Clara Campoamor, gracias en nombre de las mujeres de ayer, de hoy y de mañana

Emma Rodríguez © 2019 / 

Los hombres acostumbran hablar mal de las mujeres guiándose únicamente por prejuicios tradicionales. Creen conocer los secretos del alma femenina, y en realidad no saben nada de nada. Así resultan los eternos engañados”. Quien lo dijo fue Clara Campoamor, en una entrevista publicada en 1931 en el semanario argentino Caras y Caretas, tras ser aprobado el derecho al voto femenino en España. En la misma publicación, dos años después, a través de otro diálogo, se refiere a la “vetusta legislación española”, con las siguientes palabras. “Los conceptos arcaicos sobre limitación de derechos femeninos se reflejan de manera perfecta en nuestras leyes, y solo una reforma profunda de estas en ese particular podrá llevarnos a la tan deseada identidad de derechos políticos y civiles con el hombre, completando el cuadro con la práctica activa y racional de esas conquistas, a fin de no caer en la paradoja de contar con una legislación adecuada y una falta de amplitud de espíritu para servirse de la misma…”

Me encuentro yo con estas declaraciones gracias a la recuperación de dos diálogos con la prensa y de un conjunto de artículos literarios, todo unido en un volumen publicado por la Fundación Banco Santander, Clara Campoamor. Del amor y otras pasiones, cuya edición e introducción han corrido a cargo de Beatriz Ledesma Fernández de Castillejo, doctora en letras hispánicas por la Universidad Autónoma de Madrid y especialista en esta mujer que, además de política y abogada, era una devota lectora y una perspicaz crítica. Saludo yo a Campoamor y rompo las barreras generacionales a través de este puente que me ha acercado a una figura que hasta ahora era para mí un símbolo, un nombre esencial dentro de un capítulo y un tiempo concretos.

Recorrer las páginas de este libro, más allá de su evidente interés, me ha llevado, sí, a querer saber más, a buscar y bucear en la vida de la protagonista y en el periodo de la historia de España que le tocó vivir, una etapa, la de la II República, altamente estimulante, agitada, compleja y contradictoria, de la que dejó cumplida cuenta en El voto femenino y yo: Mi pecado mortal, una entrega biográfica que me ha ganado con su fuerza, su sinceridad y coherencia. Se trata del relato en primera persona de una lucha ganada con tenacidad, la de la consecución del voto femenino en España. Se trata de un testimonio plenamente vigente hoy que se intenta boicotear desde distintos frentes la lucha feminista y se sacuden prejuicios que demuestran la pervivencia de antiguos resentimientos; hoy que determinadas sentencias y cuestionamientos en asuntos como el de la violencia de género demuestran hasta qué punto las leyes siguen siendo vetustas, deudoras de mentes estrechas y de posicionamientos machistas.

Pionera en la defensa de los derechos de la mujer, defensora de la política como motor de cambio, de avance, de transformación, volver a Clara Campoamor es ahora mismo un soplo de aire fresco, un acicate frente a la desesperanza de tiempos en los que demasiadas señales indican un camino de retroceso. Volver a Clara Campoamor, a sus discursos convencidos, inteligentes, cargados de transparencia y de lucidez, es toda una lección de resistencia.

Pionera en la defensa de los derechos de la mujer, defensora de la política como motor de cambio, de avance, de transformación, volver a Clara Campoamor es ahora mismo un soplo de aire fresco, un acicate frente a la desesperanza

Clara Campoamor fue, por sobre todas las cosas, una mujer apasionada. Y ese fervor vital, ese espíritu indómito que la llevó a vivir muchas vidas en una –y a obtener en ella la mayor conquista de la democracia española– se traslada, irremediablemente, casi como una fatalidad, a todo lo que escribe, dice y hace”, señala, en la introducción del volumen de textos literarios, recién editado, Beatriz Ledesma, afín a nuestra protagonista por el mérito de su obra y de sus conquistas, pero también por razones sentimentales, la amistad que ésta mantuvo con su tío abuelo, el político y erudito cordobés Federico Fernández de Castillejo.

La pasión y el arrojo de esta precursora del activismo feminista que prefería hablar de “humanismo” a la hora de referirse a la conquista de la igualdad entre los sexos, se pone de manifiesto, de la primera a la última página, de El voto femenino y yo: mi pecado mortal, donde Campoamor narra todas las dificultades, trampas y obstáculos que hubo de sortear para llevar a cabo su gran logro, al tiempo que dibuja un lienzo entre luces y sombras de la II República y de los males, de ayer y de hoy, de la política. Si algo consigue la autora es la sensación de que nos trasladamos en el tiempo. A través de una narración vibrante, conmovedora y ágil, donde a su testimonio va sumando los textos extraídos de los diarios de sesiones en las Cortes, logra que revivamos aquellos momentos de apertura no exentos de drama, de enconada confrontación, haciéndonos tomar conciencia de la permanente lucha entre lo viejo y lo nuevo; entre los gestos y acciones que hacen avanzar a una sociedad hacia una mayor justicia y equidad y las pesadas cargas de un pasado, de una tradición que se niega a desaparecer.

Clara Campoamor

En la edición de Renacimiento que tengo entre mis manos (de 2018), el prólogo corresponde a Blanca Estrella Ruiz Ungo, Presidenta de la Asociación Clara Campoamor, quien a modo de carta, nos va dando cuenta del trayecto de una mujer de orígenes humildes, nacida en el popular barrio madrileño de Malasaña, hija de una costurera y un contable en un periódico, que con notable esfuerzo y constancia consigue compaginar trabajos en distintos ámbitos con la realización de sus estudios, convirtiéndose en una activa y diligente abogada y en una de las primeras mujeres que dan el salto a la política, presentándose en 1931 a las elecciones a Cortes en la lista por Madrid del centrista Partido Radical Republicano.

En “El voto femenino y yo: mi pecado mortal” Campoamor narra todas las dificultades, trampas y obstáculos que hubo de sortear para llevar a cabo su gran logro, al tiempo que dibuja un lienzo entre luces y sombras de la II República y de los males, de ayer y de hoy, de la política.

Tus luchas son varias: luchas por abolir la legalización de la prostitución, sueño que consigues con la llegada de la República después de años de infructuosos intentos: conseguirás cambiar la jurisprudencia para abolir la pena de muerte y la contratación de la infancia y la protección del menor a través de leyes como la Ley de Investigación de la Paternidad. Por esto último participarás en el X y XI Congreso Internacional de Protección a la Infancia celebrados en Madrid y en París respectivamente”, escribe, en tono epistolar, Ruiz Ungo, quien alude después al programa de gobierno al que Campoamor se dedica en cuerpo y alma durante su etapa como diputada: el derecho al voto femenino; el derecho de la mujer a decidir sobre su maternidad; la ley del divorcio; la ley del derecho del niño y de la niña y la abolición de la pena de muerte.

Os decía que para mí, y supongo que para tantos y tantas otras, Clara Campoamor ha sido siempre el símbolo de la mujer que consiguió el voto femenino en España. Pero poco sabía del tormentoso camino hasta lograrlo, del costoso precio que la tenaz diputada hubo de pagar, defendiendo los derechos de la mujer contra la oposición de los partidos republicanos más numerosos del Parlamento, incluso contra sus afines;  saltando por encima de capas y capas de estrechez de miras, de intereses, de miedo, de negación e insulto por parte de la mayoría de hombres de las Cortes Constituyentes. Fueron necesarias tres votaciones y la superación de todo tipo de tramposas enmiendas. Fue esencial el apoyo del Partido Socialista para vencer, algo que una y otra vez agradece Campoamor en las páginas de su libro.

Ejerciendo el derecho al voto

Hay un capítulo especialmente interesante, que responde al título de Día del histerismo masculino, donde leemos:  “El primero de octubre fue el gran día del histerismo masculino, dentro y fuera del Parlamento, estado que se reprodujo, quizá aún más agudizado, el primero de diciembre. Esta manifestación nerviosa se localizó anchamente en las tres minorías republicanas: radical, radical socialista y Acción Republicana, y acusó manifestaciones agudísimas personales en diputados a quienes creíamos más serenos. Se extendió a toda la prensa, de izquierdas y no de izquierdas (…) Nunca habíamos visto escapada más voluminosa y menos controlada de la nerviosidad e irritación masculinas, de la falta de ponderación masculina, de ese desconocimiento masculino de la mujer, que, como decíamos en nuestro discurso de la totalidad, cada uno interpreta a su antojo, y mientras los radicalófobos “laríngeos” la acusaban de clericalismo, elementos tradicionalistas y de derechas se oponían también y votaban en contra…”

Así nos lo va contando Clara Campoamor, quien prosigue: “Todos esos sentimientos viejos como el mundo, se concretaban  y localizaban en una verdadera fobia contra la dignificación política de la mujer, fobia centrada contra mí, su accidental y obligado paladín (…) ¡Pobres hombres políticos, aferrados a la esperanza de que nada se transformara en el país, a que nada evolucionara, a que nada ni nadie se despertara espiritualmente y caminara hacia el porvenir! Ese espíritu medieval y retardatario les mostró en toda su genuina incapacidad para transformar la Nación y crear una República inconmovible…”

¡Pobres hombres políticos, aferrados a la esperanza de que nada se transformara en el país, a que nada evolucionara, a que nada ni nadie se despertara espiritualmente y caminara hacia el porvenir!, reflexionaba Clara Campoamor.

Imposible no situarse en el presente, no reflexionar sobre la idiosincrasia de un país que se resiste a avanzar, atado a los símbolos de su pasado, incapaz de romper las cadenas que le atan al ayer. Imposible no situarse en el presente cuando escuchamos a Campoamor lamentarse por la falta de un mayor coraje de los dirigentes republicanos, movidos, en su opinión, por el “miedo a todo”, por la “prudencia”, por el “horror a herir intereses” y el “apocamiento ante toda transformación”. Del mismo modo que encontramos en nuestra diputada el mayor fervor y lealtad a los principios de la República, hallamos también en ella el valor de la autocrítica y de la verdad.

El miedo de los republicanos a que el voto femenino acabase haciéndoles perder elecciones, debido, esencialmente, a la supuesta sumisión de las mujeres a la Iglesia (que les llevaría a votar lo que dictase el clero) y a su falta de compromiso y madurez en política, es analizado por Campoamor. A ese argumento tuvo que hacer frente una y otra vez en las comisiones en las que intervino, siendo especialmente llamativos para la prensa de entonces los enfrentamientos que mantuvo con la diputada Victoria Kent, partidaria de aplazar el voto femenino hasta que las mujeres se adecuasen a los usos y costumbres de la República.

¿Cómo puede decirse que la mujer no ha luchado y que necesita una época, largos años de República, para demostrar su larga capacidad? ¿Y por qué no los hombres? ¿Por qué el hombre, al advenimiento de la República, ha de tener sus derechos y ha de ponerse un lazareto a los de la mujer?”, le respondía nuestra protagonista, lanzando a los muchos que sostenían que la mujer española era esclava del confesionario, el siguiente dardo: “En las procesiones van muchos más hombres que mujeres ¿Es que no les remuerde la conciencia a ninguno de los diputados republicanos presentes por haber pasado a la Historia en fotografías llevando el palio en una procesión?

Son muchas las enseñanzas, las argumentaciones, en defensa de un feminismo humanista y solidario, que esgrimió Campoamor en aquellas intensas jornadas de discusión, haciendo frente a una hosca mayoría masculina, y que debemos atesorar, para que no nos pueda el olvido. Aquí algunas de ellas:

–  “Resolved lo que queráis, pero afrontando la responsabilidad de dar entrada a esa mitad de género humano en la política para que la política sea cosa de dos, porque solo hay una cosa que hace un sexo solo: alumbrar; las demás las hacemos todos en común, y no podéis venir aquí vosotros a legislar, a votar impuestos, a dictar deberes, a legislar sobre la raza humana, sobre la mujer y sobre el hijo, aislados, fuera de nosotras”.

– “No cometáis un error histórico que no tendréis nunca bastante tiempo para llorar; que no tendréis nunca bastante tiempo para llorar al dejar al margen de la República a la mujer, que representa una fuerza nueva, una fuerza joven; que ha sido simpatía y apoyo para los hombres que estaban en las cárceles; que ha sufrido en muchos casos como vosotros mismos, y que está anhelante, aplicándose a sí misma la frase de Humboldt, de que la única manera de madurarse para el ejercicio de la libertad y de hacerla accesible a todos, es caminar dentro de ella”.

– “Lo que pasa es que medís al país por vuestro miedo; os ocupáis de lo accesorio y no de lo verdaderamente sustantivo y englobáis a todas las mujeres en la misma actitud, acaso (…) mirándola por la intimidad de vuestra vida, en que no habéis sabido hacer la separación entre religión y política (…) Decís que la mujer no tiene preparación política (…) Los hombres tampoco están preparados ni ciudadana ni políticamente en España; tuvo mucho cuidado la monarquía de no prepararlos y esa es nuestra labor presente….”

En aquellos días de combate parlamentario, sesión tras sesión, Clara Campoamor, como señala Blanca Estrella Ruiz Ungo, tomó brillantemente la palabra “en nombre de las mujeres de ayer, de hoy y de mañana”. Señala la prologuista de la edición que os comento de El voto femenino y yo que su proyecto sigue vivo. Estoy absolutamente de acuerdo. Leyendo este testimonio, escrito apasionadamente, desde el corazón y la convicción, comprendo hasta qué punto la lucha de Clara Campoamor sigue en marcha y aún está lejos de terminar, porque perviven temores, rencores y pilares de un sistema patriarcal que no está dispuesto a ceder, apoyado en instituciones y en leyes obsoletas; defendido por poderes y partidos alejados de la corriente democrática.

El voto de las mujeres en la II República

Las mujeres que hoy nos sentimos unidas por el afán de acabar de una vez por todas con las desigualdades entre los sexos, quienes portamos la bandera morada en actos y manifestaciones, quienes nos indignamos ante insultos y ataques machistas; ante sentencias injustas en casos de violación o violencia de género; ante tentativas de volver hacia atrás en asuntos como la actual ley del aborto… Las mujeres y también los hombres que secundan esta lucha y se proclaman a sí mismos feministas, que están dispuestos a acabar con la brecha salarial y a compartir los permisos en el cuidado de los hijos, son, somos, los herederos de Clara Campoamor. El hilo es largo y la conciencia de estar tirando de él es uno de los regalos que proporciona esta obra cargada de fuerza, pero no nos quedemos ahí, porque es mucho más lo que nos entrega.

Ya os decía que, entre los muchos méritos de este testimonio, está el de su sinceridad y su sentido de autocrítica. Desde dentro, la autora repasa los fallos de la II República en su devenir y ofrece una perspectiva de análisis histórico que ayuda, desde la proximidad, a comprender mejor de dónde venimos. Situémonos en el ayer. Es apasionante recuperar los debates de entonces, comprobar cómo, una vez concluida la controversia parlamentaria y reconocido el derecho femenino, nuestra diputada se convirtió en blanco de feroces críticas.

Desde dentro, nuestra protagonista repasa los fallos de la II República en su devenir y ofrece una perspectiva de análisis histórico que ayuda, desde la proximidad, a comprender mejor de dónde venimos.

Desde diciembre de 1931 he sentido penosamente en torno a mí palpitar el rencor. Razón aparente: que el voto había herido de muerte a la República; que la mujer, entregada al confesonario, votaría a favor de las derechas jesuíticas y monárquicas. No hube lugar ni momento de completa calma (…) a cada momento y siempre en tono de agresiva virulencia se me planteaba la discusión poco pertinente sobre el tema. Hombres y, cosa curiosa, hasta mujeres consideraban obligado marcar su disconformidad y ¡por si acaso! señalar mi nefanda culpabilidad en la futura y ya anunciada desviación de la República. Llegué en ocasiones, por fatiga moral, a reducir mi presencia en el Parlamento”, va dando cuenta. Y prosigue: “No será necesario insistir en lo que ocurrió cuando las elecciones de noviembre de 1933, dando el triunfo a las derechas, confirmaron aparentemente aquellos vaticinios. Y me será difícil enumerar la cantidad, e  imposible detenerme en la calidad de los ataques, a veces indelicados, de que de palabra, por escrito y hasta por teléfono fui objeto reiterado; y no solo yo sino hasta mi familia. Si no desalentada, sí entristecida, vi desatada contra mí una animosidad desenfrenada y malévola...”

El análisis de Clara Campoamor sobre la derrota de los republicanos en 1933 es certero. No fueron las mujeres con su voto las culpables. Hubo indudables errores preelectorales y, sin duda, gubernamentales. Cita, entre ellos, las cifras de paro, la “desastrosa política agraria” y, sobre todo, la división entre las distintas formaciones que se alzaron con el triunfo en 1931 fue decisiva. “El que fue bloque electoral republicano socialista se dividió en mil pedazos: los socialistas lucharon solos por casi todas las circunscripciones. Radicales socialistas y Acción Republicana también lucharon ya con candidaturas aisladas, ya unidos entre sí (…) En muy pocas provincias hubo cartel de izquierdas, cuando en casi todas lo hubo de derechas. Todos y cada uno de los grupos de la coalición de 1931 creían tener por sí solos fuerza suficiente para triunfar sobre los demás, por muy afines que fueran, y no ya los grupos, hasta los individuos aislados…”, señala en un momento dado. Y en otro capítulo, cuando la prensa le solicita su diagnóstico, apunta a la “separación -ya inevitable- de los partidos políticos que en la hora de la embriaguez -junio del 31- lucharon juntos y unidos frente a una derecha amedrentada, dividida e inhibida, y en la hora de la depresión, noviembre del 33, han luchado en guerrillas frente a una derecha compacta, fuerte y totalmente unida”.

Clara Campoamor

A través de su palabra, de su experiencia, Campoamor nos ofrece una auténtica lección de Historia y de Política. La división de la que habla ha sido una constante de las fuerzas progresistas en este país. Ella, que se presentó en la candidatura de la formación a la que pertenecía, el centrista partido radical, por la provincia de Madrid, no salió elegida en los comicios del 33. Acababa la carrera como diputada de la mujer que consiguió el voto femenino. Resultan de gran interés las páginas en las que reflexiona sobre esa circunstancia, negándose a aceptar la opinión de quienes, aquellos días, hablaban de “la negra ingratitud e insolvencia ética” de las mujeres, enojada, sí, con los grupos republicanos, tenaces enemigos del voto de las mismas y por ello incapaces de ofrecerles ideales, de incluirlas en sus cuadros de organización y propaganda. Pese a todo, pese a su inevitable tristeza, Campoamor confía en los muchos horizontes aún por conquistar.

Le sigue una etapa de menos de un año, cuando gobernaba en solitario el Partido Radical de Lerroux, de cuyas filas formaba parte, en la que aceptó la Dirección general de Beneficencia. Pero la colaboración de los radicales con los derechistas de la Ceda, dio al traste con todas sus esperanzas de realizar una labor positiva. Es una época llena de sombras, de complicaciones. El sector minero y sindical de Asturias se rebela y el Gobierno responde con una fuerte represión frente a los comités revolucionarios. Campoamor no puede más que rechazar la acción, y ante el cada vez más notorio fortalecimiento de la Ceda, envía, poco tiempo después, una carta a Lerroux en la que le anuncia su decisión de abandonar el Partido Radical. De nuevo el documento resulta estremecedor y da idea de la coherencia y sentido ético de Campoamor. “Yo, Sr. Lerroux, me adscribí al Partido Radical a base de su programa republicano, liberal, laico y demócrata; transformador de todo el atraso legal y social español, por cuya realización se lograse la tan ansiada justicia social. Y no he cambiado una línea. No me he desprendido de esos anhelos, de esos ideales…”, comienza una misiva en la que lamenta la pérdida de los valores de la República, la debilidad de Lerroux ante “las derechas españolas anticonstitucionales”.

Con trágica fuerza los hechos nos dan la respuesta a aquella acusación lanzada contra el Partido Radical: la de entregar la República a las derechas”, repasamos las declaraciones de quien no ve otra salida que abandonar y ofrecer, como decía antes, una lección de coherencia que muchos se ocuparon de afear en su momento y que hoy debería inspirar a quienes ejercen la política, tantas veces movidos únicamente por intereses partidistas, por el vaivén de cifras alcanzadas en encuestas de urgencia, tan lejos del bien común. “Yo no he admitido nunca en política como aglutinante único el caudillaje, el santonismo y la rueda, sistemas que disminuyen tanto al que los rinde como al que los recibe. Y en política lo que me interesa y apasiona es servir, no medrar” , le hace saber a Lerroux. “En política, como en todo, uno se administra la propia dignidad e importa más no empañarla que “situarse”, comenta en otras de las páginas del libro que nos ocupa.

“En política lo que me interesa y apasiona es servir, no medrar” , le hace saber a Lerroux en su carta de dimisión, cuando decide abandonar el Partido Radical, la mujer que logró la aprobación del voto femenino.

La vida política de Campoamor, no su compromiso, no su entrega a las causas que siempre defendió, iba tocando a su fin. No pudo concurrir a las elecciones de 1936, donde el triunfo del Frente Popular (juntos republicanos y socialistas; subsanando el error de la división pasada), echó por tierra la teoría de la culpa del voto femenino. Ella ya no pertenecía a ninguna formación. Le habían negado la entrada en Izquierda Republicana, por un supuesto artículo contra Azaña en el pasado y otros motivos; el principal, tal vez, el deseo de retirar del mapa a una mujer demasiado combativa. De todo ello da testimonio en El voto femenino y yo. Mi pecado mortal, donde leemos: “Los hombres republicanos toleran en los partidos a las mujeres a condición de que de su actuación inocua, débil o fracasada no tengan nada que temer; a condición de que la puedan desdeñar, pero se oponen por todos los medios, limpios o no, a dar paso a las otras. Da lo mismo que la actitud no sea justa, ni política, ni decorosa, ni inteligente. Sirve al propósito de relegar a quien haga sombra, y eso basta; que nada hay superior al alivio de deshacerse de un contrincante molesto, y si el cerebro desciende, el hígado descansa, porque es evidente que quienes así actúan lo hacen por intereses que nada tienen que ver con el interés público”.

Clara Campoamor

En los capítulos finales de la entrega la autora traza un autorretrato de sí misma. “En el orden personal me he formado en lucha abierta, sola, privada de ayudas y sin buscar apoyo en ningún clan, lo que acaso sea el manantial de mis penalidades (…) Nunca me amparé en grupo alguno dispensador de fácil fama ni organizador de autobombos. Mi natural modesto, mi gusto por la austeridad y mi amor a la limpia conducta, me han privado siempre de compadres “Crispines”, a cuyo amparo tantas famas se propagan en nuestra tierra (…) Fui siempre en principio opuesta a polarizaciones que separaran más de lo que están las actuaciones políticas de los sexos. Creo que uno y otro tienen no poco que aprender en una convivencia común en esta España áspera, guerrera y maldiciente…”

UNA APASIONADA LECTORA

Campoamor pone el punto final a su libro-testimonio en mayo de 1936, reconociendo su soledad. Cuando estalla la Guerra Civil, temiendo por su vida, abandona la zona republicana y se traslada a Suiza, país en el que vivirá los años siguientes, además de en Argentina, con estancias más breves en París. Nunca pudo regresar a España, donde su pertenencia a una logia masónica la convertían en sospechosa. Falleció en Lausana en 1972. Entre 1943 y 1945, viviendo en Argentina, publicó en las páginas de Chabela, revista mensual femenina de la editorial Sopena, un conjunto de ensayos que son los que ahora recoge la Fundación Santander, bajo el título Clara Campoamor. Del amor y otras pasiones, en su colección “Cuadernos de Obra Fundamental”.

Del amor y otras pasiones (Clara Campoamor)

Esos textos literarios, a los que me he referido al comienzo de este artículo, y que han sido el impulso que me han llevado a mantener este encuentro con ella, nos muestran un perfil menos conocido de la abogada y política, el perfil de una lectora entregada, una mujer culta (realizó biografías de Concepción Arenal y Quevedo, entre otras, y tradujo del francés a autores como Zola y Víctor Hugo) que se muestra como una magnífica conocedora de los clásicos españoles del Siglo de Oro, atraída especialmente por los místicos y por temas como el donjuanismo.

Más que concentrarse en una valoración estrictamente literaria, Clara nos habla aquí de las pasiones que fueron la sustancia vital de muchos de los poemas de nuestra lengua: el deseo, la seducción, la obsesión, la traición, el sufrimiento o el abandono. Y, por supuesto, el amor, en sus múltiples formas: platónico, pasional, conyugal, místico…”, señala en la introducción de la obra la investigadora Beatriz Ledesma, quien destaca el carácter personal del libro, su densidad emocional y la pluralidad de sus puntos de vista.

Acceder a las distintas piezas que componen este libro, ha sido para mí, como decía, un puente para llegar a la figura y a la obra de Clara Campoamor y un motivo de disfrute. La condición de la mujer, la manera en que es tratada en las obras literarias que comenta, está muy presente, como no podía ser de otra manera, en los distintos ensayos. El dedicado a Quevedo lleva por título: Quevedo, el enemigo de las mujeres y en él la autora analiza la misoginia del clásico, recurriendo a sus versos, a sus “estocadas” contra el sexo femenino, en el que encuentra tanto imperfecciones físicas como morales.

La condición de la mujer, la manera en que es tratada en las obras literarias que comenta, está muy presente, como no podía ser de otra manera, en los distintos ensayos que componen el volumen “Clara Campoamor. Del amor y otras pasiones”

Si llamamos a Quevedo el poeta “enemigo” de las mujeres es porque su irritación contra ellas se desata en sátiras, censuras y burlas particulares. No es, no, el moralista que canta contra las malas costumbres sociales, sino que hace lo que ninguno hizo, burlarse de las viejas que presumen de jóvenes, de las simétricas, de las asimétricas, de las tuertas, de las bizcas y hasta de las ciegas (…) Lo que caracteriza a este magnífico escritor y poeta es su falta de medida, de ponderación, de tino, más que en el decir, en no saber callar…”, escribe Campoamor.

Clara Campoamor

El análisis del tratamiento de la mujer en la literatura española se prolonga en la lectura de las distintas versiones del mito de Don Juan Tenorio, la de Tirso de Molina, la de Espronceda y la de Zorrilla. En opinión de nuestra crítica la más elevada es la tercera, porque en la obra de Zorrilla “surge un tipo noble y simpático de mujer. A las otras las engañan, a pesar de saber, algo o mucho, pero a doña Inés la engañan porque no sabe nada; su alma es una página en blanco, en la que nada había aún osado escribir el amor ni la malicia”.

Siendo muchos los aspectos de interés de estos textos ahora recuperados de Clara Campoamor, sagaz lectora de autores como Góngora, Sor Juana Inés de la Cruz, Bécquer, Manuel Machado o Amado Nervo, entre otros muchos, encuentro yo especialmente relevante, insisto, su análisis de la mujer a través de las letras, porque en él parece haber una búsqueda y una constatación, la de que muchos de los prejuicios, de los insultos, del argumento de la inferioridad y debilidad de la mujer, arrancan de muy atrás y se pueden rastrear en la literatura. Esta historia de la lucha de los sexos es tan vieja como el mundo…”, rescato esta frase que pronunció en su primera intervención en el Parlamento  y recupero, para poner el punto final a este texto, su convencimiento de que bastaría “una generación de educación y libertad análogas” para eliminar las desigualdades entre los sexos. Ahí seguimos, entre avances y retrocesos. La lucha continúa.

Los libros de los que se habla en este artículo son:

  • Clara Campoamor. Del amor y otras pasiones. Edición e introducción de Beatriz Ledesma Fernández de Castillejo. Publicado por la Fundación Santander en su colección Cuadernos de Obra Fundamental.
  • Clara Campoamor. El voto femenino y yo. Mi pecado mortal. Con prólogo de Blanca Estrella Ruiz Ungo. Publicado por la editorial Renacimiento (Biblioteca Histórica).

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