Foto Cabecera © Joyce Ravid
Texto por EMMA RODRÍGUEZ © 2020 /
“Y entonces pasó algo. Las imágenes de la pantalla empezaron a temblar. No era una distorsión visual ordinaria, tenía profundidad, formaba patrones abstractos que se disolvían en forma de pulsaciones rítmicas, una serie de unidades elementales que parecían proyectarse hacia delante y retroceder. Rectángulos, triángulos, cuadrados”.
Estoy en la página 30 del segundo capítulo de El silencio, la nueva novela de Don DeLillo. En este momento hay tres personajes en la escena: la pareja formada por Diane y Max, y Martin, amigo y ex-alumno, que les acompaña. Esperan a otros dos invitados, Jim y Tessa, que está previsto lleguen a Nueva York tras unas vacaciones en Europa y que, según los planes, se reunirán con ellos para presenciar la final de la Super Bowl del 2022, gran acontecimiento deportivo en EEUU. Pero de repente todo se trunca de la manera más inesperada. Las imágenes televisivas desaparecen, los monitores se apagan. Los viajeros temen por su vida cuando los sistemas del avión empiezan a fallar.
Esta es la situación que el escritor norteamericano imagina para dar cuenta de una catástrofe, un apagón tecnológico que deja a la gran urbe, tal vez al mundo, sumida en el caos. Una sala con un aparato de televisor en el centro, un avión, un hospital, y algunas calles vacías y oscuras, son los escenarios a los que el autor recurre. No necesita ir lejos, le basta lo inmediato, lo cotidiano, lo íntimo, para dar cuenta del desastre; porque en realidad lo que le interesa plasmar son las impresiones, los temores, las sospechas, lo que piensa y siente la gente corriente cuando su modo de vida se desmorona, de repente, sin previo aviso.

DeLillo (Nueva York, 1936), estructura El silencio en distintos tramos, escenas, circunstancias que funcionan como ventanas a través de las cuales vemos lo que sucede: en el avión, en el salón, en las calles sin apenas gente que recorren Jim Kripps y Tessa Berens en furgoneta, rumbo a un hospital donde él es atendido por una herida tras el aterrizaje forzoso. Considerado uno de los grandes de las letras norteamericanas, el escritor ha puesto en pie una novela corta que se extiende más allá de sus 108 páginas, en nuestros pensamientos, en nuestras interpretaciones, preguntas y reflexiones. Todo sucede en un día, lo que también contribuye a que imaginemos posibilidades, continuaciones.
Los personajes de El silencio se ven absolutamente sorprendidos por un acontecimiento imprevisible. No saben qué pensar, qué hacer, no tienen acceso a ningún tipo de noticias, desconocen si en otras partes del mundo sucede lo mismo. Y es en el desconcierto, en la absoluta perplejidad, donde acabamos reflejándonos. Después de vivir los efectos de una pandemia global, todo nos parece posible. El suelo se ha movido bajo nuestros pies y nos resultará difícil recuperar el equilibrio, la sensación de estabilidad.
DON DELILLO No necesita ir lejos, le basta lo inmediato, lo cotidiano, lo íntimo, para dar cuenta del desastre. lo que le interesa plasmar son las impresiones, los temores, las sospechas, lo que piensa y siente la gente corriente cuando su modo de vida se desmorona.
Cuando todo es confuso, incierto, no nos cuesta imaginar lo que se cuenta en esta novela e incluso nos parece algo menor, pues no hay millones de muertos alrededor. Sin embargo, ¿cuáles podrían ser los efectos, cuál la magnitud, de un apagón tecnológico prolongado en el tiempo? ¿qué sucedería con nuestros modos de vida? ¿estamos preparados para retroceder, para vivir desconectados, como nuestros antepasados? Este es el tipo de preguntas que nos vamos planteando. DeLillo ha montado una conversación entre un número reducido de personajes –la maestría con los diálogos es uno de sus fuertes–, pero esa conversación se prolonga y engrandece porque en ella entramos los lectores.
La frialdad, la condensación, la sobriedad, contribuyen a crear una historia inquietante, abierta, que sobrecoge por la manera en que nos acerca a nuestras desazones más hondas. El autor terminó de escribir la historia en marzo de 2020, cuando las ciudades del mundo empezaban a confinarse a consecuencia de la Covid-19, y cuando vamos pasando sus páginas sentimos que algo nos alcanza de manera demasiado directa, reconocible. “¿Cuál es la situación presente?”, se pregunta la mujer que atiende a Jim Kripps en el hospital, tras escuchar a gente con todo tipo de historias: “el accidente aéreo, el metro abandonado, el ascensor atrapado, los edificios de oficinas vacíos y las barricadas en las tiendas”.
– “Una cosa les puedo decir. Sea lo que sea que está pasando se ha cargado nuestra tecnología. La palabra misma ya me parece anticuada, perdida en el espacio. ¿Qué pasó con el trasvase de autoridad a nuestros dispositivos seguros, a nuestra capacidad de encriptación, nuestros tuits, trolls y bots? ¿Acaso en la datasfera todo está expuesto a distorsión y robo? ¿Y nosotros solo podemos quedarnos aquí sentados y lamentarnos de nuestro destino?, sigue exponiendo.
El autor terminó de escribir la historia en marzo de 2020, cuando las ciudades del mundo empezaban a confinarse a consecuencia de la Covid-19, y cuando vamos pasando sus páginas sentimos que algo nos alcanza de manera demasiado directa, reconocible.
Con un estilo absolutamente depurado, DeLillo, enigmático y visionario, va palpando los fondos del presente, de un privilegiado Primer Mundo en el que hasta hace muy poco nos sentíamos confortablemente seguros, con el control del mando a distancia siempre cerca para observar catástrofes ajenas. Tras una primera capa transparente, sencilla, el autor consigue adentrarse, explorar, lo subterráneo, las aguas estancadas de los miedos, los presentimientos, ese temor a que algo terrible, definitivo, suceda, esa amenaza que se ha cernido sobre los seres humanos desde el principio de los tiempos.
Max, Diane, Martin, Jim y Tessa están perdidos, sienten vértigo, se quedan sin información, atónitos ante lo que está sucediendo, del mismo modo que les pasa a los personajes del escritor libanés Amin Maalouf en Nuestros inesperados hermanos, entrega a la que dedicamos otro artículo en este número de Lecturas Sumergidas. El hecho de que dos grandes maestros de la narrativa actual hayan coincidido en narrar dos historias que tienen como punto de partida un apagón tecnológico, explorando, cada uno a su manera, pero con evidentes similitudes, los efectos sobre los seres humanos de una desconexión total, es algo llamativo. Y sorprende más si pensamos que las dos obras fueron escritas inmediatamente antes de la pandemia que estamos atravesando. Antes del estallido de la Covid-19, ambos escritores construyeron sus novelas sobre la perplejidad, la incertidumbre, la sensación de deriva, de atisbo de nuevos horizontes sin definir, que experimentamos hoy.

En una y en otra se habla de conspiraciones, se señalan los males del presente, se agradece “estar vivos”, pese a todo. Como señala el autor vasco Bernardo Atxaga, la literatura tiene la capacidad “de decir la verdad, lo que ya está delante pero no se dice, lo que otros lenguajes esconden o enmascaran”. DeLillo se afana por buscar el lenguaje que se ajuste mejor a las congojas y ansiedades del presente. No necesita imaginar el futuro, como hace Maalouf, ni se plantea posibilidades de mejora. Le basta con narrar lo que ya ve, lo que presiente, los movimientos soterrados que apenas son pequeñas grietas imperceptibles. Su escritura es una lente de observación, de introspección poderosísima, capaz de poner ante nuestros ojos aquello que más tememos. DeLillo disecciona con un afilado bisturí el centro de las angustias, las emociones, las fragilidades. Si algo consigue El silencio es recrear un estado de ánimo, una atmósfera, un latido, una vibración colectiva, esa sensación de naufragio, de pérdida, cada vez más acusada.
“Tenemos que acordarnos de no parar de decirnos a nosotros mismos que todavía estamos vivos”, escuchamos a Tessa Berens, una escritora que siempre se ha dedicado a dejar constancia de todo por escrito, a llenar cuadernos con sus pensamientos, y que ante lo que sucede se da cuenta de la importancia de lo más simple, de lo concreto. “¿Va a salir el sol? ¿Va a estar en el cielo? ¿Quién sabe lo que significa todo esto? (…) ¿Es natural en un momento así estar pensando y hablando en términos filosóficos, como hemos estado haciendo? ¿O bien deberíamos ser prácticos? Comida, cobijo, amigos, tirar de la cadena del retrete si podemos… Atender a las cuestiones físicas más simples. Tocar, sentir, morder, masticar. El cuerpo tiene una mente propia”.
DeLillo nos lleva a recordar con esta novela que la tecnología no da sentido a la vida, que, pese a sus ventajas, puede que no la enriquezca en lo esencial, sino todo lo contrario. ¿De qué nos vale la tecnología más avanzada si vivimos en sociedades cada vez más infantiles, cada vez menos críticas, más dispuestas a dejarse engañar? En entrevistas recientes el escritor reconoce que no ha caído en sus redes, que sigue escribiendo sus libros en una vieja Olympia, que no tiene móvil ni mira Internet. Lo suyo es dar paseos, pensar, detenerse ante imágenes de las que parten sus novelas (en el caso de El silencio un viaje en avión y la contemplación de la información que aparecía en las pantallas, tal cual narra en el primer capítulo). Lo suyo es observar a la gente ensimismada ante sus pequeños artilugios, comprobar sus expresiones, el impacto en su modo de interpretar, de mirar, de vivir…
DELILLO sigue escribiendo sus libros en una vieja Olympia, no tiene móvil ni mira Internet. Lo suyo es observar a la gente ensimismada ante sus pequeños artilugios, Comprobar sus expresiones, el impacto en su modo de interpretar, de mirar, de vivir…
La amenaza recorre toda la obra de quien se ha dedicado a registrar las transformaciones de su país a través de la ficción. El autor de títulos como Americana, Mao II, Ruido de fondo, Submundo y Libra, entre muchos otros, tiene una particular antena para detectar los cambios de modas, de costumbres, los momentos en que determinadas cosas están a punto de quedarse obsoletas para dar paso a otras. El terrorismo, las conspiraciones, los desastres ambientales, han entrado en sus novelas, atentas siempre a los avances cientíticos y tecnológicos. Su posición es la de quien observa desde fuera, sin implicarse, tomando distancia a través del humor, próximo a los mecanismos de la ciencia-ficción.
Los peligros siempre han estado ahí, “en el borde de nuestra percepción”, como señala Tessa en un momento dado, haciendo una lista de catástrofes naturales y aludiendo a “el virus, la plaga, el desfilar por las terminales de aeropuerto, las mascarillas, las calles de ciudades vacías”. El peligro nuclear está muy presente en El silencio. Las especulaciones, las sospechas, los movimientos conspiranoicos se desatan. Cuando Max, preocupado porque no puede ver el partido, por la apuesta que ha hecho, se pregunta qué está pasando, Martín lanza sus sospechas sobre los chinos: “Puede que hayan tomado el control con algoritmos (…) Nos la han jugado. Han iniciado un apocalipsis selectivo de Internet…” Y en otro momento llega a plantear la posibilidad de que exista un grupo selecto de personas con teléfonos instalados en sus cuerpos.
Martin es un devoto de Einstein y se vale de él para buscar explicaciones a lo que sucede más allá del marco temporal y espacial. “Relatividad, incertidumbre, inconclusión”, son palabras que se adaptan al nuevo tiempo que está surgiendo. En las búsquedas y logros del físico, en sus “agujeros negros”, en sus “horizontes de sucesos”, DeLillo parece buscar iluminaciones, destellos, maneras de tocar lo invisible, lo que no se percibe, y a la vez belleza. Einstein, “su caligrafía, sus fórmulas, sus letras y números (…) La pura belleza física de sus páginas”, escuchamos a Martin.
Igual que en la novela de Amin Maalouf, también aquí, cuando los teléfonos quedan desconectados y las pantallas vacías; cuando el silencio se cierne sobre todo, se siente con fuerza la necesidad de las palabras, el diálogo, la comunicación. Y también se constata lo poco que llegamos a conocer a los demás, el poco tiempo que dedicamos a los otros, a la comunidad, en las tecnologizadas sociedades del presente. Esta novela tan poco sentimental, que al prescindir de evidentes envolturas emocionales, acentúa la vulnerabilidad de los personajes, su desprotección, su sensación de estar a la intemperie, es capaz también de llevarnos a apreciar la grandeza de la resistencia, el gran regalo de la supervivencia en un planeta cada vez más degradado.

Leyendo El silencio conectamos, como os decía, con nuestros miedos más profundos y somos conscientes de que determinadas sensaciones y reflexiones no nos resultan para nada ajenas. “Cuánto más avanzados, más vulnerables”, argumenta la mujer que atiende en el hospital a Jim Kripps. “Nos están zombificando (…) Nos están estupidizando”, señala Max. “Imaginemos que todo esto es una especie de fantasía que ha cobrado vida”, invita Tessa, a lo que Jim le responde: “Imaginemos que no somos lo que creemos ser”.
Don DeLillo ha levantado una poderosa fantasía, una ficción.
En su novela los hechos transcurren en un día. No hay cierres, todo queda en el aire, en las interrogaciones, en las reflexiones. Somos los lectores quienes debemos seguir tirando del hilo, suponiendo, imaginando qué ocurrirá, abriendo posibilidades. ¿Qué pasará con nosotros?, nos preguntamos fuera de las páginas de la novela. Hay un momento en que se sugiere que ciertos individuos, tal vez, han deseado “al nivel subliminal, al nivel subatómico”, lo que está acaeciendo: “el apagón, el corte”. Y se habla de “insomnio en masa de este momento inconcebible”. Me parece una bella, esclarecedora frase, para apresar el espíritu de la novela, del ahora.