Por Emma Rodríguez © 2016 / Permitidme que ponga a esta nueva Ventana, página de mi diario de lecturas y descubrimientos, el mismo título de un ensayo de la escritora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie, un libro muy breve y sencillo –apenas 55 páginas–, pero altamente revelador y eficaz, que os recomiendo encarecidamente, sobre todo a quienes tengáis hijas e hijos adolescentes a vuestro cargo y os preocupéis de su educación, de su mirada abierta, libre, lo más despojada posible de prejuicios, sobre el mundo. Me recomendó la entrega recientemente Elena Lasheras, la fundadora de la más veterana Librería de Mujeres de Madrid, impulsora, entre otras aventuras, de La agenda de las mujeres, que ya se ha convertido para mí en imprescindible y que cada año está dedicada a un tema, en este 2016 a las mujeres transgresoras, con un prólogo inicial en el que Lasheras comenta dos obras recientes que le han interesado especialmente, del mismo modo que a mí: El mundo deslumbrante, de Siri Hustvedt, y ¡Divinas! Modelos, poder y mentiras, el ensayo de Patricia Soley-Beltrán ganador del Premio Anagrama de Ensayo.
Lasheras me comentó que en Suecia todos los chicos y chicas de 16 años han podido leer el manifiesto de Ngozi Adichie, resumen y adaptación de una charla TED impartida en 2013 en África por la autora, gracias a una iniciativa llevada a cabo por el Lobby de Mujeres sueco y la editorial Albert Bonniers Förlag, entre otras instituciones, que se han ocupado de distribuir 100.000 ejemplares de la obra entre los chicos y chicas con el objetivo de hacerles reflexionar sobre los temas de género partiendo de sus propias experiencias, en un presente en el que el objetivo debería ser la lucha por la igualdad sin exclusiones, hombres y mujeres juntos defendiendo una causa de vital importancia para la vida en común.
Lo que atrapa de este libro es la claridad con la que se muestran hechos y situaciones suficientemente conocidos, pero poco expuestos a la luz. Lo que cautiva es la capacidad de la escritora para desmontar los lugares comunes, para derribar ese discurso oficial sostenido generación tras generación. No se trata de teorizar ni de aportar sesudos análisis, sino de establecer un punto de partida, una argumentación diáfana, directa, desde las vivencias cotidianas de una mujer africana de hoy en día, vivencias no tan alejadas de las de muchas mujeres en las sociedades avanzadas, sociedades como la española donde, mientras se habla de cuotas femeninas en las instancias políticas y empresariales y se acatan muchas veces por cuestión de imagen; más por imposición que por convencimiento, siguen sin aplicarse medidas contundentes contra la violencia de género y se continúa ninguneando a la mujer a la hora de decidir salarios y responsabilidades; sin llegar tampoco a impulsarse programas eficaces que favorezcan la conciliación familiar.
En Suecia todos los chicos y chicas de 16 años han podido leer el manifiesto de Ngozi Adichie “Todos deberíamos ser feministas”, gracias a una iniciativa llevada a cabo por el Lobby de Mujeres sueco y la editorial Albert Bonniers Förlag, entre otras instituciones, que se han ocupado de distribuir 100.000 ejemplares de la obra entre los chicos y chicas con el objetivo de hacerles reflexionar sobre los temas de género partiendo de sus propias experiencias.
Todos deberíamos ser feministas, nos dice Ngozi Adichie, y la frase, tan espontáneamente reivindicativa, tan limpia, sin dobles lecturas, ya es una bocanada de aire fresco. Todos deberíamos ser feministas, señala, y con sus palabras, con su ensayo, nos impulsa a seguir dando pasos hacia adelante, pasos más imperiosos que nunca en esta fase de regresión que está caracterizando los comienzos del siglo XXI. Hay que tomar cada vez más conciencia de la importancia de la educación hacia la igualdad en los centros de estudio y en los ámbitos del hogar, a través de los ejemplos, de las conversaciones, de los juegos, de las lecturas que elegimos para nuestros hijos desde la más temprana edad.
“La población femenina del mundo es ligeramente mayor -un 52 por ciento de la población mundial son mujeres–, y sin embargo la mayoría de los cargos de poder y prestigio están ocupados por hombres. La difunta premio Nobel keniana Wangari Maathai lo explico muy bien diciendo que, cuanto más arriba llegas, menos mujeres hay”, escribe la autora, quien prosigue: “En un sentido literal, los hombres gobiernan el mundo. Esto tenía sentido hace mil años. Por entonces los seres humanos vivían en un mundo en el que el atributo más importante para la supervivencia era la fuerza física; cuanto más fuerza física tenía una persona, más números tenía para ser líder. Y los hombres, por lo general, son más fuertes físicamente (…). Hoy en día vivimos en un mundo radicalmente distinto. La persona más cualificada para ser líder ya no es la persona con más fuerza física. Es la más inteligente, la que tiene más conocimientos, la más creativa o la más innovadora. Y para estos atributos no hay hormonas. Una mujer puede ser igual de inteligente, innovadora y creativa que un hombre. Hemos evolucionado. En cambio, nuestras ideas sobre el género no han evolucionado mucho”.
La línea de argumentación es muy nítida y por eso, como os decía, la obra resulta sumamente atractiva y efectiva para lectores ajenos al feminismo. La autora de novelas como Medio sol amarillo, Algo alrededor de tu cuello y Americanah, recurre a ejemplos propios, experiencias vividas, a situaciones en las que ha tenido que decir un rotundo no ante apreciaciones y hechos asumidos socialmente, reconociendo también prejuicios aceptados en su momento por ella misma y cuestionados con posterioridad.
A veces se trata de cosas pequeñas, incluso imperceptibles por su práctica habitual, acostumbrada. Cosas pequeñas, pero significativas y dolorosas. Cuenta, por ejemplo, la escritora que llega a sentirse invisible cuando entra en un restaurante nigeriano con un hombre y los camareros se dirigen a éste en todo momento, sin apenas mirarla. Relata que una vez escribió un artículo sobre la experiencia de ser mujer en Lagos y un conocido le dijo que era un texto rabioso, que no debía haberlo escrito con tanta rabia, transmitiéndole con sus palabras que las mujeres debían ser más dulces y sumisas. Observa, al hilo de esto, el esfuerzo que hacen sus amigas estadounidenses por gustar, por caer bien, algo que asumen como absolutamente normal.
Relata la novelista nigeriana que una vez escribió un artículo sobre la experiencia de ser mujer en Lagos y un conocido le dijo que era un texto rabioso, que no debía haberlo escrito con tanta rabia, transmitiéndole con sus palabras que las mujeres debían ser más dulces y sumisas.
“Pasamos demasiado tiempo enseñando a las niñas a preocuparse por lo que piensen de ellas los chicos. Y, sin embargo, al revés no lo hacemos. No enseñamos a los niños a preocuparse por caer bien. Pasamos demasiado tiempo diciéndoles a las niñas que no pueden ser rabiosas ni agresivas ni duras, lo cual ya es malo de por sí, pero es que luego nos damos la vuelta y nos dedicamos a elogiar a los hombres por las mismas razones”, vamos leyendo.
“La masculinidad es una jaula muy pequeña y dura en la que metemos a los niños. Enseñamos a los niños a tener miedo al miedo, a la debilidad y a la vulnerabilidad. Les enseñamos a ocultar quiénes son, porque tienen que ser, como se dice en Nigeria, hombres duros”, seguimos pasando las páginas del libro. “A las niñas les enseñamos a encogerse, a hacerse más pequeñas. Les decimos: Puedes tener ambición, pero no demasiada. Debes intentar tener éxito, pero no demasiado, porque entonces estarás amenazando a los hombres (…) Enseñamos a las chicas que, en sus relaciones, lo que hace la mujer más a menudo es renunciar”, prosigue la autora, quien se pregunta: ¿por qué el éxito de una mujer ha de ser una amenaza para el hombre”.
El ejercicio que realiza Chimamanda Ngozi Adichie en este ensayo es el de ir desmontando, como decía antes, muchos principios asumidos que sólo podrán ser desarticulados si se reconocen, se exponen y visualizan cada vez más. Hay páginas dedicadas a la búsqueda del príncipe azul; a la aspiración al matrimonio que en pleno siglo XXI sigue marcando a tantas mujeres; al permanente esfuerzo por demostrar la valía; al ocultamiento, muchas veces, de la feminidad, de los valores propios, para ser aceptadas en el mundo de los hombres.
Y también hay crítica hacia la pasividad masculina, hacia la reticencia social a abordar en profundidad las cuestiones de género; porque siempre resulta incómodo cambiar cosas que están tan interiorizadas que cuesta reconocerlas, cuestionarlas; porque, pese a los avances políticos y legislativos en Occidente, sigue habiendo demasiada distancia entre los sexos, una distancia que nada tiene que ver con las indudables diferencias biológicas.
Os animo a leer el libro, a hacer vuestro, de todos, el deseo de la escritora de avanzar hacia un mundo más justo, “un mundo de hombres y mujeres más felices y más honestos consigo mismos”. Os animo nuevamente a regalárselo a vuestros hijos e hijas. Seguro que les gustará, que les incitará a plantearse la realidad de otro modo, a entender determinados comportamientos. “Todos deberíamos ser feministas (…) Todos deberíamos ser personas que creemos en “la igualdad social, política y económica de los sexos”, nos dice Ngozi Adiche.
Sus palabras, su mensaje, me conducen a otra época, a otro nombre, el de María de Maeztu, quien en la España de 1930, tres años antes de que las mujeres ejercieran por primera vez el derecho al voto en nuestro país, escribía en un artículo: “Soy feminista; me avergonzaría no serlo, porque creo que toda mujer que piensa debe sentir el deseo de colaborar, como persona, en la obra total de la cultura humana. Y esto es para mí lo que significa en primer término el feminismo...”
En ese texto, que se publicó en la revista “La mujer moderna”, bajo el título Lo único que pedimos, se planteaba la pedagoga y ensayista: “No creo que pueda haber oposición entre feminidad y feminismo. ¿Por qué? El hecho de que la mujer colabore en la formación de las leyes, que piense y razone, que sea más moral, más humana en suma, ¿por qué va a restar encantos a su atractivo femenino? Suponerlo sería hacer un gran deshonor a los hombres...”
En la España de 1930,tres años antes de que las mujeres ejercieran por primera vez el derecho al voto en nuestro país, la pedagoga y ensayista María de Maeztu escribía en un artículo: “Soy feminista; me avergonzaría no serlo, porque creo que toda mujer que piensa debe sentir el deseo de colaborar, como persona, en la obra total de la cultura humana. Y esto es para mí lo que significa en primer término el feminismo…”
Llega a mis manos María de Maeztu Whitney, una vida entre la pedagogía y el feminismo, un estudio muy interesante de Mª Josefa Lastagaray, hija de una sobrina de la protagonista, un factor importante por los muchos detalles de cercanía, por el contexto familiar en el que se sitúa a la que fuera la gran impulsora de la Residencia de señoritas, centro que promovió la formación superior de las mujeres. En la que fuera la rama femenina de la célebre Residencia de Estudiantes, se formaron mujeres valientes y creativas como Victoria Kent, Matilde Huici, Delhy Tejero o Josefina Carabias. De su profesorado formaron parte, entre otras: Zenobia Camprubí, María Zambrano y Maruja Mallo, a las que hay que añadir los nombres de Zenobia Camprubí, Gabriela Mistral, Victoria Ocampo, María Martínez Sierra, Clara Campoamor, Gabriela Mistral… que participaron en las múltiples actividades que se desarrollaban en la institución.
Fue la década de los 30 una época de esperanza para las mujeres, una época de estímulos, de efervescencia. La lucha por la igualdad en la educación, por el fomento de la cultura, caracterizaron, con posterioridad, los años de la República. Al hilo del trayecto vital de María de Maeztu, de la importante labor llevada a cabo en la Residencia de señoritas, la historiadora del arte Mª Josefa Lastagaray recrea en su ensayo, continuación de una tesis doctoral sobre su propia familia (Los Maeztu, una familia de artistas e intelectuales) esa etapa que se oscureció por completo con el estallido de la Guerra Civil y la irrupción de la dictadura, abriendo un nuevo tiempo de regresiones y exilios.
Cosmopolita y viajera infatigable, a lo que ayudó su manejo de lenguas como el inglés, el francés y el alemán; conferenciante ingeniosa y avezada; pedagoga entregada; defensora de los derechos de la mujer y de la educación para todos, María de Maeztu, muy cercana siempre a su hermano Ramiro, escritor y diplomático, miembro de la Generación del 98, cultivó la amistad de hombres de la cultura como Ortega y Gasset, Unamuno, Azorín, Baroja… Con todos ellos cruzó cartas que Lastagaray recupera trazando una semblanza y un recorrido cómplice que nos traslada a una época en la que tantas mujeres empezaron a enarbolar la bandera feminista.
Entre los muchos documentos que se incluyen en este ensayo, publicado por Ediciones de la Ergastula, me llama la atención un texto de la pedagoga, fechado en 1913, sobre las sufragistas inglesas, a las que la prensa del momento, según cuenta, caricaturiza y tacha de violentas por lanzarse a la calle para defender sus derechos políticos. “Las sufragistas inglesas representan el descontento general de una parte de la humanidad que sufre y calla; son el eco y portavoz de millones de mujeres, de virtud resignada y valiente, que viven ignoradas en el rincón de una casita humilde, esperando que surja la voz liberadora que les diga, como a Lázaro un día el Nazareno: “¡Resucita y anda!”, escribía, y más adelante: “La mujer no se resigna a laborar tan sólo en los bajos menesteres del taller o de la fábrica o en las faenas del campo, sino que quiere cooperar también en los grados superiores de la cultura humana: arte, ciencia, moral, política. Quiere tomar parte activa en el proceso de la civilización, en la marcha de la humanidad. Quiere contribuir a la reforma de las leyes, a la constitución de los pueblos. Siente, tal vez más hondamente, que el hombre, el drama del sufrimiento humano en los niños pobres, en las mujeres abandonadas… y como no se resigna a contemplarlo impávida desde el rincón florido de su corazón, quiere orientar la opinión pública y dirigir los destinos humanos desde la cátedra universitaria, desde el foro, desde el parlamento”.
Recobrar la voz de María de Maeztu me lleva a pensar en la fortaleza del legado feminista, un hilo irrompible, capaz de unir a tantas generaciones de mujeres. A Ngozi Adichie y a ella la separan muchos años, pero el sentimiento, la lucha, sigue siendo la misma. Cada una, con los condicionantes y las circunstancias de sus vidas a cuestas, han puesto su voz al servicio de la igualdad. A las mujeres africanas, a las del Tercer Mundo les quedan muchos pasos por andar, hacer suyas, alcanzar, las reivindicaciones que animaron la lucha de las mujeres españolas de los años 30. Hoy nos toca no parar, seguir avanzando.
María de Maeztu es una de las grandes protagonistas de Mujeres en vanguardia, una exposición sobre la Residencia de señoritas, que abrió sus puertas en 1915 y celebra su primer centenario. Son muchas las enseñanzas, las reflexiones que despierta esta muestra que, a través de cuadros, fotografías, documentos sonoros, libros y carteles, nos traslada a un pasado que reconocemos y que nos gusta reivindicar, a una etapa –el primer tercio del siglo XX– en la que la situación social de la mujer empezó a transformarse, a través del proyecto de renovación educativa promovido por la Institución Libre de Enseñanza. Os recomiendo visitarla si estáis en Madrid. Siempre es un placer acudir a la Residencia de Estudiantes, en cuyas salas se ubica. Siempre es un placer pasear por los alrededores, por los jardines, de un lugar cargado de Historia, de cultura. Así lo hice hace apenas unos días, una soleada tarde de invierno en la que, además de visitar la exposición, leí, aprovechando la luz huidiza, parte del ensayo de Chimamanda Ngozi Adichie. Presente y pasado a través de un hilo, como decía antes, irrompible.
Mujeres en vanguardia, una exposición sobre la Residencia de señoritas, que abrió sus puertas en 1915 y celebra su primer centenario, nos traslada, a través de cuadros, fotografías, documentos sonoros, libros y carteles, a un pasado que reconocemos y que nos gusta reivindicar, a una etapa –el primer tercio del siglo XX– en la que la situación social de la mujer empezó a transformarse.
Nota final: Cierro esta Ventana justo cuando empiezo a leer otro libro que no quiero dejar de mencionar, El voto femenino y yo, de Clara Campoamor, en la edición reciente del sello Horas y horas, con prólogo de Blanca Estrella Ruiz Ungo. En la misma época en que María de Maeztu declaraba que se avergonzaría de no ser feminista, Clara Campoamor, que coincidió con ella en los actos de la Residencia de señoritas, hacía una encendida defensa del voto femenino en las Cortes Generales. Dos años después, el 19 de noviembre de 1933, sus peticiones se hicieron realidad: las mujeres españolas acudían a las urnas por primera vez.
“¿Es que tenéis derecho a hacer eso?”, preguntaba entonces a sus compañeros varones. ¿Tenéis derecho a cerrar las puertas a la mujer en materia electoral? planteaba en su discurso. “No; tenéis el derecho que os ha dado la ley, la ley que hicisteis vosotros, pero no tenéis el derecho natural fundamental, que se basa en el respeto a todo ser humano, y lo que hacéis es detentar un poder; dejad que la mujer se manifieste y veréis como ese poder no podéis seguir detentándolo”, volvemos ahora sus palabras, las tenemos muy presentes, 83 años después, hoy que tantas cosas han cambiado y que tantas quedan aún por cambiar.
Todos deberíamos ser feministas, de Chimamanda Ngozi Adichie, ha sido publicado en España por Random House. La traducción la ha realizado Javier Calvo.
María de Maeztu Whitney: Una vida entre la pedagogía y el feminismo, de Mº Josefa Lastagaray Rosales, ha sido publicado por LaErgastula Ediciones
El voto femenino y yo, de Clara Campoamor lo ha publicado el sello Horas y horas.
Las fotografías de Emma Rodríguez fueron tomadas por Nacho Goberna © 2016 en la Residencia de Estudiantes de Madrid.