo Daniel Mordzinski, que, como Bioy, tanto sabe del afán por detener el tiempo. Y me lo imagino encerrado en ese cuarto que para él era la literatura, “un cuarto agregado a la casa de la vida”, levantando esos relatos en los que la fantasía, el prodigio, irrumpen en la realidad de forma absolutamente natural, por ejemplo en Máscaras venecianas, historia de un desamor en el que una mujer se clona en hijas idénticas para poder complacer a los hombres que la siguen queriendo.
Bioy Casares se confiesa en sus cuentos. En el que da título al volumen, Historias desaforadas, pone en boca de uno de sus personajes: “Encontrar el lado cómico de las situaciones me reconcilia con el mundo y con mi destino”. Y también: “Mi convicción de que todo es precario me lleva a pensar que el porvenir también lo será y que nada tiene importancia. Creo, eso sí, en cada momento como si fuera un mundo, el último mundo definitivo, y digo toda mi verdad”.
Cuántas verdades, cuántas intuiciones, cuántas visiones y aprendizajes en Bioy Casares. Y qué manera de emocionarnos, de divertirnos, de reconciliarnos con la vida, pese a su mirada no siempre optimista, pero sí consoladora. El azar ha querido que, mientras realizaba este recorrido, me encontrase, en un recodo del camino, en un espacio paralelo, con las impresiones de un lector excepcional, también devoto de Adolfo Bioy Casares, Antonio Muñoz Molina.
En su última novela, Como la sombra que se va, el autor granadino le rinde homenaje y recuerda precisamente su encuentro con él en ese último viaje que hizo a Madrid para participar en un acto público en el que se quiso mostrar el reconocimiento a su trayectoria literaria, un reconocimiento sellado con el Premio Cervantes. “Estaba algo nervioso y amedrentado por conocer a Bioy. Algunas de sus novelas y unos cuantos de sus relatos breves habían tenido una influencia sobre mí tan decisiva como la de Borges o la de Onetti: la ligereza y el rigor de las tramas, la presencia de lo misterioso y lo fantástico en lo cotidiano, la ironía, la manera de sugerir el erotismo y la ternura…”, relata.
“Estaba algo nervioso y amedrentado por conocer a Bioy. Algunas de sus novelas y unos cuantos de sus relatos breves habían tenido una influencia sobre mí tan decisiva como la de Borges o la de Onetti…”, confiesa Antonio Muñoz Molina en su última novela, donde rinde homenaje al autor argentino.
“Bioy era muy educado, afectuoso, gallardamente enjuto, algo inclinado por la vejez, que habría llegado a él no hacía mucho. Mantenía una elegancia sin fisuras, tan visible en el traje inglés de lana y en los zapatos recios y flexibles de cuero como en los modales, en la deferencia con que se inclinaba para escuchar, en su manera de dar las gracias...”, le retrata. Y su retrato me lleva a otro de Javier Marías, incluido en Miramientos, un libro donde reúne perfiles de escritores que le han ido interesando por distintos motivos. “Su rostro”, hace una sugerente reflexión sobre Bioy, “es uno de los mejor parecidos de la literatura de este siglo y uno pensaría que tal regalo ha sido un lastre y un freno para su figura pública; en el fondo un escritor guapo no está bien visto (…) porque se lo percibe en cierto sentido como un intruso en un mundo de caras a menudo ásperas o pomposas o desabridas o resentidas”.
Marías nos lleva a preguntarnos si, realmente, el atractivo físico de Adolfo Bioy Casares, su fama de galán, contribuyó en su día a que su obra fuese apreciada con menos seriedad que la de otros escritores o se acompañase de la etiqueta de una cierta frivolidad. Pudo ser, pero lo cierto es que, con el tiempo, todos los añadidos biográficos, todas las circunstancias, todo lo que rodea a lo verdaderamente importante, el latir de la ficción, se ha ido dejando de lado, a la manera de las espesuras del bosque que se van retirando para dejar ver la esencia. El hilo de la admiración, de la reivindicación, de Bioy Casares, cada vez es prolongado por más escritores actuales que aprecian la modernidad, la proximidad, del autor de La invención de Morel y que, incluso, se atreven a situarlo por encima de Borges, algo ante lo que el propio Bioy, con su reconocida humildad y reverencia por el amigo, se llevaría las manos a la cabeza.
Es el caso de Rodrigo Fresán, quien lo dejó bien claro en una interesantísima conversación mantenida en la revista Letras Libres con otro autor argentino, Patricio Pron, en torno al gusto de ambos por la obra de Adolfo Bioy Casares. Señala Fresán: “Voy a repetirlo y lo repito cada vez más seguro de mí mismo, a mí Bioy no solo me gusta más que Borges. Y, anticipando las pedradas y espumarajos en diversas bocas, me apresuraré a ampliar: Bioy se me hace un autor más completo que Borges porque me parece más feliz. Hay una felicidad en Bioy (“Cuando soy muy feliz escribo novelas”, declaró) que también está en Cortázar y que no existe en Borges. Borges, en su perfección borgeana, siempre fue para mí como un circuito cerrado que no admite a nada ni a nadie y que acaba cayendo en la autoparodia. Bioy, en cambio, me parece más amplio, mucho más gracioso y hasta experimental (…) Bioy no sólo escribe la que para mí es la novela argentina más formalmente perfecta dentro de un paisaje donde el cuento es el género rey y las grandes novelas nacionales tienden a lo atómico: El sueño de los héroes (que, entre otras cosas, desde un punto de vista genérico, cuenta la historia de una novela que no puede recordar el cuento de una sola noche en su núcleo) (…) Y está el Bioy más allá de Borges, que es el Bioy de obras maestras como Diario de la Guerra del Cerdo o de Dormir al sol, o de divertimentos gloriosos como La aventura de un fotógrafo en La Plata, Un campeón desparejo y ese delirio final que es De un mundo a otro…”
Dejémoslo aquí. Había prometido hablar lo menos posible en este artículo sobre Borges y creo que lo he cumplido. Me propuse reencontrarme con Bioy Casares a través de sus ficciones y no me cabe duda de haber recuperado su voz, su convicción de que “los viajes imaginarios”, como dice en el relato El Noúmeno, son tan atractivos porque “están libres de molestias”. Tomo sus palabras para recomendar apasionadamente un viaje a sus islas fantásticas, a los mundos, dentro y fuera de este mundo, de un hombre que fue, en efecto, un gran seductor con las ficciones, con las invenciones. Con ellas es como, finalmente, ha conseguido hacer realidad ese deseo que puso de manifiesto, una y otra vez, en sus relatos, el deseo de aplazar la muerte, de alargar la vida.

Créditos fotográficos:
Fotografía 1: Bioy Casares © Daniel Mordzinski
Fotografía 2: Bioy casares junto a Borges, Josefina Dorado y Victoria Ocampo. Rambla de Mar del Plata. Marzo de 1935.
Fotografía 3: Retrato de Adolfo Bioy Casares por Alicia D’Amico. 1968.
Fotografía 4: Bioy Casares © Daniel Mordzinski
Fotografía 5: Bioy Casares © Daniel Mordzinski
Los libros de Adolfo Bioy Casares que se han utilizado para escribir este artículo son: La invención de Morel (Ediciones Cátedra, 1982; edición de Trinidad Barrera, acompañada de los relatos de El gran Serafín). Diario de la guerra del cerdo (Alianza Editorial, 2014). Historias de amor (Alianza Editorial, 1985), Historias desaforadas (Alianza Tres, 1986).
Actualmente, la mayor parte de los títulos se pueden encontrar en las librerías españolas editadas por Alianza y también en Destino y Austral. Con motivo de su reciente centenario, en septiembre de 2014, el sello argentino Emecé, integrado en el grupo Planeta, reeditó sus obras y lanzó ediciones especiales.
En “Lecturas Sumergidas” damos las gracias a Daniel Mordzinski por cedernos tres maravillosos retratos de Adolfo Bioy Casares, “tres tristes Bioy”, como él los define. Mordzinski (Buenos Aires, 1960) disfrutó de la amistad del autor y pudo fotografiarle en múltiples ocasiones. Conocido como el fotógrafo de los escritores, en su trayectoria destacan célebres imágenes de Borges, de Cortázar, de Octavio Paz, de García Márquez, de Ernesto Sábato y de tantas otras destacadas figuras de las letras. Cronopios es su último libro de fotografías publicado en Argentina. En el prólogo de la obra el autor mexicano Juan Villoro destaca su capacidad para convertir a los escritores en personajes, sus retratos de luminosa sobriedad que ponen el foco en la escritura del tiempo en los rostros o las situaciones que recrea recomponiendo el entorno con vistosas dramaturgias. “Su mirada es la impaciencia de un hombre calmado. El saldo de su trabajo son fugacidades duraderas”, señala.