Por Emma Rodríguez © 2016 / En ocasiones lo único que nos apetece leer es una historia atrayente, estimulante, divertida, que nos secuestre y no nos deje salir de sus páginas. Una historia que se convierta en refugio, en huida de una realidad demasiado atosigante. Suele suceder cuando estamos muy cargados de trabajo, de ocupaciones, de compromisos, cuando nos sentimos especialmente decepcionados con el rumbo de los acontecimientos, con las actitudes de quienes nos rodean, con el entorno, con las rutinas. Son momentos en los que la mente está tan cargada que somos incapaces de darnos un respiro y no nos valen los ensayos, ni los libros demasiado densos que otras veces tanto nos llaman, ni siquiera los relatos porque se acaban demasiado pronto, ni, por supuesto, los poemas, porque nos falta la lucidez y el estado de ánimo adecuado.
En una de esas ocasiones, recientemente, cayó en mis manos la nueva novela de la escritora canadiense Margaret Atwood, Por último el corazón, y enseguida supe que era lo que necesitaba, lo que estaba buscando. Tuve suerte en encontrarla porque me salvó de una de esas etapas, que todos conocemos, de dar saltos de un libro a otro sin terminar de centrarnos, de interesarnos realmente. La novela de Atwood me atrapó durante dos o tres días intensos, me hizo recuperar esa sensación tan placentera de que algo me estaba esperando, de que, tras los acontecimientos de mis días, podía abrir la puerta y entrar en un tiempo y un espacio paralelos. La novela de Atwood me secuestró con su ritmo vibrante, con la potencia de su historia, con su capacidad de sorpresa. Capaz de hacerme reír con su mordacidad, con el planteamiento de situaciones cómicas, también lograba incomodarme, agitarme, al plantear situaciones extremas, límite, de tono futurista, pero más cercanas de lo que pudiera parecer al presente en el que vivimos.
Ahí, precisamente ahí, en ese punto, se produjo una conexión que amplió los efectos de la obra, expandió sus horizontes, pues Atwood me remitió a otras lecturas y despertó en mí las ganas de recobrarlas: Un mundo feliz, de Huxley; 1984, de Orwell; Fahrenheit 451, de Bradbury… Es ahí, en el cauce de las distopías, de las recreaciones de mundos lejanos que actúan como espejos en los que reflejarnos, en los que imaginar rumbos y peligros venideros, donde se sitúa este libro. Bastaría con la mención de estos tres títulos para que cualquiera de quienes habéis llegado hasta aquí decidiera si Por último el corazón es lo que está necesitando, deseando leer en este momento, porque es de este tipo de libros, sí, de esta clase de obras a las que solemos recurrir para explicar las amenazas de las sociedades en las que vivimos, hacia las que vamos o hacia las que podríamos llegar si no conseguimos poner remedio antes.
“Por último el corazón” me secuestró con su ritmo vibrante, con la potencia de su historia, con su capacidad de sorpresa. Capaz de hacerme reír con su mordacidad, con el planteamiento de situaciones cómicas, también lograba incomodarme, agitarme, al plantear situaciones extremas, límite, de tono futurista, pero más cercanas de lo que pudiera parecer al presente en el que vivimos
Feminista y ecologista, atenta a la actualidad política y social, muy activa en la lucha por los derechos humanos y en la defensa del medio ambiente y de los animales, especialmente de las aves, Margaret Atwood, que ha sido tachada de visionaria, de premonitoria, porque sus libros suelen anticiparse a modas, actitudes y hasta catástrofes (en una de sus obras escribió sobre el lado más oscuro del dinero poco antes del estallido de la reciente debacle financiera y ha llegado a vaticinar en su novela El año del diluvio un desastre planetario por el maltrato a la naturaleza ) parte, en esta ocasión, del presente inmediato, de la actual crisis que ha dejado a tanta gente en la estacada, sin trabajos, sin casas, a la intemperie en las neoliberales sociedades de la desigualdad.
La pareja protagonista lo ha perdido todo, salvo su coche, en el que se ven obligados a dormir. Charmaine, que gana algo de dinero como camarera en un bar de mala muerte, intenta animar a Stain diciéndole que no es un fracasado, que aún no ha tirado la toalla, que la mayoría de la gente ha perdido su trabajo. “Pero eso no le ha pasado a la gente rica”, no puede evitar pensar él. Su historia es la de tanta gente que dio la entrada para un piso cuando todo parecía ir viento en popa, y al poco tiempo estalló la burbuja inmobiliaria, la crisis de las hipotecas, primero en Estados Unidos, luego en Europa… Lo que ya conocemos.
La pareja protagonista lo ha perdido todo, salvo su coche, en el que se ven obligados a dormir. Charmaine, que gana algo de dinero como camarera en un bar de mala muerte, intenta animar a Stain diciéndole que no es un fracasado, que aún no ha tirado la toalla, que la mayoría de la gente ha perdido su trabajo. “Pero eso no le ha pasado a la gente rica”, no puede evitar pensar él.
Hasta aquí, en sus inicios, se trata de una narración muy actual, una historia en la que nos reconocemos, de la que formamos parte porque nosotros, gente corriente, nos hemos visto afectados en mayor o menor medida y porque las principales víctimas, que podemos llegar a ser, continúan siendo noticia: parados de larga duración ya sin recursos, desahuciados, jóvenes que se van en busca de mejores horizontes, crudos inviernos sin calefacción, incluso suicidios, preocupantes cifras de suicidios a las que los medios apenas hacen referencia. Todo eso sigue aquí, muy cerca, aunque ya lo tengamos asumido y creamos a quienes nos dicen que lo peor ha pasado.
Sigue aquí y así lo cuenta Margaret Atwood, que nos permite acceder a los pensamientos y reflexiones de Stan a través de una interesante voz narradora en tercera persona. “Y entonces todo se fue a tomar viento. Dio la sensación de que ocurría de la noche a la mañana. No sólo en su vida personal: todo el castillo de naipes, el sistema entero se hizo pedazos, miles de millones de dólares desaparecieron de los libros de contabilidad como el vaho de una ventana. Por la tele, salieron una multitud de expertos de poca monta, intentando explicar cómo había ocurrido –demografía, pérdida de confianza, gigantescos sistemas de venta piramidal–, pero sólo eran un montón de conjeturas baratas. Alguien había mentido, alguien había engañado, alguien había especulado en bolsa con operaciones bajistas, alguien había inflado las divisas. Faltaba trabajo, sobraba gente. O al menos faltaba trabajo para medianías como Stan y Charmaine. La zona nordeste del país, que era donde vivían ellos, fue la más afectada…”
Mientras escribo este texto no recuerdo si en algún momento la acción se sitúa en una geografía, en una localización concreta. Mientras leía imaginé todo el tiempo una ciudad estadounidense, pero podría ser cualquiera… Seguimos en el comienzo del relato. Todo está aún por suceder. Los días de miseria de la pareja llegan a su fin cuando ella ve en la televisión el anuncio de un insólito experimento social que recluta gente sumida en la más completa pobreza: el proyecto Positrón, que vende el sueño de una vida confortable, sin penurias, en una ciudad idílica, Consiliencia, donde sus habitantes pasan la mitad del tiempo en la Penitenciaría Positrón, encerrados, desempeñando trabajos diversos para mantener el sistema, mientras que en la otra mitad son liberados y llevan vidas acomodadas, seguras, de clase media.
El trasvase entre los dos lados, entre unos y otros: los que salen de la cárcel deseosos de habitar en las mismas casas que han de dejar los que entran, da para muchos juegos a Atwood, para muchos juegos perversos: engaños, infidelidades, despliegue de oscuros deseos que explotan en medio de las prohibiciones…. La distopía ha comenzado, al principio todo parece sencillo, pero en el camino van apareciendo cosas extrañas, secretos que hay que mantener, prácticas ilícitas que tienen que ver con la producción de alimentos, con el brutal tráfico de órganos… No sé si conocéis una película del director Michael Bay, titulada La isla, con Ewan McGregor y Scarlett Johansson en los papeles principales. También la he recordado mientras leía la novela. También se desarrolla en un lugar al que todos quieren ir tras un desastre ecológico, que parece ideal y que acaba convirtiéndose en una encerrona, en una pesadilla. Ni en la película ni en nuestra novela es oro todo lo que brilla y los personajes son conscientes de haber entrado por propia iniciativa en una trampa de la que les resulta muy difícil escapar, momento a partir del cual se desarrolla, en ambos casos, un thriller veloz del que tampoco los lectores podemos huir.
Frente a quienes opinan que la ficción necesita tiempo y perspectiva para retratar los conflictos del hoy, la escritora canadiense deja que todo lo que vive, lo que observa, lo que percibe en las conversaciones de la gente que camina a su lado por la calle, se filtre en sus relatos. Cuando el suelo bajo nuestros pies se ha tambaleado y nos ha convertido en personas diferentes, mucho más conscientes de tantas cosas, Atwood ha hecho entrar en sus libros las inquietudes que nos roban el sueño y ha ido mucho más allá con esta novela que desmonta muchos de los discursos del capitalismo, muchos convencimientos, muchas creencias que nos sostienen y, queremos pensar, nos mantienen a salvo. Pero, yo os había dicho antes, que esta es una novela divertida, y creedme que lo es. Se trata de una entrega que, pese a incomodarnos, nos divierte porque su autora es una maestra del sarcasmo y de la audacia; también del control de los tiempos y de los ritmos, que maneja a su antojo en una narrativa que fluye plena de viveza, libre de prejuicios.
¿Con qué creencias juega Atwood con evidentes notas de humor negro? ¿Qué es lo que desarma en esta novela? Pues, por ejemplo, la idea de felicidad asociada a lo material; el positivismo que se vende como la única filosofía posible (seamos positivos, visualicemos siempre el mejor lado de las cosas…); la promesa de seguridad que los gobernantes prometen a cambio de recortes de derechos y libertades. Del mismo modo que Huxley, Orwell, Bradbury, aquí se retrata una sociedad completamente vigilada, controlada, donde nadie puede saltarse las normas, donde no hay clandestinidad ni márgenes a los que poder escapar, donde todos son manipulados y controlados por poderes superiores movidos por el interés, por la avaricia llevada al extremo.
La escritora canadiense desmonta en esta novela la idea de felicidad asociada a lo material; el positivismo, que se vende como la única filosofía posible; la promesa de seguridad que los gobernantes prometen a cambio de recortes de derechos y libertades. Del mismo modo que Huxley, Orwell, Bradbury, retrata una sociedad completamente vigilada, controlada, donde nadie puede saltarse las normas.
“Sé la persona que siempre has querido ser”, dicen los manipuladores de Positrón, mientras lo ponen todo al alcance de la mano para que parezca que eso es posible. Por un lado, los secretos que esconde este mundo en apariencia perfecto, muestran el lado más atroz del ser humano, capaz de todo con el único fin de enriquecerse, de ejercer el dominio. Por el otro, asoma una gran verdad: no puede haber felicidad sin riesgos, sin imprevisibilidad. En un entorno tan ordenado, tan medido, tan de cartón piedra, las personas necesitan quebrar las normas de algún modo, romper con la obediencia, y así acaban asomando las fantasías ocultas, ese tan necesario punto de escape.
Con todo esto juega Margaret Atwood en Por último el corazón, una novela llena de registros, crítica con las sociedades occidentales, con sus creencias, y capaz de cuestionar también la vida de pareja con sus rutinas de convivencia, escarbando en las capas más profundas del sexo y del deseo hasta llegar a ese lugar donde el pudor no existe, ni las correcciones de ningún tipo; ese lugar clandestino donde las fantasías eróticas se desbordan; porque, como os decía antes, gran parte de la trama se desenvuelve en torno a un cruce de seducciones, de parejas y de engaños, un perturbador juego que lleva a sus protagonistas a saber quiénes son realmente y qué fronteras están dispuestos a atravesar en todos los órdenes de sus vidas.
Son muchos los aspectos interesantes de este libro que nos acaba conduciendo a múltiples preguntas y reflexiones. Adentrarse en sus caminos nos lleva a pensar en el final de las utopías, en la dificultad de los seres humanos para levantar sociedades construidas sobre el propósito del bien común, del reparto de la riqueza, del respeto a la naturaleza y la igualdad entre los sexos, entre las razas. Cuántas búsquedas, cuántas revoluciones y cuántas decepciones en la historia humana. Cuántos proyectos irrealizables y cuántos sueños hechos añicos, convertidos en crueles y turbias realidades. Hay un momento en la obra en el que se habla de que Consiliencia está montada sobre otra ciudad, fundada a finales del siglo diecinueve por un grupo de cuáqueros, que promovía el amor fraternal y el trabajo comunitario. El dato remite a un tipo de agrupación de carácter religioso, pero, el nombre de ese enclave, Harmony, es el mismo que el de la sociedad ideal, utópica, imaginada en su día por Charles Fourier, uno de los padres del cooperativismo, hombre visionario que hace ya dos siglos defendió los derechos de la mujer e introdujo avanzadas ideas en el ámbito educativo –perfil del que hablamos en otro artículo de Lecturas Sumergidas–.
Esa sociedad, organizada en comunidades autosuficientes (falanges o falansterios), alejada por completo de las normas capitalistas, precursora de las ideas del anarquismo social, puesta en marcha en algunos lugares, pese a la oposición de los poderes de entonces, estuvo, seguramente, entre las inspiraciones de Atwood a la hora de poner en pie su ciudad de ficción. Del mismo modo que El Paraíso perdido, de John Milton, sobre el que la enigmática Jocelyn, uno de los personajes centrales de la novela, hizo su tesis doctoral y que remite a la historia de Adán y Eva, a la idea de la introducción del sufrimiento y el mal en un mundo supuestamente ideal, creado por una mano bondadosa, la de un Dios que, sin embargo, no duda en castigar a quienes le desobedecen.
Las consecuencias de la tecnología mal aplicada, sin límites éticos, es otro de los temas que la escritora trata en esta narración que, como las mejores obras de la ciencia-ficción, nos conduce a un mundo lejano para retratar con absoluta lucidez el nuestro. Aquí resultan absolutamente originales, divertidos, atrevidos, los episodios sobre la fabricación de robots, de réplicas, tanto femeninas como masculinas, basadas en seres reales, incluso en figuras célebres desaparecidas, con el fin de convertirlas en parejas sexuales. “No creo que consigan reemplazar a los de carne y hueso”, dice uno de los que trabajan en su puesta en marcha. “Eso mismo decían de los libros electrónicos… No se puede parar el progreso”, le contesta otro.
Como en las mejores obras de la ciencia-ficción, Atwood nos conduce a un mundo lejano para retratar con absoluta lucidez el nuestro. Aquí resultan absolutamente originales, divertidos, atrevidos, los episodios sobre la fabricación de robots, de réplicas, tanto femeninas como masculinas, basadas en seres reales, incluso en figuras célebres desaparecidas, con el fin de convertirlas en parejas sexuales.
Y están también los capítulos en los que aparece la opción de recurrir a operaciones de cerebro para que una persona se enamore perdidamente, para siempre, de alguien en concreto. Son visionarias ocurrencias de Atwood para nada triviales, pues encierran complejas lecturas sobre la condición humana y las consecuencias de sus búsquedas y de sus actos. La identidad, la soledad, la necesidad de amor y tantos otros asuntos eternos en el río de la literatura y de la vida, no faltan en esta osada, mordaz, aventura, que nos deslumbra con su capacidad inventiva y nos sobrecoge porque no la vemos tan lejana.
La manipulación está en el centro de esta trama en la que los medios de comunicación, la propaganda, son utilizados, para convencer a la gente de que el mal viene de fuera, de los enemigos que quieren destruir, sabotear, el nuevo orden social. Y hay esclarecedores puntos de vista sobre el modo en que las crisis, al impulsar los miedos de la población, promueven modos de vida menos abiertos y libres, con la promesa de una mayor seguridad y protección. ¿Qué queremos en realidad? ¿Hasta qué punto nos sentimos libres, dueños de nuestras decisiones? ¿Hasta dónde estamos dispuestos a ceder, a dejarnos controlar? son preguntas que se plantean los personajes, preguntas que perfectamente podemos formularnos nosotros, lectores inmersos en la historia, cómplices de tantas cosas.

Os conduzco a una escena en la que Stan se pone a reflexionar sobre su vida, sobre los “hilos minúsculos de inquietudes insignificantes, preocupaciones pequeñas y miedos que se tomó en serio en su momento” y se ve como “una marioneta de sus propios deseos reprimidos”, movido por sus “deudas, horarios, la necesidad de dinero, el anhelo de comodidades; la melodía pegadiza del sexo, repitiéndose una y otra vez como un bucle neuronal”.
Y seguimos sus cuestionamientos: “Pero ¿qué significa ya la libertad? ¿Y quién lo ha enjaulado, quien ha levantado ese muro? Lo ha hecho él solo. Con tantas decisiones pequeñas… La reducción de sí mismo a una serie de datos numéricos en manos de otros, controlados por otros. Tenía que haber abandonado las ciudades desintegradas, huido de la vida encorsetada e incómoda que llevaba. Tendría que haber salido de la red electrónica, haber tirado todas las contraseñas, haber deambulado por la tierra como un lobo famélico, aullándole a la luna…”.
Stan, el protagonista, se ve como “una marioneta de sus propios deseos reprimidos”, movido por sus “deudas, horarios, la necesidad de dinero, el anhelo de comodidades; la melodía pegadiza del sexo, repitiéndose una y otra vez como un bucle neuronal”
Se titula La elección este capítulo del que he extraído estos fragmentos, un capítulo esencial porque desarrolla el tema de la propia responsabilidad en el transcurrir de la vida, la capacidad del ser humano de rebelarse, de no seguir las imposiciones marcadas. ¿Es posible escapar? ¿Habrá aún algún lugar sin vallas, carreteras, redes? ¿Estará dispuesta Charmaine a vivir sin sus comodidades, sin sus limpias sábanas floreadas?, sigue abriendo interrogantes el protagonista. Y en otro momento es ella la que constata que en ese nuevo territorio al que han ido a parar, y que durante tanto tiempo se negó a considerar una mentira, “lo que quieren es sumisión. Lo contrario de rebeldía”.
Margaret Atwood, autora prolífica, además de narradora, ensayista, poeta, crítica literaria, suele recurrir a la especulación, a la distopía, a atmósferas y motivos propios de la ciencia-ficción para abordar dónde están los límites del ser humano, hasta dónde, por el bien del progreso, de la productividad, del beneficio, está dispuesto a llegar. La autora canadiense nos lleva a plantearnos si como seres individuales podemos ser independientes en sociedades que cada vez nos imponen más necesidades, artilugios y adicciones. ¿Podemos parar, podemos dar la espalda a un sistema movido por la avaricia, enfermo, corrupto… ? ¿Podemos contribuir con nuestras acciones a dar otro tipo de respuestas que puedan contagiarse a nivel colectivo? Preguntas y más preguntas… Nos provoca Atwood, nos lleva a mirarnos en el espejo de su literatura. Y todo lo consigue divirtiéndonos, con humor inteligente, capaz de hacernos reír, pero también de incomodarnos.
Al principio os decía que necesitaba una novela capaz de secuestrarme en sus páginas, de servirme de refugio frente a las tensiones de lo cotidiano, a los cansinos, repetitivos, ruidos mediáticos. Acerté con Por último el corazón. Si también es vuestro caso, no dudéis en elegirla porque lo mejor, lo más cómico, estimulante, conmovedor, no os lo he contado.
Por último el corazón, de Margaret Atwood, ha sido publicado por Salamandra. La traducción ha corrido a cargo de Laura Fernández Nogales.