17 maneras de leer el verano

Introducción. Con Proust, la “abeja” y “el rayo de sol”:

Por Emma Rodríguez © 2013 / Aunque desde hace ya algún tiempo los avatares políticos y económicos, unidos a los avances tecnológicos, impiden la desconexión y la calma, existe una ley de la naturaleza que, afortunadamente, impone sus ritmos, y según esa ley el verano sigue siendo, pese a todo, un paréntesis. Una pausa obligada por las altas temperaturas. Una llamada al descanso, ya sea en la playa, bajo la sombrilla y con vistas a las olas; ya sea respirando el aire fresco de la montaña o, simplemente, sin moverse de la ciudad habitual, la de todos los días. Esa ciudad que, en cierto modo, se transforma e invita a atravesar sus parques, a lanzarse a las piscinas, a mirar la vida desde la terraza, a tumbarse en el sofá, cerrar los ojos y olvidar por un momento los ruidos, las urgencias.

El verano tiene una cadencia especial de perezas y recuerdos de infancia, recuerdos asociados a ensoñaciones, a días interminables, a juegos, a mecedoras y a libros. Verano y lectura forman una pareja perfecta. ¿Un tópico, un ideal, un deseo? Sea como sea, desde “Lecturas Sumergidas”, con la música de los ventiladores de fondo, tomamos la estación como la excusa perfecta para seguir contagiando el placer de la lectura, para evocar esas largas y cálidas jornadas de viajes, paseos y libros entre las manos. “Tal vez no haya días más plenamente vividos en nuestra infancia que aquellos que creímos dejar pasar sin vivirlos, aquellos que pasamos con uno de nuestros libros preferidos”, escribía Proust en un bello texto incluído en “Días de lectura” (Taurus), un texto en el que el escritor describe escenas tan cómplices como la de “la abeja o el rayo de sol molestos” que nos hacen “levantar los ojos de la página o cambiar de sitio” o la de la merienda que de niños nos obligaban a tomar mientras estábamos ensimismados en una aventura de ficción, merienda que  “dejábamos a nuestro lado sin tocarla, mientras encima de nuestra cabeza el sol iba perdiendo fuerza en el cielo azul”.

Siguiendo la estela de Proust, 17 protagonistas del ámbito de la cultura: los escritores Enrique Vila-Matas, Ana María Shua, Andrés Trapiello, Luis Landero, Marcos Giralt, Soledad Puértolas, César Antonio Molina, Manuel Longares, Pedro Sorela, Jesús Ferrero, Antonio Gómez Rufo, Lourdes Ventura y  Antonio Jiménez Paz; la editora Silvia Querini; la agente literaria Ángeles Martín, el crítico literario Santos Sanz Villanueva y el librero Francisco Llorca (Tipos Infames), se detienen en las sugerencias, sensaciones y colores del verano, rememoran los estíos de antaño y planean el actual entre títulos y recomendaciones.

I. Tiempo de serenidad (Luis Landero, Soledad Puértolas, Lourdes Ventura)

Constelaciones-27. © karina beltrán - 2011

El verano es tiempo “de inocencia, de regreso a la naturaleza y a la infancia, de impunidad”, dice Luis Landero. El verano es tiempo “de tranquilidad, de cierto abandono. La sensación de libertad, de improvisación, de un presente continuo, son predominantes”, señala Soledad Puértolas. El verano es tiempo “de porches sombreados, a ser posible silenciosos, frente a un mar sin masas de bañistas o en plena naturaleza, con vistas a paisajes serenos”, añade Lourdes Ventura. La dicha de los pequeños detalles, de los momentos interiorizados, asoma en sus respuestas.

Pese a preferir el invierno para leer, Landero, autor de obras como “Juegos de la edad tardía” o “Absolución”, reconoce que los meses de julio y agosto “invitan a acometer esos libros interminables que a veces nos resistimos a leer”. Toma una silla, busca una sombra y elige un sonido de fondo: el canto de las chicharras. Ese fue el escenario perfecto en el que confiesa haber vivido los veranos más felices de su vida, asociados a dos clásicos: “Los miserables”, de Víctor Hugo, y “Las ilusiones perdidas”, de Balzac. Seguramente esos volverán a ser los elementos que acompañarán al escritor este verano en el que ha empezado a escribir una nueva novela. “Las musas han aparecido en verano, sí, aunque no entienden de fechas ni estaciones”, dice, muy bien pertrechado de volúmenes que ha ido seleccionando durante todo el año: “La playa de los ahogados”, de Domingo Villar; “Antigua luz”, de John Banville; “La buena letra”, de Rafael Chirbes;  algún título de Alice Munro y la última entrega de Jorge M. Reverte. “Según mi salud espiritual iré eligiendo unos u otros”, comenta.

Luis Landero toma una silla, busca una sombra y elige un sonido de fondo: el canto de las chicharras. Ese fue el escenario perfecto en el que confiesa haber vivido los veranos más felices de su vida, asociados a dos clásicos: “Los miserables”, de Víctor Hugo, y “Las ilusiones perdidas”, de Balzac

“Leer en verano tiene un tono distinto, como si también la lectura se impregnara del espíritu de la estación. Para mí es un momento perfecto”, dice, por su parte, la escritora y académica Soledad Puértolas. En su caso ha habido veranos en todos sus movimientos y variaciones: “un verano de Platón; de Proust; de novelas de autores indios, de policiacos…” Y no olvida los de su infancia, con 10 años, leyendo las aventuras de “Antoñita la Fantástica”. Este año, ya en Galicia, su tiempo estará dedicado a terminar un libro de cuentos en el que está trabajando -recordar entregas anteriores como “Gente que vino a mi boda” o “Compañeras de viaje”– y a la relectura de dos obras: “La Religiosa”, de Diderot, y el “Cándido”, de Voltaire, a las que la ha conducido un artículo que está preparando. Los “Cuentos Completos”, de Clarice Lispector, también esperan, “desde hace tiempo”, a  la escritora.

A la hora de elegir un verano, un escenario especial, una lectura, Lourdes Ventura no lo duda y se traslada pocos años atrás, a la finca que le dejaron unos amigos holandeses en la Vera, en Extremadura. “Ante un paisaje impresionante, con un porche conventual de diseño  y una biblioteca en la que estaba toda la obra de Saul Bellow en inglés, leí cada uno de sus títulos en un estado de contagio vírico total. Me entró una especie de afiebrada gripe Bellow”, reconoce. La autora de ensayos como “La mujer placer” y de novelas como “El poeta sin párpados” indica que aunque lee todo el año, solo durante las vacaciones de estío es capaz de hacerlo “sin interrupciones de teléfono, correos electrónicos o asuntos cotidianos, totalmente desconectada del mundo exterior”.

Durante el mes de agosto, en un pueblecito de Segovia, imaginará las escenas su futura novela, seguirá documentándose para el ensayo en el que está trabajando y, por supuesto, “en una tumbona a la sombra y con buenas vistas”, se acercará a esas obras de amigos que le quedan pendientes y que tanto le apetece leer, entre ellas: “El hijo de Brian Jones”, de Jesús Ferrero;  “El banquete de los genios”, de Manuel Hidalgo y “Un amigo así”, de Martín Casariego, sin olvidar tampoco “Dublinesca”, de Vila-Matas y “Mi vida querida”, los últimos relatos de Alice Munro publicados en castellano.

II. Tiempo de noches interminables (Marcos Giralt, Francisco Llorca, Antonio Jiménez Paz)

Constelaciones-56. © karina beltrán - 2011

El verano es tiempo de “hacer una parada. En mi caso, de alejarme y tratar de compaginar la vida familiar con la lectura y la escritura sin las interferencias constantes que se producen en la ciudad, dejando atrás los ruidos de la vida cotidiana”. Quien habla es Marcos Giralt. El verano es tiempo “de pausa, pero también de noches interminables. Cada uno puede elegir cómo llenar ese tiempo de vida que se abre en mitad de cada año. Yo propondría hacerlo con lecturas y amigos”, apunta Francisco Llorca. El verano es tiempo de “vivir los días de otra forma, con otro ritmo, como generalmente no hacemos en el resto del año. En mi caso disfruto de la playa, como nunca”, comenta Antonio Jiménez Paz.

Cuando a Giralt, autor de títulos como “París”, “El final del amor” y “Tiempo de vida”, se le pide que recuerde un verano concreto, la memoria le conduce a Fuenterrabía en 1983. “Era un agosto lluvioso, que acabaría en inundaciones. Yo tenía 15 años y leí  “La forja de un rebelde”, de Arturo Barea; “Crónica del alba”, de Ramón J. Sender, y las “Memorias” de Corpus Barga. Al mismo tiempo, José Bergamín, del que era amigo mi madre y al que yo admiraba mucho, se estaba muriendo a pocos kilómetros, en San Sebastián. Creo que fue la primera vez que pensé en hacerme escritor”, relata.

Y guarda otra fotografía clave en su álbum personal: El verano anterior, el de 1982, con 14 años. “Estaba en Ibiza, invitado en casa los padres de un amigo. Hacíamos todas las insensateces propias de la edad que teníamos, pero también leíamos y, por influencia suya, me acerqué a gran parte de los clásicos de la generación “beat”:  “En el camino” y “Los vagabundos del Karma”, de Kerouac; “Yonqui” y “El almuerzo desnudo”, de Burroughs; “Aullido”, de Ginsberg. Ninguno de ellos tuvo una influencia prolongada en mí, pero en su momento fueron importantes, sobre todo el último”.

Otra geografía, la del Ampurdán, es rescatada por Llorca, uno de los responsables de la librería Tipos Infames, en pleno barrio de Malasaña, en Madrid. “Recuerdo mi primer verano allí  y la dedicación con la que busqué los lugares (¡y platos!) de los que hablaba Josep Pla en sus libros”, comenta, mientras que  Jiménez Paz, periodista y poeta canario, autor de “Tratado de ornitología”,  asocia verano a descubrimiento, el del “Lobo estepario”, de Hermann Hesse. “Nunca podré olvidar ese verano. Fue una experiencia tan excepcional que me dejó marcado para siempre”.

Los tres coinciden en que leen más en esta época del año. “No sólo porque se tenga más tiempo para hacerlo, sino porque es durante las calurosas noches de verano, a la espera de una brisa que nos permita conciliar el sueño, cuando personalmente me encuentro más dispuesto a la lectura”, argumenta Llorca. “Al comienzo de cada verano tengo la efímera ilusión de poder con todos los libros que meto en el equipaje”, comenta Giralt. “Leer en la playa es una de mis aficiones favoritas”, añade Jiménez Paz.

¿Qué están leyendo ahora mismo, cuáles son esos títulos que aguardaban la llegada de los meses cálidos? Marcos Giralt enuncia: “Mi vida querida”, de nuevo Alice Munro; “Los privilegios”, de John Dee; “Nuevas maneras de matar a tu madre”, de Colm Tóibín, y “Naturaleza de la novela”, de Luis Goytisolo. Francisco Llorca abre su maleta y asoman los volúmenes de “Las ciudades invisibles”, de Calvino; “Una habitación en Holanda”, de Bergounioux; la autobiografía de Todorov y la edición de la poesía completa de Carlos Barral de Lumen. Jiménez Paz se decanta por un libro que le llevaba esperando ya un tiempo, “Qué aburrido hubiera sido ser feliz”, una biografía de Marguerite Yourcenar escrita por Michèle Goslar. Y también tiene previstos: “Piel roja”, de Juan Gracia Armendáriz, y “Aire de Dylan”, de Enrique Vila-Matas, además de mucha poesía de Costa Rica, ya que lleva un par de años preparando un libro sobre la poesía actual en aquellos ámbitos, que será publicado por Amargord.

III. Tiempo de turistas (Enrique Vila-Matas, Manuel Longares, Santos  Sanz Villanueva):

Constelaciones-69. © karina beltrán - 2011

El verano es tiempo “de recibir turistas que se tiran de los balcones de sus cuartos de hotel. Y tiempo de ver cómo si uno no piensa como los que no piensan, acaba siendo señalado por ellos”, reflexiona Enrique Vila-Matas con su habitual ironía. Todo un microrrelato su respuesta. El verano es tiempo “de quedarte más solo que en invierno, porque la gente de tu paisaje habitual deserta”, ofrece otra variante Manuel Longares.

“Siempre me ha producido rechazo la identificación de una época o de ciertas fechas establecidas con determinados comportamientos. No entiendo por qué en las navidades y el nuevo año hay que ser felices y hogareños. Bastante triste y silencioso había que estar, en mis años mozos, durante la Semana Santa. Pero aquello era por decreto en una triste provincia castellana. He tenido la suerte de disfrutar de una relativa libertad de organizar mi tiempo, así que más o menos hago lo mismo todo el año, y procuro que sea, sin exagerar, lo que más me interesa”. Es la impresión del catedrático y crítico Santos Sanz Villanueva.

El verano es tiempo “de recibir turistas que se tiran de los balcones de sus cuartos de hotel. Y tiempo de ver cómo si uno no piensa como los que no piensan, acaba siendo señalado por ellos”, reflexiona Enrique Vila-Matas con su habitual ironía

“Idóneo el verano para leer no lo es en absoluto. Basta recordar lo que les pasa a los libros que llevamos a la playa y que acaban destrozados por el viento y la arena”. dice Vila-Matas, a contracorriente. A su vera, muy escueto, se muestra Manuel Longares, quien dice leer en verano “como siempre, dos horas diarias”. Y en un derroche de sinceridad Sanz Villanueva manifiesta: “Para esta época del año voy dejando libros que me apetecen y no he podido leer en su momento. También obras de algún amigo que tampoco he podido ver y algunos compromisos. Al final, terminan siendo un montón disuasorio. Así que los veranos suelen terminar sin haber podido lograr el propósito. Cumplir con la obligación de dar cuenta de las novedades literarias me resulta bastante fatigoso y uno siente en esta época cierta relajación. Para mí no son fechas especialmente idóneas. Incluso a veces me gustaría desenchufar, aunque no lo hago”.

A la hora de recrear un verano concreto y una lectura, Vila-Matas, autor de algunas de las obras más originales de la última narrativa española (“Historia abreviada de la literatura portátil”, “Bartleby y compañía”, “El mal de Montano” o “Aires de Dylan”), regresa a 1966 en Playa de Aro. “Yo tenía dieciocho años y me aburría teniendo que ir con la familia todos los días a la playa de pinos que teníamos enfrente de la torre alquilada. Encontré una forma de no tener que tomar el sol: decir que necesitaba aislarme de todos ellos para concentrarme en la lectura de Camus y Dostoievski, que era lo que me habían recomendado estudiar los jóvenes curas progresistas que habían sembrado la discordia en el curso 1965-66 en los jesuitas de la calle Caspe de Barcelona. Leer a la sombra de un pino me permitió separarme cien metros de la familia, un primer paso para ser escritor, porque ya se sabe que un escritor es alguien que se separa de la familia (mundial) para poder escribir sobre ella”.

Madrid aparece una y otra vez en las ficciones de Manuel Longares (“La novela del corsé”, “Romanticismo”, “Las cuatro esquinas”…) En Madrid le gusta quedarse al escritor cada verano y en Madrid, en el entorno de la Gran Vía, transcurrirá también “Los ingenuos”, su nueva novela, que llegará a las librerías en otoño. “No me gusta viajar”, declara tajante, asegurando que estos meses calurosos, sin moverse de sus ambientes habituales, volverá a Proust, elección en la que coincide con la mallorquina Carme Riera -”Leyendo con” de abril-. El escritor menciona haber dedicado los veranos a la obra completa de algunos autores centroeuropeos, entre ellos Hermann Broch y viaja a la infancia de la mano de Juan Ramón Jiménez y su célebre “Platero y yo”.

Lectura y felicidad es la asociación que hace, por su parte, Santos Sanz Villanueva, quien recuerda dos veranos especialmente gozosos. “El primero fue al acabar el tomo sobre literatura actual que publicó la editorial Ariel. Llevaba bastantes meses trabajando a un ritmo demasiado fuerte y quedé un poco tocado de salud. Nos fuimos mi mujer y yo a un pueblecito cerca de Marbella, a una modesta urbanización a pie de playa y allí, casi todo el día en la tumbona, leí de un tirón los “Episodios Nacionales”, de Galdós. Cerca había un par de restaurantes caseros, con magnífica cocina, y unos chanquetes (furtivos) inolvidables. Y hace menos tiempo fue también una época muy feliz, en un lugar de montaña, de los de dormir con manta, releyendo “Guerra y Paz”. Si hay reencarnación, procuraré que se repitan”.

Autor de libros de referencia para acercarse a la narrativa española contemporánea, así como de ensayos sobre Juan Goytisolo, Delibes o Pla, entre otros, el crítico tiene previsto hacer tres relecturas: “La montaña mágica”, de Thomas Mann; “La desheredada”; de Galdós, y “Anna Karenina”, de Tolstoi, pero, como decía antes, “igual se quedan en buenas intenciones”. “En cualquier caso, lo que más me apetece es volver a ver, ahora de un tirón, “The Wire”. Todas las lecturas van a estar condicionadas a esta extraordinaria serie, que ya me ha hecho disfrutar lo indecible”, confiesa.

Es época de relecturas también para Enrique Vila-Matas, que tiene previsto acercarse muy atentamente a “La propagación del silencio”, de Sònia Hernández (Alfabia) y a “¿Cuánta verdad necesita el hombre?”, de Rüdiger Safranski, un autor que aparece en el libro que está acabando de escribir. Pero también alude a obras a las que se acercará por primera vez, entre ellas, “Nuevas maneras de matar a tu madre”, de Tóibín e “ Hijos apócrifos”, de Víctor Balcells Matas.

Ya ubicado en Cerdeña, podrá cumplir sus objetivos si se lo permite el trabajo en la que será su nueva novela, una historia que parte de su participación el verano pasado en la Documenta de Kassel. “Por resumirla de algún modo se trata de un viaje al centro mismo de la vanguardia contemporánea”, señala. Una buena noticia para sus muchos seguidores, que podrán disfrutar también de “Fuera de aquí”, un libro de conversaciones entre el autor y su traductor francés, André Gabastou, versión ampliada de una entrega que apareció previamente en Francia en 2008 y que será publicada por Galaxia Gutenberg.

IV. Tiempo de huidas (Pedro Sorela, Andrés Trapiello, Antonio Gómez Rufo):

Constelaciones-19. © karina beltrán - 2011

El verano es “tiempo de huir lo más lejos que se pueda. Y a ser posible a un lugar en el que no se note que es verano y la vida se reduzca a la mitad. Y si no se puede ese lugar lejano, tal vez una finca aislada con una gran biblioteca”, es el anhelo de Pedro Sorela. El verano es tiempo de “viajar al Sur, como decía Eliot. Pero nosotros nos quedaremos a medio camino, en Extremadura, que es un Sur por otros medios”, expone su plan Andrés Trapiello. El verano es tiempo de “pereza y desinhibición, largas siestas y noches largas”, tira del hilo de sus sensaciones Antonio Gómez Rufo.

Llegados a este punto, asoma el viaje, compañero inseparable del verano, de la etapa de vacaciones, de los niños sin clase y el deseado parón en los trabajos cotidianos. Llegados aquí asoma la necesidad de trasladarse muy lejos, como dice Sorela, pero también de acercarse al pueblo de siempre, la opción de Trapiello. El prolífico escritor leonés (entre sus publicaciones más recientes, los versos de “Segunda oscuridad”; el último tomo de su “Salón de pasos perdidos”, “Miseria y compañía” y la novela sobre la Guerra Civil “Ayer no más”), considera que con el tiempo los veranos dejan de ser la época de las lecturas largas y pasan a convertirse en la de las relecturas.

Y cuando se le pide que recuerde, vuelve la vista a la infancia:  “Debía tener yo 11 o 12 años y descubrí “Enrique D”, del padre Flynn, un jesuita irlandés. La novela, que conservo en el mismo ejemplar, debía de ser atroz, una especia de Guillermo Brown pasado por la Compañía y los Ejercicios espirituales. Pero cumplió la función de la literatura: hacer que la vida se ensanchara, como la Mancha para don Quijote. Tras él, un poco mezclados, me vienen a la memoria otros veranos con libros buenos y malos: “Sinuhé el Egipcio”, “Quo vadis”,  historias de Verne, Salgari o Stevenson, hasta desembocar en “La educación sentimental”, de Stendhal, y en Tolstoi, Cervantes, Homero... Un poco, supongo, lo de todos”.

Pedro Sorela reconoce que lee más en verano, “para escapar y porque la vida se reduce a la mitad por alguna misteriosa razón”, y asocia esa parte del año a todos los descubrimientos de su infancia y juventud –Verne, Enid Blyton, Tintín, Dumas…-. “Y eso”, confiesa, “en mi caso se acentuaba porque en mi casa (lo juro) no había televisión”. También reconoce Sorela que que cuando viaja no lee guías sino novelas o ensayos de autores del país que visita, o afines, y que en ocasiones llega a reconciliarse con ellos. “Por ejemplo, no me gustaba Murakami hasta que lo leí en Taiwan, y pese a que allí me parecía más lejano que desde España”, expone el autor de “Cuentos invisibles”, “Aire de mar en Gádor” o “El sol como disfraz”.

Por su parte, el escritor y guionista de cine Antonio Gómez Rufo (entre sus últimas novelas: “La abadía del crimen” y “La más bella historia de amor de Paula Cortázar”) se suma a los que consideran que verano y lectura no tienen porqué ir de la mano. “Leer es para mí un hábito de todo el año. En verano suelo echar un vistazo a algunos libros que he reservado para estar al día, pero en general no son siempre los que más me interesan. Esta etapa del año la relaciono más que con lecturas con actos literarios en Universidades de verano, cuando este país tenía más aprecio a la cultura y nos invitaban a participar, además pagándonos, en seminarios y cursos”, señala. Nunca lee obras asociadas a los lugares que visita y se desmarca también de la imagen del niño con un libro en las manos. “En la infancia y en la adolescencia dedicaba los veranos a crecer en todos los sentidos (incluyendo ese que se imagina todo el mundo). Leer era un recurso para las tardes de lluvia y parchís”.

Así y todo, Gómez Rufo, que ya trabaja en una nueva novela, indica que este verano 2013 tiene intención de acercarse a algunos libros de los que le han hablado muy bien: “El águila y la lambda”, de Pedro Enrique Santamaría; “El azar de la mujer rubia”, de Manuel Vicent y “Cosas veredes”, de Eusebio Olmos. En la lista de Pedro Sorela: Las “Memorias” del Duque de Saint-Simon, el gran cronista de la Corte de Luis XIV; la “Correspondencia” de Flaubert y “Conversación en La Catedral”, de Mario Vargas LLosa, que irá alternando sin dejar de lado sus propias historias (“siempre estoy escribiendo y cuando no lo hago la gente que me rodea me urge a retomarlo porque me pongo todavía más insoportable”, confiesa). Y en el baúl de Andrés Trapiello: libros del XVII, crónicas de la conquista del Perú, de navegantes y conquistadores, y cartas de emigrantes, con el objetivo de ambientarse para la novela que ha empezado a escribir, la continuación de “Al morir don Quijote”.

V. Tiempo de actividad y ligereza (Silvia Querini, Ángeles Martín, César Antonio Molina)

Constelaciones-47. © karina beltrán - 2011

El verano es tiempo de “leer todo aquello que en invierno me estaba mirando desde una estantería y yo no tenía ni tiempo ni humor para hincarle el ojo”. Lo dice Silvia Querini, editora de Lumen. El verano es tiempo “de releer lo que hemos descubierto durante el invierno: fijar aquellas lecturas que nos han impresionado y quizás acometer otras de tono más ligero”, subraya la agente literaria Ángeles Martín. El verano es “tiempo de mucho trabajo, para leer y revisar todo lo escrito a lo largo del curso”, indica César Antonio Molina.

El ex ministro de Cultura y actual director de la Casa del Lector, autor de obras como “Donde la eternidad envejece” y “Cielo azar”, pone el acento en el verano como época idónea para el trabajo creativo. “Todos mis veranos están asociados a la lectura desde niño. Yo vivía en una casa repleta de libros y mi abuelo reunía a sus nietos -yo era el único varón- y nos hacía leer en voz alta. Le encantaba Victor Hugo. Yo sufrí mucho leyendo en voz alta “Los miserables”. ¡Tanta pena, tanto dolor! Cuando terminábamos nos marchábamos a la playa que estaba debajo de la casa en Coruña”, relata. Y prosigue: “Por aquellos tiempos me gustaba una colección de tebeos que se denominaba “Vidas ilustres y vidas ejemplares”, que publicaba Novaro en México. No sé por qué siempre optaba por lo ilustre más que por lo ejemplar, es decir, más por las vidas de escritores, artistas, intelectuales que por las vidas de santos que me parecían demasiado dramáticas y terribles”.

Silvia Querini sostiene que, aunque lee todo el año porque su oficio se lo impone, en verano comete “pecados jugosos” y lee “por puro placer”. Recuerda el estío en que decidió “que no besaría a ningún chico que no hubiera leído “Ana Karenina”. Dice que del clásico de Tolstoi “no acababa de entender nunca por qué la señora Ana siempre estaba tan triste” y cita también “Mujercitas”, de Louise May Alcott. Un verano, en un velero, es el que evoca, por su parte, Ángeles Martín. “No olvido el proceso de la lectura sumida en el silencio y escuchando el ruido del mar. En esa atmósfera leí “Zen en el arte del tiro con arco”, de Eugen Herrigel, y fue una experiencia muy placentera. Para ella, como para Querini, “Mujercitas” también fue una inspiradora lectura de colegiala, en “aquellas larguísimas vacaciones de tres meses”.

Ya en el presente, este verano. Querini se decanta por Philip Roth y J. M. Coetzee (“para ver si aprendo algo nuevo de ese misterio llamado varón”), mientras que Ángeles Martín tiene planeado volver a “El fuego secreto de los filósofos”, de P. Harpur, que ya ha leído de un tirón este invierno y ahora quiere saborear más detenidamente, junto a algún título de John Banville y “La invención del amor”, novela con la que José Ovejero ganó el Premio Alfaguara.

Silvia Querini sostiene que, aunque lee todo el año porque su oficio se lo impone, en verano comete “pecados jugosos” y lee “por puro placer”. Recuerda el estío en que decidió “que no besaría a ningún chico que no hubiera leído “Ana Karenina”. Dice que del clásico de Tolstoi “no acababa de entender nunca por qué la señora Ana siempre estaba tan triste” y cita también “Mujercitas”, de Louise May Alcott.

El II tomo de “Caída del imperio Romano”, de Gibbon y “El gran mar”, una historia humana del Mediterráneo, de David Abulafia, entre otros muchos, aguardan A César Antonio Molina. “Ya con estos dos tengo varios miles de páginas”, parece decirse a sí mismo. Y eso que lo compaginará con la escritura de poemas, pero también de ensayo y narrativa.” Decía Flaubert que escribir es vivir, por tanto hay que vivir escribiendo”, declara, avanzando la próxima publicación de un libro de ensayos, “Cultura y poder”, y la preparación de su obra poética reunida, que saldrá en Galaxia Gutenberg. Trabajador infatigable, César Antonio Molina también tiene en marcha el VI Tomo de esas Memorias de ficción tan particulares, cargadas de múltiples referencias culturales y sentimentales en torno a los viajes.

VI. Tiempo de reconstrucción, según qué edades (Jesús Ferrero, Ana Mª Shua)

Constelaciones-55. © karina beltrán - 2011

El verano es tiempo de “pensar en la vida y reconstruirse a uno mismo”, afirma Jesús Ferrero. Y le da la réplica, con su particular manera de contar, Ana María Shua: El verano es tiempo de… “En fin, todo depende de la edad. Digamos que en cierta época de la vida, el verano nos hace suyos, nos reclama. Después, para los que tienen hijos pequeños, es tiempo de disfrutarlos y sufrirlos, de correr gozosamente, ansiosamente tras ellos. Hoy, para mí, el verano es, de pronto y en cualquier momento del año, según en qué hemisferio esté, tiempo de túnicas, más que de bikinis, tiempo de absorber rayos de sol, frenéticamente inmóvil, para ver aflorar a mi beduina interior, como si el cáncer de piel no existiera. Y es tiempo de leer, claro, como todo el resto del año”.

La escritora argentina, que acaba de publicar en nuestro país el volumen de cuentos “Contra el tiempo” y cuyos microrrelatos, género en el que es una maestra, pueden degustarse en la recopilación “Cazadores de letras”, señala: “Leo todo el año, todos los días, en las grietas, en los resquicios. Sólo en los viajes o en verano, y en la playa, lo hago durante horas. Me gusta mucho leer al sol y me recuerdo tumbada con un libro todos y cada uno de mis veranos. Nací en otoño y aprendí a leer como a los cuatro años. Soy mala en matemáticas pero aún así puedo calcular unos 58 veranos”.

De esos 58 y sus múltiples posibilidades, Shua opta también por elegir una lectura de la niñez, “Azabache” (“Belleza negra”, en otras traducciones) , de la autora británica Ana Sewell. “Fue la puerta por la que entré al mundo de los libros y ya me quedé para síempre allí. Me lo regalaron a los cinco años, cuando terminé primer grado y creo que tardé todo el verano en terminarlo, pero valió la pena. Después lo leí otra, otra y otra vez”.

“Leo y escribo todo el año, en verano exactamente igual que en invierno. Mi vida no está dividida en compartimentos estancos”. Habla ahora Jesús Ferrero, quien recuerda veranos en Grecia dedicados a la lectura de Platón y los trágicos griegos y otro en San Sebastián con Conan Doyle entre las manos. El autor de ensayos como “Las experiencias del deseo. Eros y misos” y de novelas como “Belver Yin”, “Las trece rosas” o “El hijo de Brian Jones”, está dedicando este verano a corregir las galeradas de su segundo policiaco, las nuevas aventuras de la detective Ágata Blanc, que aparecerá el próximo otoño y donde llevará al lector “al Madrid del presente, con todos sus conflictos y abominaciones”.

Ferrero también espera encontrar tiempo para leer la segunda novela de Jean-Baptiste del Amo, “La sal”, que aparecerá en septiembre, y algunas obras de Goethe, mientras que Ana María Shua ya sueña con la llegada del buen tiempo -ahora en Buenos Aires es invierno- para adentrarse en los territorios de Hanif Kureishi; en los cuentos de “Hermano ciervo”, del chileno Juan Pablo Roncone; en “El sueño del retorno”, de Horacio Castellanos Moya, y en “El matrimonio de los peces rojos”, también cuentos, de la mexicana Guadalupe Nettel.

Epílogo. Escenas y viajes

Constelaciones-21. © karina beltrán - 2011

Melodías, evocaciones, variaciones, libros, muchos libros: profundos, refrescantes, estimulantes, tentadores, sugerentes… En total 17 maneras de leer el verano, de la mano de 17 lectores entregados. Volvemos a sus palabras para elegir, a modo de colofón, algunas escenas, algunas reflexiones paralelas. Así, los “veranos de grillos, ranas, lagartos y cuentos orales cuando refrescaba por la noche” de Luis Landero, quien se acercó a los libros tardíamente porque todos en su familia, sin excepción, eran campesinos, y en sus casas no había bibliotecas. O las noches de Andrés Trapiello, mirando a las estrellas y sus despertares acompañando la salida del sol. “Donde pasamos el verano ese ritmo, recogido y tranquilo, es el ritmo de nuestra vida”, declara, refiriéndose a la localidad extremeña de Las Viñas, escenario ya literario, clave en su ”Salón de pasos perdidos”. Ese lugar al que tantas veces, según cuenta el escritor, han viajado las musas de la inspiración. “Se dice aquello de que la inspiración debe sorprendernos trabajando, pero yo creo que debe sorprendernos atentos. Eso es para mí el verano, un grado más de la atención”.

Más ráfagas de infancia. La abeja o el rayo de sol molestos de Proust… “Mis hermanas recuerdan que simulaba leer. De niño, les hacía creer que me sumergía en libros de Schopenhauer. Hasta que un día cometí un error porque me pillaron  leyendo un tratado filosófico al revés”, recuerda Enrique Vila-Matas, mientras Lourdes Ventura se ve con nueve años “en la pinada del pueblo de veraneo, o en el porche de la casa construida en la misma arena de la playa, armada con agua de regaliz y tragándome uno tras otro los libros de Guillermo Brown de mis hermanos”.

Sí, solemos regresar una y otra vez, no podemos despegarnos, de esos veranos de la infancia y primera adolescencia que el crítico Santos Sanz Villanueva asocia a tardes interminables. “Las mañanas y las últimas horas del día eran movidas, con juegos y amigos, pero las tardes de la vida provinciana eran un vacío completo. Solía irme a un parque, cerca del río, con un transistor y lectura. Tebeos y alguna novela de acción. Pero también, desde muy pronto, teatro clásico. Lope, Calderón y compañía. Muchísimas obras. No sé por qué. Ni qué sustancia les sacaba. Tal vez las leía como literatura rosa y aventurera. Luego le cogí manía a la comedia del Siglo de Oro, quizás por aquel hartazgo. Y me ha costado mucho volver a ella, incluidas las representaciones”, asegura.

Nos quedamos también con la sensación que describe Francisco Llorca. Ese momento complicado, “pero a la vez de o más excitante”, de elegir las lecturas antes de un viaje y meterlas en la maleta. “Libros, un par de mudas y un bañador y camino a la estación”, dice, retratando una experiencia tan particular como repetida que nos remite a imágenes de trenes, de aeropuertos, de barcos, de paseos, de viajes. Viajar acompañados de libros que nos hablan de los secretos, de la magia, de los lugares que se visitan.

Antonio Jiménez Paz asegura que siempre va acompañado de libros de viajes, literatura -poesía o lo que sea- de autores del lugar que visita y que regresa con el equipaje cargado con otros muchos tomos que va adquiriendo en el trayecto (“al regreso, mis amigos no me lo perdonan”, señala). Soledad Puértolas ofrece otra visión: Los lugares son los que acaban impregnándose de lo que está leyendo en el momento del viaje. Y Francisco Llorca añade que siempre guarda en la mochila algún libro relacionado con el lugar al que va, “aunque en ocasiones esas relaciones no estén nada claras o sólo existan en mi cabeza”.

En el caso de Marcos Giralt, sólo a ciertos territorios que considera muy literarios acude con lecturas específicas, por ejemplo Buenos Aires o las tierras altas escocesas, mientras Lourdes Ventura se remite a un viaje muy reciente a Nueva York, al que acudió de la mano del autor Paul Auster, uno de los escritores que mejor ha retratado la ciudad de los rascacielos (concretamente leyó “Paul Auster’s New York”, escrito por el italo-francés Gérard de Cortanze).

“Cuando viajo no suelo leer, entre otras cosas porque no me gusta viajar solo. Lo hago acompañado casi siempre por Miriam, mi mujer, y entonces hablamos mucho. Si acaso, antes, preparando el viaje, ella suele leer un poco. Yo no. Ni siquiera guías. Cuentan muchas mentiras, como las tarjetas postales. Lo que sí me gusta es andar y ver y, si puedo, hablar con la gente, y luego, comentarlo todo entre nosotros”, comenta Andrés Trapiello.

Quien nunca ha viajado acompañado de lecturas afines a sus viajes es Enrique Vila-Matas, pero he aquí que asegura estar dispuesto a romper con ese principio. “Tengo previsto hacerlo una sola y única vez. No quiero que  se diga que siempre dejo de hacer lo que hacen los demás. Este agosto quiero ir unos días a París. Como siempre, a un hotel del barrio de Montparnasse. Me llevaré “Montparnasse. Les lieux de legende”, de Olivier Renault. Su autor, un librero de París, me lo ha dedicado porque un día me preguntó dónde estuvo el Dingo Bar. Se trata de un bar que hoy es una pizzería y que se halla en la rue Delambre. Fue allí donde se vieron por primera vez Scott Fitzgerald y Hemingway”.

Entusiasta de la literatura viajera, de la romántica y del siglo XIX, Santos Sanz Villanueva reconoce, sin embargo, que cuando viaja por placer no suele llevar ni guías. “Voy a ver, bastante a lo que sale. Y lo que veo, veo. Sé que me pierdo muchas cosas, pero no me importa”, confiesa su paradoja.

Recomendaciones:

Constelaciones-48. © karina beltrán - 2011

Si no lo han hecho ya, es hora de preparar las maletas, tal vez siguiendo la guía, las recomendaciones de los protagonistas de este reportaje, algunos de los cuales se resisten y remiten -en esto coinciden todos- a las que serán sus lecturas ya confesadas anteriormente. “Recomendar libros es como aconsejar medicamentos sin conocer realmente la dolencia. Es algo muy personal”, considera Luis Landero. “No soy bueno recomendando”, se excusa Trapiello, mientras que Manuel Longares y César Antonio Molina lo zanjan con facilidad: “Cualquier novelista español contemporáneo”, dice el primero. “Literatura, la manera más rápida y segura de encontrarse con uno mismo”, alega el segundo, en la misma línea de Antonio Jiménez Paz, que invita a leer “mucha poesía, toda la poesía latinoamericana que uno encuentre”.

“Recomendar libros es como aconsejar medicamentos sin conocer realmente la dolencia. Es algo muy personal”, considera Luis Landero. “No soy bueno recomendando”, se excusa Trapiello, mientras que Manuel Longares y César Antonio Molina lo zanjan con facilidad: “Cualquier novelista español contemporáneo”, dice el primero. “Literatura, la manera más rápida y segura de encontrarse con uno mismo”, alega el segundo, en la misma línea de Antonio Jiménez Paz, que invita a leer “mucha poesía, toda la poesía latinoamericana que uno encuentre”.

Vayamos al grupo de los que sí comulgan con las recomendaciones y dan títulos y nombres. Enrique Vila-Matas incluso insiste en que se indique el sello editorial. Empecemos por él: “Vidas conjeturales” de Fleur Jaeggy (Alpha Decay); “El váter de Onetti,” de Juan Tallón (Edhasa); “Simone”, del portorriqueño Eduardo Lalo, y la absoluta genialidad de “El  ángel esmeralda”, de Don de Lillo (Seix Barral), sin perder de vista a Laurence Sterne y su “Tristram Shandy” (Alfaguara)”.

Sigamos con Ana María Shua. ”Acabo de terminar una novela muy perturbadora: “Tenemos que hablar de Kevin”, de Lionel Shriver, que recomiendo sin dejarse llevar por la desastrosa película que se ha hecho sobre ella, y aconsejo no perderse ni “Pájaros en la boca”, cuentos de Samanta Schweblin ni “Casi tan salvaje”, también cuentos, de Isabel González, ni “La historia siguiente”, del holandés Cees Noteboom.

Escuchemos a Francisco Llorca, acostumbrado a guiar a los lectores que acuden fielmente a Tipos Infames. “Yo no dejaría de leer “La luna y las hogueras”, de Pavese, el mejor libro que he leído nunca sobre la vuelta al hogar, algo que muchos de nosotros hacemos durante estas fechas”, señala, y tiene un momento de recuerdo para el editor Manuel Fernández-Cuesta, recientemente desaparecido, a través de una de las joyas que puso en circulación, “La trilogía de la espera”, de Antonio di Benedetto, en El Aleph.

Llorca se toma muy en serio su papel de librero y alienta a leer una obra que le ha sorprendido especialmente: “Donde dejé mi alma”, la primera novela publicada en España del escritor corso Jérôme Ferrari, “que nos introduce en un tiempo de inmoralidad que todavía es el nuestro, sin caer en los maniqueísmos al uso y con una voz y un tono que no dejará indiferente a nadie”. Y prosigue: “Si todavía no la han leído, corran a comprar la última novela de Marta Sanz, “Daniela Astor y la caja negra”. Uno de sus mejores libros, y eso ya es mucho. Muchísimo”.

Más títulos: Silvia Querini anima a acercarse a la obra especialísima de Carson McCullers y a títulos de su propio sello como “La mujer a mil grados”, de Hallgrimur Helgason, y  “La vida cuando era nuestra”, de Marian Izaguirre. Ángeles Martín opta también por  “Daniela Astor y la caja negra”, de Marta Sanz;  “la Luz díficll”, de Tomás González y por “La ridícula idea de no volver a verte”, de Rosa Montero, sin dejar de lado clásicos como la “Odisea”, “Rayuela”, de Cortázar, en pleno aniversario, y los poemas de Kavafis.

“Llevo toda una vida recomendando “El jugador”, de Dostoievski, y “El coronel no tiene quien le escriba”, de García Márquez”, dice Antonio Gómez Rufo. Jesús Ferrero menciona la nueva traducción de “El corazón de las tinieblas” (junto a otros textos africanos) de Jon Bilbao, de la editorial Meettok: Pedro Sorela llama la atención sobre Erri de Luca y “Los peces no cierran los ojos”, del que destaca “su escritura diferente”. Y Soledad Puértolas apunta: “Mi vida querida”, de Alice Munro, “Tú y yo”, de Niccolò Ammaniti y “El vino de la juventud”, de John Fante.

Abramos asimismo las páginas de las cartas a su hija de Francis Scott Fitzgerald, publicadas por Alpha Decay, “absolutamente maravillosas”, dice Marcos Giralt, quien las ve, además, muy oportunas ahora que el escritor vive un renacimiento gracias a la adaptación de “El gran Gatsby”, que él califica de “horripilante”. Descubramos los “Cuentos Completos”, de Lydia Davis, “geniales, que por aquí pasaron de puntillas y en Nueva York están en todas las librerías considerados entre los mejores relatos contemporáneos”, apunta Lourdes Ventura. Parémonos ante las sugerencias de Santos Sanz Villanueva, quien se centra en novedades como “El anarquista que se llamaba como yo”, la primera novela de Martín Sánchez; “Daniela Astor”, de Marta Sanz, y “En la orilla” de Rafael Chirbes. En fin… Este verano que ya está transcurriendo promete ser estimulante, creativo, refrescante y frondoso, al menos en lecturas. Que por recomendaciones no quede.

(Todas las fotografías de este reportaje pertenecen a la serie “Constelaciones”, de Karina Beltrán).

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