Emma Rodríguez © 2020 /
La literatura nos descubre lugares desconocidos que, al mismo tiempo, nos pueden ayudar a interpretar nuestras cercanías. En lo ajeno podemos hallar respuestas y sentidos a un presente demasiado cargado de informaciones, de ruidos, de espesuras. Pienso en todo esto una vez acabada la lectura de Trópico de la violencia, de Nathacha Appanah, una historia poderosa, honda y estremecedora que transcurre en la isla de Mayotte, un lugar del que yo, y seguramente la mayoría de quienes estéis leyendo estas primeras líneas, nunca habíais oído hablar.
Mayotte es un departamento francés del Océano Índico, situado en el canal de Mozambique, abandonado por la metrópolis. Se trata de un pequeño punto en el mapa, un escenario que apenas merece atención mediática. Pero sus límites se expanden gracias al poder de la ficción. La historia que se nos cuenta trasciende sus fronteras para adentrarnos en las raíces de muchos de los conflictos que atenazan, a nivel global, a las sociedades del siglo XXI: la desigualdad, el racismo, la presión migratoria, la violencia, el destino de tantos menores abandonados a su suerte, frecuentemente criminalizados cuando llegan a los países del Primer Mundo huyendo de la miseria. Los niños de la calle de Trópico de la violencia están lejos, pero se acercan a nosotros, nos hablan. Avanzamos por las páginas de la novela desde la conmoción y la sorpresa ante los distintos testimonios que se van intercalando. Cinco narradores contando sus experiencias, sus vidas, en monólogos cargados de intensidad.
Nathacha Appanah, una autora francesa nacida en las Islas Mauricio en 1973, en el seno de una familia india, consigue atraparnos con una narración que parte de sus observaciones sobre el terreno. Por motivos personales, entre 2008 y 2010, vivió en esta isla y se quedó impresionada por la cantidad de menores que se encontraba en las calles, solos, lejos de la tutela de los adultos. Su curiosidad la llevó a hacerse preguntas; su formación periodística la condujo a investigar, a introducirse en lugares inaccesibles para los turistas. Poco a poco fue comprendiendo la realidad de esos niños.
“Trópico de la violencia” trasciende las fronteras de Mayotte para adentrarnos en las raíces de muchos de los conflictos que atenazan, a nivel global, a las sociedades del siglo XXI: la desigualdad, el racismo, la presión migratoria, la violencia, el destino de tantos menores abandonados a su suerte.
Sus madres, provenientes de las vecinas Comoras, los habían tenido intencionadamente allí o los habían enviado al lado de sus familiares franceses. Hay vínculos de sangre entre los habitantes de todas las islas del entorno. Las Islas Comoras se independizaron de la metrópolis, pero Mayotte no. Y vivir en suelo francés supone ser partícipes de las oportunidades de la Unión Europea.
Muchos de esos menores son ilegales y, una gran mayoría de ellos al crecer deben vivir por su cuenta y riesgo, abocados a la delincuencia. La escritora se encontró frente a una situación muy compleja, pero no era su intención hacer un documental ni un reportaje periodístico. Los hechos reales fueron el detonante que la condujeron a intentar comprender qué estaba sucediendo en ese enclave que engloba y visibiliza, a pequeña escala, los grandes problemas y contradicciones del mundo que habitamos.
Nathacha Appanah quería escribir una novela que hablase desde el corazón, con el lenguaje de las emociones. Trópico de la violencia (De Conatus) es una obra demoledora en la que asoma un gran ejercicio de empatía. La ficción es un arma poderosísima para desbloquearnos, para romper la barrera de nuestra cerrazón ante las desgracias ajenas. La retransmisión diaria del horror en la pequeña pantalla, las imágenes de guerras y atrocidades que irrumpen en el devenir cotidiano, nos ha inmunizado. Estamos acostumbrados a cambiar de canal, a olvidar las tragedias ajenas con la misma rapidez con la que las noticias se suceden. Pero la ficción es otra cosa.

Si seguimos siendo capaces de sumergirnos en las páginas de una novela, de novelas como ésta de la que os estoy hablando, aún podemos conectar con las historias de los otros, y a través de ellas, acceder a las experiencias de personas con las que, por muy lejos que estén, nos sentimos hermanados por el alcance de su desesperación, de sus miedos, y también de sus sueños y esperanzas. He ahí la grandeza de la literatura, en cualquier época.
“Durante esos dos años que permanecí en Mayotte vi crecer a esos niños. Fue como si el tiempo y el espacio se hubieran acelerado. La experiencia era conmovedora, aún más porque estaba ligada a mi propia maternidad. Veía a los niños sueltos en la playa y pensaba que si robaba uno nadie se daría cuenta. Así surgió la semilla de la novela”, explicó la autora durante la reciente presentación de la obra en el Instituto Francés de Madrid.
Marie, Moïse, Bruce, Olivier y Stéphane, son los narradores de Trópico de la violencia. Todos ellos nos hablan desde planos diferentes, unidos por una voz plural que se eleva por encima de todas sin juzgar, y une el aquí y el allá, el mundo de los vivos y de los muertos. Como ha declarado Nathacha Appanah lo más difícil fue dar con esa voz, con esa estructura coral que adopta el cariz de una tragedia griega. No la encontró hasta un segundo viaje a la isla en 2015, cinco años después de haber regresado a París. En todo ese tiempo, la idea de la historia no la había abandonado.
“No me podía mantener ajena a lo que sucedía allí. Mi objetivo fue ser lo más honrada posible a la hora de contar e intentar entender la complejidad. La ficción tiene un poder evocador más fuerte que cualquier documental o reportaje. El periodismo tiene su lugar para contar los hechos. El novelista está ahí para dar una perspectiva diferente. Tiene a su disposición el tiempo y el espacio, juega con la complejidad y los matices de la lengua”, argumenta a la autora.
“Mi objetivo fue ser lo más honrada posible a la hora de contar e intentar entender la complejidad. La ficción tiene un poder evocador más fuerte que cualquier documental o reportaje”, señala Nathacha Appanah.
Desde un primer momento sentimos la verdad de esta historia que nos mantiene en vilo con su tensión. Os estoy hablando de una novela dura, amarga, pero atravesada por la empatía y por la belleza, una belleza contenida en el lenguaje, en el estilo, en la música de la narración y también en las creencias, en las leyendas que se cuentan, reflejo de un espacio geográfico, de un modo de ser y de entender la vida. “Me preocupó mucho dar cuenta de las tradiciones de Mayotte, reflejar la dimensión espiritual del lugar. Allí lo que ya no es, lo que ya no está, sigue estando presente. Allí el mundo de los espíritus es relevante, la muerte no es un final… Todo eso entra en la novela”, señala Appanah.
Desde las primeras líneas apreciamos la fuerza de un relato que se abre con el soliloquio de Marie, una enfermera francesa que trabaja en la isla y que no consigue tener hijos. Su deseo no cumplido de ser madre, contrasta con la cantidad de mujeres que llegan a la isla para dar a luz. “Todos esos bebés nacidos sin que nadie los desee, mientras yo ruego y suplico (…) Todas esas ilegales que vienen a parir a esta isla francesa para conseguir unos papeles, y debo reprimirme para no preguntarles: Pero ¿quieres realmente tener ese bebé o solo quieres venir a Mayotte por los papeles?”, piensa desde la impotencia, el desencanto, la rabia.

Su apasionada historia de amor con un hombre del lugar se va agriando y acaba. Todo es frustrante hasta que un día llega al hospital en el que trabaja, en kwassa kwassa, una improvisada embarcación de inmigrantes ilegales, una joven con su bebé en brazos. Tiene los ojos de distinto color, uno negro y otro verde, y eso es signo de mala suerte. La madre no lo quiere por eso y lo deja allí, al cuidado de la enfermera. Marie lo hace suyo.
Entra en escena Moïse, la historia de Moïse. Todo gira desde ese momento en torno a él. Pero volvamos al comienzo, al espectacular comienzo de la novela, a su primera página. Todo ha transcurrido, todo lo que va aconteciendo es la recreación de los hechos a través de las distintas voces. Cada uno de los protagonistas tiene su verdad, su discurso. La estructura, fragmentada, funciona a la manera de piezas que se van engarzando, de visiones contrapuestas, de tiempos que se alejan y se encuentran, de focos de luz y de sentido que se van abriendo a medida que avanzamos en la lectura, totalmente cautivados.
“Me preocupó mucho dar cuenta de las tradiciones de Mayotte, reflejar la dimensión espiritual del lugar. Allí lo que ya no es, lo que ya no está, sigue estando presente. Allí el mundo de los espíritus es relevante, la muerte no es un final…”, explica la autora.
Abramos la primera página de Trópico de la violencia. Escuchemos a Marie: “Desde donde les hablo, las mentiras y los fingimientos no sirven de nada. Cuando miro al fondo del mar, veo a hombres y mujeres nadando con vacas marinas y celacantos, veo sueños enganchados en las algas y bebés durmiendo dentro de pilas de agua bendita. Desde donde les hablo, este país parece una polvareda incandescente y sé que por menos de nada arderá”.
Moïse es un privilegiado en Mayotte. Accede a la misma educación que cualquier otro niño francés, cuenta con la protección y el amor de una madre que le lee por las noches El niño y el río, de Henri Bosco, un clásico de la literatura juvenil francesa que se convierte en el gran tesoro en la vida del protagonista. Funciona como una lectura paralela durante toda la narración, guarda similitudes con el destino del personaje. Moïse lo tiene todo, pero a medida que crece se siente perdido, con problemas de ubicación, de identidad. Es un negro que ha recibido la educación de un blanco. Le faltan sus raíces, está harto de tanta protección, admira a los otros niños que se buscan la vida.
El tema de la identidad es esencial en esta novela que, como os decía, nos habla de un espacio lejano geográficamente, pero muy cercano en los conflictos que compartimos: la xenofobia, las desigualdades, las dificultades para acoger a los que huyen de la miseria… La violencia se apodera del relato y somos conscientes de su germen, de lo que es capaz de provocar la extrema pobreza, la dificultad para encontrar salidas. En la historia de Moïse después de Marie, cuando ella ya no está, todo salta por los aires. La educación y la cultura no le valen como escudos. Le aíslan, le convierten en diferente. Se alía con los niños de la calle, conoce a Bruce, el líder que quiere ser como Batman, el jefe de Gaza, nombre con el que se conoce al gueto en el que viven los menores. El horror del drama palestino trasladado a un escenario miserable. Allí empieza a drogarse, como el resto; aprende a delinquir, a sobrevivir, como todos los demás.
En un momento dado, el adolescente se plantea que habría tenido otra vida, como cualquier otro chico de quince años en las Comoras, si hubiera nacido con ambos ojos negros. “Me he preguntado qué habría podido hacer ese crío para romper sus cadenas, para desviarse de ese camino comenzado en la violencia, la ignorancia y el asco. Me he preguntado si, en realidad ese niño no estaría condenado de antemano, y con él, todos los niños y niñas nacidos como él en el lugar equivocado, en el momento equivocado”, escuchamos su voz.
Hay otro capítulo, especialmente emotivo, en el que por fin conoce la playa a la que llegó en compañía de la madre que lo abandonó. Se sumerge en sus aguas y piensa: “Si hubiera sido más fuerte y más inteligente, tal vez habría nadado hasta otra orilla y habría intentado vivir otra vida, de una forma diferente. Pero los chicos que, como yo, siempre tenemos miedo, los que lo hemos tenido todo y de pronto nos quedamos sin nada, volvemos como corderos con nuestros depredadores”.

La relación, el diálogo, la tensión entre Bruce y Moïse, otorga a la novela algunas escenas sobrecogedoras, de gran dureza. “Bruce y Moïse son las dos caras de la misma moneda. Moïse envidia la fuerza y el sentido del poder de Bruce, y éste envidia su inocencia, su posibilidad de abrir las páginas de un libro donde está encerrada la historia de su infancia”, cuenta Nathacha Appanah. Y añade que los jóvenes de su novela, pese a todo, no son tan distintos a los que habitan en las ciudades y barriadas de otras partes del mundo. “Esta es la juventud de la globalización, de Internet. Consumen vídeos de Youtube, pornografía, series y películas muy violentas. Admiran a los superhéroes de cómic norteamericanos. De hecho Bruce no es el nombre auténtico del líder de Gaza. Lo ha tomado de Bruce Wayne, el protagonista de Batman”.
La historia de Bruce tiene un origen muy distinto a la de Moïse. Él viene de una familia musulmana de rígidas costumbres. Es un mahorés-francés-musulmán y su experiencia es la de quien no consigue adaptarse a la escuela, a la enseñanza francesa. No puede seguir el ritmo, no controla el idioma y debe abandonar los estudios. Se siente humillado, huye de su entorno, aprende a dominar a los demás, a ejercer la violencia. “Sé que soy malo (…) Uno no se convierte en el rey así como así, esto es la selva, hay que ser un león, hay que ser un lobo, hay que saber olfatear el aire, oler a las presas, enseñar las garras…”, escuchamos su voz.
“La realidad de Mayotte puede servir de laboratorio para abordar los conflictos derivados del crecimiento exponencial de la emigración. Tenemos que tener claro que va a ir a más y que la respuesta no puede ser aumentar las restricciones. Cuando no se adoptan soluciones globales, cuando no se atiende a los niños excluidos, cuando no se apuesta por buenos centros de acogida, todo salta a la calle, se radicaliza. Y estamos viendo que una de las principales consecuencias es la subida de la xenofobia, de la extrema derecha”, señaló el día de la presentación de la novela en Madrid Carmen Molina, directora de Sensibilización y Políticas de Infancia de Unicef del Comité Español.
En Mayotte, en los folletos turísticos conocida como La isla de los Perfumes o la Isla del Lago, la presión migratoria crece a día de hoy. Sigue llegando gente de las Comoras, de El Congo y de otros países africanos en conflicto. Las deportaciones son el pan nuestro de cada día y la delincuencia, la violencia y la desigualdad no han disminuido en absoluto en los últimos años. Como dato a tener en cuenta, saber que en este centésimo primer departamento de Francia, el Frente Nacional ha ido ganando cada vez más adeptos, hasta convertirse en el partido más votado.
Pero volvamos a la novela. Las distintas voces van aportando datos, vivencias que nos ayudan a entender la complejidad, a acercarnos a las contradicciones. A los testimonios de Marie, de Moïse, de Bruce, se suman los de Olivier, un policía que intenta hacer frente, con toda su buena voluntad, a las circunstancias, y los de Stéphane, voluntario de una oenegé que aprende en Mayotte a renunciar a sus sueños de cambiar el mundo. A su lado caminan políticos cargados de promesas, trabajadores sociales, vecinos que se atrincheran en sus casas y chavales, muchos otros chavales de la calle que necesitan un líder al que seguir.

“No sé quién ha apodado así al barrio desfavorecido de Kaweni, en las afueras de Mamoudzou, pero ha acertado de lleno. Gaza es un poblado de chabolas, es un gueto, un vertedero, una sima, una favela, es un inmenso campo de ilegales a cielo abierto, es un enorme basurero humeante que se ve de lejos. Gaza es una violenta tierra de nadie donde las bandas de chicos adictos a la química imponen su ley. Gaza es Ciudad del Cabo, es Calcuta, es Río. Gaza es Mayotte, Gaza es Francia”, habla Olivier.
Y en otro momento, lo hace Stephen: “Te dicen en voz baja que la mitad de los habitantes de Mayotte son ilegales, que todos los equipamientos de la isla están pensados para doscientos mil habitantes, pero que extraoficialmente hay casi cuatrocientas mil personas en la isla y tú dices “Pero eso no es posible, explotará”, y esta frase que tú pronuncias ha sido pronunciada antes miles de veces...”

Sí, Trópico de la violencia, funciona a la manera de una tragedia griega. Imaginamos los paisajes en los que se desarrolla la historia, el contraste entre el exotismo del lugar y su miseria. Pero también vemos a los protagonistas hablarnos desde un escenario neutro. La potencia de sus voces, el latido de sus corazones, el ritmo de sus emociones. La escritora consigue que un trozo de Mayotte se quede con nosotros. Al narrar el drama de ese pequeño punto perdido en el Índico consigue que percibamos, con absoluta claridad, en un espacio acotado, lo que en las sociedades del Primer Mundo se oculta tras la densidad informativa, tras el zapping permanente. El germen del horror, de la violencia, está ahí. Y no se combate con odio. Es el fruto de la miseria. Tiene mucho que ver con las sociedades desiguales que habitamos.
La novela funciona a la manera de una tragedia griega. Imaginamos los paisajes en los que se desarrolla la historia, el contraste entre el exotismo del lugar y su miseria. Pero también vemos a los protagonistas hablarnos desde un escenario neutro.
Nathacha Appanah es una autora con una obra extensa a sus espaldas, unos diez títulos, publicados en el sello Gallimard. Otra de sus novelas fue traducida al español con anterioridad, El último hermano (Alfaguara), donde narra la experiencia de los 1.500 judíos que huyeron del nazismo y fueron encarcelados en Mauricio entre 1940 y 1945. En la presentación en Madrid de Trópico de la violencia, que ha obtenido importantes galardones en Francia, Appanah aludió a los problemas que tuvo en Mayotte y en el área de las Islas Comoras tras la publicación de la obra. “Hubo sectores de la población que la recibieron bien, pero también gente que me decía que no tenía derecho a contar todo eso, a hablar de Gaza. A los políticos les molestaba… En ciertas librerías no querían saber nada del libro… Pero yo no me he inventado nada. Mi objetivo no era dar una imagen positiva ni negativa del lugar. Lo único que busqué fue ser honrada con mis personajes, no permanecer ajena a lo que está sucediendo en la isla”.

Trópico de la violencia, traducida por Mercedes Corral, ha sido publicada por la editorial De Conatus.