Louise Erdrich: Los ecos de “La casa redonda”

Por Emma Rodríguez © 2013 / En los viejos tiempos, cuando los indios no podían profesar su religión -bueno, en realidad no tan viejos, en los tiempos anteriores a 1978-, la casa redonda se utilizaba para celebrar ceremonias. La gente fingía que se trataba de una sala de baile social o llevaba la Biblia a las reuniones. En aquellos tiempos, los faros del coche del sacerdote al acercarse por la larga carretera iluminaban la ventana sur. Para cuando llegaba el cura o el superintendente de la Oficina de Asuntos Indios, los tambores de agua, las plumas de águila, las bolsas de pócimas, los rollos de corteza de abedul y las pipas sagradas ya se encontraban a bordo de un par de lanchas en medio del lago. La gente sacaba la Biblia y leía en voz alta el Eclesiastés…” Quien lo cuenta es Joe, un chico de 13 años al que Louise Erdrich ha elegido para que, al hilo de sus propias vivencias, relate la historia de su familia y la de su pueblo, todas girando alrededor de los misterios, de las leyendas, de “La casa redonda”.

Comienzo a escribir este texto a la mañana siguiente de haber terminado de leer la novela, deseosa de no perder ninguna de las sensaciones, ninguna de las reflexiones, que me despertó un viaje altamente estimulante cuyo trayecto realicé acompañada del recuerdo de otra lectura, “Alce negro habla”, el inspirador, luminoso y revelador diario vital, transcrito por John G. Neihardt, de las andanzas, pensamientos y visiones de un legendario sioux. Se trata de un testimonio clave para acercarnos a la esencia de una comunidad, la de los indios norteamericanos, que vivió en libertad, acorde con las leyes de la naturaleza, y cuyo desarrollo fue truncado por un cruel e injusto destino. La voz de Alce Negro se hace presente cada vez que en “La casa redonda” se evocan los antiguos tiempos en los que los indios vivían en armonía con el universo, con las fuerzas de lo sagrado, atentos a esos sueños que eran capaces de decirles y hacerles ver mucho más que las vigilias. Pero también cada vez que se alude al trágico momento en el que fueron despojados de sus tierras y obligados a vivir en reservas, a renunciar a sus creencias.

“Nuestro pueblo estaba triste por la muerte de Caballo Loco, y encima nos iban a encerrar en pequeñas islas y a convertirnos en wasichus”, dice Alce Negro, refiriéndose a los hombres blancos. “Empezamos a sentir nostalgia de nuestra tierra, en la que solíamos ser felices. Los viejos hablaban mucho de ella y de los días anteriores a nuestras desventuras. Me entraba deseo de llorar al oírlos…” sigue relatando su experiencia, pero ese sentimiento de desolación está presente también en la novela con la que Louise Erdrich, descendiente de la tribu india ojibwe, se alzó con el último premio nacional de literatura de EEUU (National Book Award 2012).

La voz de Alce Negro se hace presente cada vez que en “La casa redonda” se evocan los antiguos tiempos en los que los indios vivían en armonía con el universo, con las fuerzas de lo sagrado, atentos a esos sueños que eran capaces de decirles y hacerles ver mucho más que las vigilias. Pero también cada vez que se alude al trágico momento en el que fueron despojados de sus tierras y obligados a vivir en reservas, a renunciar a sus creencias

En “La casa redonda” los nativos ya viven en reservas, marginados en terrenos prestados por el Estado que antes les habían pertenecido, sin posibilidad de defender sus derechos con leyes propias. La acción transcurre en la década de los 80, cuando una mujer india, Geraldine, la madre del protagonista, es violada brutalmente. Ese inicio estremecedor es el motor que mueve todos los acontecimientos posteriores, el que hace que el ritmo de los días se rompa y desaparezca el sosiego de las minúsculas rutinas que adquieren un valor inesperado cuando dejan de ser, cuando se quedan en suspenso. La tragedia ha irrumpido en la vida cotidiana. El padre y el hijo, absortos en arrancar los tallos de “unos pequeños árboles que habían atacado los cimientos de la casa”, se encuentran muy lejos de la mujer que está siendo agredida y que logra escapar, herida profundamente, convertida ya en una persona diferente: muda, inerte, con el caparazón del silencio como única coraza.

Campamento Shoshone - Wyoming - Montañas

Son muchos los atractivos, los aciertos, de esta obra sobrecogedora que me lleva a incluirla en el cajón donde guardo las novelas con eco. Me refiero a esas que se quedan, que seguimos escuchando, visualizando, interiorizando, durante mucho tiempo; que nos enseñan cosas tan potentes que se quedan ancladas a la memoria de una u otra forma. Parece que con el paso de los años esas novelas con eco son más difíciles de encontrar, pero están ahí, dispuestas a sorprendernos. “La casa redonda”  me ha atrapado por la fuerza y autenticidad de las experiencias que narra, por su carga de verdad y por la mezcla de voces, de géneros.

Estamos ante un “thriller” porque gira en torno a una investigación. ¿Quién fue el agresor al que la víctima no es capaz de acusar por miedo? ¿Qué otros elementos mucho más complejos, qué otras interacciones, explican lo sucedido? Pero desborda los límites del género, los ensancha. Así, cobra fuerza la historia de los cuatro amigos adolescentes que pasan de montar en bicicleta, bañarse desnudos en el lago y hacer los primeros pinitos con las chicas, a experimentar la angustia y el miedo. Ese salto antes de tiempo del territorio de la infancia, donde la imaginación y el juego lo pueden todo, a un espacio diferente en el que habrán de vivir con la conciencia del mal, del miedo, de la venganza, me resulta estremecedor. Imposible no establecer asociaciones con sagas de aventuras como las de “Los cinco” o “Los tres investigadores”. Aquí los cuatro amigos también se ponen a seguir pistas y sospechas, pero lo que está detrás no es nada divertido. No es “La casa redonda” un libro idóneo para jóvenes, sino para todos aquellos que lo fueron, que pasaron por esa etapa del despertar de los deseos, del desasosiego al traspasar un umbral desconocido; en este caso de una crueldad extrema.

Ese salto antes de tiempo del territorio de la infancia, donde la imaginación y el juego lo pueden todo, a un espacio diferente en el que habrán de vivir con la conciencia del mal, del miedo, de la venganza, me resulta estremecedor. Imposible no establecer asociaciones con sagas de aventuras como las de “Los cinco” o “Los tres investigadores”. Aquí los cuatro amigos también se ponen a seguir pistas y sospechas, pero lo que está detrás no es nada divertido.

Joe, de hecho, lo rememora todo desde la edad adulta, cuando es consciente de que lo vivido ha forjado su personalidad, llevándole a desear ser un hombre “algo mejor”. Y ese tono evocador del que mira desde lejos, desde lo ya atravesado, desde lo ya asumido, dota al relato de una carga de emotividad, de comprensión, de ternura, que contrasta con sus durezas y con sus aristas ásperas, afiladas. Estamos pues, también, ante una novela de formación, ante un retrato de adolescente que se ve abocado por las circunstancias a no detenerse en sus descubrimientos, en sus ensoñaciones, porque debe crecer demasiado deprisa, porque debe irse desprendiendo de la protección de unos padres que empiezan a envejecer antes de tiempo. Louise Erdrich sabe atrapar muy bien ese paso traumático a la edad adulta, ese momento en el que se es consciente de las pérdidas que conlleva hacerse mayor, empezando por la de la inocencia, y se accede al conocimiento de la maldad. Ese instante en el que se desearía volver atrás, pero ya no es posible; en el que han de tomarse primeras decisiones que marcarán un rumbo sin vuelta atrás, decisiones en este caso acuchilladas por la culpa, por la pesadilla.

Poblado Arapaho - 1870 - Fuente Fotográfica tomada del

Hay muchos ángulos, muchas dobleces en esta novela cargada de sospechas, de enigmas por descifrar, de secretos y giros inesperados. Estamos ante un drama, pero hay humor. Hay brotes de humor, de risa, que crecen en esta historia como en la vida. Están las referencias a la serie “Stark Trek. La nueva Generación”. Ningún seguidor de la saga podrá dejar de reír ante la descripción que los jóvenes protagonistas hacen de unos personajes con los que se identifican y que les ayudan a escapar de la realidad, a sentirse diferentes. Ni con sus chistes y confidencias más íntimas acerca de la sexualidad; cosas de chicos de todas las épocas y generaciones. Está la vieja Ignatia alardeando de las cualidades de sus sucesivos amantes, sin esconder ningún detalle obsceno, y está el casi centenario abuelo Mooshum, que se niega a cortarse la melena y que desea morir en el momento de contemplar la escena de streep-tease que le regala Sonya, otro gran personaje.

Hay historias dentro de historias en esta novela coral, donde cada vivencia es como una pequeña rama que brota del tronco central y lo alimenta. Hay páginas cargadas de ternura, de amor, y otras altamente perturbadoras, inquietantes, así la historia de Linda Wishkob, la extraña mujer blanca que fue apartada de su hermano siamés al nacer, adoptada por una mujer india y criada en la reserva.

Mooshum es precisamente el puente que conduce al pasado, a las tradiciones. Sabe leer los sueños, las visiones propias de los ancianos, de los sabios de la tribu. Él es quien va relatando por las noches, en voz alta, en una especie de insomnio, maravillosas fábulas que escucha su nieto Joe y de las que no se acuerda por las mañanas. Fábulas como la de Akiikwe, Mujer de la Tierra, y su hijo Nanapush, que se encuentra con el último y añorado búfalo, símbolo de los tiempos en los que los indios eran libres y felices. “Mientras se arrastraba a duras penas, kilómetro tras kilómetro, Nanapush entonó el canto del búfalo aunque le hiciese llorar. Le desgarraba el corazón. Recordaba cómo, cuando era un niño pequeño, el búfalo había llenado su mundo. En una ocasión, siendo niño, los cazadores bajaron al río. Nanapush se había subido a un árbol para mirar por dónde venía el búfalo. En aquellos tiempos cubrían la tierra. Eran infinitos. Él había conocido aquella gloria. ¿Adónde habían ido a parar?”, va narrando el anciano, quien despliega dos teorías: desaparecieron en un agujero cavado en la tierra o fueron completamente exterminados por el hombre blanco.

Mooshum es precisamente el puente que conduce al pasado, a las tradiciones. Sabe leer los sueños, las visiones propias de los ancianos, de los sabios de la tribu. Él es quien va relatando por las noches, en voz alta, en una especie de insomnio, maravillosas fábulas que escucha su nieto Joe y de las que no se acuerda por las mañanas.

El significado de la visión es sabio y bello y bueno”, leo en “Alce Negro”, un libro lleno de significados, de metáforas, de interpretaciones sobre el mundo, sobre el destino de los seres humanos, sobre la necesidad de no olvidar lo sagrado, de seguir practicando el diálogo con la naturaleza. Aquí debo hacer un inciso para referirme a las teorías de lo circular frente a lo cuadrado a las que se refiere el sioux visionario y que tan bien explican la forma de la edificación, la casa redonda de la novela, donde siguen realizándose rituales y ceremonias que han traspasado los cauces del tiempo.

Contruyendo un Teepee - Fotografía aparecida originalmente en el Chicago Daily News, en 1904 - Autor desconocido.

“Los wasichus nos han metido en estas cajas cuadradas (…) Es una pésima forma de vivienda, porque lo cuadrado carece de poder. El indio hace todo en círculo, y ello obedece a que el poder del mundo siempre obra en círculos, y todo tiende a la redondez”, cuenta Alce Negro echando de menos los tradicionales tipis. “En días idos, siendo gentes fuertes y dichosas, nuestro poder brotaba del aro sagrado de la nación, y mientras el aro estuvo intacto el pueblo prosperó. El árbol floreciente se hallaba en su centro, y lo nutría el círculo de las cuatro regiones. El este daba paz y luz, el sur calor, el oeste lluvia, y el norte vigor y resistencia, viento glacial y poderoso. El conocimiento de ello nos llegaba por medio de la religión del otro universo. Cuanto el Poder del mundo realiza se plasma en círculo. El firmamento es redondo y, según he oído, la tierra es redonda como una bola, y asimismo todas las estrellas. El viento gira en su gran fuerza…”, sigo leyendo maravillada.

Hay mucho de ese espíritu en las fábulas de Mooshum, relatos en los que los animales salvan la vida a las personas y les llevan la suerte, relatos sobre espíritus y presencias sagradas. En esta novela se abre también la puerta sutilmente al otro lado, el que no se ve, a esa zona en la que habitan los fantasmas, lo incomprensible. Pero sucede de un modo natural, de manera similar a cómo irrumpe lo fantástico en las mejores novelas del realismo mágico latinoamericano. Joe le dice a su padre que ha visto un fantasma en el jardín y éste se lo toma en serio. Le dice que existen, que hay que estar atentos a lo que le intentan comunicar y que se sienten atraídos por todo tipo de perturbaciones. En “La casa redonda” ese desvío a lo sobrenatural es asumido, está implícito en la memoria subterránea de un pueblo con un sentido de la espiritualidad que va más allá de las pócimas mágicas de sus hechiceros.

Joe le dice a su padre que ha visto un fantasma en el jardín y éste se lo toma en serio. Le dice que existen, que hay que estar atentos a lo que le intentan comunicar y que se sienten atraídos por todo tipo de perturbaciones. En “La casa redonda” ese desvío a lo sobrenatural es asumido, está implícito en la memoria subterránea de un pueblo con un sentido de la espiritualidad que va más allá de las pócimas mágicas de sus hechiceros.

Hay muchas lecturas, repito, muchos puntos de interés en esta novela con la que Louise Erdrich, además de entretener; además de emocionar y cautivar; además de profundizar en el pozo del alma humana, reivindica la personalidad y la historia de su pueblo, al tiempo que critica su silenciada situación de marginalidad, las agresiones permanentes que aún siguen sufriendo las mujeres indígenas debido a la falta de leyes propias que las protejan. “Erdrich ha construido una compleja novela que no solamente desentraña la historia de fracaso moral de nuestra nación, sino también el retrato de una comunidad que se sustenta entre tradiciones, valores, fe e historias”, señaló el jurado que premió a la autora, nieta de un ex-dirigente de una reserva de Dakota del Norte.

Grupo de guerreros Sioux - Fotografía: Rinehart, F. A. (Frank A.). Dakota Indians; Trans-Mississippi and International Exposition (1898 Omaha, Neb.)

“La casa redonda” remueve las heridas y llega allí donde no puede hacerlo el testimonio de los historiadores o de los cronistas. Son las heridas, las cicatrices de los personajes, las que nos llevan a comprender el drama de todo un pueblo. Un drama que tiene una localización concreta, pero que se universaliza al retratar la humillación de tantas comunidades en minoría, despojadas, arrinconadas, indefensas.

Es Bazil, el padre de Joe, un juez tribal dedicado a luchar por todas estas causas, quien le cuenta a su hijo cómo ha de contarse la historia del robo, de la usurpación, padecida por sus antepasados, a quienes se consideró salvajes que vivían en el bosque, de cultura y religión inferiores, incapaces de sacar provecho, productividad, de los recursos naturales a su alcance. Un capítulo que es una inmensa mancha oscura en el devenir de la gran potencia estadounidense.

“Estamos en 1823. Los Estados Unidos han cumplido solo cuarenta y siete años de existencia y todo el país se centra en apoderarse de las tierras indias lo más rápido posible y de todas las maneras posibles ideadas por el hombre. La especulación inmobiliaria es la bolsa de valores de aquellos tiempos. Todo el mundo se lanzaba a ello. George Washington. Thomas Jefferson (…) El presidente del Supremo, Marshall, puso todo su empeño en despojar a los indios de todos sus títulos de propiedad (…) Básicamente sostuvo la doctrina medieval de descubrimiento para un gobierno cuyos pilares eran supuestamente los derechos y las libertades individuales. Marshall confirió toda la titularidad de las tierras al Gobierno y concedió a los indios tan solo el derecho de ocuparlas, un derecho que podía serles revocado en cualquier momento. Incluso a día de hoy, se sigue recurriendo a sus palabras para continuar con el expolio de nuestras tierras”, expone Bazil los hechos, a la manera de una lección de Historia.

“Reparé en que los wasichus no se preocupaban unos de otros como los míos antes de que se rompiera el aro de la nación. Si podían se quitaban las cosas mutuamente, y así había algunos que tenían de todo más de lo que podían usar, mientras muchedumbres carecían de lo indispensable y quizá sufrían hambre. Habían olvidado que la tierra era su madre”, relata , por su parte, Alce Negro, tan cercano al viejo Mooshum de “La casa redonda”. Una voz del pasado que ahora, en nuestro presente de occidentales, suena especialmente clarividente. Una voz que sigue alertando de los errores, de las equivocaciones de tantos pueblos que se han creído, que siguen creyéndose, superiores.

Campo de internamiento de Indios Dakota situado bajo el Fuerte Snelling. Isla de Pike en el río Minnesota. Fotografía: Benjamin Franklin Upton (1818-), Minnesota.

“La casa redonda”, de Louise Erdrich, ha sido publicada por la editorial Siruela. Susana de la Higuera Glynne-Jones ha sido  la traductora. “Alce negro habla”, escrito por John G. Neihardt, ha sido editado por Sophia Perennis (José J. de Olañeta, Editor). Introducción. Vine Deloria, Jr. Traducción: Juan Antonio Larraya.

(Las fotografías que acompañan este artículo proceden de diferentes fuentes. Al mantener durante unos segundos el puntero del ratón sobre ellas, se visualiza los datos, y créditos específicos, de cada una). 

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