Por Emma Rodríguez © 2014 / De la narrativa de Elvira Navarro (Huelva, 1978) se pueden decir muchas cosas: que es una literatura comprometida con el presente, que abre sus puertas a lo que sucede en la calle, que se nutre de lo vivido y que toma la senda del realismo de los 50, durante tanto tiempo denostado por las generaciones siguientes, para renovarlo, para modernizarlo, para cruzarlo con otras corrientes. Si en su libro anterior, “La ciudad feliz”, la autora hacía entrar a los inmigrantes en su novela y hablaba de la convivencia de culturas, de los problemas de la integración, en un momento en el que muchos preferían seguir indagando en los conflictos amorosos dentro de los márgenes de una sociedad acomodada; ahora, en “La trabajadora”, consigue atraparnos con una historia que es una perturbadora metáfora de lo que estamos viviendo: la incertidumbre, el cambio, la ansiedad, la precariedad laboral, la locura de un mundo que trasladado a la ficción se bifurca en un territorio paralelo al que conocemos, en una ciudad subterránea de casas allanadas, de electricidad robada, de desheredados que van apropiándose, construyendo un nuevo ámbito en el que habitar.
Navarro traza una potente alegoría del hoy. Y para ello utiliza imágenes impactantes, historias que nos llegan a través de las voces cercanas de personajes con los que podemos toparnos cualquier día, de desconocidos que cargan con sus secretos, con sus identidades rotas, con sus historias frustradas, con esas verdades que se construyen a medida para seguir sobreviviendo. No necesita grandes ni lujosos decorados. Los suyos están en los barrios periféricos, en humildes casas de alquiler, en pisos compartidos para poder llegar a fin de mes. Cerramos las puertas de esta novela y podemos ver a Elisa vagando por Internet, atrapada en el círculo vicioso de las redes sociales, o a Susana con su novio extranjero metido en una ventanita virtual. Todo lo que se nos cuenta nos suena porque parte de lo que conocemos, pero una sugerente capa de extrañeza envuelve el recorrido, la extrañeza de la literatura que bucea, que escarba, que logra llegar más allá de lo que pisamos, de lo que vemos, de lo que atisbamos y no somos capaces de alcanzar con palabras.
Navarro no necesita grandes ni lujosos decorados. Los suyos están en los barrios periféricos, en humildes casas de alquiler, en pisos compartidos para poder llegar a fin de mes. Cerramos las puertas de esta novela y vemos a Elisa vagando por Internet, atrapada en el círculo vicioso de las redes sociales, o a Susana con su novio extranjero metido en una ventanita virtual.
– En “La ciudad feliz” abrías la ventana a la calle, algo que se echaba de menos en la reciente literatura española. En una de las historias que conforman el libro se narra la relación de amistad con un niño chino cuya familia regenta un negocio de los muchos que conocemos; en la otra se cuenta la fascinación de una niña por un vagabundo, uno de tantos con los que nos encontramos cada día. Ahora, en “La trabajadora” te enfrentas a los miedos de tanta gente que se queda sin trabajo, que no encuentra una ocupación digna. Retratas lo que late por debajo, en los márgenes del sistema. ¿De dónde parte la mirada de Elvira Navarro, dónde se nutre?
– En realidad uno no elige donde pone la mirada. Nos educamos en distintos intereses y son esos intereses los que acaban marcando el camino que seguimos, los focos hacia los que miramos. Creo que en el fondo todo escritor construye su obra sobre los conflictos que le afectan a lo largo de la existencia. Vargas Llosa hablaba de la novela como una especie de “streaptease” invertido que permite disfrazar, envolver esos conflictos. En mi caso, la verdad, se trata de una cuestión de honestidad conmigo misma. Siempre parto de cosas que conozco y soy consciente de que se acaba notando porque es a partir de ahí cuando se pueden ofrecer más detalles, aportar más vivacidad a lo que se va narrando. Si de algo huyo es de la ficción de cartón piedra. No me interesa maquillar los rasgos autobiográficos; de hecho intento no alejarme demasiado de mí misma. Es imposible escapar del todo de lo que se vive. De alguna manera siempre está ahí, en carne viva, y es lo que realmente aporta fuerza a lo que se escribe.
– La ciudad paralela que construyes en “La trabajadora” es una metáfora, pero nos acabamos reconociendo en ella.
– La lógica de esa ciudad forma parte de una especie de delirio. Elisa, la protagonista, ha hecho todo lo que la sociedad de la “normalidad” le ha dicho que hiciera. Ha estudiado, ha salido fuera para aprender idiomas, se ha preparado siguiendo todos los pasos aconsejados, pero no ha funcionado y todo eso le ha acabado provocando ataques de ansiedad. En cierto modo ha sido expulsada de esa normalidad y ha empezado a ver cosas diferentes, a mirar con otra lógica que la asusta. Su estado es el de la inquietud permanente. Está instalada en el pavor, todo le da miedo.
– ¿Vivimos en sociedades que descolocan, desubican y acaban conduciendo a la locura?
– Es evidente que hay muchas crisis de ansiedad y que mucha gente está medicándose. En cierto modo hemos generado sociedades enfermas, con una peligrosa sensación de falta de futuro. Nos levantamos cada día con las imágenes de un presente que no está bien y no vemos la dirección de salida de esa situación. Eso indudablemente produce variadas patologías mentales.
– Como lectores nos identificamos con ese miedo a los cambios, a una realidad que se transforma a tal velocidad que apenas nos permite adaptarnos. Eso es algo inevitable.
– Sí. Los cambios están ahí y pueden provocar inquietud, pero no se trata tanto de las transformaciones que puedan generarse. A mí, la verdad, me inquieta más lo previsible, esos cambios dirigidos por el capitalismo, que ya tiene un plan trazado para España, un plan que nos conduce a un país más pobre, de segunda, destino óptimo para turistas alemanes. El posible giro hacia un tipo de sociedades diferentes lejos de inquietarme me produce esperanza. Me siento esperanzada ante las movilizaciones de ciudadanos, cada vez más masivas; ante la creación de plataformas de defensa de los derechos básicos; ante las activas asambleas de barrio. Puede que a partir de todo eso surja algo distinto.
– La novela se da de bruces con lo que estamos viviendo. ¿No has necesitado algo de perspectiva, de distancia?
– Bueno, la obra tiene muchas capas. Empecé a escribirla en 2003, fíjate si no hay distancia. Los de mi generación ya teníamos la sensación de estar instalados en la crisis. Lo de que España iba bien nos parecía una broma porque no tenía nada que ver con nuestra situación. Nos sentíamos un poco al margen, sin disfrutar de la anunciada bonanza. Ahora las cosas van mal para todos, pero podemos luchar, empieza a haber cimientos para poder hacerlo de forma colectiva. Se decía que el movimiento del 15 M no iba a fructificar, que se trataba de gente sin ideología, pero ahora vemos que ha dado lugar a una toma de conciencia necesaria, que ha tenido una continuación en todas esas plataformas ciudadanas que exigen la restitución de la Democracia. Todo eso, repito, me parece muy esperanzador.
Me inquieta más lo previsible, esos cambios dirigidos por el capitalismo, que ya tiene un plan trazado para España, un plan que nos conduce a un país más pobre, de segunda, destino óptimo para turistas alemanes. El posible giro hacia un tipo de sociedades diferentes lejos de inquietarme me produce esperanza.
– ¿Puede permanecer la literatura al margen de la realidad, del compromiso, de la política? Ha habido un tiempo en que estaba mal visto que se contaminara, por decirlo de algún modo, pero ahora eso se está superando. De distintas maneras, desde diferentes estéticas y posturas, en unos autores evidentemente más que en otros, hay un claro acercamiento de la novela, de la poesía, a los conflictos de la calle.
– Sí. Fue a partir de la Transición cuando la literatura empezó a despolitizarse mucho, se dejó atrás el diálogo con la realidad y se asumió que había que situarse estéticamente por encima del bien y del mal. Eso coincidió con un momento en el que hubo dinero para la Cultura, en el que se llegó a pensar que todo era jauja. Surgió un tipo de escritor de caché que sólo hablaba de literatura, que no se atrevía ni quería salir fuera de sí mismo. Pero el exceso de metaficción acaba ahogando la creación y creo que ahora nos estamos dando cuenta de ello. Creo que una literatura que no establece un puente con el presente está absolutamente muerta. Y para lanzar ese puente cualquier código es válido, desde el realismo a la ciencia-ficción. Yo siempre he leído porque he estado buscando respuestas, respuestas inteligentes, matizadas, capaces de ser rebatidas. La ficción para mí tiene una utilidad, la de ayudarnos a entender nuestros conflictos, lo que estamos viviendo.
Fue a partir de la Transición cuando la literatura empezó a despolitizarse mucho, se dejó atrás el diálogo con la realidad y se asumió que había que situarse estéticamente por encima del bien y del mal. Eso coincidió con un momento en el que hubo dinero para la Cultura, en el que se llegó a pensar que todo era jauja. Surgió un tipo de escritor de caché que sólo hablaba de literatura, que no se atrevía ni quería salir fuera de sí mismo.
– ¿Ya es hora de que se dejen atrás los prejuicios respecto al denominado realismo social, tan denostado durante un largo período de tiempo?
– Todo lo que se escribió en España antes de la Transición, de la modernidad, fue denostado. Se abrazó a los escritores norteamericanos y se abandonó a los propios, pero en el fondo Carver no es muy distinto a Delibes. Carver también practicó el realismo, el realismo de la Norteamérica profunda, pero su trabajo fue venerado, tachado de “cool”, mientras que el de un autor español no valía nada. Todo es puro prejuicio y parte también del complejo tan español de que lo de fuera siempre es mejor. Los escritores que nos hemos adscrito a hacer una literatura más política nos hemos desmarcado de esa tendencia tan perniciosa de lo “cool”.
– En esta novela abordas el tema de la precariedad laboral. Un tema poco frecuentado por la literatura, pese a que cada vez hay más escritores, más creadores en todos los ámbitos, con problemas de subsistencia.
– Eso tiene que ver con la despolitización de la que hablábamos. Cuando sales de ahí te sientes obligado a posicionarte, a no hablar sólo de los afectos, de las relaciones de puertas para adentro. Y, por otro lado, también es cierto que resulta complicado construir una novela sobre el trabajo que tenga algo de épica. Ese es un escollo a salvar. En “La trabajadora” yo lo que quería era explorar la situación que mejor conozco, la de los autónomos, para los que todo es tiempo de trabajo, de autoexplotación, y cuya vida se convierte en una especie de no hogar. Quería hablar, sí, de la precarización, de la falta de tiempo, porque cada vez se trabaja más y se necesitan más horas de esfuerzo a cambio de menos. En cuanto a lo que me dices de los escritores y su subsistencia, ignoro si ha habido alguna época en la que no hayan tenido que enfrentarse en mayor o menor medida a ese problema. Pienso en Dostoievski, en Edgar Allan Poe, en tantos otros. Hoy aún es más dramática la situación de la gente que hace cine, porque al fin y al cabo nuestros soportes de trabajo no exigen una gran inversión
Elvira Navarro hablaba antes del ahogo que provoca el exceso de metaficción, pero “La trabajadora” es también una novela que habla del mecanismo de la escritura, de la construcción de historias que parten de la realidad y la reconstruyen o reinventan. “Se trataba de poner de manifiesto que la realidad que vive Elisa se convierte en ficción a través de su mirada”, señala la autora. Es muy interesante ese proceso en el que la narradora pone voz a la historia de Susana, la compañera de piso, que le cuenta fragmentos de vida tan perturbadores como el de su relación erótica con un “enano de olfato portentoso”, y a la de la editora, su jefa, la cual le permite detenerse en el aburrimiento, en la escasez de estímulos en los lugares de trabajo, en la situación concreta del mundo editorial, cada vez más en manos de gestores, “que en ocasiones arrastraban cierto complejo intelectual, pues habían aterrizado en los despachos leyendo lo justo y a desgana”.
“¿Hasta qué punto nuestras vidas son una invención? ¿Hasta qué punto la realidad es un relato que otra persona construye?, se pregunta Navarro. Justo después empezamos a hablar sobre sus lecturas. El día que tuvo lugar este encuentro llegamos en metro hasta su casa, en el barrio madrileño de Quintana. Era un día despejado, olía a incipiente primavera, y la escritora se alegró de poder salir a la terraza, su lugar predilecto para leer cuando el tiempo es propicio. “En caso contrario está el sofá, siempre tumbada, tan cómodamente”.
– ¿Qué primeras lecturas recuerdas?
– Recuerdo que me costó un montón aprender a escribir y a leer. Era hija única y mi abuela me enseñó a leer a base de pescozones. Recuerdo que entonces me encantaron libros ilustrados como “Patatita” o “El fantasma de palacio”, de la colección Barco de Vapor. Hasta los once años sólo leí literatura catalogada como infantil y juvenil. Y a partir de ahí empecé a consumir como una posesa todos los best-sellers que caían en mis manos, ya que mis padres no eran grandes lectores. Muy pronto me di cuenta de que algo fallaba ahí, de que esas historias no acababan de convencerme. Estuve un año sin leer hasta que descubrí “La hora violeta”, de Montserrat Roig, que me fascinó porque era una propuesta diferente.
– ¿Todo cambió a partir de ahí?
– Sí, y además tuve la inmensa suerte de que en mi camino se cruzó un magnífico profesor de literatura que nos pasaba cuentos de Cortázar, de Conan Doyle, de Marguerite Durás. Empecé a tirar de ese hilo y ya fue algo imparable. LLegaron a mí obras como “La colmena”, de Cela; “El Jarama”, de Sánchez Ferlosio y otros títulos de autores de la posguerra española como Delibes, Carmen Martín Gaite o Ana María Matute. Recuerdo que poco después me gustaron mucho las narraciones de Adelaida García Morales. Y de ahí pasé a escritores latinoamericanos como Alejo Carpentier, Onetti, García Márquez, Vargas Llosa…
Tuve la inmensa suerte de que en mi camino se cruzó un magnífico profesor de literatura que nos pasaba cuentos de Cortázar, de Conan Doyle, de Marguerite Durás. Empecé a tirar de ese hilo y ya fue algo imparable. LLegaron a mí obras como “La colmena”, de Cela; “El Jarama”, de Sánchez Ferlosio y otros títulos de autores de la posguerra española como Delibes, Carmen Martín Gaite o Ana María Matute.
– ¿Un autor de cabecera?
– Sin duda alguna Dostoievski, que llegó más adelante. “Crimen y castigo” es la novela que más veces he leído. Me apasionan las conversaciones de Raskólnikov con el juez de instrucción, momento a partir del cual el personaje empieza a enloquecer; pero también me fascina “El jugador” y “El idiota” me parece una novela grandiosa. Para mí Dostoievski está por encima de Cervantes.
– ¿Un libro que haya contribuido a modificar tu mirada?
– “Crítica y clínica”, de Gilles Deleuze, porque plantea otra lógica, una lógica que supera el individualismo. Para mí ese libro, que leí con algo más de veinte años, fue como una especie de bofetada, como también lo fue “Contra la pareja”, de Agustín García Calvo, que habla de la posesión, de cómo construimos la identidad a partir del otro.
– ¿Y un título que recomendarías para afrontar el presente?
– “Lo real”, de Belén Gopegui. Es una novela que, aunque se escribió mucho antes, ya hace un análisis de lo que está pasando ahora mismo. Gopegui afronta también el mundo del trabajo. Hay que volver a ella, sin duda.
Dostoievski es mi autor de cabecera. “Crimen y castigo” es la novela que más veces he leído. Me apasionan las conversaciones de Raskólnikov con el juez de instrucción, momento a partir del cual el personaje empieza a enloquecer; pero también me fascina “El jugador” y “El idiota” me parece una novela grandiosa. Para mí Dostoievski está por encima de Cervantes.
– ¿Te gusta leer a tus compañeros de generación, estar al tanto de las novedades?
– Sí, pero me gusta combinar. No me gusta leer sólo obras clásicas y a autores santificados, ni tampoco deseo dejarme atrapar por las novedades, por la urgencia de lo que se publica. Trato de ir buscando un cierto equilibrio.
– ¿Qué estás leyendo ahora mismo?
– Estoy con “La visita”, un primer libro de José González, publicado por Caballo de Troya, que trata sobre la descomposición de la familia, sobre la manera en la que la institución puede llegar a anular al individuo, sobre cómo la destrucción, la pérdida, de un ser querido puede afectar a todos los miembros del núcleo familiar. Está escrito con mucha inteligencia y radiografía muy bien la emoción sin ser sentimental.
– ¿Una asignatura pendiente?
– Balzac. Aún no lo he leído y me apetece mucho.
– ¿Qué libro te llevarías a una isla desierta?
– Nunca me iría a una isla desierta. Antes de llegar me suicidaría.
“La trabajadora” ha sido publicado por Literatura Random House, sello en el que también apareció · “La ciudad feliz”, Premio Jaén de Novela en 2009.
Las fotografías fueron realizadas por Karina Beltrán en la casa de la escritora en Madrid.