Escribo deprisa. En un solo parpadeo.
Y luego pienso: gracias a Dios que ya ha pasado.
Virginia Woolf, carta a Vita Sackville-West, 1926.
Por Carmen G. de la Cueva © 2015 / Entre otras cosas, estos días ando leyendo una biografía de Virginia Woolf que se publicó en Reino Unido en el 2011. La autora, Alexandra Harris, profesora de la Universidad de Liverpool, tenía entonces treinta años. Este dato pasaría totalmente desapercibido para cualquier lector, pero para mí, una joven aspirante a escritora que no ha cumplido aún los treinta años, cualquier logro de alguien de esa edad, me consuela. Y, tristemente, pienso: «¡Oh, tan sólo treinta años! Yo aún tengo veintinueve, tengo tiempo de escribir una biografía literaria de Anne Carson o, quién sabe si de Joan Didion —aún vivas, todavía jóvenes de corazón— o puede que una gran tesis sobre poesía femenina o los más bellos poemas sobre el paso del tiempo. Aunque, realmente, en mi cabeza suena más como una voz desesperada que dice: «no lo lograré, sólo me quedan tres meses para publicar antes de cumplir los treinta». Los treinta son, irremediablemente, la frontera del fracaso. Eso debía de pensar también Virginia Woolf cuando en el verano de sus veinticinco años (límite que, de lejos, he atravesado) le escribía a Violet Dickinson, su mejor amiga, aquello de «seré miserable o feliz; una criatura sentimentalmente locuaz o una escritora inglesa capaz de quemar las páginas»[1].
Virginia Woolf escribía, y escribía, seguía quemando las páginas (pero, por entonces, sólo en la chimenea de su cuarto propio) y no se daba por vencida. Cuatro años después, a los veintinueve, le contaba por carta a su hermana Vanessa un breve y desolado resumen de lo que era su vida hasta aquel momento: «tener veintinueve años y no estar casada; ser un fracaso —sin hijos—; estar loca también y no ser escritora»[2].
Tendrían que pasar otros cuatro años más hasta que Virginia publicara su primera novela Fin de viaje (1915). Me imagino su sufrimiento, cuántos desvelos y papeles desechados en la hoguera. Ella no se cansó y al final de aquellas dos cartas confiaba en que en el futuro, gracias a su perseverancia y su duro trabajo, sería una gran escritora. Por entonces ella estaba ardiendo por dentro y llena de erotismo, incluso advirtiendo su propio fracaso, ella sentía que «cada palabra resplandecía como una herradura en el yunque, con pasión».
Irene Chikiar Bauer, una de las últimas escritoras que se ha atrevido a escribir una biografía sobre Virginia Woolf, se pregunta en la introducción de Virginia Woolf. La vida por escrito (Taurus, 2015) qué es lo que nos lleva a desear conocerla, e incluso a creer, que lo estamos logrando. A los veintitantos Virginia pensaba que nunca llegaría a publicar, que las hojas de papel que con tanto empeño escribía y que, a veces, la conducían a la locura, nunca llegarían a ser leídas por nadie. Superó muchos obstáculos para conseguirlo y fue leal a sí misma. Chikiar Bauer lo explica bien: «tenía el convencimiento de que la literatura era esencial, ya que veía en ella la posibilidad de arrancarle sus secretos a la vida»[3].

Fue a partir de 1915 cuando Virginia se sintió una escritora de verdad y consciente de ello, comenzó a escribir con regularidad un diario. Sorprende que fuera entonces, siendo ya una autora publicada, y no antes, todavía una ávida y virtuosa joven que no veía cumplidos sus anhelos, cuando se decidiera a poner por escrito los próximos veintisiete años de su vida. No escribía todos los días. Virginia era una mujer en el tiempo de los absolutos: unas veces, con gozo, se contaba a sí misma días y días enteros sin obviar detalle; y otras, dejaba de escribir durante semanas donde las páginas de su diario se hacían una laguna insalvable. Qué curioso es recorrer las anotaciones que Virginia hizo sin saber que muchos otros seguiríamos pasando por ellas durante décadas. Podemos leer sus pensamientos, interpretar sus estados de ánimo y dejarnos recomendar por las lecturas que con más vehemencia describía y las que más rabia le producían como una de Katherine Mansfield del verano de 1918: «mucho me temo que no me quedará más remedio que aceptar que la inteligencia de Katherine Mansfield es como una delgada capa de mantillo, con una profundidad de una o dos pulgadas, extendida sobre estéril roca (…) la concepción es pobre, barata, en manera alguna es la visión, por imperfecta que fuere, de una mente interesante. Y además escribe mal»[4]. Mansfield era su contemporánea, tan solo seis años menor, y publicó su primer libro En una pensión alemana en 1911. Así pues parece ser que Katherine publicó su primer libro a los veintitrés años. ¿No es una razón para que Virginia se sintiera celosa y amenazada por una joven neozelandesa que publicó mucho antes que ella y siendo aún más joven? Ahí vemos uno de los mayores miedos de los aspirantes a escritores: que alguien más joven que tú publique antes. Quizá eso justifique la dureza con la que Virginia juzgó su segundo libro o, quizá, la novela —que no he leído— sea realmente mala.
A los veintitantos Virginia pensaba que nunca llegaría a publicar, que las hojas de papel que con tanto empeño escribía y que, a veces, la conducían a la locura, nunca llegarían a ser leídas por nadie. Superó muchos obstáculos para conseguirlo y fue leal a sí misma.
Si estamos atentos a las fechas veremos que la anotación del diario es de 1918 y Bliss no se publicó hasta 1920. Virginia leyó una versión de la novela de Katherine que ella misma le había enviado. ¿Es que acaso se conocían personalmente? En 1917 cuando Virginia y Leonard montaron en el comedor de su casa una impresora Farringdon Road, que sería el alma de Hogarth Press (con la que llegarían a imprimir los primeros ejemplares de La tierra baldía de T.S. Eliot). Era preciso buscar autores para publicar. Llena de arrojo, Virginia decide contactar con Katherine Mansfield, por entonces ya una autora conocida, para pedirle un cuento. Sabemos que el encuentro entre ambas fue singular. A Virginia no le gustó del todo la libertad sexual de Katherine ni el relato que ésta hacía de sus aventuras. Muy enfadada le escribió a Vanessa diciendo que la famosa escritora tenía una personalidad desagradable y sin escrúpulos. Por el contrario, Katherine pensó que Virginia era una mujer delicada. Y Leonard, que fue espectador de todo esto, creía que Katherine era «alegre, cínica, amoral, obscena, ingeniosa».

En otra anotación de su diario, Virginia deja constancia de ese primer encuentro con Katherine y nos hace sospechar que la escritora era cualquier cosa menos delicada: «Ambos podríamos desear que nuestras primeras impresiones de K.M. no fuesen que apesta como una, bueno, como una civeta [mamífero originario de Asia que segrega algalia] que fue sacada a pasear. En verdad, estoy un poco conmocionada por su ordinariez a primera vista; líneas tan duras y vulgares. Sin embargo, cuando esto se apaga, ella es tan inteligente e inescrutable que recompensa la amistad». Pero Katherine no se quedaba corta, solía decir del matrimonio Woolf “los Lobos son apestosos”. En la biografía de Chikiar Bauer se dan muchos más detalles de cómo era la relación entre ambas «plagada de desencuentros, ambivalencia, rivalidad, hostilidad y competencia». Pero las dos escritoras sabían que era extraño «encontrar a alguien con la misma pasión por la escritura y que desea ser escrupulosamente sincera» con la otra.
Virginia decide contactar con Katherine Mansfield, por entonces ya una autora conocida, para pedirle un cuento. Sabemos que el encuentro entre ambas fue singular. A Virginia no le gustó del todo la libertad sexual de Katherine ni el relato que ésta hacía de sus aventuras. Muy enfadada le escribió a su hermana Vanessa diciendo que la famosa escritora tenía una personalidad desagradable y sin escrúpulos. Por el contrario, Katherine pensó que Virginia era una mujer delicada.
En la época en que se conocieron Virginia y Katherine, la primera acababa de salir de una de las mayores crisis de su enfermedad y la segunda comenzaba a manifestar los síntomas de la tuberculosis. Cinco años después de aquel primer encuentro, el 9 de enero de 1926 moría Katherine Mansfield a los treinta y cuatro años. Y el 16 del mismo mes Virginia escribía en su diario: «Es extraño seguir el progreso de los sentimientos de una… ¿una sacudida de alivio? ¿una rival menos?»[5].
Todos hemos vivido alguna vez esa sensación contradictoria entre la envidia y la admiración por algún conocido —quizá alguien que tiene dos, cuatro años menos que una, ha publicado y goza de cierto reconocimiento que anhelamos— como le pasó a Virginia con Katherine. Cuando Virginia conoce a Katherine, estaba dispuesta a ofrecerle las críticas más venenosas y la complicidad más profunda de alguien que la entiende. A partir de entonces ya no pudo vivir sin ella. Después de su muerte, Virginia confesaba en su diario que estaba escribiendo hacia el vacío. Katherine ya no la leería más: «Tengo la sensación de que pensaré en ella por intervalos durante toda mi vida. Teníamos algo en común que nunca encontraré en nadie más»[6].
Su literatura la descubrí a los dieciséis años cuando un compañero de clase me prestó un ejemplar de La señora Dalloway. Trece años después, nada sé de aquel chico que solo hablaba conmigo en clase y nunca se quedaba con nosotros en el recreo, pero su ejemplar de la Woolf sigue impertérrito en mi estantería acusando el paso del tiempo. Poco entendí entonces de la señora Dalloway ni de su empeño por comprar las malditas flores. En aquel tiempo no sabía lo que Virginia Woolf podía ofrecerme. Pero algunos años después, ya en la facultad, me interesé por sus diarios, por su correspondencia, por todas las desdichas que había detrás de la gran escritora. Yo también tuve veinticinco años y un espíritu lleno de anhelos de grandeza como Virginia. Es con esa Virginia con quien más me identifico, la más humana, la más defectuosa, la apasionada mujer que odió y amó hasta los extremos.

En Sobre la escritura, un volumen que acaba de editar Alba con fragmentos de la correspondencia de Virginia, Federico Sabatini cuenta que sus cartas «tienen el mérito inestimable de mostrar cómo la autora se presentaba a los demás, el modo en que quería ser percibida, entendida y recordada». En los primeros años de facultad, cuando comenzaba a establecer mi canon literario propio, las cartas de Virginia tenían un lugar privilegiado. ¡Qué espontaneidad, qué ironía desprendían! Incluso durante unos meses hice el intento de reproducir el estilo de sus epístolas en mis correos electrónicos, pero mis destinatarios no llegaban a comprender mis motivaciones. Yo, al igual que la Woolf, quería ser una epistológrafa profesional. Ella escribía cartas a diario porque era prácticamente un deber social. Como siempre, se movía entre dos extremos[7]: «cómo odio y detesto escribir cartas» o «¿Qué puede gustarme más en la vida que escribir cartas?; cartas a diario, cartas largas, cartas escritas en lo alto de la torre rodeada de cisnes» o «la muerte será muy aburrida: en la tumba no existen las cartas». ¿Qué podía gustarme más que leerlas? En ellas había drama, poesía, consejos sobre la escritura, cotilleos, metáforas, humor… un poco de cada una de las caras de su poliédrica existencia.
Yo, al igual que la Woolf, quería ser una epistológrafa profesional. Ella escribía cartas a diario porque era prácticamente un deber social. Como siempre, se movía entre dos extremos: «cómo odio y detesto escribir cartas» o «¿Qué puede gustarme más en la vida que escribir cartas?; cartas a diario, cartas largas, cartas escritas en lo alto de la torre rodeada de cisnes»
El 4 de octubre de 1929, por ejemplo, le escribía a Gerald Brenan acerca de la escritura, «el arte al que consagramos nuestras vidas»: «Porque Dios, Dios mío, qué de cosas le faltan a una, qué torpes e inexpertos somos, todavía no hemos aprendido el truco de la vida, no hemos conseguido pelar esa naranja en concreto. Ya te he dicho que no estoy de humor para escribir […] Imagínate lo apasionante que sería poder comunicarnos de verdad. De momento he escrito una página entera y todavía no he dicho nada. Lo más que se puede esperar es llegar a sugerir algo. Supón que cuando esta carta te llegue estás de humor y que la lees justo con la luz adecuada, junto al brasero en la habitación grande. Entonces, como por accidente, puede que llegues a comprende algo de lo que yo, que estoy sentada junto a mi chimenea en Monks House, soy, siento o pienso. Todo parece bastante incierto e infinitamente engañoso: hay tantas afirmaciones vacías, tantas trampas del lenguaje. Y sin embargo es el arte al que consagramos nuestras vidas»[8].

Cuando le escribió aquella carta a Brenan, Virginia tenía cuarenta y siete años, cuatro libros publicados, estaba escribiendo Al Faro y se sentía una torpe e inexperta escritora. ¿Cómo no iba una a sentirse cómoda leyéndola, conociendo sus desvelos ante la página en blanco? Ella sabía que debía atravesar una «angustia sin aliento» antes de dar por finalizado un texto. Esa angustia sin aliento de la que hablaba Virginia era la que la hacía temer el fracaso más absoluto acechándola como si fuera una presa: «¡Ah! Pero estoy condenada al fracaso. De hecho, creo que todos lo estamos. Ahora no es posible, y nunca lo será, que yo renuncie. Pero tampoco sería bueno para la literatura que fuera posible. Esta generación tiene que romperse el cuello para que la próxima lo tenga más fácil. Porque estoy de acuerdo contigo [Brenan] en que nosotros no vamos a conseguir nada. Fragmentos, párrafos, quizá algunas páginas; pero no mucho más. Joyce me parece plagado de fracasos. Ni siquiera puedo, como tú, ver sus triunfos. Un enfoque valiente, para mí eso es lo único obvio, y luego el fracaso habitual que todo lo hace añicos»[9].
Como Virginia a sus veinte, a sus treinta e, imagino, hasta el día de su muerte, una va a tientas, sintiéndose muy desdichada, hasta el momento en que toca un resorte oculto[10] y, aunque sea durante segundos, toda esa angustia sin aliento cobra sentido. Qué importa que cuando nuestro poemas o novelas vean la luz seamos mayores de lo que eran Sylvia Plath o John Keats —ambos precoces poetas— cuando publicaron sus primeros libros. Ahora que la tuberculosis ya no es un peligro, soñemos con quemar el futuro. Jóvenes o no, charlemos en los bares las tardes de otoño que nos quedan por delante, compongamos apasionados mails emulando las misivas de Virginia, leamos y escribamos sin angustia y sin aliento. “El tiempo no existe”, dice David Meza, “y si existe, nada quiero saber de él”[11].
[1] HARRIS, A.: Virginia Woolf, Thames and Hudson, Londres, 2011. Traducción propia.
[2] Ídem.
[3] CHIKIAR BAUER, I.: Virginia Woolf. La vida por escrito, Taurus, Barcelona, 2015.
[4] Ídem.
[5] BELL, A.O.: The Diary of Virginia Woolf, 1925-1930, Mariner Books, Londres, 1981. Traducción propia.
[6] Ídem.
[7] SABATINI, F.: Sobre la escritura. Virginia Woolf, Alba, Barcelona, 2015.
[8] Ídem.
[9] Ídem.
[10] WOOLF, V.: Diario de una escritora, Lumen, Barcelona, 1981.
[11] MEZA, D.: El sueño de Visnu, El Gaviero, Almería, 2014.
FIRMAS SUMERGIDAS | CARMEN G. DE LA CUEVA
Carmen G. de la Cueva (Sevilla, 1986). Licenciada en Periodismo y Máster en Literatura General y Comparada. Ha vivido en Alemania, México, Praga y Londres. Colabora con diversos medios de comunicación como ABC Semanal y CTXT. Dirige la web sobre literatura y feminismo La tribu y la editorial feminista La señora Dalloway. Es autora del ensayo Mamá, quiero ser feminista, publicado en la editorial Lumen. Su próximo libro, La mujer subterránea se publicará próximamente en Sílex.