Emma Rodríguez © 2020 /
Cuando se lee y se dialoga con Mauricio Wiesenthal percibimos que estamos en contacto con alguien que ha sido capaz de sobrevivir a los modos y modas del presente. De hecho, podemos afirmar que a dicha tarea, que también se puede denominar “resistencia”, ha dedicado nuestro protagonista parte de sus energías, sin retirarse por ello del mundo, atento a los movimientos de la actualidad, que siempre analiza con perspectiva, aportando su reflexión, su mirada ingeniosa, chispeante, crítica, a contracorriente.
Si algo consigue este hombre sabio en lecturas, conocimientos y experiencias, que reivindica por encima de todo los valores del humanismo, es hacernos reflexionar sobre lo rápido que nos hemos despojado de lo mejor del pasado, de sus lecciones, en aras de un presente tecnologizado que no nos ha hecho más felices. Wiesenthal nos estimula a recuperar el aprecio por la buena educación y el buen gusto, por la dignidad y el respeto hacia los otros, tan olvidado en los tiempos de las redes sociales y su mal uso expresado en forma de bulos, acosos y difamaciones.
La búsqueda de la belleza y de una cierta espiritualidad, la intensa dedicación a la cultura y el conocimiento, son los motores que le han guiado a lo largo de la vida. Una existencia plena que en todos los aspectos se ha desarrollado como un viaje de exploración, de mejora y transformación interior. Concretamente en su obra, Orient-Express. El tren de Europa, alrededor de la cual mantenemos a continuación un intercambio de preguntas y respuestas, realizado a través de correo electrónico, el autor nos devuelve el placer de los viajes auténticos, no los de los folletos turísticos, sino los de la contemplación, la conversación, el descubrimiento y el encuentro con lo diferente.

Tal vez -me planteo mientras escribo estas líneas- estos momentos de vulnerabilidad y desazón, de cambio hacia no sabemos dónde, en los que vivimos, son ideales para poner en su sitio los logros del progreso, sin arrogancia de ningún tipo, y para pararnos a mirar hacia atrás con el objetivo de recuperar ideales perdidos, abandonados en el camino de la Historia, que nos pueden ayudar a encontrar sentidos. Mauricio Wiesenthal invita simplemente a subir al tren, pero os aseguro que el trayecto está cargado de aprendizajes y sorpresas, a poco que introduzcamos en el equipaje la necesaria curiosidad y buena disposición.
El recorrido que propone Wiesenthal es lento y sosegado, cargado de aventuras y desventuras, de glamour, leyendas, placeres y luces, sin olvidar las miserias y oscuridades que ha atravesado el continente europeo con sus guerras y resquebrajamientos. “Ser europeo es vivir en un continente pequeño, conservando durante siglos memorias sagradas que el corazón confunde con sencillos recuerdos, descifrando manuscritos borrosos y libros herméticos (…) Europa tiene la dimensión justa para los peregrinos, ya que puede recorrerse en tren, en coche o, aún mejor, a pie. Por eso también nos hemos enfrentado más veces entre nosotros mismos, porque tenemos nuestras diferencias inquietantemente cercanas…”, argumenta el autor, quien confiesa haber escrito estas memorias del Orient-Express desde su “desesperada condición de europeo en estos tiempos inciviles”.
En este libro biográfico y viajero, cargado de recuerdos personales y de acontecimientos novelescos, de referencias literarias y de acontecimientos históricos, el escritor se convierte en un privilegiado guía por rutas de ensueño y nos acerca a historias de célebres personajes como Coco Chanel, Josephine Baker, Agatha Christie, Colette y tantas otras personalidades de la cultura. Proust, Rilke, Ionesco, Paul Morand, se convierten en inspiradores compañeros de vagón, y, además, nos convertimos en espectadores de intrincadas peripecias de reyes, espías y excéntricos viajeros.
Mauricio Wiesenthal, que ha ejercido como profesor de Historia de la Cultura, entre otras muchas y variadas ocupaciones, nació en Barcelona en 1943 y se acostumbró desde niño a viajar en tren con sus padres por una Europa en ruinas. Refinado, cosmopolita, cultísimo y de culto, ha sido admirado como conferenciante y es autor de una biografía de Rainer Maria Rilke, del que es uno de sus grandes estudiosos; de ensayos (recientemente ha publicado La hispanibundia) y de novelas, entre las que destaca su Trilogía europea, compuesta por los títulos Libro de réquiems; El esnobismo de las golondrinas y Luz de vísperas.
Su desenvoltura en los distintos géneros, su tendencia a aunar sus propias vivencias con las más variadas lecturas y acontecimientos históricos, su capacidad para la ficción y para la reflexión, son señas de identidad de una obra personalísima que bebe en la gran tradición europea. Mientras viajamos a su lado, Wiesenthal va construyendo el retrato de un hombre que ha sabido encontrar un espacio y un tiempo propios. Nos dice que “no hay un tiempo antiguo y otro moderno, sino sencillamente el momento y el lugar en que vivimos”. Y nos hace saber que no cree “en modas, en tendencias ni en mareas, pues para no estorbar y no dejarse arrastrar por conveniencias cobardes hay que luchar contra la corriente”.
nos hace saber WIESENTHAL que no cree “en modas, en tendencias ni en mareas, pues para no estorbar y no dejarse arrastrar por conveniencias cobardes hay que luchar contra la corriente”.
El Orient-Express. El tren de Europa (Acantilado) es una muestra de la manera de escribir, de ser y de vivir de quien no se deja encasillar en grupos de ninguna clase y, por tanto, una entrada magnífica a su territorio creativo. El estilo de la obra, -sus ecos proustianos, el lenguaje evocador- se adapta al ritmo pausado del tren. Con un poco de imaginación, por momentos, nos olvidamos de que somos lectores y nos convertimos en viajeros. Vamos pasando las páginas y, entre “extravíos y rodeos”, nos acercamos a las vicisitudes de un tren legendario, a sus devenires, interioridades y procesos de cambio hasta el presente. Conocemos a sus chefs más famosos, a sus maquinistas y fogoneros. Nos son presentados sus grandes devotos y coleccionistas de sus tesoros. Nos detenemos en ciudades como Venecia o Estambul, vistas a través de la mirada de quien huye de lo trillado y descubre sus propios paisajes. El contraste entre pasado y presente es una constante y, a medida que recorremos más y más kilómetros, somos conscientes de que el goce de los viajes está en lo que nos enseñan de nosotros mismos y recuperamos el placer de las buenas conversaciones, de la atención y el cultivo de esos pequeños detalles que enriquecen la vida.

Mauricio Wiesenthal: “Sin humanismo, hasta el progreso es un peligro”
– “Tiene usted el arte de hacerme despertar las ganas de viajar”, le dice la joven Tatiana al narrador, Mauricio Wiesenthal. En mi opinión la frase define muy bien el espíritu de Orient-Express. El tren de Europa. A mí me ha pasado lo mismo. Me ha despertado los deseos dormidos de viajar, el gusto por los viajes auténticos. ¿Qué puede decirme al respecto, era consciente de esto mientras escribía?
– Tanto los viajes como la literatura son juegos de placer. Lo que importa sobre todo es que sepamos despertarnos primero las ganas de compartir una aventura jugando con la intriga novelesca, con los reclamos del gusto y del recreo, con la fantasía y con la complicidad. Puedo asegurarle que he escrito este libro con “ganas” y me alegro de que los lectores me digan que “despierta las ganas”.
– ¿Cree en la capacidad de los viajes para transformarnos? ¿En qué medida la literatura y los viajes comparten ese efecto transformador?
– Se dice que los viajes ensanchan la mente, aunque no es tan fácil, porque hay gente que tiene el entendimiento testarudo y poco flexible. Y por eso es bueno recurrir a la literatura para despertar el alma, diluir los prejuicios y excitar los deseos. Con ese ejercicio y esa sana dieta, podemos comenzar el viaje. Luego ya viene el placer de cambiar de idiomas, el gusto de alejarse de los vecinos, la búsqueda de la libertad, el menosprecio de las conveniencias, la victoria sublime del viajero sobre todos los que quieren cazarle, la aventura de trasponer fronteras, la escuela de conocer otras ideas y otras gentes, y la alegría de cambiar de paisaje…
– “Un viaje solo merece la pena cuando lleva a la literatura”, leemos.
– Sólo puedo responderle como escritor. Desde que era niño los viajes me despertaban la fantasía de novelar, convirtiendo en personajes a las personas que me rodeaban, ayudándome a imaginar escenarios de aventura y transformándome yo mismo en protagonista de esa fábula. Hacía pues literatura cuando aún no sabía escribir, cuando siendo pequeño viajaba en tren junto a mis padres, cuando atravesaba la Europa de posguerra -después de la Segunda Guerra Mundial– y me imaginaba las historias de los pueblos en tiempos mejores. En aquella época de mi infancia buena parte de Europa estaba en ruinas y, en ese escenario, donde había que vigilar para no pisar una mina ni tropezar con una bomba en un descampado, he jugado con los niños y niñas de mi edad, compartiendo el sueño de que con la mente podía reconstruirse todo, pues eso es la literatura. Cuando los jóvenes me preguntan qué es necesario para ser escritor (cada autor tiene su propio estilo) sólo puedo responderles a mi manera: hay que vivir intensamente y tener la pasión de compartir esa aventura, sin querer buscar otra verdad que la vida. En mi caso, siempre viví escribiendo, porque tengo la suerte de que la vida se me convierte en literatura.

– El libro está lleno de referencias literarias, participa de atmósferas novelescas, tiene evidentes ecos proustianos en las sensaciones, colores, sabores, evocaciones de la infancia… Proust se convierte en un compañero de viaje para Mauricio Wiesenthal y también Paul Morand, Colette, Oscar Wilde, Agatha Christie, Rilke… A su tren se suben conocidos personajes del teatro, de la música, de la moda, de la cultura en general, y de la Historia. ¿Ha sentido que viajaba con ellos mientras escribía?
– El Orient-Express es un tren donde uno podría encontrar el sombrero y los guantes con los que Proust viajaba a Venecia, o el abrigo ruso que se compró Balzac para ir a ver a la condesa Hanska, y el capote de astracán de Diághilev (el de Tchaikovski es más fácil de hallar, porque se lo dejaba olvidado siempre), o los velos de Mata Hari, o los perfumes de Coco Chanel; sin olvidar la batuta con que Toscanini dirigía la Aida, o un poema olvidado de Carmen Sylva -la reina de Rumania-, o las colecciones de mariposas de Baden Powell.
Cuando los jóvenes me preguntan qué es necesario para ser escritor sólo puedo responderles a mi manera: hay que vivir intensamente y tener la pasión de compartir esa aventura, sin querer buscar otra verdad que la vida.
– ¿En qué medida los autores a los que leemos y amamos conforman nuestra mirada sobre el mundo? ¿Hasta qué punto, como dice Pessoa, determinados personajes de los libros pueden llegar a ser más importantes en nuestra vida que mucha de la gente con la que tratamos a diario?
– El mundo exterior es bastante repetitivo, y por eso algunos catálogos de viajes se parecen tanto unos a otros: las mismas palabras (lujo, piscina, resort, playa, comidas copiosas, islas paradisíacas, estrellas y estrellas). El reclamo de los turistas se parece a los paraísos que inventan ciertos teólogos para la “otra vida”, y que a mí me resultan un tormento: ríos de vino, harenes atestados, coros de santos vestidos de blanco y oro -como si la santidad fuese una feria taurina-, desfiles procesionales y tantas otras romerías que parecen organizadas por una Comisión Municipal de Carnavales y Fiestas. Es mucho más excitante el mundo interior. Lo bueno que tiene el estudio es que -en vez de tener que soportar las fotos y las noticias que cualquier mindundi publica en Instagram– te permite conocer a la gente más interesante de otras épocas, y hasta aprender algo de ellos. He viajado mucho para encontrar a la gente de otro tiempo en lugares que ya no frecuentan las gentes de mi tiempo. He descubierto así a personajes antiguos que me parecen más “modernos” y originales que la mayoría de los que hoy llenan las revistas y las redes sociales. A algunos les molesta el nombre de Cristóbal Colón en un monumento, y se ponen el de Calvin Klein en los calzoncillos. Me parece que el Paleolítico comienza a ser el mayor influencer de nuestro tiempo.
– Hablamos de una obra en la que el viaje nos hace recorrer la convulsa historia europea, recrearla a través de las ventanillas. ¿Fue esa idea la que animó todo el trayecto?
– Fui siempre un buen caminante y disfruté recorriendo a pie y en bicicleta las orillas de los ríos de Europa. El Orient-Express era como un río, que desde Londres a Estambul atravesaba nuestro continente. Hacía además buena parte de su recorrido siguiendo el cauce del Danubio, las tierras donde se concentra en gran medida la historia más representativa de nuestra cultura. Muchos de los problemas que hoy amenazan con arruinar a Europa y romper la armonía de familia de nuestros pueblos y nuestras patrias -pues en buena hora compartimos religiones distintas, idiomas diferentes, dinastías reales, pronunciamientos de libertad, ideales humanistas y de justicia, movimientos culturales, e historias apasionantes-, se plantearon ya en el pasado y debemos conocerlos para encauzar nuestro futuro. Recorrí en el Orient-Express la Europa rota por el Telón de Acero y las repúblicas del imperio soviético que tanto daño nos hicieron y tantos horrores perpetraron. Y evoco también los tiempos criminales de las dos Guerras Mundiales donde nos fuimos deshaciendo entre muerte, miseria y fanatismos, incapaces de entendernos como hijos de la misma cultura. He escrito estas memorias del Orient-Express y he subtitulado a mi libro “el tren de Europa”, porque quería compartir con mis lectores una historia fantástica, llena de intrigas y tesoros, de pensamiento y de proyectos humanistas, de luchas de poder y de fracasos políticos; en pocas palabras, la Historia de Europa. Las vías, los viaductos y los túneles de ese ferrocarril fueron trabajados con sudor y esfuerzo por nuestros abuelos. Y no podemos ahora permitir que una generación de ignorantes, crecidos por la arrogancia y empinados en la pretensión de ser más buenos y más listos, nos corten ese camino hacia el horizonte y el progreso. En resumen: creo que volver a educarnos en unas clases muy elementales -incluyendo un repaso a las lecciones de nuestros maestros y unas normas de respeto- sería un proyecto político originalísimo y revolucionario. Lo propondría como un new deal, un “nuevo pacto” para los europeos: volver al colegio.
Recorrí en el Orient-Express la Europa rota por el Telón de Acero Y evoco los tiempos criminales de las dos Guerras Mundiales donde nos fuimos deshaciendo entre muerte, miseria y fanatismos, incapaces de entendernos como hijos de la misma cultura
– ¿Estamos necesitados de recuperar los viejos valores europeos; cuáles son esos valores? ¿Podemos seguir creyendo en la idea de la Europa única, de la convivencia de culturas? ¿Le parece posible una Europa más solidaria, donde la justicia social se ponga en el centro, más allá de los intereses del mercado? ¿Considera que se están dando pasos en esa dirección?
– En la Historia es inevitable que se produzcan cambios de valores. Pero los fundamentos de nuestra cultura se edificaron sobre la espiritualidad de tres grandes religiones: el cristianismo, el Islam y el judaísmo. Nuestros grandes filósofos aportaron los valores del pensamiento libre, pagándolo a veces con su vida, pues lo que distingue a un “espíritu libre” es que detesta el fanatismo, cualquiera que sea, y más cuando el sectarismo intenta justificarse con radicalismos políticos, dogmas religiosos, sentencias moralistas, argumentos racistas, disputas ideológicas o prejuicios de género y de sexo. Los europeos tuvimos que superar muchas revoluciones para crear nuestro pacto social de convivencia. Ya ve que el camino que nos queda es apasionante, porque el horizonte de justicia y de convivencia civilizada se ve lejano. Vivimos un tiempo en que todo el mundo llama verdades a sus prejuicios, justifica su ira y su odio como santa indignación, y casi nadie parece pensar que no hay mayor barbarie que la de una guerra “santa”.

– El fascismo vuelve a ser una amenaza en la Europa actual. ¿Lo estamos combatiendo adecuadamente? ¿Hemos olvidado las lecciones del pasado? ¿Qué es lo que más le preocupa ahora mismo?
– Me horrorizan todos los populismos, puesto que el fascismo, el nazismo, el comunismo soviético, el odio racista, la inquisición, los fanatismos de religión o de pensamiento, y los radicalismos que nos destruyeron mil veces, alentaban los instintos más bajos de la estirpe humana. Un “pueblo civilizado” es otra cosa muy distinta; más aún cuando está educado en el respeto a los valores humanistas, en el culto del saber, en el compromiso del progreso moral -no sólo económico o técnico- y en la defensa de sus libertades. Y esa dignidad humana sólo la consiguen los pueblos que saben crear y respetar sus “pactos sociales”, como están firmados en la Constitución democrática de los países civilizados. Me apena la tragedia de los países que no han sabido formar “sociedades cultas, independientes y civilizadas” y viven bajo dictaduras populares o despotismos arbitrarios. Fui educado en la dignidad del esfuerzo, en la importancia de la justicia y de la igualdad de oportunidades, hasta tal punto que no creo que pueda existir una jerarquía mayor que la del espíritu cuando éste se pone al servicio del trabajo y de la obra bien hecha. Mi educación europea -la que debo a mis maestros desde Vives a Pascal, desde Montaigne a Zweig– es humanista. Y me preocupa mucho que hoy -agradecidos como debemos estar al progreso científico- vayamos a dar en una “tecnificación” sin “humanismo”. Sin humanismo le aseguro que hasta el progreso es un peligro. Primero viene la educación, y sin ella no puede usarse para el bien y en recta justicia ninguna técnica. ¿Para qué vale darle un tenedor a un “antropófago”, un martillo a un iconoclasta o una ametralladora a un asesino o a un maltratador? El único ideal humanista es una civilización de justicia, de respeto y de misericordia. Y eso comienza por la Educación.
– Hablamos de un libro que mezcla la crónica viajera con las memorias. Su vida parece apasionante, trazada con intensidad. Ha viajado mucho, ha conocido a gente muy interesante. ¿Qué le ha deparado el viaje, el camino de la vida?
– He trabajado mucho, en muy distintos oficios -nunca dije que no a un trabajo honrado- y eso me ha permitido conocer a mucha gente; algunos aburridos y otros muy interesantes, porque las vidas cuando se comparten y no se juzgan (ese es uno de los peores vicios de los inquisidores) son siempre una gran escuela. Todos los seres humanos son ”ejemplares”, si uno sabe buscar enseñanza en el dolor, en la alegría, en los errores y en los éxitos de los demás. Me repugna el fariseísmo de cierta sociedad y de cierta prensa que hoy condena y decapita sin cesar. Son los mismos que ayer quemaban libros, rompían escaparates, derribaban monumentos, difamaban a mujeres y hombres, encendían piras, acosaban a los inocentes y montaban los juicios ignominiosos de la Inquisición. Son los hijos de Robespierre, de Hitler y de Stalin. En España son los hijos de Torquemada. Estoy acostumbrado a sus insultos. Los viajes me enseñaron, entre otras cosas, a mantenerme lejos de esa gente, aunque -viviendo libre y a la intemperie- no siempre es posible evitar a las alimañas. Nunca me encontrará donde haya chismosos, ni tampoco entre privilegiados ni grupos de influencia.
He vivido por mi cuenta y riesgo, y debo confesar que no me faltó una buena estrella. Es verdad que no tengo casa de propiedad, ni coche ni ninguna de las prebendas de seguridad y de recreo que son habituales en el mundo privilegiado donde vivimos los europeos. Pero tengo la renta inmensa de haber gastado en estudiar y en viajar todo el dinero que gané trabajando. He conocido a los mejores maestros y maestras, y a la gente más interesante de mi tiempo. Y jamás fui aficionado a la sociedad -ni alta ni sencilla, ni de pueblo ni de corte, ni cultos ni ignorantes, ni grande ni pequeña- porque en rebaño no suelen encontrarse los seres más excepcionales, que andan en libertad y por cualquier parte. Los encontré leyéndolos y admirándolos, asistiendo a sus conciertos o a sus representaciones de teatro, colaborando incansablemente con los que trabajaban y haciendo de todo: profesor de historia y cantante, actor de fotonovelas y redactor de revistas, maestro de esgrima y fotógrafo, estudioso siempre (hasta altas horas de la madrugada) y no teniendo prejuicios falsos ni haciendo distingos entre razas, religiones, sexos ni personas.
tengo la renta inmensa de haber gastado en estudiar y en viajar todo el dinero que gané trabajando. He conocido a los mejores maestros y maestras, y a la gente más interesante de mi tiempo…
– ¿De qué se siente más satisfecho? ¿Qué ha perdido y qué ha ganado con los años?
Me siento satisfecho cuando alguien me pide una mano, porque -aunque nunca he sido el primero de una cordada- soy leal para sostener a mis compañeros, paciente para esperar, y sufrido para soportar necesidades. Ya ve que también me eduqué en la escuela de la montaña. Con los años he perdido a muchos de los que más amaba, pero eso me ha hecho ganar en fe, porque tengo amigos que me alumbran en la noche oscura y camino ya en una soledad suave, misteriosamente acompañada y sonora. Por lo demás le aseguro los años traen muchas ventajas. Le recomiendo que busque lo mejor en lo “viejo”, a no ser que quiera comprar bananas.

– Venecia, Estambul, son ciudades a las que dedica páginas bellísimas en este libro. ¿Cuáles otras han sido cruciales en su vida? Hábleme de sus ciudades…
– Nací en la ciudad de Barcelona, entonces más modesta que ahora, pero culta, comerciante y trabajadora. En la luminosa y hospitalaria Cádiz pasé mi infancia y mi adolescencia. De la vieja Sajonia de los castillos y las cortes musicales son mis antepasados paternos. Y en las tierras benditas de Cantabria y Asturias vivieron mis abuelos maternos. Allí, en una aldea menuda de las montañas de Peñarrubia me gustaría acabar mi camino, porque ya anduve mucho. En Friburgo estudié en el mismo aula donde había aprendido las letras Saint-Exupéry. En Zurich vivía una parte muy querida de mi familia. En la alegría de Sevilla -tesoro de Europa- fui joven. En Madrid me siento tan a gusto como Carlos V en Toledo, en Nápoles quise aprender canto, en Roma tuve amigos y amigas inolvidables, en San Petersburgo aprendí muchas historias románticas con mi madrina, en París he vivido algunos de los mejores momentos de mi vida, y en Londres compro mis camisas y mis corbatas; pues me gusta vestir como un inglés, igual que tengo cuatro cosas que me hacen feliz: viajar como un italiano del Renacimiento, escribir en lengua española (la voz de mi madre, el pan de mi vida), trabajar como un alemán y pensar -a menudo con un humor provocativo- como un buen judío.
– Cuando hablamos de viajes con Mauricio Wiesenthal debemos dejar clara la diferencia a la que ya apuntaba Paul Bowles entre el viajero y el turista. En un momento dado leemos: “La gente dejó de ser viajera para convertirse en turista”. ¿Sigue siendo posible ser viajero hoy, detener las prisas, simplemente contemplar, descubrir más allá de las guías, de los itinerarios determinados?
– El hombre de las cavernas evoluciona hacia el hombre de las caravanas. Y, cuando se disuelve en el grupo, comienza nuevamente a regresar a la barbarie ancestral. El turismo (el Grand Tour) fue una gran escuela en épocas románticas. Hubo un tiempo en el que todavía conseguía retratar paisajes y monumentos en mis viajes. Todo tenía un estilo y las personas se diferenciaban según su personalidad, su oficio o sus gustos. Dejé de hacer fotos cuando empezaron a llenarse mis álbumes de señores y señoras con gorras de béisbol, cuerpos sudorosos, y gigantescas mochilas; todos y todas iguales, vestidos de “grupos turísticos”. Era imposible pasear por la Acrópolis o por las calles de Capri sin que se rompiese la magia de lo sagrado con la aglomeración de las rebajas y el alboroto de las comitivas de turistas. Estos no se comportan como estudiosos de lo que nunca han visto, ni como admiradores de las maravillas, ni como huéspedes respetuosos de los países, ni tampoco como compradores en los mercados (pues desear lo bello, valorarlo y pagarlo es lo mejor que puede aportar un viajero), sino que se mueven con impertinencia y con ignorancia, como invasores de los lugares que visitan. Si Leonardo no le puso una pamela ni un moño a la Gioconda me parece una falta de respeto llevar un sombrero de paja en el Louvre. El canotier de paja sería más para los impresionistas, para un almuerzo con cerveza y manteles de cuadros en la Maison Fournaise…

– Me gusta mucho la definición a la que recurre de “turismo irreverente”… ¿La irreverencia es una característica de nuestra época?
– Falta el detalle. Cuando todo se vuelve demasiado explícito no hay lugar para el espíritu, porque el “esprit” es detallista, cuidadoso y recatado, como el juego de los buenos amantes. Cuando desaparecen los acordes, las armonías, el compás de la danza y el respeto de los tiempos, la noche de amor no alcanza el éxtasis. Volvemos a lo primitivo, a lo brutal, a la manada. Y lo más peligroso de todo es que una manada -cuando pierde a sus guías- acaba en la estampida: una forma terrible de frustración colectiva.
– Este libro nos ayuda a recuperar la idea de la lentitud. Frente a los tiempos de la productividad, de la aceleración, del consumo, representados por el avión, el tren como símbolo del discurrir pausado, reflexivo. ¿Ha llegado el momento de volver al tren, reivindicarlo como medio de transporte ideal?
– La ventanilla de un tren, como el marco de un cuadro, se adapta muy bien al paisaje. El andar del tren es un ritmo perfecto para soñar. El tiempo del tren era también el de nuestra Europa, nuestros valses, nuestra música, nuestras artes, y nuestros cafés. Por algo somos un continente pequeño, de cortas distancias y lentas peregrinaciones. Hasta el sonido y el movimiento del tren era excitante. Hoy se vive demasiado rápido, y viajar así es como hacer el amor sin suspiros. Tampoco me gusta viajar atado, como es obligatorio en coche y en avión. El barco y el tren permiten moverse. Se viaja en libertad, cenando en un buen comedor y durmiendo en una cómoda cama. Un decorado elegante y bello, un compartimento tranquilo para leer un buen libro, una delicada cena, unida a una conversación ingeniosa o inteligente (las especias son tan importantes para el espíritu como para la cocina), una cama bien hecha -y mejor deshecha, si es por agonía de amor-, y una conciencia en paz es todo lo que se necesita para pasar una noche inolvidable.
El andar del tren es un ritmo perfecto para soñar. El tiempo del tren era también el de nuestra Europa, nuestros valses, nuestra música, nuestras artes, y nuestros cafés. somos un continente pequeño, de cortas distancias y lentas peregrinaciones.
– Lo comento teniendo en cuenta las circunstancias en las que vivimos: la pandemia, el cambio climático… Todo está relacionado. Es evidente que algo falla en las sociedades neoliberales, en el modo de vida capitalista… Percibimos que hay que cambiar el rumbo. El tren nos estimula a recuperar los paisajes, la ensoñación, la espera, el tiempo detenido…
– Era inevitable que la prisa, el acoso a la intimidad y a la privacidad, el amontonamiento y la falta de respeto y de distancia nos llevase a una pandemia mortífera. También es normal que los hielos se fundan y las brújulas se desnorten y los animales se extingan en un mundo que pierde el respeto a los ritos ancestrales de la vida. Los vegetarianos -como George Bernard Shaw– luchaban en su tiempo para conseguir que en nuestra dieta no hubiese animales. Pero hoy el problema no es tanto que nos comamos a los bueyes, sino lo que les estamos dando de comer a los animales y el modo en que regamos y abonamos nuestras plantas…
– En el viaje que es este libro, en su recorrido, hay una crítica evidente al modo de vida actual, basado en los valores del éxito y del dinero, donde se están acabando los “reinos del buen gusto” y es evidente la decadencia de ideales. ¿La lectura, la cultura, las Humanidades son el único refugio frente al mal gusto, a la basura mediática?
– Los años me dieron distancia -incluso desdén, y pido disculpas- para no entrometerme en los gustos de nadie. Mi malestar proviene sólo de que los bárbaros presumen de serlo y se permiten incluso acosar o insultar a los que tenemos “otros gustos”. Nunca fue tan fácil acceder al estudio como lo es, afortunadamente, en nuestro tiempo. Pero también es verdad que nunca hubo tantos medios para aparentar que se “sabe” (basta apretar una tecla en un buscador electrónico para tener una información somera y confusa de cualquier cosa). Y por eso el mundo se nos ha llenado de ignorantes pedantísimos que creen que lo saben todo y son mejores que nadie.
– ¿Cree que todo tiempo pasado fue mejor? ¿No le preocupa que se le tache de “snob”? En medio de tantas desigualdades sociales emprender un viaje en el lujoso Orient-Express es una experiencia al alcance de muy pocas personas… Lo ha sido siempre… ¿Qué decir al respecto? ¿Se considera simplemente un afortunado?
– El pasado, mi querida amiga, siempre fue mejor, y no es poco decir que, esperándonos la enfermedad, la tragedia y la muerte al final de la vida, nos llevan ventaja los que ya resolvieron el trance. Quien no lo crea sólo tiene que esperar… Por lo demás no me preocupa en absoluto que me llamen snob. Ya sabe usted lo que significa en origen esa palabra: “sin título nobiliario”. Y es una mención que se consideraba infamante en tiempos muy clasistas y se ponía en los expedientes de los estudiantes a los que se les discutía, por razón de su origen modesto, el derecho a tener estudios en las grandes universidades inglesas. Soy descendiente de judíos y sé -mucho mejor que los burguesitos de la izquierda o de la derecha- lo que significan las estrellas: las que veía en el cielo el padre Abraham y las otras, las que cosen ellos en las solapas de sus víctimas. He defendido siempre (en toda mi obra queda testimonio bien claro de ello), el derecho fundamental de las mujeres y hombres a la cultura. He sido Profesor de Historia de la Cultura y, hablando en el tono más modesto que se me puede exigir y me corresponde, he enseñado también a leer a algunos niños en escuelas de África, continente que he conocido viajando y no precisamente en primera clase. Así que ya puede imaginarse la opinión que tengo de los cretinos clasistas y racistas que marcan con estrellas a los emigrantes, los miserables que acosan a los que tienen diferente identidad sexual o que humillan a las presas de su apetito, los que insultan a los que somos negros o pelirrojos o de cualquier color que no les guste, los verdugos que asesinan a los heterodoxos y los tribunales “populares” que pronuncian esas sentencias criminales, los que atribulan a los pobres de corazón y los infames que persiguen a los que -no teniendo ni siquiera gran virtud- queremos ser hasta el final libres.

– Es cierto que usted, que ha disfrutado de viajes lujosos, también ha conocido los trayectos en vagones de tercera, narrados en este libro, la miseria de la Europa de después de la II Guerra Mundial… No solo el glamour sino las sombras del pasado están muy presentes en el sugerente recorrido que es su libro.
– Tengo ya muchos años y sé reconocer a los nazis y a la KGB desde que iban vestidos con gorras estrelladas y desfilaban con banderas nunca honradas por la cultura ni el humanismo, invocando las glorias de la Nación. Los demás -los que conseguimos salvarnos- tuvimos que comer pan negro (gracias a la “ayuda americana”, como puede ver todavía en los carteles que se conservan en museos europeos), teníamos que conseguir las legumbres y el aceite con cartillas de racionamiento (así acompañaba a mi madre a comprar en Cádiz), y hacíamos las tareas de colegial con una vela, bajo restricciones y cortes continuos de luz eléctrica. Por eso queremos mantener la memoria del mundo de ayer y evocar también las horas -siempre raudas y efímeras- del buen gusto, los trenes del pasado y las vidas de hombres y mujeres que trabajaban para que el progreso fuese posible. Con el dinero que cuesta hoy un teléfono celular podríamos haber ido de París a Estambul en el Orient-Express. Es verdad que el teléfono tiene mil utilidades más; tantas que nunca llegaremos a saber usarlo del todo. Tuve la suerte de haber sabido disfrutar a fondo lo que pagué por mis viajes. Y, por eso, algunos de los viajes lujosos que hoy hacen los “veraneantes” ricos me parecen sencillamente una forma de estropear lo que eran nuestros “viajes en tren”.
– Hubo un antes de la entrega de la que estamos hablando, La belle époque del Orient Express. ¿Qué une y qué separa a ambas obras? En el nuevo libro se vuelve una y otra vez al pasado, a los apuntes del pasado.
– En este libro, que será por razones naturales una de mis últimas obras (es justo que descansen mis enemigos), quise mantener el recuerdo de un librillo de juventud que dediqué al mismo tren, cuando viajaba en tercera. Afortunadamente el Orient-Express tiene mucha más historia que aquella crónica -cincuenta páginas- que escribí originariamente para la prensa. Era entonces muy joven y me faltaba la experiencia, la imaginación y el aliento. Cometí la osadía de querer publicar un libro, cuando apenas tenía para un telegrama (ahora sería un tweet), pero lo rellené de fotos para suplir con imágenes lo que faltaba de literatura. Y lo curioso es que esa ingenuidad se tradujo a muchos idiomas (tampoco era trabajoso traducirlo) y se vendió como las rosquillas. Ahora creo que con el Orient-Express: el tren de Europa hago mejor justicia a la leyenda magnífica y apasionante del tren más famoso de todos los tiempos.
En este libro quise mantener el recuerdo de un librillo de juventud que dediqué al mismo tren, cuando viajaba en tercera. LO escribí originariamente para la prensa. Era entonces muy joven y me faltaba la experiencia, la imaginación y el aliento.
– Volvamos al personaje de Tatiana. Me parece todo un acierto. Su mirada resulta refrescante. En realidad en este libro hay dos miradas, dos voces, la del narrador experimentado, que rememora, que viaja al pasado y lo recrea, y la de la joven que empieza a descubrir, a vivir… Me gustaría que reflexionase un poco sobre esto.
– Un libro sobre el Orient-Express tiene que tener sustancia novelesca, porque esa es la leyenda apasionante de este tren. Novelé la figura de una amiga inolvidable, a la que cambié intencionadamente el nombre, bautizándola como la heroína de Ian Fleming en Desde Rusia con amor, y evoqué en ella la memoria de una muchacha llena de fascinación. No hay nada más seductor -sobre todo cuando uno tiene ya la edad de los museos- que la curiosidad y el anhelo de saber de los jóvenes. Tatiana va unida en mi memoria al Orient-Express, aunque ya sabe que el final de mi libro guarda una sorpresa.
– Esta parte, la relación entre el viajero experimentado, ya en el ocaso de la vida, y la joven; el juego de tiempos y distancias, tras el que asoma la ternura, el amor, la complicidad y transmisión de saberes, de experiencias, es, sin duda, muy novelesca.
– El amor y el tren se parecen mucho: o lo coges a tiempo o se te va para siempre. Tatiana, cuando la conocí en el Orient-Express, era muy joven, muy guapa, y tenía bastantes años menos que yo. Era inteligente y divertida, valiente y despierta para estudiarlo todo. Siempre pensé que la mejor edad para una mujer llega a menudo después de los sesenta años, pero ella me metió en el corazón el delirio de que merecía la pena seguirla y acompañarla hasta que alcanzase ese esplendor. Los hombres tenemos menos recorrido, y sólo podemos aspirar a ser interesantes a una edad en que nuestro modelo ya no se fabrica.
– “La literatura del tren tiene que ser, por fuerza, impresionista y confusa”. ¿Puede detenerse un poco en esta idea? Me gustaría acabar aquí este intercambio de preguntas y respuestas.
– Igual que la música es un intento de mejorar el silencio, la literatura se escribe para embellecer la quietud. Por eso la literatura del tren -ligeramente movida por el traqueteo del viaje- es como la foto de un baile antiguo. No se necesita aclarar más. Dejémoslo ahí, porque estoy encantado de haber mantenido esta conversación tan literaria con usted. Y, a mis años, ya ni siquiera importa “estar encantado”. Uno se conforma con “estar”.

Orient-Express. El tren de Europa ha sido publicado por la editorial Acantilado.
El autor nos ha facilitado todas las fotografías en las que aparece.