Destino al Oeste con Margaret Fuller

Por Emma Rodríguez © 2017 / “Ojalá la máxima sencilla de que la honestidad es la mejor política se tomara en serio; ojalá un sentido de las verdaderas metas de la vida elevara el tono de la política y el comercio hasta que el honor público y el privado fuesen idénticos...” Quien expresó estas ideas por escrito fue Margaret Fuller. Se estaba dirigiendo a los ciudadanos de su tiempo, mediados del siglo XIX en Estados Unidos, a los inmigrantes que estaban llegando al Oeste para empezar de cero, pero su deseo llega hasta el presente y nos conmueve. He sentido muy cercana a esta mujer nacida en Cambridge (Massachusetts) en 1810. Su existencia fue corta, no superó los 40 años, pero intensa y de largo alcance, pues aún hoy nos sigue inspirando a través de obras como Verano en los lagos, un ensayo muy especial, un libro de viaje que acaba de publicar en nuestro país la editorial La Línea del Horizonte.

Emerson

Periodista, poeta, crítica literaria, pionera del feminismo, Fuller formó parte del movimiento trascendentalista, inspiró a Thoreau, fue admirada por Walt Whitman y mantuvo una relación de amistad, de intercambio intelectual (aunque algunos biógrafos van más allá y apuntan a un enamoramiento) con Ralph Waldo Emerson, líder de esa corriente que se desarrolló en la ya mítica localidad de Concord (condado de Middlesex en el estado de Massachusetts) y que promovía, entre otras cosas, el acercamiento a la naturaleza como vía para encontrar el sentido espiritual de la vida y entrar en contacto con la energía cósmica que lo mueve todo, esa energía que tanto se percibe en la obra de los miembros del grupo.

Al frente, durante dos años, de la revista trascendentalista The Dial, publicación en la que se vertían las refrescantes nuevas ideas de una comunidad movida en todo momento por un espíritu rebelde y crítico que llamaba a experimentar la realidad por uno mismo, a alejarse de los dogmas establecidos y a ejercitar la observación, la intuición y la originalidad de la que todo ser humano está dotado, Fuller fue considerada una más en medio de un clan de hombres y llega hasta nuestros días como un ser llamado a traspasar las fronteras de su tiempo. Al leer este libro, que ahora ha llegado a mis manos, del mismo modo que al leer a Thoreau, a Whitman, he experimentado nuevamente la sensación de que, de algún modo, todos ellos estaban destinados a adelantarse a su época, a hablar a los hombres y mujeres del futuro. En Fuller he reconocido ráfagas de la lucidez, la hondura, el halo visionario que anima al poeta de Hojas de hierba y al creador de Walden. Dos obras que han llegado a nosotros como auténticos, renovadores, soplos de aire fresco.

Una de las pocas fotografías que existen de Margaret Fuller. En la imagen se la puede ver a la izquierda. A su lado Natalie Bell

No sabía nada de Margaret Fuller y reconozco que fue su relación con estos autores que tanto me han enriquecido lo que me animó a conocerla, a seguir sus pasos por la ruta que emprendió una mañana de mayo de 1843 hacia el Oeste americano, en aquellos lejanos días en los que los colonos blancos ya ocupaban las tierras que habían sido de los indios y empezaban a habitar en el que antaño había sido su paraíso, después de que estos fuesen abatidos, obligados a aceptar los espacios acotados de las reservas, bajo la supervisión del Gobierno, humillados, engañados, muy lejos de la libertad a la que estaban acostumbrados. Nuestra autora quiere vivir todo eso sobre el terreno, quiere conocer esas geografías vírgenes aún. Y lo hace con el corazón abierto, ávida por saber, por desmontar los prejuicios y las mentiras extendidas sobre el pueblo indio, luchando con sus propias contradicciones, porque ve la tragedia de las tribus como inevitable en el transcurso de la Historia de Estados Unidos, pero para nada exenta de injusticia.

Bronson Alcott

Llama la atención el arrojo, el espíritu viajero de esta mujer a contracorriente, su afán por huir de los convencionalismos, su sinceridad, su empatía, su sentido del humor. Todo esto, ya de por sí admirable, resulta llamativo si tenemos en cuenta la época en la que le tocó vivir. De hecho, para escribir Verano en los lagos, necesitó documentarse y solicitó acceder a la biblioteca de la Universidad de Harvard, permiso que fue aceptado y que la convirtió en la primera mujer en cruzar esas puertas. En la entrega que nos ocupa se percibe su lucha por la igualdad entre los sexos, pero habría que leer otro de sus ensayos, La mujer en el siglo XIX, para profundizar más en esta faceta. En el clarificador, interesantísimo y completo prólogo del libro de viajes del que os hablo, nos proporciona la profesora e investigadora Teresa Gómez Reus algunos datos biográficos muy significativos para situar a nuestra protagonista: “trabajó en “The Temple”, la escuela experimental que puso en marcha el revolucionario pedagogo Bronson Alcott, el padre de la autora de “Mujercitas”, Louisa May Alcott, y puso en marcha “sus célebres “Conversaciones”, clases dirigidas a mujeres, donde se exploraban ideas estéticas, filosóficas y morales a través de diálogos socráticos”, teniendo como discípulas a algunas de las mentes femeninas más brillantes del Boston de entonces, “entre ellas las activistas Lydia Maria Child y Elizabeth Cady Stanton.

Para escribir Verano en los lagos Margaret Fuller necesitó documentarse y solicitó acceder a la biblioteca de la Universidad de Harvard, permiso que fue aceptado y que la convirtió en la primera mujer en cruzar esas puertas.

Imagino la admiración que pudo despertar esta mujer en su momento, así como la animadversión entre los sectores más conservadores por su temperamento inconformista y sus ideas avanzadas. Inteligente y muy culta, Fuller, que también trabajó como corresponsal para el “New York Tribune”, convirtiéndose en la primera cronista de guerra de la historia del periodismo norteamericano (cubrió la revolución italiana y defendió los valores de la independencia), fue educada rígidamente por su padre, “un patriota fervoroso que creía en la educación de las niñas para mejorar la República”, según nos indica la prologuista. A los seis años era capaz de leer a Virgilio en su lengua original y a los dieciséis ya tenía una amplia formación en todas las áreas del saber y dominaba el francés y el alemán. “Tantos años de estudio y esfuerzo habían dejado mella en su salud y necesitaba un respiro”, señala Gómez Reus. La necesidad de ese respiro fue el gran impulso que la llevó a amar los viajes. Lejos de quedar frustrada por el encierro, por una educación tan estricta, nuestra protagonista reaccionó con unos intensos deseos de volar, de vivir al aire libre, de observar, experimentar y sentir, de ser ella misma, como convencida seguidora de los principios trascendentalistas. Son anhelos que expresó en sus cartas a Emerson y que están muy presentes en el viaje del que dejó constancia en Verano en los lagos.

Thoreau

Estamos ante una obra que participa de la idea del viaje como crecimiento e introspección. Fuller busca entrar en contacto con los otros, poner en combate sus ideas y principios, enriquecerse con creencias y culturas con las que intenta romper la distancia, pero, sobre todo, persigue entablar un diálogo consigo misma, con sus emociones y sentimientos. Los paisajes exteriores, los caminos abiertos, son la llave que la conducen hacia sus geografías interiores, una llave que comparte con el Thoreau que emprendió un viaje muy similar, siguiendo las corrientes de los ríos Concord y Merrimack, trayecto en el que también se encontró y se conmovió ante los rastros de los pobladores indios, ejerciendo una airada crítica contra su aniquilación. Según los especialistas el autor de Desobediencia civil se sintió influenciado por la aventura de Fuller y decidió emprender la suya propia y contarla en un libro (bajo el título Musketaquid lo ha publicado Errata Naturae en nuestro país). Ambas rutas están impregnadas de reflexión, de hondura y de un halo poético que expresa muy bien la corriente emocional, el diálogo entre alma y paisaje.

Estamos ante una obra que participa de la idea del viaje como crecimiento e introspección. Fuller busca entrar en contacto con los otros, poner en combate sus ideas y principios, pero, sobre todo, persigue entablar un diálogo consigo misma, con sus emociones y sentimientos.

La colonización estadounidense, la apropiación y domesticación del Oeste por parte del hombre blanco, planea sobre todo el recorrido de Verano en los lagos, y como os decía antes, Margaret Fuller se debate una y otra vez entre sus contradicciones, hecho que destaca Teresa Gómez Reus en el prólogo. “Por una parte, la escritora ensalza el lado esperanzador que para tantas familias supuso la posibilidad de emprender una vida mejor; idea central de la construcción ideológica de Estados Unidos como tierra de oportunidades. Por otro no le pasan desapercibidos la severidad de vida de los colonos, ni tampoco el violento expolio ecológico y humano que implicó la llegada masiva del hombre blanco. Es la vieja tensión entre promesas y hechos, entre ideales y realidades que está en la médula misma de la historia de Estados Unidos”.

Pareja en la orilla canadiense de las cataratas del Niagara. 1858.

Hay un pasaje en el que encontramos a Margaret Fuller ante el carácter indómito de la naturaleza, enfrentándose a sus propios prejuicios. Es al comienzo de su viaje en Niágara, frente a las célebres cataratas, que ya en su época atraían sobremanera a los viajeros, motivo por el cual a ella no acaban de cautivarla tanto en un principio. Le faltaba el elemento sorpresa, tenía tantas imágenes en su cabeza y tantos datos, que “sabía donde buscar cada cosa, y cada cosa tenía el aspecto que había imaginado”. Pero aún así, en un momento dado, antes de marcharse, confiesa que realmente vio la maravilla total del paisaje y que éste la sobrecogió y sacudió. Lo cuenta así: “Llegó a inspirarme un terror indefinido, que nunca antes había experimentado, como el que puede sentirse cuando la muerte se dispone a conducirnos hacia una nueva existencia. El perpetuo fragor de las aguas se apoderó de mis sentidos. Me pareció que ningún otro sonido, por cerca que se hallase podía oírse; y me sobresaltaba y me daba media vuelta en busca de un enemigo. Percibí la identidad entre el temple con el que la naturaleza descargaba aquellas aguas de un modo tan impetuoso y el que había creado al indio en esa misma tierra. Porque a mi mente acudían de continuo, espontáneas e inoportunas, como nunca antes, imágenes de salvajes desnudos acercándoseme por la espalda con hachas en alto; la ilusión se repitió una y otra vez, e incluso después de analizarla e intentar librarme de ella no pude evitar sobresaltarme y volver la vista”.

Walt Whitman

La absoluta sinceridad sobre sus ideas preconcebidas, el permanente cuestionamiento de sí misma, es algo que me ha atraído especialmente en esta entrega tan llena de confesiones. Crítica con el turismo que simplemente busca llegar a los lugares y fotografiarlos para dejar constancia de haber estado en ellos, sin buscar más allá, sin experimentar apenas emoción, sobrecogimiento, imaginamos a la autora anotando sus impresiones, viviendo el viaje como potenciador de sus impulsos creativos, lo que la lleva a incluir en su cuaderno diálogos, comentarios de lecturas, relatos, anécdotas, que tienen que ver con lo que está experimentando en cada momento, con la idea de transformación y crecimiento de todo viaje, de toda vida. Aquí, de nuevo, Margaret Fuller se adelanta a la moderna ruptura de los géneros. Toda estructura narrativa, todo lenguaje es válido en la búsqueda de verdades, de iluminaciones.

En Margaret Fuller encontramos la crítica a los males del progreso, tan presente en los trascendentalistas, así como la defensa de la preservación de los entornos naturales, la visión de que el materialismo acabaría empobreciendo la vida de los hombres, despojándola de cualquier otra búsqueda espiritual, la importancia de la cultura para forjar la identidad y el deseo de equilibrio. Ya en ruta hacia la zona de los grandes lagos, hacia las Islas Manitou, Chicago, Geneva… la escuchamos decir:  “Me dirijo al Oeste preparada para que me disguste su crecimiento vertiginoso (…) En otros países la casa del hijo nació de la del padre con la misma naturalidad que un brote de una rama, y la catedral coronó el todo con la misma naturalidad que la copa frondosa el árbol. Aquí eso es imposible (…) Se cortan los viejos puntos de referencia y, por un tiempo, la tierra no tiene ninguno, salvo los que deja la dureza de la conquista y las necesidades cotidianas, como las fogatas de los campamentos que ennegrecen los bosquecillos más encantadores. He venido preparada para ver todo eso, para que me disguste pero no para ponerlo en entredicho o difamarlo con una estúpida estrechez de miras…”

En Margaret Fuller encontramos la crítica a los males del progreso, tan presente en los trascendentalistas, así como la defensa de la preservación de los entornos naturales, la visión de que el materialismo acabaría empobreciendo la vida de los hombres, la importancia de la cultura y el deseo de equilibrio.

De nuevo vemos a la autora retándose a sí misma, buscando respuestas, queriendo comprender el germen de su país, deseando, como dice más adelante, “captar con una fe reverente el grandioso sentido del paisaje; quizá vislumbrar la ley que alumbre en este caos un nuevo orden, acaso una nueva poesía”. Leemos a Fuller y, en momentos así, no podemos evitar pensar en Whitman defendiendo la democracia auténtica, una democracia construida por la gente corriente,  basada en los principios de generosidad, nobleza, dignidad y búsqueda de la verdad, valores a los que seguir aspirando pese a que el rumbo del mundo parezca alejarnos cada vez más de ellos.

Alce Negro, fotografiado por John G. Neihardt, en la cima de Harney Peak, el punto más alto de las Black Hills en el sur de Dakota.

En el camino la escritora es consciente de cómo sus ideas van cambiando, de cómo crece en su interior la complicidad tanto con los colonos, a los que compadece en la dureza de sus días, en su afán de superación, como con los indios, que se asoman a ver las que fueron sus tierras y se encuentran con construcciones cuadradas que no comprenden, como puso de manifiesto Alce Negro, uno de los guerreros indios que resistió hasta el final, en las conversaciones que mantuvo con el cronista John G. Neihardt y que dieron pie a un maravilloso libro, Alce Negro habla, que recoge todas sus experiencias y la sabiduría de su pueblo. “Los wasichus nos han metido en estas cajas cuadradas (…) Es una pésima forma de vivienda, porque lo cuadrado carece de poder. El indio hace todo en círculo, y ello obedece a que el poder del mundo siempre obra en círculos, y todo tiende a la redondez”, recupero ahora las significativas palabras del legendario jefe sioux.

La dama del trascendentalismo defendió en todo momento la preservación de la cultura, de las leyendas indias. Ella no podía ser indiferente a la manera en que ese pueblo libre conectaba su vida con los elementos naturales, con el transcurrir de las estaciones, con la globalidad de un universo incontrolable del que se sentían parte. Frente a quienes sólo veían su carácter salvaje, incivilizado, “traicionero”, ella percibía una manera poética de percibir la realidad y dosis nada desdeñables de sensibilidad, belleza y dignidad. “Al ver las huellas de los indios, que eligen los lugares más hermosos para instalar sus viviendas, y cuyas costumbres no agreden los rasgos de la Naturaleza bajo los que han nacido, sentimos que son los amos legítimos de la belleza que se han abstenido de deformar. Pero la mayoría de los colonos no se dan cuenta en absoluto: la belleza respira, habla en vano para quienes asaltan a toda prisa su esfera. Avanzan a la manera gótica, no romana, y sus prácticas de cultivo arrasarán con el cariz natural de la región en veinte años, si no diez”, vamos leyendo.

Mujeres indias con sus hijos en el Sur de Dakota. 1880

Verano en los lagos retrata un tiempo remoto, pero lo que nos dice nos resulta absolutamente actual, nos hace tomar conciencia del desastre que el ser humano ha provocado en el medio ambiente, del peligro, que ya percibimos, del cambio climático. Como decía al principio, Margaret Fuller, al igual que Thoreau y Whitman, hablaba para su tiempo, pero con la mirada puesta en los ciudadanos del futuro. Y lo mismo sucede con sus escritos sobre las mujeres y la necesidad de su educación, de su emancipación. Hay una parte del libro, titulada La tierra está llena de hombres, donde la autora observa con sumo interés a las niñas de los colonos y comprueba que estas tienen que luchar contra los hábitos mentales de sus madres. “El espíritu nefasto de la imitación y la dependencia de los estándares europeos se cuelan por todas partes y amenazan con marchitar cualquier florecimiento original que adorne el suelo”, argumenta. Y prosigue: “Si las niñas crecen fuertes, decididas y libres para ejercer sus facultades sus madres lamentan su falta de delicadeza. Cuando las ven alegres, emprendedoras y dispuestas a revolotear de un lado a otro para aprender de todo un poco, las señoras se quejan de que “no van a la escuela, donde aprenderían a estar calladas”. Lamentan la falta de “educación” de sus hijas, como si las muchas necesidades que despiertan sus energías juveniles y el lenguaje de la naturaleza no proporcionaran educación alguna” .

La dama del trascendentalismo defendió en todo momento la preservación de la cultura, de las leyendas indias. Ella no podía ser indiferente a la manera en que ese pueblo libre conectaba su vida con los elementos naturales, con el transcurrir de las estaciones, con la globalidad de un universo incontrolable del que se sentían parte.

Al respecto, Fuller propone, muy en línea con las ideas de la enseñanza ideal de Charles Fourier, “la fundación de buenas escuelas locales, a cargo de personas lo bastante inteligentes  para atender a la necesidad del lugar y del momento, en vez de copiar las de Nueva York o Boston”, porque lo que necesitan las niñas, en su opinión, es instrucción “para aprovechar las grandes ventajas naturales de las que disfrutan”, porque, como dice, “los métodos copiados de la educación de alguna Señorita Augusta inglesa serán tan aptos para la hija de un granjero de Illinois como las zapatillas de satén para escalar túmulos indios”.

Realmente es muy reveladora toda esta argumentación, que concluye proclamando que esas niñas “difundirán la elegancia si sus mentes se abrieran al aprecio de la elegancia”, de “una clase nueva, original, seductora” de elegancia, forjada en el estudio, pero, sobre todo, en la comunicación con el entorno natural, en el ejercicio físico, en el desarrollo de la sensibilidad, lejos de la vida de la ciudad con sus sombrererías, bailes y visitas matinales. Una vida nueva, en fin, para mujeres nuevas que han de adaptarse a la vida en los territorios recién hallados.

También hay páginas dedicadas a las mujeres indias, a su sumisión, en esta entrega que se recibe, en muchos sentidos, como una bocanada de viento inconformista que llega desde el pasado. La vida de Margaret Fuller fue corta. Murió en 1850, a los 40 años, en compañía de su marido italiano, un noble defensor de la independencia al que conoció en su estancia en el país como corresponsal, y de su hijo de corta edad. Sucedió cuando el barco en el que regresaban a Estados Unidos encalló cerca de Nueva York, en la Isla del Fuego. Buscando información al respecto he sabido que fue Thoreau, a petición de Emerson, que quedó desolado, quien viajó al lugar de la tragedia para hacerse cargo de la situación y darle el adiós en nombre de todos los trascendentalistas. Tenía la esperanza de encontrar el manuscrito con el que ella viajaba, su Historia de la revolución italiana, pero no vio cumplido su deseo. Sus páginas se perdieron en el mar.

Margaret Fuller

La vida de Margaret Fuller fue corta, intensa. Hoy seguimos escuchando su voz rebelde. “Los hombres, centrados en ganarse la vida, se olvidan de vivir. Ocurre tanto en los lugares más románticos como en los más aburridos y vulgares. Los hombres se sumergen tan pronto en el trabajo que ya no vuelven a emerger, a menos que se cuiden de ese peligro desde el principio. ¡En Chicago había hombres que nunca tenían tiempo de ir a ver las praderas o aprender nada disociado de los negocios cotidianos, o acerca de la región donde vivían!”, escribió en Verano en los lagos. Tomo estas palabras, este fragmento que nuevamente nos conduce a la lucidez del trascendentalismo, para poner el punto final. Os animo a proseguir el diálogo, a hacer vuestras propias búsquedas.

Verano en los lagos, de Margaret Fuller, ha sido publicado por La Línea del Horizonte, con edición a cargo de Teresa Gómez Reus y traducción de Martín Schifino.

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