Emma Rodríguez © 2020 /
“El mundo tal como lo conocemos da sus últimos coletazos. Las contradicciones del capitalismo sacarán a la gente a la calle. Va a haber un movimiento planetario de gente como ella, que no participa, que ha decidido romper el mapa que le habían dado sus papás para llegar a casa y al trabajo y al matrimonio y a los hijos y a los nietos y a la tumba”. Quien así piensa es Ana, protagonista de Insurrección, la última novela de José Ovejero.
Una historia que corre en paralelo al presente, a lo que vemos cuando abrimos las ventanas y observamos la transformación de los barrios y de las vidas en las grandes ciudades. Una narración que explora los conflictos de una realidad en la que los ideales, los sueños, la ética, se han ido hundiendo tras el vacío discurso de la productividad, la competencia, el emprendimiento, la reinvención y demás términos de moda, ensalzados una y otra vez en medios oficiales y suplementos de vanidades.
El vocabulario del éxito, basado en las premisas neoliberales, tan acorde a la medición de la prosperidad y la felicidad en base a cifras monetarias y capacidad de influencia, contrasta con otro menos chic, pero que ha ido tocándonos cada vez a más personas: Expedientes de Regulación de Empleo (ERES), precariedad, especulación, privatización, fondos buitre, casas de apuestas, subcontratos, explotación, desahucios, suicidios, impotencia… Un lenguaje duro, de aristas afiladas, sin un ápice de glamour. Son esas palabras las que expresan el desánimo colectivo. Es con ellas con las que Ovejero construye su novela.
Insurrección es una obra que revela la capacidad de su autor para observar y mirar de frente a los conflictos. Si hay un tipo de literatura que ahora mismo me interesa es la que nos sitúa ante nuestros miedos y contradicciones, la que nos anima a reflexionar sobre nuestras proximidades y lejanías; la que nos induce a superar los límites, a pensar más allá de las consignas trilladas, a llevar la contraria. ¿Es demasiado pedir todo eso a una lectura? No lo creo. El acto de leer implica diálogo con nosotros mismos y con los demás. Los personajes a los que conocemos en la ficción nos permiten adentrarnos en zonas a las que no nos está permitido acceder, a las que no llegamos por miedo, por falta de osadía, por comodidad.
En “Insurrección” José Ovejero explora los conflictos de una realidad en la que los ideales, los sueños, la ética, se han ido hundiendo tras el vacío discurso de la productividad, la competencia, el emprendimiento, la reinvención y demás términos de moda.
Ana es una adolescente de 17 años que sueña con otro tipo de sociedad y se convierte en okupa. A través de su rebeldía, de sus rechazos, de sus amistades y experiencias, nos adentramos en un territorio demonizado, en una realidad que a la mayoría nos resulta incomprensible. En Insurrección nos acercarnos a las inquietudes, a las renuncias, de quienes deciden decir basta al sistema y organizarse de otro modo. No se trata de juzgar. Muy a menudo me encuentro con personas que leen y se lo toman todo al pie de la letra; que quisieran, tal vez, no saber, no añadir matices que puedan variar una pizca sus planteamientos, la llanura de sus opiniones. En mi caso, agradezco ser zarandeada en mis convicciones, dudar, acceder a ventanas de comprensión que ni siquiera había imaginado. Agradezco, siempre, plantearme preguntas.
Por todo esto, y por mucho más que intentaré ir exponiendo en el recorrido de este artículo, me ha resultado especialmente interesante esta nueva entrega de José Ovejero. Hay un momento dado en la narración en el que se habla de “crecer o encogerse”, de huir de las verdades asumidas, de los límites impuestos, de las tallas de referencia, de los lugares y lenguajes fijados, de las respuestas y gestos que se supone se deben adoptar en cada momento, en cada fase de la vida.
Tragedias como la de los atentados en las Ramblas de Barcelona (agosto, 2017) se cuelan en la novela. Mientras pasamos sus páginas no podemos dejar de pensar en acontecimientos recientes, en centros sociales como el de La Ingobernable, en Madrid, un lugar dinámico, red de activismo y convivencia de la gente en el centro de la ciudad. Experimentación, construcción, desafío. Un lugar siempre en el punto de mira, bajo amenazas de desalojo, finalmente cerrado por las autoridades.

“Ana recorre la okupa como Alicia al otro lado del espejo pero sin miedo, tan solo maravillada y curiosa, feliz de haber encontrado la puerta por la que escapar de las geometrías previsibles del lado de la gente normal”, voy leyendo. Al lado de la joven está Alfon, quien un día dejó su puesto de profesor y todos sus documentos de identificación para vivir al margen, “fuera de la ley”. Y otros personajes que, por distintos motivos, deciden salirse de los datos, muchos de ellos con el afán de “empezar la transformación desde lo más básico, el lugar que oc(k)upas”.
Ana, nuestra protagonista, acude a un centro social y busca su lugar en el mundo, entre afines. En medio de conflictos y contradicciones, se trata de “inventar fórmulas de resistencia colectiva”, de cultivar la subversión y el sabotaje, de recurrir incluso a la violencia. “Ninguno de nosotros quiere sumar dolor al mundo”, dice Alfon, pero “la revolución siempre duele. No es posible una rebelión indolora”, argumenta.
Alfon escribe historias en su vieja máquina de escribir y esas historias se van insertando en la novela, del mismo modo que los poemas rebeldes que Ana va dejando a Aitor, su padre, como señales de oposición, de protesta, de afirmación de su distinta manera de mirar, de vivir. Aquí la narración adquiere formatos audaces, incorpora juegos y estructuras que rompen la linealidad y la dotan de un cariz experimental que se adapta al conjunto y le otorga un mayor vuelo.
En su aceptación, en su asimilación de lo que sucede, Aitor representa, nos representa, a muchos hombres y mujeres que en estos últimos años hemos ido comprobando el desmoronamiento y empobrecimiento a nuestro alrededor. Periodista de radio, asiste a cambios permanentes en sus condiciones laborales, a trampas y humillaciones que asume sin quejarse, adaptándose a las circunstancias. Muchos de sus compañeros son despedidos y en un momento dado le toca el papel de ser él quien despida a los demás para mantener su puestos trabajo. Todo con tal de sobrevivir, mantenerse a flote, no quedarse descolgado.
Alfon escribe historias en su vieja máquina de escribir y esas historias se van insertando en la novela, del mismo modo que los poemas rebeldes que Ana va dejando a Aitor, su padre, como señales de oposición, de protesta, de afirmación de su distinta manera de mirar, de vivir.
“Yo oía hablar del sistema, criticar el sistema. Y sí, me parecía que tenían razón, que el sistema es inhumano. Pero yo lo imaginaba ahí fuera, más lejos, que a mí no me afectaba directamente, así que daba dinero a varias ONG, para echar una mano, para no sentirme demasiado privilegiada”, señala Carolina, una periodista, compañera de la emisora de radio, a la que han despedido por quedarse embarazada. Se lo está contando a Aitor y le dice: “Tú no les dejes. Ponte los guantes de boxeo. Mantente en guardia. ¿Sabes lo que está rematadamente mal? Que da igual que decisión tomes, siempre es injusta. Aunque seas el hombre más bondadoso de la Tierra. Porque es el contexto lo que está mal. El puto sistema, Hazme caso…”
Todo esto está demasiado próximo, nos toca. Hemos escuchado argumentaciones similares a nuestro alrededor. Hemos discutido sobre el tema. Pero lo realmente interesante en la novela es ser testigos del doloroso proceso, en cierto modo transformador, del personaje de Aitor, su toma de conciencia. El desasosiego ante la pérdida de su hija es el motor que le obliga a cuestionarse los pasos dados, las reglas aceptadas. ¿Podía haber actuado de otro modo? ¿Qué hacer cuando la moral deja de marcar los comportamientos; cuando las democracias no son capaces de hacer frente a las reglas del mercado; a esos principios neoliberales que campan a sus anchas, que se imponen y nos tratan como simples mercancías?
Su exmujer se dedica a vender bolsos reciclados, sin éxito. Su hijo, que también ha coqueteado con grupúsculos anarquistas, acaba aceptando el juego y se marcha a hacer un máster fuera para poder incorporarse después al mundo laboral… Y también hay un joven detective en la novela que protagoniza una atractiva trama paralela en plan thriller. El detective simboliza el todo vale con tal de prosperar, aunque haya que utilizar medios ilícitos. Al fin y al cabo, a su alrededor hay especulación, corrupción… Sus cuestionamientos son débiles. Es capaz de comprender lo que sucede, de reconocer las pocas oportunidades de los más débiles, pero debe ponerse del lado de los fuertes, escudarse tras el cinismo.
La historia se desarrolla en el barrio madrileño de Lavapiés, cada vez más lleno de turistas, hoteles, cadenas de supermercados y casas de apuestas. Todo lo conocido se va transformando, mejor desmantelándose, ante los ojos atónitos de vecinos que apenas tienen tiempo de reaccionar. “Salvemos nuestro barrio” es un cartel que ya se nos ha hecho familiar a los que vivimos en el centro de las ciudades. Salvar la vida en comunidad, alentar cambios en la dirección de la justicia social, parece ser la única esperanza, el resquicio de luz en esta novela que trata sobre la supervivencia, sobre la dificultad de vivir en las sociedades de la inestabilidad, de la fragilidad.

Poco a poco, Aitor va comprendiendo a su hija. Llega a la conclusión de que su vida se ha desarrollado en “una empresa de borregos, una sociedad de borregos, un país de borregos”. ¿Cómo luchar en un mundo en el que los buenos hombres y mujeres son considerados unos pringados? ¿Cómo salir adelante en entornos donde se enseña a nuestros hijos que el ejemplo a seguir es el de los que más ganan y suben en el escalafón empresarial y social, sin importar los métodos utilizados para ello? ¿Es posible sobrevivir al margen, en la intemperie?
La capacidad para abrir todos estos interrogantes, para colocarnos desnudos frente al espejo, nuestro espejo, es uno de los grandes méritos de Insurrección. Esta novela apresa el desánimo y la búsqueda de resquicios de resistencia. El proceso de precarización que ha seguido a la crisis, la construcción de sociedades cada vez más inhóspitas, está muy bien reflejado en una obra que, en este sentido, se hermana con otras historias de autores como Isaac Rosa (La habitación oscura), Elvira Navarro (La trabajadora) o Cristina Morales (Lectura fácil). Una parte significativa de la narrativa española reciente está escuchando los gritos, el ahogo, la desesperanza de la calle, y narrándolo sin complejos. La novela política, comprometida, no es algo del pasado. Está aquí, llena de vigor. Se vale del lenguaje y las estructuras de la modernidad para reflejar el ahora.
Una parte significativa de la narrativa española reciente está escuchando los gritos, el ahogo, la desesperanza de la calle, y narrándolo sin complejos. La novela política, comprometida, no es algo del pasado. Está aquí, llena de vigor.
Estábamos confortablemente sentados en nuestros sofás de lectores, inmersos en relatos de parejas y de rupturas, de infancias complicadas, de crisis existenciales, de viajes históricos y enigmas por resolver. Disfrutábamos de esas ficciones instalados en el aparente orden y estabilidad del privilegiado primer mundo. Creíamos en el futuro de jóvenes educados para seguir construyendo el progreso, directos, de la mano de imparables avances tecnológicos y científicos, hacia un mundo con menos fronteras.
Y de pronto sentimos que el suelo bajo nuestros pies se tambaleaba, nos pusimos al día en el lenguaje de la crisis, hicimos un curso urgente de economía y abrimos las páginas de nuevos libros que, si bien seguían hablándonos de los grandes temas de la literatura, daban cabida, con ritmos y lenguajes diversos, sin respetar apenas la recomendación de la distancia y de la perspectiva, al inmediato y convulso presente. Ahí seguimos, a la búsqueda de lecturas que nos lleven a imaginar mundos mejores, nuevas posibilidades.
José Ovejero: “Me interesa la vida moderna, sus tensiones y amenazas”

“La literatura no puede ser impermeable a lo que está sucediendo”, me decía José Ovejero cuando publicó La invención del amor, en 2013. Ahora, años y libros después, proseguimos ese diálogo en torno a Insurrección.
– Leyendo Insurrección, por momentos, recordaba escenas de La invención del amor. Son obras muy distintas, la segunda de cariz más íntimo, centrada en una historia de amor… Pero en ella ya asomaba el malestar, el deterioro social, la falta de perspectivas, los terribles efectos de la crisis. Todo eso ha ido más allá, se ha acentuado, y se hace muy patente en ésta última entrega. ¿Hasta qué punto las dos novelas se comunican, dialogan?
– Es verdad que hay una línea que une La invención del amor e Insurrección. Pero si en la primera el trasfondo social aparecía más borroso, se intuía no como telón de fondo sino como contexto para entender una historia aparentemente privada, en Insurrección el contexto ha pasado al primer plano, está mucho más ligado a las acciones de los personajes. La crisis como sistema establecido y permanente influye no sólo en las relaciones laborales, también en las afectivas y en eso que podríamos llamar estado de ánimo colectivo. Insurrección es una forma de adentrarme en ese estado de ánimo.
– ¿Ambas forman parte de un proceso creativo, de un crecimiento a nivel personal?
– Creo que son parte de una indagación que empieza con La invención del amor y continúa con mis siguientes novelas, Los ángeles feroces y La Seducción. En todas ellas, de manera diferente, me meto en esa sensación de vivir en un mundo de solidez que sabemos engañosa; las estructuras parecen firmes pero los cimientos son arenosos. Pero si en La invención del amor la supervivencia de los personajes iba ligada al fingimiento, en las demás novelas se apunta la posibilidad de la violencia, que se ha vuelto un tema central de mis novelas. Lo interesante para mi trabajo de escritor es que en esta tetralogía del mundo moderno la forma se ha ido liberando a medida que avanzaba con la escritura. Me he concedido una libertad narrativa que antes no poseía, y en este sentido creo que mis novelas se están acercando a ese ideal mío según el cual la ficción debe aproximarnos a la complejidad de lo real pero de forma accesible; y creo que mi evidente gusto por lo lúdico ayuda a conseguir esa accesibilidad.
– La invención del amor es de 2013. Acababas de volver a Madrid tras una larga etapa fuera, en Alemania, en Bélgica. Han pasado más de seis años. ¿Qué ha cambiado en todo este tiempo en José Ovejero, en el escritor y en la persona, el ciudadano de a pie?
– Tengo la impresión de haber crecido como escritor en estos seis años. Y sobre todo me alegra pensar –acertadamente o no– que ese crecimiento ha tenido lugar no sólo en novela, también en cuento y poesía, géneros en los que he trabajado de manera diferente a como lo hacía antes. Hay rasgos comunes, claro, hay ahora un mayor riesgo en lo que hago, más libertad. En cuanto a mi faceta de ciudadano de a pie, no sé si le pueden interesar a alguien mis cambios en ese ámbito, pero los resumiría en que estoy mucho más politizado que cuando vivía fuera de España –regresé en el 2013-, me preocupa más lo que sucede a mi alrededor, me involucro más. Un ejemplo de este proceso es mi mayor actividad en prensa, y en particular mi trabajo con La Marea.
– Lo que está claro es que Madrid se ha apoderado de tu narrativa, por decirlo de algún modo. El Madrid de la especulación urbanística, de los desahucios, de la gentrificación, de la estética hipster que está tomando los barrios del centro, es un escenario que adquiere carácter de protagonista en Insurrección. Y también es cierto que, aunque hablemos de Madrid, muchos de estos problemas son comunes a otras ciudades europeas…
– Sí, Madrid, esto es, el lugar en el que vivo, se ha vuelto mucho más presente. Pero no me interesa Madrid en sí, sino eso que podemos llamar, simplificando, “la vida moderna”, sus tensiones y amenazas, sus injusticias y rupturas sociales. Y mientras en Insurrección parto de un barrio madrileño concreto para hablar de algo que es global, en Los ángeles feroces hacía lo contrario. Me inventaba un espacio urbano ficticio que amalgamaba ciudades reales muy distintas para hablar de fenómenos concretos. Si lo local es global, lo global marca lo local. Y en esa tensión se mueven mis novelas últimamente.
– ¿En algún momento en estos años te has arrepentido de haber regresado?
– Ni una sola vez.
– Cuando hablamos, a raíz de La invención del amor, me decías que eras una esponja que ibas absorbiendo todo lo que pasaba a tu alrededor. Eso es evidente en esta novela. Parece que vas escribiendo al hilo de los acontecimientos. ¿La novela es un buen mecanismo para atrapar la velocidad del presente? ¿Esa aceleración juega a favor o en contra del escritor? ¿Cuál es el lugar de la ficción en medio de las prisas y la falta de reflexión que imponen las redes sociales?
– La novela no es una buena herramienta para analizar ni reflejar el presente, para dar respuestas, para ofrecer objetividad. Si la Historia necesita décadas para examinar con ecuanimidad un momento dado, está claro que la novela no puede hacer ese trabajo con el presente. Pero no es tampoco lo que intento. Lo que yo hago es mostrar un estado de ánimo que surge de las tensiones y violencias de mi época. Y eso siempre lo ha hecho la ficción: poner en palabras una sensación colectiva y revelar su existencia. Por eso hay novelas que parece que se adaptan a su tiempo, porque expresan lo que ya estaba ahí pero aún no éramos conscientes de ello. Y a menudo hablamos de la velocidad del presente, pero su característica principal no es esa, sino la densidad. Y lo que hace la novela es desbrozar la hojarasca para ver qué hay debajo. Jameson decía –no es cita textual, sino de memoria– que el presente es tan denso que la novela crea espacios secundarios en los que poder acercarse a él y descubrir, aunque sea de refilón, lo que oculta la multitud de estímulos que recibimos.
“A menudo hablamos de la velocidad del presente, pero su característica principal no es esa, sino la densidad. Y lo que hace la novela es desbrozar la hojarasca para ver qué hay debajo”.
– Si algo me ha gustado de esta novela es su valentía para afrontar todos los temas antes citados y para ofrecer perspectivas y argumentos desde los que reflexionar sobre el tipo de sociedades, de ciudades, que estamos construyendo, y sufriendo. ¿Fue esa tu intención?
– En cierto sentido. Yo no escribo novela de tesis, no me interesa decirle a nadie lo que tiene que pensar. No me interesa explicar la realidad, sino generar experiencias estéticas que pongan a los lectores y las lectoras en una situación que les empuje a sentir y pensar su propia realidad. Y como no tengo una idea precisa que transmitir, es lógico que mis novelas sean un producto en cierto sentido inacabado, que abarca perspectivas diversas y puede cambiar en diferentes lecturas. Por eso también se genera esa sensación durante la lectura en la que puedes empatizar en un momento con un personaje para después distanciarte de él y ponerte del lado de otro. A mí esa experiencia me resulta enriquecedora como lector porque me lleva a cuestionar mis propios prejuicios, mis expectativas.
– Si algo consigue Insurrección es un acercamiento al movimiento “okupa” desde una visión cercana, lejos de la demonización a la que nos tienen acostumbrados los medios de comunicación convencionales. ¿Te has encontrado con lectores escandalizados?
– Sí, pero eso sucede con cualquier cosa que hagas. Hay mucha gente a la que le encanta escandalizarse, porque el escándalo provoca una muy agradable sensación de superioridad moral. Lo que a veces me desalienta es comprobar que algunas personas ni siquiera se paran a leer lo que de verdad has escrito: te echan encima sus prejuicios, sin examinar matices, sin pensar que quizá lo que dices y lo que creen que vas a decir puede no ser idéntico. Eso sí, procuro no perder mucho tiempo discutiendo idioteces.
– ¿Te molesta que se tilde Insurrección de novela política, comprometida?
– No me molesta en absoluto. La literatura de Galdós estaba comprometida, lo estaba la de Emilia Pardo Bazán, lo está la de Siri Hutsvedt, la de Marta Sanz, la de tantos autores y autoras que admiro. No creo que haya obligación de compromiso de ningún tipo en el arte, tampoco creo que sea un obstáculo para su calidad. Para mí el compromiso surge de una literatura que busca tanto la emoción estética como la agitación intelectual. Hace años escribí que la buena literatura es juego inteligente o forma de conocimiento. Y que la gran literatura es las dos cosas a la vez. Sigo pensándolo.
– ¿Crees en la capacidad de la ficción para llegar allí donde las noticias no llegan y para, de algún modo, transformar las miradas y despertar las conciencias aletargadas?
– Creo que la literatura influye en eso que podemos llamar el imaginario colectivo. Tras la publicación de Las penas del joven Werther hay una oleada de suicidios de lectores. ¿Influye entonces o no la literatura en la realidad? Es raro que lo consiga una obra, pero las corrientes literarias sí ayudan a generar ese sentimiento que se instala en una sociedad. La ficción nos permite pensar en las posibilidades de desarrollo de lo que ya está ahí; sin imaginación no hay cambio posible. Así que sí, creo en esa capacidad de la ficción… lo que no significa que siempre sea positiva.
“No creo que haya obligación de compromiso de ningún tipo en el arte, tampoco creo que sea un obstáculo para su calidad. Para mí el compromiso surge de una literatura que busca tanto la emoción estética como la agitación intelectual”.
– La distancia generacional es otro de los temas de fondo de la novela y sirve para marcar las distintas actitudes hacia la realidad que vivimos. El padre es el sumiso, el que acepta la precariedad laboral, los Eres, como algo inevitable. La hija adolescente desearía cambiar el mundo, sin renunciar incluso al uso de la violencia. El logro de la novela está en hacernos comprender las dos posturas, las dos experiencias.
– No soy capaz de pensar en verdades sin contexto. Las experiencias diferentes generan también corrientes de pensamiento distintas y distintas posturas vitales. No creo que una generación tenga la verdad y otra se equivoque (aparte de que las generaciones no son homogéneas). Pero de la tensión entre las generaciones surge una energía muy estimulante, y también posibilidades de transformación.
– ¿No hay más salidas? En la novela se apunta el camino de la colaboración, de la unión de fuerzas y voluntades, a nivel vecinal, de asociaciones, de colectivos, de movimientos sociales… Tal vez es el pequeño foco de luz que abre.
– Estamos en una época de desprestigio de las grandes ideologías transformadoras, desprestigio en parte merecido y en parte fomentado por quienes prefieren sociedades resignadas, sin fe. Pero en medio de ese desmoronamiento surgen numerosas iniciativas interesantes, revolucionarias, solidarias. La dificultad de esas iniciativas no articuladas en estructuras políticas estables es conservar la energía, la paciencia, el compromiso. Pero entrar en el juego político establecido acaba desvirtuándolas, diluyéndolas… No es fácil sobrevivir a ninguna de esas dos formas de disolución: la provocada por el desgaste y la provocada por la absorción. Pero el hecho de que existan ya me parece admirable.
– Esa pulsión, podríamos decir solidaria, colaborativa, existe; pero convive con la cerrazón y vuelta atrás, movimiento de regresión, de una parte importante de la sociedad. ¿Cómo lo ves?
– Es casi una banalidad decirlo, pero toda acción provoca una reacción. Por ejemplo, el movimiento feminista ha desatado un redoble de tambores entre el machismo. Pero además estamos atravesando una etapa en la que se aúnan en nuestras sociedades el miedo (a un mundo cambiante, cada vez menos comprensible, amenazador) y la rabia (por el deterioro de las condiciones de vida de muchos, por su marginación y falta de expectativas) y ésa es siempre una combinación peligrosa, nos vuelve agresivos, injustos, insolidarios. En realidad la ola de conservadurismo (aunque alentada por intereses muy tangibles) es una clara manifestación de impotencia.
“Toda acción provoca una reacción. Por ejemplo, el movimiento feminista ha desatado un redoble de tambores entre el machismo”.
– Las distintas voces y perspectivas… La inclusión de poemas en Insurrección. ¿Cómo surgió la forma, la manera de contar?
– Mi interés por la realidad no merma mi interés por la literatura, es decir, por la forma, por buscar la manera de expresar aquello que no se puede expresar. Así que he procurado olvidar lo que se supone que es una novela, para dar cabida a poemas, un mini ensayo sobre las ballenas piloto o un fragmento de un relato, Okupas contra zombis. Aparte de lo divertido para mí (y espero que para los lectores) de jugar con todas esas posibilidades, creo que amplían la capacidad expresiva y emotiva de la novela. No lo tenía previsto al empezar a escribir, pero cuando surgió decidí explorar si podía integrar toda esa variación en un conjunto coherente y sin matar el ritmo. Y llegué a la conclusión de que podía hacerlo porque en lugar de quitar intensidad a la narración se la añade.
“Insurrección” de José Ovejero ha sido publicado por Galaxia Gutenberg.