Fidel Oltra © 2023 /
En el mundo de la música hay una buena cantidad de historias de superación, descubrimientos, reivindicaciones tardías, éxitos inesperados y regresos sorprendentes. Trayectorias como las de U2, capaces de publicar discos y mantenerse en primera línea a lo largo de seis décadas diferentes, o la de los Rolling Stones, que con apenas cambios en la formación han entrado en su séptima década en activo, son excepcionales. En el otro extremo están las bandas o artistas que disfrutan de un periodo corto de éxito y luego desaparecen voluntariamente –los Beatles serían el caso más llamativo– o son prácticamente olvidadas por el público.
Llaman la atención poderosamente aquellos grupos que han sido capaces de reponerse de adversidades en forma de cambios traumáticos en su formación. Por mencionar tres casos: AC/DC parecían acabados cuando murió su cantante Bon Scott en 1980, pero con Brian Johnson se convirtieron en un mito mundial; Genesis perdieron a mediados de los 70 a su cantante y líder, Peter Gabriel, pero no solo consiguieron sobrevivir con Phil Collins al frente, sino que disfrutaron de mayor éxito comercial (por cierto, lo mismo pasó con Ultravox); finalmente, Fleetwood Mac no han tenido dos sino tres periodos diferentes con grandes cambios en su formación, desde una primera época centrada en el blues con Peter Green al mando, pasando por multitud de variaciones en los primeros 70, hasta llegar a su más exitosa y conocida etapa con Lindsey Buckingham y Stevie Nicks a partir de 1975.
También hay grandes historias de reivindicación tardía muy notorias, como en el caso de Nick Drake o del primer álbum de Velvet Underground. En el siglo XXI se han dado varios casos de cantantes redescubiertas décadas después de publicar un debut que pasó desapercibido, como ocurrió con Vashti Bunyan o Linda Perhacs. A nadie le extraña ya que saquen nuevos trabajos grupos y artistas que llevaban treinta años sin publicar un disco, como los New York Dolls, los Stooges, Psychedelic Furs o los mismísimos ABBA. Hay, como comentaba al principio, multitud de historias de ese tipo, pero prácticamente ninguna como la de Sibylle Baier.

Sibylle Baier nació en Alemania. Según la Wikipedia, lo hizo en 1955. Sin embargo, es muy probable que la fecha sea errónea y en realidad naciera en 1945, lo que cuadra más con la historia que les voy a contar. Desde muy pequeña mostró inclinación por la música, aprendiendo a tocar el piano y la guitarra a corta edad, pero también le interesaban otras artes como la pintura, la danza o la actuación. No es fácil encontrar más datos sobre la vida de Sibylle en aquellos primeros años, pero todo parece indicar que no fue fácil sino más bien alborotada. Antes de cumplir los quince pasó por un periodo muy profundo de desánimo, tal vez rozando la depresión, del que una amiga, Claudine, trató de hacerle salir invitándola a recorrer Europa.
Juntas iniciaron un viaje por carretera, probablemente haciendo autoestop, que las llevó hasta Italia a través de Francia. Parece ser que entre las ciudades visitadas estuvieron en Estrasburgo y Génova, desde donde volvieron a Alemania. Aquellas semanas de libertad y amistad causaron un gran impacto emocional en Sibylle, que de regreso a casa escribió la primera canción, cronológicamente, al menos de las que tenemos conocimiento: Remember the day. Una canción que, a pesar de haber sido compuesta como resultado de una experiencia positiva, tiene una letra melancólica y con referencias a vivencias dolorosas. En ella, al menos tal como nos ha llegado, están ya las principales características de la escasa música que conocemos de Sibylle Baier: un entrañable sabor amateur, giros melódicos inesperados, estructuras poco convencionales y rupturas aparentemente espontáneas de tiempos, compases e incluso tonos. Es una canción, como todas las suyas, que fluye desde el interior con naturalidad y sencillez, con escasos filtros si es que hay alguno, y que incluso así (o tal vez por eso) consigue conectar con algo muy profundo en quien las escucha.
Sibylle se casó y fue madre muy joven, apenas había cumplido los veinte años. Todo iba muy rápido en sus primeras décadas de vida, en contraste con lo que sucedería más tarde. Es de suponer que fue una época difícil para ella, que encontró cierto refugio escribiendo canciones que, por la noche, mientras el resto de la familia dormía, grababa en cintas de casete. Las circunstancias de las grabaciones explican en parte la naturaleza sonora de las mismas. ¿Cantaba y tocaba así de bajito para no despertar a sus hijos? Podemos imaginar que así era, y a esa situación debemos que su música sea tan íntima, como si te estuviese cantando al oído. Como si tuviera algo que contarte pero no quisiera importunarte con sus problemas intrascendentes.

El hecho de que grabara sus canciones por las noches en su casa de Stuttgart, mientras todos dormían, no significa que Sibylle las ocultara a su familia y amistades más íntimas. Si sus obligaciones lo permitían, también de día tocaba su guitarra y cantaba. Quizás canciones completas, tal vez esbozos de lo que luego sería una canción, es difícil saberlo. El caso es que lo hacía, aunque solo fuese para ella misma o para un círculo muy íntimo. Desde luego Sibylle no tenía ninguna intención de que se escucharan fuera de ese círculo, y, por supuesto, por su cabeza no pasaba ni remotamente la posibilidad de que esas cintas grabadas en la más absoluta intimidad vieran la luz algún día, más allá de para quienes ya sabían de su existencia. De hecho, rechazó una oferta para grabarlas de manera más profesional.
En la vida existen las casualidades, y una de ellas ocurrió mientras el marido de Sibylle, Hans Geißendörfer, hablaba por teléfono con un amigo. Este escuchó una guitarra y una voz de fondo, por debajo de la conversación. Preguntó a Hans sobre quién estaba cantando y este le respondió que era su esposa. Como decía, las casualidades existen: el amigo con quien Hans hablaba era, así nos ha llegado la historia, un personaje de cierta importancia en la industria musical con contactos en sellos discográficos. Intrigado por lo que había escuchado de refilón, preguntó si sería posible desplazarse a Stuttgart para escuchar a Sibylle tocar. La respuesta fue afirmativa, y al día siguiente Sibylle Baier realizó lo más parecido a una audición que hizo en su vida.
A aquel improvisado cazatalentos le impresionó tanto lo que escuchó que le ofreció la posibilidad de grabar aquellas canciones con un sello recién fundado, Virgin Records, y realizar una gira para promocionarlas. Sibylle rehusó la oferta, alegando que quería vivir una vida familiar y tranquila. Ella, explicó, no estaba hecha para enfrentar la vida de una artista, realizando sacrificios y esfuerzos que no se sabe nunca a qué van a conducir. No, ella prefería vivir tranquilamente, sacar adelante a su familia, y que sus canciones siguieran siendo solo lo que eran: una afición, una válvula de escape, una forma de sobrellevar una existencia que, en sus pocos años de vida, ya podía calificarse de convulsa y complicada.
Poco después, Sibylle y toda su familia hicieron las maletas y se marcharon a vivir a los Estados Unidos. Corría el año 1973 y, por lo que sabemos, Sibylle guardó las cintas en cajas y no volvió a grabar más canciones. Antes de marcharse repartió algunas copias entre sus familiares y amistades más cercanas. Entre esas amistades estaba un joven cineasta llamado Wim Wenders, que por entonces había realizado varios cortos y un par de películas, una de ellas inspirada en la efervescencia musical del Reino Unido en los 60 y especialmente por el grupo The Kinks.
Sibylle, que antes de abandonar Alemania tuvo la oportunidad de hacer un pequeño papel en su película Alicia en las Ciudades (1974), le entregó una de las cintas a Wenders. Imagino que también le llegaría una copia a otro cineasta alemán, Jochen Richter, puesto que en su película de 1975 Umarmungen und Andere Sachen (Abrazos y Otras Cosas) sonaban algunas de las canciones de Sibylle. En aquella ocasión, sin embargo, su nombre aparecía en los créditos como “Sybille Bayer”. Todo aquello, de todos modos, sucedía a muchos kilómetros de distancia, mientras su autora y su familia empezaban su nueva vida en los Estados Unidos. Una vida de ama de casa, alejada de cualquier relación con el arte. Sibylle dedicó el resto del siglo XX a disfrutar del dulce anonimato y a sacar adelante a sus hijos. Entre ellos estaba el mayor, Robby, que aunque había nacido en Alemania era muy pequeño cuando sus padres se mudaron, con lo que prácticamente creció en los Estados Unidos y no guardaba ningún recuerdo de aquellos años en Alemania. Así pasaron las siguientes décadas, con aquellas cintas que Sibylle grababa por las noches, con mucho cuidado para no despertar a Robby, olvidadas y criando polvo en un desván.

Así fue durante décadas, como comentaba, hasta que llegó el siglo XXI y se produjo otra de esas casualidades que parecen marcar la vida de Sibylle Baier. La historia oficial cuenta que precisamente fue Robby quien descubrió las cintas. Las limpió, las escuchó y quedó extasiado. Sin embargo, parece ser que guardó el secreto para darle una sorpresa a su madre. Pronto sería su 60 cumpleaños, y a Robby le pareció la ocasión perfecta para hacerle un buen regalo que pudiera compartir con toda la familia y amistades. Ayudado por sus conocimientos técnicos, mejoró el sonido de las canciones y las pasó a CD. Hizo una buena cantidad de copias y, con motivo del mencionado aniversario de Sibylle Baier, las repartió en una fiesta a la que acudieron familiares y amistades. Una fiesta en la que, por supuesto, pudieron escucharse esas canciones que tanto tiempo habían estado ocultas. Debió ser toda una sorpresa. Me puedo imaginar la reacción de Sibylle al ver que, de repente, su secreto de más de treinta años había sido descubierto. Cuenta Robby que, al principio, su madre no parecía muy contenta con la idea. Aquellas canciones eran grabaciones personales, temas muy íntimos, y le daba cierto reparo que ahora tanta gente pudiera escucharlas, por mucho que fueran gente cercana. Lo que no le dijo Robby es que también había gente menos cercana escuchando aquel CD. Gente como su amigo J. Mascis, famoso por ser miembro fundador, guitarrista, cantante y principal compositor del grupo Dinosaur Jr.
Mascis recibió aquel CD como un simpático regalo de un amigo, pero cuando lo escuchó sintió lo mismo que todo el mundo que lo oía por primera vez, una sacudida emocional indefinida, una repentina conexión con aquella voz susurrante, aquella guitarra sigilosa y aquellas letras poco claras, pero que sonaban a corazón abierto. El músico llevó el CD a las oficinas de Orange Twin, sello conocido por editar artistas y discos, digamos, poco convencionales. Entre ellos estaban tipos tan particulares como Vic Chesnutt, Jeff Mangum (Neutral Milk Hotel) y otra cantautora perdida de finales de los 60 llamada Elyse. Mascis debió pensar que era el sello perfecto para publicar aquella hermosa rareza, y estuvo en lo cierto. Con solo un pequeño trabajo de restauración, en 2006 Orange Twin lanzó aquellas canciones, en total catorce, en un disco titulado Colour Green. La portada, una simple y vieja foto color sepia de la joven Sibylle; el contenido, pura magia.
Colour Green es un conjunto de canciones que podrían describirse también como grabaciones de campo de la vida cotidiana con acompañamiento de guitarra, prácticamente el único instrumento que se escucha. La voz de Sibylle en una primera escucha puede parecer insegura e incluso errática, pero cuando te metes en su mundo entiendes que esas canciones no pueden cantarse de otra forma. Con su voz, y con punteos de guitarra sencillos, casi monótonos, Sibylle Baier convierte actos cotidianos como volver a casa del trabajo, conducir, llevar a sus hijos al zoo o dar de comer a las mascotas en algo mágico. Muchas de las canciones son pequeñas piezas de realidad descritas de una forma que, y eso es lo raro, está exenta de sentimientos como la nostalgia o la melancolía. No son viñetas de un pasado perdido en el tiempo que se echa de menos, como se podría pensar sin conocer la historia, sino que son retazos de un presente real e inmediato que Sibylle estaba viviendo por el día mientras por la noche lo volcaba todo en sus canciones.

Por poner un ejemplo, el disco se abre con Tonight, canción que arranca con una estampa que no puede ser más hogareña: ella llega del trabajo cansada y, por algún motivo, triste. Él simplemente se sienta a su lado en la cocina, unta una tostada con mantequilla y le pregunta qué le pasa. Sibylle cuenta de su compañero que es alguien que escucha y es capaz de entender, acabando la situación con esta escena tan bonita: “He gently took my arm he listened to my tears till dawn” (“Me tomó suavemente del brazo, estuvo escuchando mis lágrimas hasta el amanecer”).
Nada grandilocuente ni excesivamente romántico, ni azucarado ni lastimoso, solo amor basado en la empatía y la convivencia. Algo más de dolor, aunque indeterminado y aparentemente soportable, se filtra en I lost something on the hills. A estas alturas ya vemos que Sibylle Baier basa sus canciones en punteos sencillos de guitarra, letras cotidianas, así como en una voz suave y libre. Otro recurso, lo hemos podido detectar ya en las primeras canciones y aparecerá de nuevo en The end, Softly y, prácticamente, en todos los temas. Es la repetición de motivos líricos, estribillos que lo son sin parecerlo, o que lo parecen sin serlo, y que muchas veces nos asaltan por sorpresa al principio de la canción, volviendo a visitarnos una y otra vez. En Softly repite la frase My daughter my son una y otra vez, dejándose llevar, permitiéndose irregularidades, al estilo de lo que hacía con maestría, también por aquellos años, Van Morrison.
Remember the day, aunque habla de salir de casa a comprar algo de comida, menciona (y está inspirada) en el antes mencionado viaje por Europa. La canción no tiene una estructura determinada y sencilla, algo que como venimos viendo es frecuente en la música de Sibylle Baier. Una música sin corsés, casi sin hoja de ruta, como si simplemente se dejase llevar en esos momentos de quietud, en esas noches de inspiración y soledad. Forget about es otra canción de amor al estilo Baier, sin exageraciones, cadenas o invocaciones a amores eternos, solo a un amor sencillo que “cala como una repentina y suave lluvia de verano” y que, solo con estar a su lado, hace que ella se olvide del pasado y el dolor. Se suceden las canciones sobre chicos tristes con lágrimas invisibles, otros que piensan que la tristeza es también belleza, amigos que prestan su hombro incondicionalmente, y algunos que dejan notar su presencia y apoyo simplemente compartiendo la escucha de canciones. El disco va tomando un ligero rumbo hacia una melancolía plácida, en ocasiones incluso positiva. Lo que sea que cuenta en los temas, o bien ya pasó y dejó una agradecida huella en el recuerdo, o está pasando ahora y disfrutándose en calma.

En su composiciones abundan los nombres propios: Elliot, William, Forgett, o Wim. Este último es el antes mencionado cineasta Wim Wenders, amigo de Sibylle en su adolescencia, como seguramente también lo son el resto de nombres a los que alud. Tengo mis dudas con Forgett, que parece un juego de palabras con “forget” (olvidar), que tendría cierto sentido si repasamos su letra con atención. El disco se cierra con Give me a smile, una estupenda declaración de intenciones y un resumen de la forma en que Sibylle Baier entendía las emociones que inundaban sus canciones: no digas ni una palabra, solo dame tu sonrisa. Deja lo mejor por decir, canta en uno de los versos. Son canciones tan confortables, incluso cuando dejan entrever que hablan de cosas tristes, que uno, efectivamente, acaba por encontrar prescindibles las palabras y se deja mecer solo por ese sonido que, sí, muchas veces es monótono y un poco crudo, pero acaba resultando delicioso en su mundanalidad.
Es imposible saber qué hubiera pasado si todo se hubiese desarrollado en otras condiciones, pero lo cierto es que se impone la sensación de que estas canciones, tal como fueron grabadas, mínimamente editadas en su momento y finalmente publicadas, son perfectas tal como están. El hecho de que Sibylle no pensara ni por un segundo en que todo el mundo las pudiera escuchar hoy en día les da, sin dudarlo, un aire de autenticidad, de sinceridad no impostada y de fragilidad no disimulada que convierte a las canciones, al disco y a la propia autora en algo entrañable. Esa emoción contenida que transmite pone a su autora al nivel de Nick Drake, de algunas canciones de Tim Buckley y del Cohen más íntimo.
Con el relativo alboroto que se produjo con el lanzamiento del disco, el hijo de Sibylle Baier decidió abrirle una página web sibyllebaier.com que administra él mismo. En la web podemos ver algunas fotos, recortes de prensa, crítica, y, por supuesto, escuchar el disco leyendo las letras de las canciones. También existe la posibilidad de que los visitantes dejen mensajes que Robby, posteriormente, hace llegar a Sibylle. A fecha de hoy hay casi mil. En algún momento alguien convenció a Sibylle Baier para que grabara algunas canciones nuevas, pero de momento, salvo omisión mía, la única que ha visto la luz oficialmente (Let us know) lo hizo en 2008, como parte de la banda sonora de Palermo Shooting, una película de… Sí, lo habéis adivinado: de su amigo Wim Wenders.
Esta es la historia de Colour Green y de su autora, Sibylle Baier. Una chica normal, con ambiciones normales, que un día decidió apostar por una vida ordinaria de seguridades y dulce compañía en lugar de jugársela a la carta del éxito, que muchas veces hace repóquer con la incertidumbre, el desequilibrio, la vulnerabilidad y la soledad.
