Juan Martínez de las Rivas, las cosas del jardín

Emma Rodríguez © 2023 /

Hay delicadeza e intensidad en Paseo de Juan Martínez de las Rivas, una entrega que participa, con sus particularidades, de esa corriente de libros que hablan de naturaleza y jardines que tanto me atrae. El autor, capaz de manejar con elegancia registros poéticos y narrativos, parte del yo para contarnos la interesantísima historia de un lugar que le cambió la vida, al tiempo que reflexiona sobre los alrededores: las personas, animales, árboles y plantas que le acompañan en el día a día; así como sobre la arquitectura, el legado familiar y las vicisitudes del tiempo que vivimos. 

Estamos ante una obra que habla de un espacio concreto, ubicado en Ávila, en el entorno de sus históricas murallas, con los ecos de los versos de San Juan de la Cruz de fondo. Nos adentramos en un mundo pequeño que encierra incontables enseñanzas y tesoros, pero también experiencias de esfuerzo y superación; porque si algo ofrece este libro es el relato de una transformación, de un aprendizaje, de un despertar de los sentidos a una nueva forma de ser, de sentir, de apreciar el mundo desde lo esencial y lo cotidiano.

Martínez de las Rivas, nacido en Buenos Aires en 1957, aunque vivió su infancia y juventud en Madrid, se detiene y hace que nos detengamos en observaciones y rutinas, atentos a los sonidos del jardín, a sus ritmos, a los ciclos que van marcando las estaciones. Y ahí, en ese discurrir, nos atrapa y consigue que nos sumerjamos en los latidos del tiempo que transcurre sin prisas, en el goce de esa plenitud, tan difícil de alcanzar, que reconocemos en algunos tramos del recorrido. Es mucho lo que ofrece esta entrega que participa del carácter contemplativo y meditativo tan presente en esta corriente de los jardines, que cada vez se va haciendo más caudalosa en Lecturas Sumergidas.

Pienso en el jardín de Cees Nooteboom en Menorca; en los jardines de los que habla Penelope Lively; en las enseñanzas que transmite Santiago Beruete, quien se vale de términos como “jardinosofía” y “verdolatría”. Pienso también en una obra como El paseo de Robert Walser, muy distinta a la que nos ocupa, pero con ciertos destellos de afinidad, empezando por el título. Y en Thoreau, el gran maestro de los bosques, de la vida al aire libre, al que, cómo no, alude nuestro autor. Lo que une todas estas lecturas es el tono reflexivo, introspectivo; la capacidad para el adentramiento y la búsqueda de una trascendencia que surge cuando se paran los ruidos y se atrapa el discurrir de la lentitud.

En “Paseo”, El autor, capaz de manejar con elegancia registros poéticos y narrativos, parte del yo para contarnos la interesantísima historia de un lugar que le cambió la vida. este libro es el relato de una transformación, de un aprendizaje.

Os decía que este libro que tengo entre las manos, publicado por la editorial Pre-Textos, cuenta una historia de aprendizaje, de crecimiento, pero a ello he de añadir que también se trata de un relato que parte de la admiración hacia un creador de jardines, un gran paisajista sevillano, Javier Winthuysen, que, a petición de Eusebio Güell (hijo de quien encargó a Gaudí el proyecto del Parque Güell en Barcelona) levantó, en lo que era un conjunto de huertas, un entorno de ensueño, de cariz hispanoárabe, con una casa muy discreta entre laberintos naturales, canales, estanques y rosaledas, destinado al disfrute vacacional.

Las huellas, la firma de Winthuysen, fue descubierta por Martínez de las Rivas tiempo después de haber heredado la finca, de un familiar, el II Marqués de Santo Domingo, que tras la Guerra Civil se convirtió en dueño y habitó la casa del Jardín de San Segundo, también conocido, entre otras denominaciones, como Huerto de Santo Domingo. La historia del lugar es contada de forma magistral. El autor, médico de profesión y escritor (en su haber relatos publicados en distintas antologías y una novela, Fuga lenta, editada por Acantilado) nos va descubriendo poco a poco, a la manera de un explorador, los secretos del paraje, a la vez que nos hace saber cómo fue adaptándose a él, a las peculiaridades de este rincón tan privilegiado que ha aprendido a cuidar con sus propias manos, sin saber de partida nada de jardinería, y a mantener gracias a un programa de visitas y actividades culturales de índole diversa (recitales de poesía, conciertos…)

De todo esto trata Paseo. La historia del lugar es sin duda singular, cautivadora, pero el gran mérito de la entrega radica, en mi opinión, en  la autenticidad con que se da cuenta del proceso de crecimiento vital del narrador, en el tono con el que este registra sus vivencias y, sobre todo, en el alcance de sus meditaciones. Nuestro protagonista nos regala una narración cargada de emotividad, de poesía, de sensorialidad; como decía anteriormente, consigue que todo se pare a nuestro alrededor cuando nos adentramos en el jardín, en su contemplación gozosa, en su transcurrir placentero, pero también atravesado de obstáculos para el que lo cuida; sin olvidar tampoco lo que sucede fuera, la velocidad y el caos de un mundo en el que tantos valores e ideales parecen estar resquebrajándose. 

El punto de partida de la obra, que es una mezcla de crónica, de diario, de ensayo, con elementos poéticos y filosóficos muy bien integrados, es contar lo que el jardín enseña a su jardinero. Lo deja claro el autor muy al principio, cuando nos hace saber que nunca había sentido especial interés por el mundo vegetal, hasta que a partir de los 33 años le tocó cuidar, porque no había otro candidato, según nos dice, “la obra de un jardinero artista excepcional, un jardín delicado y complejo inesperadamente legado por un pariente”.

Martínez de las Rivas parte de la admiración por Javier Winthuysen, un creador de jardines, un gran paisajista sevillano, que, a petición de Eusebio Güell, levantó el Jardín DE SAN SEGUNDO un rincón de en ensueño en el entorno de las murallas de Ávila.

Lo sorprendente de esta historia, insisto, es que el heredero del jardín ha de convertirse en quien lo cuide. No cuenta con trabajadores a su cargo, que se ocupen de las urgencias, de los mantenimientos y cultivos, como sucedió con todos los anteriores dueños, sino que es él mismo el que ha de hacerse cargo, asistiendo a “la vida íntima” del entorno, eso sí, con las grandes lecciones basadas en la experiencia del antiguo jardinero, Mateo, con él que llega a un trato justo y con el que acabará manteniendo una relación de cercanía, de amistad, que nutre una parte significativa del libro, un trecho cargado de emotividad, de verdad, hecho de intercambios, de conversaciones apegadas a la tierra, de transmisión de conocimientos, de lecciones esenciales.

A través del jardín, en el jardín, desde el jardín, Martínez de las Rivas, nos habla de la vida, de los afectos. Son muy hermosos los capítulos dedicados a los perros que le han acompañado en el camino, algunos de ellos ahora yaciendo bajo los árboles, protagonistas de aventuras cómplices, testigos de momentos clave. Son bellas y emotivas las páginas dedicadas a la enfermedad de uno de ellos, de la raza que durante siglos acompañó a los rebaños del lugar. Los últimos momentos pasados juntos, a su lado cuando eligió uno de sus rincones favoritos del jardín para morir… La relación entre el hombre y el animal está contada con gran sensibilidad, con delicadeza. Como médico el narrador ha conocido a ejemplares de perros encerrados en centros de experimentación animal; piensa en ello y le consuela que su compañero haya podido tener una vida entera, placentera, digna.  

Ese perro siempre estará en el recuerdo de quien sigue adelante, estación a estación, contemplando los cambios de la luz, de las tonalidades y los climas. El jardín enseña a apreciar los ritmos y ciclos de la naturaleza, las sucesiones, las rutinas, las repeticiones, el viaje hacia la muerte. De ello se habla en este recorrido del que tanto he disfrutado yo, encontrando en él una especie de refugio temporal ante afueras poco luminosas que nos llevan a movernos entre la desesperanza y la resistencia. La lectura de este Paseo ha sido una especie de paréntesis, de tiempo lento ganado para no perder el equilibrio y recobrar algo de distancia ante los nubarrones del mundo.

Vivo en el jardín, mi casa está dentro, de ella no puedo salir sin pasar por él, y mi mente también está dentro o quizá fundida con este jardín. Ocuparse de un espacio vegetalizado crea un vínculo que conforma el mundo y da significados nuevos a mirar y volver a mirar un lugar que después de conocido, cuando ya lo creíamos agotado, empieza a mostrarnos lo desconocido de lo próximo. La casa antigua, casi escondida en la parte baja del jardín, tuvo por un tiempo para mí secretos que fui desvelando: no espero sorpresas ya. Pero el jardín es misterioso, nunca sé que descubriré en ese microuniverso que cambia cada poco”, nos va contando el autor.

La sensación de descubrimiento es clave en esta obra abierta, que se va levantando al paso de los días y en la que las experiencias personales del narrador se van entrelazando con pasajes familiares, con escenas vividas con los hijos, con visitas y diálogos, pues amigos y personas interesadas se acercan a conocer el jardín, a compartir una charla, un pedazo de tiempo. Hay anécdotas muy curiosas al respecto, como la del filósofo que es incapaz de practicar la lentitud y la paciencia necesarias para apreciar lo que se le muestra. Destacan las menciones a la joven poeta Ángela Segovia, una protagonista destacada en Paseo. Su sensibilidad se adapta al jardín y es motivo de inspiración, de admiración, para el autor.

El relato no discurre de manera lineal, sino que se va articulando equilibradamente al hilo de recuerdos, senderos de la memoria, revelaciones, deslumbramientos… El lenguaje de la faena, del trabajo continuado (podar, injertar, desherbar…), va marcando una ruta literaria no exenta de poesía; incluso hay una parte, Ciclo, central en el recorrido, que es un largo y bello poema sobre el discurrir estacional, sobre las transformaciones que va experimentando el jardín. El jardinero observa, se detiene ante las aves, los insectos, los peces, las flores, los árboles… se asombra, se maravilla, ante un espectáculo siempre cambiante. En un momento  dado anota: “Deberían atesorarse estos momentos de dicha / En una urna o en cápsulas ingeribles / Para donarlos, para dosificarlos / Donaría esta dicha que se extiende en mí ahora”. 

El jardinero observa, se maravilla ante un espectáculo siempre cambiante y anota: “Deberían atesorarse estos momentos de dicha / En una urna o en cápsulas ingeribles / Para donarlos, para dosificarlos / Donaría esta dicha que se extiende en mí ahora”. 

Resulta sugerente la comparación que establece Martínez de las Rivas entre el viajero y el jardinero. Mientras el primero “desea vivir en lo desconocido, euforizarse en la avidez de lejanía”, el segundo “revisa lo conocido, profundiza en su espacio, se adentra en lo microscópico, halla signos sutiles en la monotonía aparente de su paseo por los mismos senderos”, vamos leyendo. La rutina del jardinero es “serenante(…) “En lo rutinario puede surgir lo insólito”, indica el escritor, quien, de algún modo, recomienda el saludable ejercicio de intercambiar los papeles: que el jardinero angustiado por las plagas, el orden y las tareas, vuelva a recuperar la mirada inocente, asombrada, con la que vio el jardín la primera vez, esa mirada del viajero, que haría bien “en este tiempo de contaminación y extinción”, en aprender de la mirada cuidadora de quien se entrega a la conservación del entorno vegetal. 

Foto por Isabel Naeve.

La observación y la meditación van de la mano en este trayecto en el que el autor se hace acompañar también de libros y lecturas diversas; por ejemplo El elogio de la sombra del escritor japonés Junichiro Tanizaki, que tanto le ayudó a entender las particularidades de la austera casa del jardín, sus penumbras intencionadas, el respeto a su sabor antiguo, la belleza de sus sombras… Entre otras muchas referencias, Thoreau, como ya he señalado, aparece en distintos momentos, como fuente de inspiración, y se nombra a Gaston Bachelard y su obra La poética del espacio, en la que he pensado más de una vez durante la lectura. Este libro alimenta el afán de fugarse de las urbes, aunque el autor no nos engaña con la idea de lo rural como paraíso. Todo lo idílico, que, por supuesto, lo hay, se acompaña de los inevitables obstáculos que supone vivir en un medio natural, de los retos, esfuerzos y trabajos que conlleva. 

Esta parte también sabe transmitirla muy bien Martínez de las Rivas, sin olvidar que su relato es el de un hombre privilegiado, que ha tenido la suerte de heredar un jardín de las maravillas y que ha sabido apreciar ese inmenso regalo, cuidarlo, preservarlo, convertirlo en el centro de su vida. El encuentro con el lugar, la toma de decisiones, el proceso de encantamiento, de adaptación, de aprendizaje, conforman una historia que podríamos denominar de iniciación, siendo este aspecto uno de los grandes atractivos del libro. 

Recupero ahora la figura de Mateo, el jardinero que, antes de jubilarse, transmite al que empieza de cero sus conocimientos, su sabiduría de las cosas del jardín. “Mateo confluía con la vegetación, consonaba con sus ritmos. Yo era en el jardín un extraño que se topa a cada paso con su ignorancia (….) No sabía nada de cielos ni de tierras. Ni siquiera conocía el léxico que Mateo usaba. Para entender el lugar debía penetrar también en su palabrario...”, voy leyendo.

Este libro alimenta el afán de fugarse de las urbes, aunque el autor no nos engaña con la idea del paraíso. lo idílico se acompaña de los inevitables obstáculos que supone vivir en un medio natural, de los retos, esfuerzos y trabajos que conlleva. 

Los paseos por el entorno amurallado de Ávila, no siempre debidamente respetado por los dirigentes políticos, entran en las páginas de esta entrega que hace referencia a los ya inminentes desastres climáticos y en la que su autor se pregunta cómo mirar hoy un paisaje. “Durante muchas generaciones“, reflexiona, “la naturaleza significó para nosotros una madre que nos dona su juventud, pero hoy es una madre añosa que nos devuelve una mirada de culpa desde el ancianato en que la recluimos. Miramos un paisaje y vemos un código de barras y una fecha de caducidad”.

Antes me refería al paisajista Javier de Winthuysen, el hacedor del jardín alrededor del que todo gira en esta entrega que le rinde homenaje. Él dotó de carácter a unos terrenos que en su día fueron huertas de un monasterio cercano por las que paseó San Juan de la Cruz. El eco de los pasos del místico acompaña al narrador, quien repasa con devoción la biografía de Winthuysen, una figura sin duda interesante e inspiradora en su trayectoria, a la que ha dedicado tiempo de estudio. Nos hace saber que “creó jardines urbanos para el filósofo Ortega y Gasset, para el historiador Salvador de Madariaga, para el presidente de la República Juan Negrín, para la Residencia de Estudiantes, para el palacio de los marqueses de Anglona y el Palacio de la Moncloa o el Jardín Botánico Nacional”, pero que ninguno de esos trabajos supuso el desafío de afrontar una obra tan extensa como la que creó para Güell, en los terrenos adosados a la muralla de Ávila.

El carácter de espacio secreto, que apenas se ve desde fuera; la importancia del agua en el entorno (estanques, albercas, surtidores, canales) son elementos con los que jugó el paisajista, creando un espacio único. “El propósito de recogimiento, de jardín cerrado en el interior de una ciudad, de isla de naturaleza en la que se crían patos salvajes o descienden a beber o alimentarse o aprovisionarse de ramas las cigüeñas. El jardín se había incorporado con discreción al barrio de huertas conservando sus muros tradicionales y los cuerpos de edificios, pero sustituyendo cultivos y gallineros y establos por setos, parterres y paseos refinados”, escribe el autor. Y prosigue. “San Segundo contaba con un lugar en la historia de los jardines. Conservarlo era una placentera misión que me tocaba. Ahora que me introducía en la obra de Winthuysen encontraba arte, alegría y frescura donde antes veía rigidez y solemnidad . Quizá empezaba a vislumbrar el ánimo del lugar”.

Un lugar para la contemplación y la meditación, a lo que ya me he referido. “Desherbar es meditar”, constata Martínez de las Rivas en Paseo. Precisamente sobre la moda de la meditación reflexiona con ironía. Son muchos los aspectos que convierten la lectura de esta obra en una experiencia cautivadora. La mezcla de registros tiene mucho que ver en ello. En las últimas páginas el autor nos cuenta una caminata rumbo al cerro en compañía de Zaki, el perro joven que se ha unido a la familia. La placidez de la jornada la rompe la presencia de un toro libre y amenazante en el campo. Se palpa el miedo, pero finalmente, por fortuna, no pasa nada. Otros jardines famosos reclaman la atención del narrador. El tema da para mucho. Después de cerradas las páginas del libro me quedo con la imagen del lirio en flor que crece a destiempo en el jardín. “¿Hay un microclima junto a la muralla, es la primavera equinoccial o son las huellas de los pasos de san Juan”?, se pregunta el autor. 

Paseo, de Juan Martínez de las Rivas, ha sido publicado por Pre-Textos.

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