Leila Slimani. Foto Tomada De La Web Del Instituto Francés /
Emma Rodríguez © 2022 /
“Habría sobrevivido sin ser escritora. Pero no estoy segura de que hubiera sido feliz”, escribe Leila Slimani al final de El perfume de las flores de noche, un libro tan sugerente como su título. He empezado por la última frase de la entrega, algo en mi caso inusual, porque en ella creo ver el sentido de todo el recorrido, una búsqueda, un avanzar a ciegas al encuentro de las raíces, de los nutrientes, de la forja de una vocación, de una manera de ser y de sentir. A través de motivaciones diversas, de inspiraciones, de recuerdos, la escritora de origen marroquí, va tanteando en sus interiores, en sus pasadizos más profundos.
Siento especial predilección por este tipo de libros que se mueven en márgenes poco definidos, que exploran en los fondos de la memoria en busca de perlas de sentido, de claridades liberadoras. Diarios, testimonios, escritura autoficcional… El volumen del que os hablo surgió de un encargo: pasar una noche en un museo en compañía de las silenciosas obras de arte instaladas en sus dependencias, pero se acabó convirtiendo en una honda meditación sobre la vida, los miedos, las heridas y las motivaciones de la creación.
La editora de Slimani le propuso la aventura de dormir en el interior del museo de arte contemporáneo Punta della Dogana, en Venecia, y contar su experiencia en un libro que pasaría a formar parte de una colección de narraciones-variaciones sobre el mismo tema: ¿cómo vivir una noche a solas en un museo, sin ruidos, en silencio, con la única compañía de los personajes de los cuadros; en medio de atmósferas y paisajes recreados, ajenos, extraños o del todo familiares, territorios afines de la imaginación?
Son muchos los caminos que a partir de ahí pueden abrirse, muchas las maneras de afrontar el desafío. En el caso que nos ocupa, la autora se dejó llevar por el fluir de sus pensamientos, por un viaje hacia atrás en el tiempo vivido, un viaje lleno de rememoraciones, de paradas en momentos concretos, en circunstancias que han marcado su vida y han decidido su destino. La evocación marca el ritmo lento, calmado, de la narración, sin que falten momentos de gran carga emocional, contrapuntos agitados. Duros procesos de cicatrización y traumas familiares acuden esa noche a las salas del museo, invocados por las escenas representadas, por presencias y trabajos que conducen a la autora hacia su propio centro, hacia los ejes que la constituyen.

Nacida en Rabat en 1981 y afincada actualmente en París, Leila Slimani, autora de novelas como El jardín del ogro, Canción dulce, ganadora del Premio Goncourt en 2016, y El país de los otros (Guerra, guerra, guerra), primera entrega de una trilogía de corte autobiográfico, así como del ensayo Sexo y mentiras, publicado en 2020, se decanta en El perfume de las flores de noche por la indagación en sus raíces, en su identidad. Y lo hace celebrando la compañía de artistas que parecen haber estado esperándola, caso de la pintora, poeta y escritora libanesa Etel Adnan o de la fotógrafa estadounidense Berenice Abbot. Ambas le salen al encuentro en las estancias silenciosas. Ambas tienen mucho que decirle de sus desplazamientos, de sus miradas abiertas hacia espacios en proceso de transformación, hacia exilios y geografías cambiantes… Asuntos que a ella le tocan muy de cerca y que acentúan la complicidad, la cercanía.
LEILA Slimani indaga en sus raíces, en su identidad. Y lo hace celebrando la compañía de artistas que parecen haber estado esperándola, caso de la pintora, poeta y escritora libanesa Etel Adnan o de la fotógrafa estadounidense Berenice Abbot.
En el momento en que nuestra protagonista visitó el museo veneciano se mostraban piezas de ambas en una exposición colectiva titulada Lugar y signos. Slimani se detiene primero ante la obra de Etel Adnan (Beirut, 1925-París, 2011) que, al igual que ella, se acabó afincando en la capital francesa después de una larga estancia en California. Además de creadora en distintas disciplinas, destaca que fue una “figura destacada del pacifismo y de la lucha contra las guerras del Líbano y de Vietnam”. Se siente fascinada por la obra de esta mujer, de la que recientemente se pudo ver una exposición retrospectiva en TEA (Tenerife Espacio de las Artes), bajo el título Tras la línea del horizonte. La fealdad y el horror del mundo no pudieron acabar con su percepción de la belleza, algo que se percibe en sus tan característicos paisajes abstractos de intensos y vibrantes colores.
“Pintaba observando las colinas desde su ventana en California. Evocaba algún recuerdo oculto, una infancia en Grecia, en el Líbano, e intentaba dar vida a una madre desaparecida, a unos seres queridos”, señala Slimani, quien reconoce haberse dejado seducir por la obra y confiesa la manera en que la han marcado las afirmaciones de Adnan sobre la identidad. “Al igual que yo, ella creció en un país árabe, en el seno de una familia francófona. Luego pasó a ser inmigrante en Estados Unidos. Toda su vida transcurrió en el país de los otros”, escribe, citando unas declaraciones de la creadora libanesa sobre la lengua árabe en las que alude a ella como “un mito, una suerte de paraíso perdido”.
Este encuentro me parece crucial en el recorrido, pues lo que hace Leila Slimani es abrir sus ventanas interiores para evocar, igual que Etel Adnan en sus creaciones, recuerdos ocultos, afectos perdidos. He ahí el aliento, el viento que mueve una narración que se va deslizando con fluidez y que me lleva a mí a abrir también una ventana. Una ventana propia desde la que mirar el discurrir de otras vidas, desde la que imaginar otras citas y afinidades. De este modo, fuera de los márgenes del libro cuyas páginas voy pasando, me imagino yo a la autora de la entrega, contando su aventura en el museo a otra escritora, Siri Hustvedt, quien también es protagonista de la 70 edición de Lecturas Sumergidas, y quien también relata en uno de los ensayos contenidos en el volumen Madres, padres y demás, una visita muy especial a un museo para contemplar un cuadro.
Se trata de San Francisco en éxtasis, de Giovanni Bellini, expuesto en las salas que albergan la Colección Frick, en la calle Setenta Este de Nueva York. El tiempo que pasa ante la obra se convierte para la autora en una experiencia llena de hallazgos que le permite salir del ahora, de las políticas, los conflictos y los ruidos del mundo. “El arte está poseído por una cualidad de vivo, una extraña animación que el espectador siente en los músculos que se tensan o se relajan, en la respiración que se detiene de pronto o se prolonga en una larga exhalación, en el recuerdo que de pronto acude a la mente y que tal vez lleva años sin evocar” , escribe Hustvedt y no puedo evitar pensar en que hay mucho de eso en el recorrido de Slimani por las estancias del centro de arte veneciano.

Venecia se va muriendo ante los ojos de sus habitantes, sometida a la contemplación de turistas ávidos por hacerse selfies en sus rincones, ajenos a la agonía, a la mutación que experimenta la ciudad. Los lugares abandonados, las desapariciones y transformaciones animan parte de la obra de la artista Berenice Abbott, quien fotografió un Nueva York en proceso de cambio a principios del siglo XX. Todo hace que la escritora recupere los sentimientos que emergen cada vez que vuelve a su ciudad natal. “Esa extraña impresión de que el mundo más íntimo, más familiar, ha seguido viviendo en mí y se ha transformado. Es a la vez un motivo de deslumbramiento y un sentimiento desagradable de traición”, escribe.
Mientras observa en una de las paredes del museo las instantáneas de la serie de Abbott Changing New York, Slimani constata que todos los artistas reunidos en la muestra del centro de arte que la acoge, intentan, de algún modo, “recuperar en el mundo que los rodea la huella de los fantasmas y demostrar así que nada muere por completo. Que el mundo en su totalidad se ve atravesado por cicatrices…”
Los exilios, los desplazamientos, las huidas, están muy presentes en la entrega. “Hace veinte años que me fui de mi país. A veces me preguntan qué pienso de ese exilio, pero rechazo esta palabra. No soy una exiliada. Nadie me obligó. No me vi empujada por las circunstancias. He encontrado en París lo que vine a buscar: la libertad de vivir como yo quería (…) Soy una inmigrada. Una meteca, en el sentido etimológico del término, puesto que he cambiado de residencia, abandoné mi ciudad por otra. Cuando regreso a Rabat no puedo más que constatar sus transformaciones”, voy pasando las páginas.
Todo parece confabularse para que Slimani visite los espacios de la memoria. Presencias y ausencias se mezclan y me recuerdan determinados versos del poeta palestino Mahmud Darwix. La experiencia va ganando en trascendencia. Recuerdos y evocaciones llevan a la escritora a encontrar, a confesar, algunas de sus verdades esenciales. La idea de dormir una noche en un museo no dejó de parecerle absurda, incluso frívola, en un principio. Pero aceptó y a partir de ahí todo se convirtió en una incógnita. ¿Cuál sería el resultado? La soledad, la desconexión, apagaron el bullicio exterior y contribuyeron a abrir puertas interiores por las que Slimani se fue introduciendo.
“Hace veinte años que me fui de mi país. A veces me preguntan qué pienso de ese exilio, pero rechazo esta palabra. No soy una exiliada. Nadie me obligó. No me vi empujada por las circunstancias. He encontrado en París lo que vine a buscar: la libertad de vivir como yo quería”, cuenta la autora.
Su narración es un intento de recuperar los colores, los tactos, los olores y emociones del ayer, de lo perdido, abandonado, transcurrido. Una y otra vez se pregunta por el sentido de la escritura. “Escribes a ciegas, sin comprender y sin que nada sea explicable (…) La escritura es la experiencia de un fracaso continuo, de una frustración insalvable, de una imposibilidad. Y, sin embargo, seguimos adelante. Y continuamos”, reflexiona, acordándose de lo que dijo al respecto el escritor chileno Roberto Bolaño: “Tener el valor, sabiendo previamente que vas a ser derrotado, y salir a pelear: eso es la literatura”.
La dama de noche es una especie vegetal que tiene la particularidad de mostrar sus flores cuando llega la oscuridad. Desde dentro del museo, desde una instalación de terrarios de Hicham Berrada que juega con las particularidades de la planta, Slimani observa sus ramas y hojas y al rememorar la intensidad de su olor se traslada a Marruecos, donde es muy frecuente y suele ser “cantada por los poetas y los enamorados”. Leila significa noche en árabe… En la casa familiar había una dama de noche cerca de la puerta de entrada…
El mecanismo de los recuerdos se desata y va dando impulso al relato. “Basta cerrar los ojos para recordar ese perfume intenso y dulzón. Mis lágrimas casi brotan. Ahí están mis espectros que regresan. Ahí el olor del terruño de la infancia, desaparecido, engullido”, escribe. De manera proustiana, Slimani regresa al ayer y toma conciencia de lo perdido. “Hace veinte años que salí de mi país y noto una especie de melancolía, como si me hubiera alejado para siempre de las sensaciones de mi infancia”.

Guiada por el olor, la autora rememora sus primeras salidas nocturnas, su deseo de atravesar la noche y dejar atrás el conformismo, los buenos modales exigidos a las chicas formales. “La dama de noche es el perfume de mis mentiras, mis amores adolescentes, los cigarrillos fumados a escondidas y las fiestas prohibidas. Es el perfume de la libertad…” En su mirada hacia atrás, Slimani recobra “los sueños de huida, los deseos de errancia” de su adolescencia. “Emanciparse era huir, salir de aquella cárcel que era mi casa”, nos dice la mujer que vuelve a sentirse la joven que quería a toda costa conquistar el exterior.
La misma mujer que acepta ser encerrada en un museo durante una noche y que se pregunta: “¿Cómo es posible que la feminista, la militante, la escritora a la que aspiro ser fantasee con estar entre cuatro paredes y con una puerta bien cerrada?”. La misma mujer que reflexiona: “Escribir no consiste solo en retirarse en soledad, disfrutar del calorcito del hogar, construir paredes de ladrillo para protegerse del exterior y no mirar a los ojos a los demás. También es alimentar sueños de expansión, de conquista, de conocimiento del Otro, del mundo, de lo desconocido. Tras una fortaleza no cultivamos más que indiferencia. Que te dejen en paz es una fantasía egoísta”.
Leila Slimani se busca a sí misma, se debate entre dudas y contradicciones, y al mismo tiempo, como ya decía, entabla diálogos con otros creadores, con los artistas del museo, pero también con figuras de la literatura que aprecia, que son sus referentes. Los entornos cerrados, limitados, de las mujeres de su infancia en Marruecos la llevan, por ejemplo, al testimonio de la socióloga marroquí Fatima Mernissi, quien relata en su obra Sueños en el umbral su niñez en un harén de la medina de Fez.
“Yo no crecí en un harén y jamás me impidieron vivir mi vida. Pero soy producto de ese mundo, y mis bisabuelas eran mujeres que creían en la necesidad de esas fronteras (…) Yo jamás he padecido lo que mis antepasadas padecieron, pero a pesar de todo conservaba en mi infancia la idea de que las mujeres eran unos seres inmóviles, sedentarios, que estaban más protegidas dentro que fuera. Valían menos que los hombres. Heredaban menos que ellos, eran siempre la hija o la mujer de alguien…”, vamos leyendo.
“Yo no crecí en un harén y jamás me impidieron vivir mi vida. Pero soy producto de ese mundo, y mis bisabuelas eran mujeres que creían en la necesidad de esas fronteras”, señala Slimani en su libro “EL perfume de las flores de noche”.
La tensión entre lo de dentro y lo de fuera es algo que siente como propio, pero forma parte de la condición de las mujeres, algo que, como señala, Virginia Woolf entendió muy bien. La cuestión femenina ocupa muchas páginas de esta entrega en la que la autora extrae de sus raíces algunas verdades esenciales que la han hecho ser lo que es, conduciendo sus pasos hacia la creación literaria. En el centro de todo está el drama familiar que se desata con el encarcelamiento de su padre en 2003. “Se vio envuelto, como expresidente de un banco, en uno de los mayores escándalos político-financieros que haya conocido Marruecos. Tras su puesta en libertad mi padre cayó enfermo y murió en 2004. Años después fue absuelto de todos los cargos imputados en su contra”. Así lo cuenta y más adelante confiesa que lo sucedido a su padre fue “el acto fundador” de su deseo de convertirse en escritora, una manera de venganza, de inventar mundos donde las injusticias fueran reparadas. “Escribía para rechazar la realidad y por el afán de salvar a los humillados”.
Son intensas, esenciales, las páginas dedicadas al progenitor. Hay un pasaje muy bello en el que Slimani recuerda lo que este le transmitió al final de su vida. “Cuando mi padre salió de la cárcel, me habló de la vida interior. Me hizo comprender que algo de él, dentro de él, había resistido. Que en cada cual hay una parte a la que los demás no pueden llegar ni profanar. Un abismo donde la libertad es posible. Pensé entonces que esa vida interior era mi salvación y que dependía de mí el perderla o conservarla. A partir de ese momento, esa vida interior estaría toda ella alimentada por la literatura”.
Es muy reveladora esta obra que empezó siendo un encargo y que acaba convirtiéndose en una especie de confesión, de monólogo interior en el que asoman recuerdos dolorosos, también liberadores. Leila Slimani, repito, bucea en los pasadizos de sus recuerdos, en las ausencias, en los miedos, en las obsesiones, en los silencios y las palabras no dichas, reconociendo los impulsos que la nutren como persona y creadora.
“Escribir ha sido para mí una empresa de reparación. Reparación íntima, vinculada a la injusticia de la que fue víctima mi padre. Yo quería reparar todas las infamias: las relacionadas con mi familia, pero también con mi pueblo y con mi sexo. Reparación asimismo del sentimiento de no pertenecer a nada, no hablar en nombre de nadie, vivir en un no-lugar”, transcribo este párrafo tan revelador.

Como decía, la exploración se entreteje con diálogos diversos en El perfume de las flores de noche. Slimani se cuenta a sí misma, se observa, se autopsiconaliza, en cierto modo. Pero en ese proceso de desnudamiento, insisto, son muchos los creadores y creadoras que la acompañan. Además de los ya citados merecen un lugar especial Milan Kundera, a cuya obra recurre en más de una ocasión, y Salman Rushdie, a quien ella, que se reconoce como una mujer entre dos culturas, con una compleja identidad doble, dividida entre herencias e historias diferentes, imbuida por el deseo de encontrar “las marcas de la conmoción que fue la experiencia colonial” para su pueblo, se siente absolutamente afín.
“Yo tenía ocho años y vivía en un país musulmán cuando este hombre se vio amenazado por la fatua. Era un traidor, un apóstata de la peor calaña. Un vendido a Occidente, un impío que había renegado de la religión de sus antepasados para llamar la atención ante los blancos. Más tarde leí sus libros, sus entrevistas, su autobiografía, y mi admiración por él no ha dejado de crecer. Él me enseñó que no estamos obligados a escribir en nombre de los nuestros. Que tendríamos que explorar esa bastardía, ese mestizaje hasta el fondo. Escribir no es expresar una cultura sino desprenderse de ella, si esta se encierra en prohibiciones e imperativos”.
Pongo el punto final a este artículo en agosto de 2022, el mes en el que el escritor de origen indio fue víctima de un atentado en Nueva York que nos llevó nuevamente a pensar en el peligro de los fanatismos. Me imagino la consternación de Slimani, su empatía con el autor herido, su rabia y su deseo de seguir escribiendo para denunciar, para combatir las crueldades e injusticias del mundo, para salvar a sus protagonistas y hacerles recuperar la dignidad.
El perfume de las flores de noche, de Leila Slimani, ha sido publicado por Cabaret Voltaire. La traducción la ha realizado Malika Embarek López.