Angela Saini y Mary Beard: Menos prejuicios, mas feminismo

Por Emma Rodríguez © 2018 / La historia del silenciamiento de las mujeres, de la desigualdad entre los sexos, arranca de muy atrás. Los prejuicios son tan antiguos y están tan pegados a la conciencia colectiva, tan arraigados en la cultura de los pueblos, que resulta difícil encontrar relatos capaces de crear rupturas, cambios perdurables. Los estereotipos, las imágenes repetidas, el lenguaje sexista utilizado generación tras generación, actúan como velos, impiden identificar el fondo de las conductas para poder hacerles frente, desarticularlas. La publicidad no ayuda, ni los discursos difundidos en gran parte de los medios de comunicación, pero, pese a todo ello, al menos en los países occidentales, podemos percibir que el feminismo es un movimiento imparable, que la dura batalla emprendida por tantas mujeres a lo largo de la Historia sigue adelante, dando sus frutos en este siglo XXI en el que parece que, de una vez por todas, la lucha ha abandonado las teorías y se ha convertido en acción espontánea y transversal.

Cada vez hay más capacidad de reacción ante sentencias y comportamientos machistas. Cada vez somos más las mujeres, de todas las edades, que reclamamos nuestros derechos, que denunciamos, que nos unimos para gritar que ya está bien, que abajo el miedo, que la rabia acumulada se ha convertido por fin en rebelión, en energía, en unión. Cada vez son más los hombres que entienden y comparten el sentido de una frase como Todos deberíamos ser feministas (indispensable el manifiesto del mismo título de la autora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie), pero queda camino por delante, camino para abrir los horizontes, para desmontar los clichés, para poner en cuestión tantísimas verdades asumidas.

Cada vez hay más capacidad de reacción ante sentencias y comportamientos machistas. Cada vez somos más las mujeres, de todas las edades, que reclamamos nuestros derechos, que denunciamos, que nos unimos para gritar que ya está bien, que abajo el miedo, que la rabia acumulada se ha convertido por fin en rebelión, en energía, en unión.

Hay quienes piensan que la última versión del feminismo es una moda alentada por las actrices de Hollywood, por sus denuncias de abuso sexual; que puede pasar rápido, ser algo pasajero. Para nada de acuerdo. Hay algo mucho más profundo, una convicción aparejada a un hondo deseo de renovación de modelos sociales y de políticas (en el campo de la política empezamos a ver ejemplos refrescantes, innovadores, de mujeres capaces de gobernar desde planteamientos de cooperación, solidaridad y empatía con los sectores más desfavorecidos). Queda trayecto, sin duda, un trayecto en el que será fundamental identificar claramente el argumentario que ha anulado e invisibilizado a las mujeres, un paso previo y fundamental para introducir modelos y esquemas capaces de quebrar los cimientos de instituciones y leyes caducas.

Es aquí donde resulta esencial la aportación de obras tan lúcidas y reveladoras como Inferior, de Angela Saini, periodista especializada en ciencias, publicado en España por Círculo de Tiza, con prólogo de la escritora Elvira Navarro, y Mujeres y poder, de la catedrática de Clásicas inglesa Mary Beard (Crítica). Se trata de dos libros que tienen la capacidad de rasgar el velo, de franquear muros demasiado gruesos. Estamos ante dos ensayos que arrancan de un mismo punto de partida, la mirada atrás, el recorrido histórico (a través de la ciencia en el caso de Saini; a través de la cultura clásica en el de Beard) que demuestra de dónde arranca la discriminación femenina y cómo los prejuicios se han mantenido firmes a lo largo del tiempo.

Angela Saini: Desde Darwin… Datos, teorías y enseñanzas.

La periodista especializada en ciencias Angela Saini, autora de “Inferior”. Fotografías facilitadas por la editorial.

Si algo demuestra la lectura de Inferior es que la ciencia no es infalible y que, en lo que respecta a las investigaciones sobre la mujer y las diferencias entre géneros, las investigaciones nunca han sido concluyentes y han estado demasiado a menudo sesgadas, contaminadas por las percepciones sociales y culturales. Muy al comienzo del trayecto la autora nos presenta a una mujer, Caroline Kennard, figura destaca del movimiento feminista del área de Boston, quien en 1881 mantuvo correspondencia con Charles Darwin y le pidió que desmintiera a quienes se basaban en sus libros para argumentar que la inferioridad de las mujeres se sostenía sobre principios científicos. Pero el autor de El origen de las especies no tenía ninguna intención de contradecir esa idea. Le contestó lo siguiente: “La cuestión a la que usted hace referencia es muy compleja (…) Opino que, si bien las mujeres suelen superar a los hombres en cualidades morales, intelectualmente son inferiores (…) Y creo que, partiendo de las leyes de la evolución (si es que las entiendo correctamente), será muy difícil que su intelecto llegue a igualar al de los hombres”.

Angela Saini acudió a la Biblioteca de la Universidad de Cambridge para buscar pistas sobre el tema de su ensayo y, buceando entre los manuscritos, se encontró con este cruce de cartas que son capaces de narrar “la historia de cómo se consideraba a las mujeres en uno de los momentos cruciales de la historia de la ciencia moderna, cuando se estaban sentando las bases de la biología”. Darwin pensaba que para que las féminas pudieran superar su desigualdad biológica, “tendrían que ganarse la vida como los hombres, lo que no sería buena idea, pues iría en detrimento de los niños y de la felicidad de los hogares” y basaba sus argumentos sobre la superioridad de su género en la existencia de figuras masculinas eminentes en todos los campos del saber.

Para ser justos con Darwin, hay que decir que era un hombre de su tiempo. Sus ideas tradicionales sobre el lugar que deben ocupar las mujeres en la sociedad no aparecen solo en sus obras científicas, sino también en las de muchos otros biólogos destacados de la época. Es posible que sus ideas sobre la evolución fueran revolucionarias, pero su actitud hacia las mujeres era sólidamente victoriana”, señala la autora, quien vuelve a las palabras, a la misiva indignada de la señora Kennard tras leer los argumentos del respetable hombre de ciencias: “Espere a que el “entorno” de las mujeres sea similar al de los hombres, a que tengan las mismas oportunidades, antes de juzgarlas intelectualmente inferiores, por favor”.

Son muchos los autores a los que recurre Angela Saini para demostrarnos hasta qué punto la ciencia se adaptó y ayudó a fortalecer los prejuicios de que las mujeres estaban relegadas a la esfera privada del hogar, mientras que a los hombres correspondía el dominio de la pública. Las bases estaban sentadas, el relato en marcha, y muchas otras mujeres se enfrentaron a él desde la más absoluta perplejidad e impotencia, del mismo modo que hoy asistimos a comportamientos y veredictos bochornosos, que no castigan actos de violencia y maltrato, y constatamos que la brecha salarial es un hecho, que la desigualdad en el trabajo persiste… ¡Cuánto han cambiado los tiempos y cuántas actitudes e ideas aún no han sido superadas!

“Para ser justos con Darwin, hay que decir que era un hombre de su tiempo (…) Es posible que sus ideas sobre la evolución fueran revolucionarias, pero su actitud hacia las mujeres era sólidamente victoriana”, señala Angela Saini, autora de “Inferior”.

Entre esas mujeres, afines a Caroline Kennard en su lucha por defender los derechos fundamentales de las mujeres, la ensayista cita a la escritora Mary Wollstonecraft, que ya en el siglo XVIII reivindicaba el acceso de la mujer a la educación, requisito previo y fundamental para poder establecer comparaciones entre los sexos. También nos acerca a la figura de otra autora, Charlotte Perkins Gilman, (1860-1935) quien, como nos dice, “se adelantó a su tiempo en muchos aspectos: criticó estereotipos como la necesidad de dar juguetes diferentes a niños y niñas, y vio muy certeramente cómo podría cambiar la sociedad del futuro el creciente ejército de mujeres trabajadoras”. Y nos sorprende al presentarnos a una figura mucho menos conocida, Eliza Burt Gamble, una maestra de Concord (Michigan), adscrita al movimiento sufragista, que en 1894 publicó “algunas de las ideas más radicales de su época” en un libro (La evolución de la mujer: una indagación sobre el dogma de su inferioridad ante el hombre) donde refuta las ideas de Darwin y de otros representantes de la biología evolutiva, haciendo notar, por ejemplo que “las mujeres no eran inferiores por naturaleza; solo lo parecían porque no se les había dado la oportunidad de desarrollar sus talentos” o que “Darwin no había tenido en cuenta la existencia de mujeres poderosas en el seno de las sociedades tribales, lo que podría sugerir que no siempre imperó la supremacía masculina”.

Hasta el siglo XX, “lo normal era que no se admitiera a las mujeres en la universidades y que no ostentaran títulos (…) Cambridge no otorgó los mismos títulos a hombres y mujeres hasta 1947 y la Facultad de Medicina de Harvard se negó a admitir mujeres hasta 1945”, nos recuerda Saini. Pese a todos los obstáculos hubo científicas que lograron desarrollar su trabajo con éxito, pero a las que se consideraba unas intrusas, valga el célebre ejemplo de Marie Curie, “que ganó dos premios Nobel, pero no pudo ingresar como miembro de la Academia Francesa de las Ciencias por ser mujer”.

La ausencia durante años de mujeres en campos tan importantes del saber, o cuyos trabajos no han merecido la debida atención, ha propiciado, sin duda, la difusión de demasiadas teorías intencionadas en su contra, fruto de una sociedad profundamente patriarcal. Con el tiempo, los resultados de las investigaciones sobre la diferencia entre los géneros, han ido variando, muchas veces en función del sexo de los científicos, un factor a tener muy en cuenta y que indica hasta qué punto los intereses y las ideas preconcebidas influyen sobre los resultados y restan valor a los experimentos científicos. Más de una vez la autora de Inferior hace hincapié en este argumento.

Cambridge no otorgó los mismos títulos a hombres y mujeres hasta 1947 y la Facultad de Medicina de Harvard se negó a admitir mujeres hasta 1945 (…) Marie Curie ganó dos premios Nobel, pero no pudo ingresar como miembro de la Academia Francesa de las Ciencias por ser mujer…

Estamos ante una obra abarcadora y deslumbrante, ante un ensayo que nos despierta y nos libra de la ceguera. Con un estilo claro y ameno, Angela Saini bucea en la historia de la ciencia y recurre a todo tipo de especialistas, entablando un interesante debate que enfrenta unas tesis con otras, abriendo un horizonte en el que más que analizar las diferencias entre hombres y mujeres, se nos anima a partir del hecho de que como individuos todos somos únicos, independientemente de nuestro sexo. ¿Por qué no buscar las semejanzas, los puntos en común, los retos a emprender en igualdad de cara al futuro? es una pregunta que me planteo mientras voy pasando las páginas de este libro lleno de datos y de referencias a otras lecturas. Un auténtico caudal de información, de inspiración y también de “rebelión” que consigue echar por tierra muchas verdades largamente asumidas.

Cuando la ensayista conversa con la primatóloga y antropóloga Sarah Blaffer Hrdy, conocida por sus trabajos de campo con distintas especies animales, en los que ha desmontado, entre otras, la idea de la pasividad sexual de las hembras, esta le recuerda que cuando le preguntan por lo que el feminismo supone para ella, su respuesta es la siguiente: “Una feminista es alguien que defiende la igualdad de derechos para ambos sexos. En otras palabras: una demócrata. Todos somos feministas, y quien no lo sea debería avergonzarse“.

Imposible detenerme en cada uno de los asuntos abordados y que atienden a distintos bloques de investigación (la teoría de los ciento cuarenta gramos que le faltan al cerebro femenino; el análisis de por qué las mujeres enferman más, pero los hombres mueren antes; la comparación entre la discutible monogamia femenina frente a la promiscuidad masculina, los complejos estudios y teorías sobre la menopausia…) Son muchos las sugerencias y descubrimientos que depara esta entrega, pero voy a detenerme en un capítulo, que me resultó especialmente revelador, en el que la ensayista enfrenta a dos grupos de investigadores, los que parten del estudio de los chimpancés para sustentar la estructura patriarcal como “la manifestación humana de una dinámica sexual que se repite una y otra vez en el reino animal”, caracterizada por el dominio del macho, y los que recurren a otro grupo de primates, los bonobos, que abren el debate y nos ofrecen una visión diferente.

Los bonobos son una especie rara en el mundo de los simios, porque en ella dominan las hembras. Las de mayor edad parecen estar en la cúspide de la jerarquía. Es bastante habitual que las hembras ataquen a los machos”, vamos leyendo. La autora entrevista a la primatóloga Amy Parish, especialista en el tema, quien le cuenta que claramente son las bonobo las que ostentan el poder; que se aparean libremente con los machos de otro grupo, sin miedo a los del suyo propio; que son ellas las que salen a cazar carne y que intervienen en las peleas de sus hijos y les protegen de la violencia.

Sin duda interesante lo expuesto hasta aquí, pero mucho más saber que que la comunidad de los bonobos funciona de este modo porque “las hembras establecen fuertes vínculos entre ellas, a pesar de no estar emparentadas (…) Los machos suelen ser más grandes, pero las hembras dominan porque están muy unidas”, explica la científica. Un ejemplo iluminador, a tener en cuenta en la lucha por la igualdad de derechos a partir de la cooperación, la protección, el ejercicio de la empatía. La autora alude a las palabras del investigador holandés Frans de Waal al describir a las hembras de bonobo como “un regalo para el movimiento feminista”. Y no se olvida de otras especies como los tamarinos y los titíes, “en las que los sexos coexisten y cooperan de forma pacífica”, donde, por ejemplo, machos y hembras, cuidan juntos a sus crías”.

La vida animal ofrece muchos ejemplos que nos permiten desmontar (siempre teniendo en cuenta las circunstancias humanas, sin generalizar) las teorías tradicionales, que ayudan a identificar errores tan evidentes como el de que el dominio depende de la fuerza y del tamaño. “En opinión de Amy Parish, los grandes simios no son solo una ventana hacia nuestro pasado: también pueden ser un ejemplo de cómo podríamos vivir en el futuro. Su trabajo demuestra que el dominio masculino no es inevitable cuando las hembras se unen para defender sus intereses”, escribe Angela Saini, quien también dedica muchas páginas de su libro a dar cuenta de numerosas investigaciones de campo en comunidades humanas de cazadores-recolectores, que ofrecen pistas muy reveladoras sobre etapas en las que el patriarcado no era el modelo imperante.

En la comunidad de los bonobos “las hembras establecen fuertes vínculos entre ellas, a pesar de no estar emparentadas (…) Los machos suelen ser más grandes, pero las hembras dominan porque están muy unidas”, explica la científica Amy Parish.

Ya en el epílogo, la ensayista vuelve a situarnos frente al gran reto: la superación de esos relatos tan largo tiempo aceptados. Recurre a las palabras de la feminista Betty Friedan, a su obra La mística de la feminidad, donde dejó constancia de que, pese a que “las feministas destruyeron la antigua imagen de la mujer, no lograron acabar con los prejuicios, la hostilidad y la discriminación, que siguieron existiendo” . Y nos presenta a otro pionero, en este caso un hombre, el antropólogo Ashley Montagu, que en 1953 publicó La superioridad natural de la mujer, un pequeño, radical y revolucionario volumen para una época en la que las mujeres apenas habían logrado el derecho al voto en los países más avanzados.

Entre los muchos méritos de Inferior está el de su capacidad para contagiar las ganas de leer otras obras y el de su descubrimiento de interesantes personajes, en muchos casos bastante desconocidos. En el caso de Montagu –toda una sorpresa con la que se encontró Saini en el curso de su investigación– en sus escritos, absolutamente innovadores para su tiempo, “comparó el sometimiento de las mujeres con el que había padecido históricamente la raza negra en Estados Unidos” y “organizó campañas contra la mutilación genital femenina mucho antes de que fuera un tema tan mediático como lo es hoy”.

Frente a lo establecido, tras analizar los datos que conducían a la mayoría de los biólogos a afirmar que las mujeres eran inferiores, el antropólogo no dudó en llevar la contraria apasionadamente. “Las féminas no son débiles o endebles, ni física ni mentalmente”, proclamó, defendiendo mejoras como el reparto de las tareas domésticas entre los dos sexos y horarios de trabajo flexibles para que ambos progenitores compartieran el cuidado de los hijos y disfrutaran por igual de su compañía. Entendía, como recalca la ensayista, que los hombres tenían mucho que ganar si aceptaban los cambios. Y escribía: El hombre también es un problema en busca de una solución”.

Se ha avanzado en temas de igualdad, pero aún son amplios los sectores de la sociedad que no aceptan las transformaciones. “La resistencia de ciertos sectores es tan tóxica que amenaza con revertir los progresos realizados”, señala la autora, después de citar el caso de otro antropólogo que, hace apenas unos años, en 2015, se inspiró en la obra de Ashley Montagu para escribir un ensayo sobre la evolución de la mujer y el fin de la supremacía masculina. Su nombre, Melvin Konner. Entre sus argumentos los siguientes: “El rechazo de la violencia es propia de seres superiores (…) Creo que nuestro mundo sería mejor si las mujeres tuvieran mayor influencia”.

Pues bien, como señala Angela Saini, tras entrevistarlo para su estudio, en una época en la que estas declaraciones no deberían resultar para nada radicales, ya que el cambio está en marcha y cada vez hay más mujeres entre los líderes políticos, la obra de Konner, que fue publicada por fascículos en el “Wall Street Journal”, despertó mucha controversia entre el público masculino estadounidense. Fueron demasiados los que se afanaron en publicar comentarios insultantes, tantos que el autor llegó a la conclusión de que “la idea de que las mujeres se hagan con el poder resulta “amenazante” para muchos”. Precisamente Mujeres y poder se titula el segundo libro del que voy a hablaros.

Mary Beard: De la “Odisea” al reto de cambiar la estructura masculina

Fotografía de Mary Beard, por Debra Hurford Brown / Camera Press

Reconocida humanista, catedrática de Clásicas en la Universidad de Cambridge y autora de obras como El triunfo romano, Pompeya y La herencia viva de los clásicos, Mary Beard lleva mucho tiempo reflexionando sobre “lo profundamente intrincados que están en la cultura occidental los mecanismos que silencian a las mujeres, que se niegan a tomarlas en serio y que las aíslan de los centros de poder”. En el volumen, publicado en castellano por Crítica, la autora reúne el material de dos conferencias pronunciadas sobre el tema en 2014 y 2017.

Se trata de dos textos paralelos en los que nuestra protagonista hace gala del estilo diáfano que la caracteriza para indagar en su área de especialización, las fuentes clásicas y la tradición literaria occidental, a la búsqueda de ejemplos donde se dibujen los roles adjudicados tradicionalmente a los sexos y el menosprecio de las mujeres. Su punto de partida es el relato épico de la Odisea, donde la protagonista femenina, Penélope, aguarda pacientemente el regreso al hogar de Ulises, quien ha de atravesar todo tipo de obstáculos en su travesía de retorno. Mary Beard se detiene en un pasaje muy significativo en el que Telémaco, el hijo, hace callar a su madre y le pide que se retire a sus aposentos y se ocupe de sus labores porque “el relato estará al cuidado de los hombres”, así como el gobierno de la casa.

Se trata de una prueba palpable de que ya en las primeras evidencias escritas de la cultura occidental las voces de las mujeres son acalladas en la esfera pública”, señala Beard, quien constata que desde muy pronto los hombres asumen que deben aprender a controlar el discurso y a silenciar a las féminas, algo que hoy se sigue percibiendo, con distintos matices, en muchos ámbitos, en el terreno laboral, en el político… No resulta fácil enfocar el asunto sin caer en tópicos, reduccionismos y lugares comunes como el etiquetado de “misoginia”. Todo es mucho más complicado, reconoce la catedrática, y es fundamental analizar el pasado, las referencias, para poder interpretar el presente. Resulta muy estimulante seguir a la ensayista en un trayecto en el que introduce a autores como Aristófanes, que en el siglo IV a. C. se mofaba de la posibilidad de que las mujeres se hicieran cargo del gobierno del Estado porque su charla, centrada en lo privado, en el sexo, no era lo suficientemente elevada; a Ovidio, que persistió en la idea de silenciar a las mujeres en su proceso de transformación, y a muchos otros a lo largo del tiempo.

Ya en la “Odisea”, Telémaco, el hijo, hace callar a Penélope, su madre, y le pide que se retire a sus aposentos y se ocupe de sus labores porque “el relato estará al cuidado de los hombres”, así como el gobierno de la casa.

En el mundo clásico las mujeres, cuya dependencia social y económica era muy limitada, solo podían expresarse públicamente en su papel de víctimas o de mártires, nos dice Beard, ofreciéndonos ejemplos muy significativos. Y más adelante argumenta: “Si recorremos la literatura antigua encontraremos un reiterado énfasis sobre la autoridad de la voz grave masculina en contraste con la femenina. Un antiguo tratado científico enuncia de forma explícita: una voz grave indica coraje viril, mientras que una voz aguda es indicativo de cobardía femenina”.

Nos puede resultar chocante todo esto, pero lo cierto es que todavía hoy, en mayor o menor medida, somos herederos de esta tradición, teorización, del discurso de género. Los principios de la retórica aún se basan en las normas establecidas por Cicerón y Aristóteles. “Las tradiciones clásicas nos han proporcionado un poderoso patrón de pensamiento en cuanto al discurso público”, declara la humanista, quien nos va ofreciendo datos y pruebas del modo en que la sociedad ha ido recluyendo, ignorando, ninguneando a la mujer. Durante mucho tiempo quienes han reclamado una voz pública han sido tratadas como andróginas. Se las ha encasillado en debates centrados únicamente en la defensa de las causas femeninas. Se ha normalizado la idea de que la voz femenina no transmite la suficiente autoridad. En estos tiempos, en los que estamos bajo el influjo de las redes sociales, es muy frecuente que las declaraciones públicas de las mujeres sean ridiculizadas a través de comentarios groseros en Internet (la autora no duda en dar cuenta de ejemplos tomados de su propia biografía). Y podríamos seguir con la enumeración… (entrad en el libro).

“Un antiguo tratado científico enuncia de forma explícita: una voz grave indica coraje viril, mientras que una voz aguda es indicativo de cobardía femenina”, indica Mary Beard, atora de “Mujeres y poder”.

A través de lecturas, de los significados de leyendas y mitos (las amazonas, la diosa Atenea, la cabeza de Medusa…) pero también de hechos contrastados, este ensayo cuyas páginas repaso nos va atrapando con su lucidez y nos va conduciendo hasta la actualidad, demostrándonos hasta qué punto determinadas actitudes, supuestos y prejuicios “están profundamente arraigados en nosotros: no en nuestros cerebros (no hay ninguna razón neurológica que nos haga considerar que las voces graves están más acreditadas que las agudas), pero sí en nuestra cultura, en nuestro lenguaje y en los milenios de nuestra historia…”

¿Qué deben hacer las mujeres para modificar estos relatos? ¿De qué manera transformar las dinámicas, llegar al poder para cambiar las cosas? se pregunta la autora. Es muy interesante su reflexión sobre la adopción de actitudes masculinas para hacerse oír que muchas mujeres han adoptado en el trabajo y en la política (“ponerse los pantalones”, suele decirse). “Eso fue precisamente lo que hizo Margaret Thatcher cuando reeducó su voz, demasiado aguda, para darle el tono grave de autoridad que sus consejeros creían que le faltaba (…) Este tipo de tácticas contribuye a que las mujeres sigan sintiéndose excluidas, imitadoras de papeles retóricos que no perciben como propios. Dicho de otro modo: que las mujeres pretendan ser hombres puede ser un apaño momentáneo, pero no va al meollo del problema”, argumenta Beard.

Se trata de encontrar los propios modos, desmontar los principios de autoridad fijados, hallar nuevos lenguajes, maneras y símbolos. En esa dirección apunta la autora. No se trataría de “romper techos de cristal”, ni de “llamar a la puerta”, ni de “darles un empujón”, expresiones muy utilizadas cuando se habla del acceso de las mujeres a puestos de responsabilidad, a cargos de poder. Se trata de acceder de forma natural, sin necesidad de pedir permiso, a algo a lo que se tiene derecho, sin necesidad de adaptar los discursos ni las vestimentas.

No es fácil hacer encajar a las mujeres en una estructura que, de entrada, está codificada como masculina: lo que hay que hacer es cambiar la estructura. Y eso significa que hay que considerar el poder de forma distinta; significa separarlo del prestigio público; significa pensar de forma colaborativa, en el poder de los seguidores y no solo de los líderes; significa, sobre todo, pensar en el poder como atributo o incluso como verbo (“empoderar”), no como una propiedad”, señala la autora de Mujeres y poder. Merece mucho la pena reflexionar sobre todo ello, abrir el debate.

Mary Beard se basa fundamentalmente en ejemplos del mundo anglosajón, pero aquí, ahora, en la España de 2018, tenemos la suerte de contar con mujeres como Ada Colau o Manuela Carmena, que desde sus cargos en los ayuntamientos de Barcelona y Madrid están mostrando una nueva manera de hacer política, empática, cercana, participativa, atenta a los sectores más desfavorecidos, a la lucha contra las desigualdades. Encaja mucho con el cambio de estructura al que alude la humanista.

“No es fácil hacer encajar a las mujeres en una estructura que, de entrada, está codificada como masculina: lo que hay que hacer es cambiar la estructura. Y eso significa que hay que considerar el poder de forma distinta…”, señala la humanista inglesa.

Puede que no todo sea perfecto. No es fácil. Las cifras de violencia de género desaniman, del mismo modo que las actitudes de sectores reaccionarios a los que debemos hacer frente cada día. Queda mucho camino, pero atisbar otros horizontes es muy de agradecer. Agradezcamos escuchar cada vez más voces femeninas potentes, sin complejos, en las instituciones; agradezcamos asistir a manifestaciones donde se percibe una unión y una energía contagiosas que nos llevan a pensar que algo está cambiando y que ha llegado para quedarse, para perdurar, para ir abriendo grietas, quebrando poco a poco el grueso muro de los prejuicios.

“Inferior”, de Angela Saini, ha sido publicado por Círculo de Tiza, con prólogo de Elvira navarro y traducido por Sandra Chaparro.

“Mujeres y poder. Un manifiesto” de Mary Beard, en Crítica, ha sido traducido por Silvia Furió.

La primera y la última fotografía fueron realizadas por Emma Rodríguez en dos manifestaciones en Madrid: la de arriba, el pasado 22 de junio (2018), tras conocerse que la Audiencia de Navarra dejaba en libertad provisional  a los cinco miembros de La Manada, condenados por abusar sexualmente de una joven en los Sanfermines de 2016. La de abajo, durante la celebración del Día Internacional de la Mujer, el 8 de Marzo de 2018.
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