Juan Gorostidi Berrondo © 2020
Tras una novela que puede leerse como premonición de lo que estaba a punto de llegar con la pandemia del Covid 19 (Las abismales, Siruela 2019), Jesús Ferrero vuelve al ensayo con La Posesión de la Vida (Siruela 2020). Una obra que bien puede considerarse como continuación de Las Experiencias del Deseo. Eros y Misos (Premio de Ensayo Anagrama 2009). En el nuevo libro retoma la cuestión del narcisismo que ocupaba la primera parte de Eros y Misos, para desarrollarlo con otra dimensión: dibuja un mapa del psiquismo –la tríada “Subconsciente y conciencia animal, Conciencia y Aconciencia”– y profundiza en tres códigos en los que se sustenta la construcción del yo (“El código Pigmalión”, “El código Narciso” y “El código Eros”). Alzándose sobre una sólida relectura de algunos mitos clásicos griegos y en ricas referencias literarias (desde la Odisea a Mishima, pasando por los clásicos de los últimos siglos) sutilmente hilvanadas para plantear, finalmente, Salidas del Laberinto. Se trata de un ensayo filosófico, pero también de una obra sapiencial, que abre caminos de reflexión y praxis sólo asequibles para quienes no se conformen con caminos trillados.
Conversamos con Ferrero sobre el lugar que las reflexiones ahí plasmadas ocupan en el conjunto de su obra, así como de algunos de los aspectos destacables en su formulación.

JUAN GOROSTIDI: Podríamos comenzar planteando una cuestión que sorprenderá a algunos: eres conocido sobre todo como narrador, como autor de una extensa obra novelesca, y también como poeta –que ha cultivado asimismo el teatro, el guión o la crónica de viaje–, pero mucho menos como ensayista. Las Experiencias del Deseo es muy tardío en el conjunto de tu obra, y ahora llega este segundo trabajo. Mi impresión es que las temáticas de ambos ensayos son recurrentes en toda tu obra, aunque aquí se formulen en otros códigos. La pregunta es: ¿cómo un novelista como tú se plantea la tarea de formular un pensamiento de forma tan explícita como la que aparece en estos ensayos?
JESÚS FERRERO: Aunque los sistemas culturales vigentes tienden a simplificarnos, somos seres múltiples, complejos. Desde mi juventud estaban ya abiertas las puertas del ensayo y la poesía, las de la narrativa e incluso las del teatro –una de mis primeras obras fue una pieza de teatro de tipo musical, existencialista y corrosiva, influida por el teatro del absurdo–. En mi primera juventud pensaba que iba a ser ensayista y poeta, pero no narrador de largo aliento, pues provenía del estudio de la mitología, y sabemos que los mitos son construcciones elípticas, contradictorias y muy precisas; muy desconcertantes al mismo tiempo, y eso te invita más a practicar la poesía y el ensayo que la narrativa. Sin embargo, un verano en que me quedé solo en París comencé a concebir Belver Yin y, de la noche a la mañana, me vi convertido en novelista, ante una puerta que acababa de abrirse. Pero la puerta del ensayo había estado abierta siempre, y mis reflexiones desde la juventud han ido por el mismo camino: el intento de descubrir ese misterio que llamamos “ser humano”.
Es por lo que me fui a París. Mi tesina para la Escuela de Altos Estudios ya trata el tema de La Posesión de la Vida, por lo que esta última obra proviene de una reflexión muy antigua que arranca en una especie de iluminación que me desconcertó profundamente siendo joven, aún en Pamplona, hasta el punto de cambiarme, de obligarme a ver la vida desde otra perspectiva. Se trató de la súbita constatación de la naturaleza teatral de la vida en sociedad; de la forma en que continuamente estamos todos representando papeles; y de cómo la estructura social, desde su misma gramática espacial, está indicándote cuál es el papel que te corresponde representar en cada momento, a la vez que te sugiere que estás abocado a él y que no es posible ningún otro. Y basta modificar en un pequeño detalle los códigos establecidos –cómo te sientas, cómo caminas…– para que llames la atención y provoques un efecto inquietante. Se trata de una constatación, clásica y recurrente en los autores neoplatónicos como Calderón o, incluso Shakespeare –que también lo es, en parte– y que se puede resumir en una máxima moral: “en el mundo, todos hacemos un papel y más vale hacerlo bien”. Para el barroco, en los siglos XVII y XVIII, esta certeza irá derivando en algunas visiones del mundo muy desengañadas, pues presuponer que la vida es una representación teatral despoja a la existencia de mucha aura de autenticidad.
El desconcierto existencial que provocó en mí la constatación de tal evidencia tuvo el carácter inapelable de una maldición: aunque puedas hacer diversos papeles a lo largo del día, todos están predeterminados. Así que la reflexión que se desarrolla en La Posesión de la Vida ha sido una constante que iba emergiendo periódicamente. Sus primeras páginas están ya esbozadas en cuanto terminé con Las Experiencias del Deseo, diez años atrás.
“En mi primera juventud NO pensaba en ser narrador de largo aliento. provenía del estudio de la mitología y los mitos son construcciones elípticas, contradictorias, muy precisas y desconcertantes, y eso te invita más a practicar la poesía y el ensayo que la narrativa”.
J.G: Releyendo seguidos los dos libros, he tenido la impresión de que se trataba del mismo ensayo planteado desde dos ángulos diferentes…
J.F: La diferencia que yo destacaría es el tono moral que se acentúa en La Posesión de la Vida. Me atrevo a hablar de una ética en varios momentos, cosa que evité en Las Experiencias del Deseo. Éste es más abarcador en los temas que toca, mientras que en La Posesión de la Vida me he sumergido profundamente en dos de los temas allí planteados: los relativos al narcisismo y al amor a uno mismo. Está, además, la teoría de la “Aconciencia“, que formulo ahora: esa parte de la mente que es plenamente consciente de la maldad que pueden provocar sus movimientos. Es una reflexión que se ha ido desplegando en mí en esta última época.
J.G: Sin duda, la “Aconciencia” –allí escrita sin mayúscula– es una de las aportaciones más interesantes y novedosas del libro, y abundaremos en ello, pero antes quisiera recordar dos cuestiones que están muy presente en ambos ensayos: por un lado, la reivindicación de la cultura clásica griega que defines como “la cultura de la ambición”. Por otro, tu insistencia en la necesidad de librarse de las capas de moralismo e ideología que han ido obturando nuestra civilización y tu reivindicación del deseo y del narcisismo como fuentes y pilares del yo.
J.F: Toda la primera parte de Las Experiencias del Deseo trata del amor a uno mismo, del narcisismo, pero mi intención ha sido escribir La Posesión de la Vida no como una “segunda parte”. Me parece que la obra funciona por sí misma, que no es necesario haber conocido la anterior, pero si alguien como tú quiere leer las dos obras, percibirá la luz que la segunda arroja sobre la primera en algunos temas, lo mismo que arroja sombras, pues los temas que trato son también sombríos. Pero insistiría en que de Grecia no recibo más que luz. Y es sumamente interesante volver a aquella época en que iniciaban el estudio de los problemas al desnudo, desde una perspectiva completamente laica. Hizo falta mucho valor para utilizar como única fuente de reflexión la esfera humana, sin recurrir a ningún deus ex machina para sacarnos de los atolladeros en que nos encontremos. Y hablaron de todo: Anaxágoras relata el origen de un Universo en expansión que se parece al Big Bang; hablaron del átomo… y de Eros.
Ya digo en Las Experiencias del Deseo que el cristianismo añade misericordia a un Eros con garras de esfinge, lo cual aporta una dimensión nada desdeñable de nuestra cultura… La apuesta que nuestra civilización ha realizado por la individualidad, a partir de los griegos, no deja de ser una apuesta muy desconcertante. Siempre he percibido en las culturas e ideologías orientales algo inhumano por su rechazo a la individualidad, aunque tenemos que reconocer que, a la hora de la verdad, esto habría que matizarlo mucho pues las individualidades marcan también aquellas culturas. Mi decisión ha sido partir de la cultura en la que me encuentro, que es una cultura de la individualidad: cómo despiezar ese individuo que somos, evitando siempre la tentación de la magia.
J.G: El título La Posesión de la Vida me ha resultado chocante. “Posesión” tiene una fuerte connotación pasiva: se está poseído por algo más poderoso que uno mismo. Y, al mismo tiempo, quizá choque a alguno que hagas, por primera vez de una manera tan explícita, una apuesta moral, una invitación a tomar las riendas del propio destino.

J. F: Soy consciente del doble sentido de la palabra “posesión”, pero espero que el lector lo tome de la forma propia de la Biblia, con el tono de un mandato: “poseerás la tierra, poseerás la Gloria…”; debes agarrar esa fiera que es el yo con tus propias manos. Al mismo tiempo, no deja de ser una propuesta contradictoria, pues a lo largo del ensayo, hay una constatación de la naturaleza imposeible del núcleo del ser, y una llamada de atención en relación al ser amado: intentar “poseerlo” es una ingenuidad que puede conducirte incluso al asesinato para terminar quedándote aun con menos de lo que tenías, en lugar de con el todo que pretendías. Solo nos pueden dominar cuando nos rompen. El ser no puede ser poseído, salvo si lo rompes y, aún en ese caso, hay una resistencia increíble a tal posesión. Si el ser no puede ser poseído, por qué ese título: porque hemos de intentar poseerlo justo hasta donde ello sea posible. Hablo constantemente de un cierto equilibrio, y esto ya es más Roma que Grecia. La Posesión de la Vida tiene un tono estoico que Las Experiencias no tiene. Desde el punto de vista del pensamiento, los romanos recogen la herencia griega, pero apenas estaban interesados por la metafísica. Su originalidad es que lo que más les interesa –casi lo único que les interesa– es el aspecto existencial de la filosofía: si la filosofía no trata de la existencia y de su gobierno, se trata de un juego inútil. La forma en que me he ido deslizado a esa visión es algo de lo que soy el primer sorprendido. Lo mismo que yo fui el primer sorprendido al constatar ese lado de la mente a la vez sombrío y consciente que me llevó a plantearme la necesidad de buscar un nombre propio para él, la “Aconciencia”, diferenciándolo del lado específico de la conciencia y del inconsciente. Sea o no aceptada, esta matización cumple una función muy importante en el libro.
J. G: Propones comenzar superando la dualidad tradicional cuerpo-mente o, incluso, esa otra de conciencia-inconsciente, con la tríada “Subconsciente, Conciencia y Aconciencia”. Defines esta última como “una especie de supraconsciencia de naturaleza abismal cuyas moradas no serían de naturaleza impenetrable y resultarían a menudo transparentes” o como un “ámbito mental de figuras manifiestas y visibles, pero ajena a los límites morales de la conciencia”. Me resulta inevitable referirme a las tríadas formuladas por la tradición psicoanalítica: Ello, Yo y Superyó en Freud, o Real, Simbólico e Imaginario de Lacan. ¿Podrían establecerse paralelismos en estas topografías o, dicho de otra manera, hay algo de “Superyó” freudiano o de lo Real lacaniano en tu aconciencia?
J.F: Esas geografías me empezaron a parecer, ya en París, tremendamente barrocas y poco útiles para el lector de a pie. Pero no sólo para ellos. Son legión los psicoanalistas franceses que asistían a los seminarios de Lacan que confiesan ahora que no entendían nada. Yo lo conocí en un momento de su filosofía intensamente barroca; un barroquismo conceptual superior al de Gracián, el filósofo barroco por antonomasia. El barroquismo de Lacan es mucho más complejo y, en parte, más inútil pues está aún por aparecer alguien que se haya curado con el psicoanálisis. Ha quedado demostrado que los casos clínicos de Freud son falsos, están amañados. Cuando otros psicoanalistas observaron la evolución de los pacientes de Freud se llegó a esta constatación… Esas topologías no me eran útiles en su formulación, aunque como dices, detecto vínculos muy claros entre la “aconciencia” y el “Superyó”. Pero estamos hablando de dimensiones distintas pues Freud percibe el “Superyó” como una supraconciencia moral heredada del padre de dimensiones a veces aniquiladoras, mientras que la “Aconciencia” no es ese territorio. Lo mismo que si vas a Lacan encontrarás algún elemento que lo toca. Pero no: ellos hacen organigramas más y más complejos de la mente humana que a veces recuerdan a los tomistas y sus taxonomías angelicales.
Cuando me propongo hacer un mapa de mi propio yo –cuestión ya extraña para la mayoría de los mortales, que parecen conformarse con los reflejos de la cueva platónica–, soy cartesiano: indago en el nombre, en el lenguaje cuando éste penetra, en la propia imagen… Me fijo en los soportes fundamentales en la construcción de nuestro ser social. El inconsciente, obviamente, está siempre presente, como cuando es capaz de salvarte la vida en un momento de peligro mortal a través de movimientos absolutamente inconscientes, pues el pensamiento ha quedado suspendido.
Trato de ofrecer un mapa que, en primer lugar, me ha servido a mí, y que considero útil para el lector. Me ha servido en cuanto que me permite un control más severo de mi actividad mental, sin que esto resulte aniquilador, liberándome de tantos códigos inútiles que nos minan: la comprensión de los límites y carencias específicos, la conciencia de tus deseos y de lo que los ha podido generar. Y esto no es algo que ocurre “naturalmente”. Basta observar nuestro entorno para comprobar que la llegada de la edad adulta y de la vejez no te mejora; te puede convertir en alguien aún más torpe y obtuso aun que en la juventud. Se han elaborado muchas trilogías constitutivas del ser a lo largo de la historia: incluso la Santísima Trinidad puede tener que ver con tres estados de la mente. La alquimia parte de una trilogía –cuerpo, alma y espíritu–, aunque muy diferente a la mía; Platón introduce la trilogía en el mito del auriga en ese mismo sentido. Pero, desde el momento en que introducen al cuerpo en ellas, reducen a dos los ámbitos mentales: el alma y el espíritu, que bien podrían traducirse como la conciencia (el alma) y el inconsciente (el espíritu): un planteamiento dual. El psicoanálisis, gran deudor de la alquimia de la que recibe muchas aportaciones sin reconocerlas, hace un intento de introducir un tercer elemento, pero ese tercero se va convirtiendo en un cuarto, un quinto, un sexto… construyendo finalmente mapas ininteligibles.
J.G: Sin pretender resumir ni abarcar los temas que tocas en el libro, quisiera que comentaras algunos de los aspectos que me han resultado brillantes, y también algún otro más problemático. El primero tiene que ver con el origen biográfico: el nacimiento. Todo se origina ahí y, a partir de ese momento fundamental, se producen las distintas etapas formativas que vas tratando: el descubrimiento de los primeros límites en relación a la piel, la formación de la propia imagen –el estadio del espejo– o el acceso al lenguaje.
Tras desglosar esas etapas en la formación del yo y atravesar los pasajes de autoafirmación más cercanos a la juventud, insistes en la importancia de la reminiscencia, una idea ya presente en el primer poemario que publicaste [Río Amarillo, Pamiela 1986]. Recuerdo El sueño de Tchuang Tseu, que concluye: “Por eso saber es recordar / lo que la tierra guarda / y lo que tú sabías cuando eran tus entrañas / iguales a las de ella, / y por eso también recordar es saber / y saber no distinto a morir, / pues toda vida / es conocida de antemano por la tierra / y nada en ella es está escrito sin embargo”. Creo que no exagero al afirmar que en el conjunto de tu obra, muchos de tus personajes más notables, están atravesados por esa necesidad de recordar, en un sentido mucho más profundo del que atribuimos normalmente a la memoria. He releído estos días El secreto de los dioses [primera edición de 1993 en Plaza & Janés], y me parece que ése es su tema central: la búsqueda del lugar de la memoria, una memoria que no coincide, lógicamente con el relato que construimos de nosotros mismos –el autorrelato, otro de los aspectos en los que profundizas en La posesión de la vida– sino con algo mucho más profundo y sorprendente que uno debe estar dispuesto a encarar si quiere “tomar posesión” de sí. Muchos de tus personajes se acercan a abismos que bordean la locura y encarar esos abismos resulta condición para ser.
J.F: Mi relación con la memoria es ambivalente. Por un lado, la reivindico, en particular en este libro en el que el ser es inconcebible sin su historia, y algunos olvidos pueden resultar muy graves. La memoria es un fundamento del ser. Pero, al mismo tiempo, hay cierto grado de inutilidad en la memoria. Si miramos la historia de los imperios –el imperio americano, o el propio imperio español–, ¿en qué guerra no se han metido a lo largo de sus historias? Pero, esas enormes experiencias de brutalidad, ¿han servido para algo; nos han hecho mejores? En el siglo XX se produce un gran ejercicio de la memoria a partir del exterminio de los judíos. “Para que no se vuelva a repetir”, decimos. Pero ya se ha repetido varias veces, aunque sea con otra dimensión en lugares como Ruanda, en los horrores de la guerra de los Balcanes… “Hemos de recordar nuestra propia historia para no repetirla” nos decimos, pero lo que la historia nos indica es que nada nos libra de la repetición. Cuando me he planteado la pregunta de para qué sirve la filosofía, hace decenios que pienso que todas las filosofías se han concebido con el mejor propósito del mundo de intentar evitar las repeticiones, de no regresar periódicamente al mismo infierno. Y ése debería ser su poder: la educación para evitar esa repetición. Y me atrevería a decir que el propósito fundamental de La posesión de la vida va en esa dirección: “Pongo en tus manos un mapa que me ha sido útil. Puede resultarte esquemático a veces, pero no lo desdeñes, compruébalo. Si en esa prueba te aclaras respecto a algunas cosas y eso te hace algo más amoroso contigo mismo a la hora de elaborar tu propio autorrelato, habrá cumplido su objetivo”. Cuando recuerdo la forma en que tantos de mis amigos, ya fallecidos, me hablaban de sí mismos, percibo que su autorrelato los encaminaba a la muerte. En el relato en que ellos se reconocían, que coincidía con el programa que les guiaba, la muerte no dejaba de manifestarse. Aunque no se pueda derivar de esto una verdad universal, tampoco me parece una constatación desdeñable. La idea de la reminiscencia es una idea iluminadora de la filosofía que ya está en Platón, y que recuperará íntegramente el psicoanálisis. Me parece importantísima, determinante. La he visto aflorar tanto en historias trágicas como en historias felices; en momentos cruciales de esas vidas que no dejaban de ser pura repetición… inconsciente.
“Reivindico La memoria porque es un fundamento del ser y algunos olvidos pueden resultar muy graves. Pero, al mismo tiempo, hay cierto grado de inutilidad en la memoria. Si miramos la historia de los imperios, ¿en qué guerra no se han metido a lo largo de sus historias?”
J.G: Quisiera tocar ahora un punto polémico. Me ha tocado participar en varios nacimientos, incluido el de mi hija, que nació en casa, y he vivido con mucha intensidad ese tiempo que rodea a la venida al mundo, a veces de forma dramática: nacimiento, lactancia, etc. Trabajé varios años con bebés… Tengo la impresión de que en nuestra civilización se ha puesto mucho énfasis en la consideración del nacimiento como “el gran trauma” –El trauma del nacimiento del psicoanalista Otto Rank, de 1923, es sólo un ejemplo–, a la vez que esos pasajes que hasta hace relativamente poco se realizaban en casa o en entornos femeninos, se han medicalizado y alienado de nuestra vida cotidiana. No tengo duda de que representa el acontecimiento fundamental, de naturaleza inconsciente en cuanto que nadie puede recordar ese trance, pero quizá hemos llevado demasiado lejos las intuiciones que rodean a ese pasaje hasta construir el mito del “ser arrojado” absolutamente extraño a sí mismo que atraviesa la filosofía europea de las últimas décadas. A continuación, el lactante sería una especie de monstruo enajenado en el mamar y el dormir, y en esa figura percibo una proyección de la angustia existencial que nos atraviesa sobre esos inicios de la vida. Que el nacimiento resulta traumático tantas veces es obvio, pero no como algo intrínseco a nuestra condición humana. Y no hablo sólo de mi intuición; se han producido investigaciones y practicas muy solventes a lo largo del siglo pasado –recuerdo a Stanislav Grof, a Michel Odent, a Frederic Lavoyer…– que concluyen que el nacimiento no es necesariamente traumático, y que el neonato pasa casi todo su tiempo inicial mamando y durmiendo por el simple hecho de que es un feto extrauterino.

J.F: Toda comida tiene algo de tóxico y, tras llenarte el estómago te sobreviene la modorra, aunque no hayas probado el vino. Es cierto que puede haber cierta mitificación, muy de la filosofía existencial, pero ya se produjo antes, en el barroco, etc. Ahí está el reproche que muchos jóvenes suicidas dirigen a sus padres: “No os ordené que me trajerais al mundo”. Yo veo de dramático ahí, en un sentido bíblico: esa expulsión del lugar donde estás sin estar; tan a gusto que ni te enteras: el vientre materno. Mi experiencia en el cuidado de mis tres hermanos pequeños ha pesado en esa visión. Quizá hay una diferencia de épocas, entre la tuya y la de nuestra generación, en la que se sobrealimentaba a los bebés…
Cioran, buen conocedor de las filosofías orientales lo expresa con belleza: “Lo peor que nos ha podido pasar es haber caído en la tentación de existir”. Los griegos, tan vitalistas ellos, aún conscientes de la inminencia de la muerte, también lo expresan. Aristóteles –un dandi, un vividor de mucha vida social, a la vez que un gran estudioso– lo plasma en su testamento: “Lo mejor es no haber nacido y, si has nacido, lo mejor es ser filósofo”. Me cuesta pensar que en culturas como la nuestra la infancia y la adolescencia no sean unas etapas bastante infernales.
La infancia es seguramente la etapa más importante de la vida. Después, todo tiende a ocurrir “por segunda vez”. Cuando me ubico en la infancia y en todo lo que sufre un niño, hasta el más mimado y el mejor criado, siento que me humanizo; que me permite ver al hombre de otra manera, cosa que resulta mucho más difícil sin pensar en ella. La infancia es un territorio inagotable.
J.G: Me interesa comentar también el tratamiento que das al fetichismo, y que ya estaba presente en Las experiencias del deseo, donde lo definías como “un objeto cargado de un poder que no tiene, y que representa una ausencia”, en el capítulo dedicado al amor a los objetos. Pero hay una interpretación del fetichismo que va algo más allá, y que lo caracteriza como “el envés del síntoma”; algo que nos habla, como el síntoma, de una situación –en particular una falta, una imposibilidad– que no podemos soportar y que proyectamos sobre el fetiche. La falta, la ausencia sigue siendo real y operativa, pero la negamos alimentando una sustitución fantasmal.
Pensemos en los lugares de identificación comunitarios, en conceptos como la patria y toda su simbología, que funcionan como tapones de realidades altamente frustrantes y dolorosas. Como explicas, ahí irrumpe y se activa el pensamiento mágico, en personas por otro lado muy racionales…
J.F: Lo que comentas podría ser un aspecto de ciertos fetiches, no de todos. Generalizando, toda palabra es ya un fetiche. Con el lenguaje estamos desarrollando una relación mágica con la realidad, siguiendo la misma gramática invocativa de la magia: te digo naranja y tu mente la representa inmediatamente. Nuestra relación con el lenguaje es estrictamente mágica, y seguramente nació en la época en que el pensamiento mágico era el pensamiento dominante. Dentro del proceso de fetichización, hay un momento angular en el que un objeto puede estar representando una ausencia: el sostén de Laura puede representar a Laura durante años. Parece que hay un momento en que el fetiche se absolutiza y es amado por sí mismo tras haber cortado –como en el síntoma– el cordón que la ataba al origen. Esto ocurre en los fetiches políticos, pero toda política es el gran bazar de los fetiches. A lo que el profesor Gustavo Bueno postulaba, siguiendo a Freud, que “toda cultura es un sistema de fetiches”, habría que decir que sí, que obviamente, todo está saturado de fetiches hasta el punto de crear un mero personaje de nosotros mismos con el que tantas personas se conforman y confunden hasta el final de sus días.
“Nuestra relación con el lenguaje es estrictamente mágica, y seguramente nació en la época en que el pensamiento mágico era el pensamiento dominante”.
J.G: El masoquismo es otro aspecto que quiero comentarte. Y es que de ambos ensayos me queda una impresión de que te refieres a cierto masoquismo transparente, ligado a la experiencia del dolor agudo. No lo discuto, pero existe otra versión del masoquismo mucho más caracterial, un masoquismo sordo, ligado a un sadismo también sordo que sostiene ataduras y relaciones íntimas y sociales llenas de crueldad hasta convertirse en los infiernos que alimentamos desde la queja y el victimismo, como una adicción de la que tantísimas personas no podrían prescindir para seguir sintiéndose vivas.
J.F: Lo que más me interesa del concepto mismo de masoquismo es admitir que se trata de un componente sustancial de la cultura que te obliga a llevar a cabo una alquimia compleja y dolorosa, construida ya en la primera infancia, que consiste en convertir en placentero lo que no lo es. Nuestra cultura está plena de esfuerzo por camuflar el infierno. La vida en la cultura no puede prescindir de eso. En ese sentido, poco tengo que reprochar a los que caen en esas tendencias, llevando al paroxismo –a veces a un simple teatrillo– una de las normas básicas de la cultura. Es ahí donde resulta interesante la cuestión: no hablamos de una desviación de la norma sino de algo que pertenece a su núcleo.
J.G: Podríamos continuar con otros tantos temas, con el peligro de dar una imagen deformada de la destilación que el lector va a recoger de la lectura de La posesión de la vida, por lo que prefiero dejarlo aquí. Pero, antes de terminar, no puedo dejar de mencionar tu referencia a la cura filosófica, formulada en el último apartado del libro que denominas Salidas del laberinto. Apenas treinta páginas que vienen marcadas por la irrupción de los aspectos éticos que has mencionado, y que ha conducido incluso a algún comentarista a definir tu libro como cercano al género de la autoayuda. No es un apelativo que comparta pues ese subgénero elude, por principio, abrir espacios a la incertidumbre, y alienta la simplificación con fórmulas “asequibles” como antídoto ingenuo a las dimensiones abismales del ser.

También me da la impresión que este apartado es deliberadamente breve o quizá esté solo esbozado esperando posteriores desarrollos…
J.F: El apartado al que te refieres es breve por necesidad y por prudencia, y entra dentro del género de “ideales de vida”, tan frecuentes entre los griegos (Hesíodo, Pitágoras, Jenofonte, Platón), los romanos (Séneca, Marco Aurelio) y filósofos más cercanos a nosotros como Montaigne, Gracián y hasta el mismo Nietzsche. Extenderme en un posible ideal de vida sería peligroso: el libro tiene como función ayudar al lector a examinarse a sí mismo, a recorrer la geografía de su ser. He ahí su propósito fundamental. Los desarrollos posteriores de mis reflexiones se van a dirigir más al análisis del mal en todas sus manifestaciones. Quiero explorar todos los elementos que nos convierten en animales atroces, quiero examinar las zonas más oscuras del ser humano desde un ángulo, aún inédito en mí, en el que me gustaría profundizar, y que tendrá que ver con estas cuestiones que hemos comentado, como la ambivalencia de la memoria y la utilidad de la historia. Son asuntos que nos conducen a reflexiones problemáticas, nos abren cada vez más las puertas del misterio, y eso asusta. Tú mismo has utilizado la expresión “núcleo irreductible del ser”. ¿Hasta qué punto está justificada una expresión así? ¿Qué es el ser? Una sustancia que, aunque se apoya en el lenguaje, no es el lenguaje en sí mismo. Así lo veo, aunque se trata de una idea aún por desarrollar en mí de forma plena y consistente, y que tiene una larga, contradictoria y confusa tradición en diferentes culturas de la Tierra: en China, en la India, en Occidente…
FIRMAS SUMERGIDAS

Juan Gorostidi (Donostia 1956) es escritor de ensayo en euskera. Su último trabajo es Zazpigarren Heriotza (“Morir siete veces, autonomía y violencia política en el País Vasco”)