Jonathan Pérez © 2021 /
Lucina, la diosa romana que asistía a las mujeres durante el parto, es también el nombre de una editorial zamorana. En la Rúa de los Francos de la ciudad amurallada, los familiares de García Calvo siguen dando vida a este rico venero de saber indómito. La editorial se fundó en 1978, cuando el poeta-filósofo volvió a España, después del exilio en París, y buscaba una vía para publicar lejos de cortapisas editoriales y lógicas de mercado.
Falleció en 2012 y, ese día, mi profesor de lengua y literatura hizo de la clase un cálido obituario. El filólogo había sido catedrático de instituto en las mismas aulas donde yo escuchaba hablar de él por primera vez. Lo leí varios años después y no entendía por qué su nombre no se oxidaba en alguna de las placas conmemorativas repartidas por la ciudad.
Al enfrascarme en sus libros, vi que la pluma del escritor desconfía (aún hoy) del aplauso del poder. Dibuja un interrogante antes y después de asuntos que son así, pero que podrían ser de otra forma. Y en esa adversativa cabe una vida. Cuestiona también la idea del nombre propio y firma entre interrogantes: ¿Agustín García Calvo?
Frente al es-lo-que-toca acomodaticio, encuentro algo de verdad en la actitud combativa —siempre viva— del poeta.
Hace unos meses, volví a Zamora cargado de preguntas y con la angustia de la incertidumbre apretando un poco más. Unas semanas antes, había dejado la oposición que me iba a llevar muy lejos (¿a dónde?). “Tu pasión se ha convertido, sin saber cómo, en una cátedra y un sueldo”, dice el escritor. Y sí, el estudio dejó de ser para mí un campo de refugio —que los ruidos externos trataban de esquilmar— para convertirse en la intemperie donde todo se monetiza.
Volví a Zamora y me acerqué a la sede de Lucina: un homenaje íntimo que dice más que cualquier estatua o conmemoración. Me llevé un ensayo que ponía palabras a mi desencanto, decía algo que los vivos no decían, y volví meses después a por otros dos manuscritos. Uno de ellos fue Registro de recuerdos (contranovela), libro de prosa poética del que vengo a hablaros hoy.

En este peculiar Registro, los folios capturan una sensación concreta, prendida en el inconsciente, para evocar el olor a madera de una casa vieja, el gesto que asociamos a un familiar desaparecido o el rostro fugaz de un paseante que encuentra hueco en nuestra memoria. En la madeja de hechos habitables se mezclan unos que vivió él, otros que escuchó y algunos de origen más remoto. Qué más da, si “los recuerdos de verdad no son de nadie, son para cualquiera”. Estas páginas constituyen un lugar de pugna y placer. García Calvo nos muestra los trocitos de un pasado que vuelve y sigue siendo, y lo hace de forma sugerente y expansiva. Unos trocitos que sirven también para desenmascarar la realidad y luchar contra las ideas de futuro, meritocracia y capital.
UN PÁRVULO SIN TIEMPO
El escritor habla de la época de los primeros deslumbramientos como un tiempo sin tiempo. El niño vive atado al presente, a algo verdadero. El tiempo de los adultos es otro: cuantificado, milimetrado, planeado y repleto de “deadlines” asfixiantes.
En uno de esos días inacabables, el poeta decidió simular que entraba en clase e irse a un jardín que estaba cerca del colegio. Volvió a la hora de la salida y continuó con el fingimiento para que todo pareciera estar en orden:
«Esas horas son para ti, mayor, un vacío, un recinto mágico en / el que no podemos penetrar, que no podremos nunca hacer volver / a conciencia y memoria de tiempo computable, pero que, sin / embargo, o por ello mismo, / es la memoria viva, donde aquel niño sigue tan vivo como desconocido, / y sigue desde allí ispirándome* por lo bajo y moviéndome para cualquier cosa que / haga que no sea hacer lo que / está mandado, sino otra cosa; / y es ella la que me deja decirle todavía: “Yo soy tu futuro, niño: / yo soy tú”.
(p.84)
Las imágenes infantiles se conforman con palabras. Por eso, el poeta se refiere al español como el idioma en el que nació. Cada vocablo sería un trozo de mundo al que nos asomamos: un mundo constituido por la realidad y algo más. El arte de la evocación busca atrapar ese remanente, con el objetivo de “esprimir* unas gotas de memoria viva, sensitiva, indefinible, que no dirán por tanto significados, pero tanto más dirán por ello mismo”.
En una entrevista sobre el libro, García Calvo habla de “la indefinición nativa de la palabra”. Frente a la monosemia propia del lenguaje técnico (usufructo, amigdalitis, etcétera), la palabra literaria es polisémica. Siempre dice algo más, pero nunca dice todo lo que al autor le gustaría. El escritor se sirve de ella para tantear y acercarse a un núcleo irreductible y, sobre todo, “para intentar descubrir la falsedad de lo real”.
Los recuerdos infantiles se vuelven incandescentes si le damos la tregua necesaria para que ebullan y cojan forma. El poeta se dirige a un amigo suyo y le dice:
«y entre brinco y brinco de conversa, me enseñabas a reconocer, / entre la yerba que crecía por los regatos al amor de la humedad / del pozo, esas florecitas que, en una piña de hojitas de verde / un poco áspero, / enseñaban apenas sus pintas de malva, chupamieles que las / llaman, que si cortabas una por su tallito traslúcido y la llevabas / a la boca y apretabas dientes y labios sin distinguir hoja ni de flor, / sabía aquel zumillo a sabiduría del pueblo, / sabor más lindo que todas las dulcerías».
(p.39)
Estas descripciones, llenas de matices, pueblan el manuscrito y lo convierten en un fresco magnífico que nos invita a reposar la mirada. Nabokov aseguraba que él escribía para desatar en el lector “un placer estético” relacionado con una evasión consciente al mundo posible que se refleja en el papel. También les decía a sus alumnos que leyesen poesía cuando le preguntaban qué debían hacer para escribir una buena novela. La prosa poética de Registros siembra con fortuna y deleite ese mismo placer —oculto tras las vestimentas de una realidad insatisfactoria—.
SIN PUESTO NI DESTINO
García Calvo tuvo que marchar al exilio y se fue a París en 1965, cuando la dictadura franquista lo separó de la cátedra de lenguas clásicas que ocupaba en Madrid. Trae al folio esa etapa y recuerda su pertenencia a un grupito de errantes libres: la horda de los “sans feu ni lieu”.
“Y te recuerdo de aquellas noches que te venías con nosotros, la horda de los sans feu ni lieu, a rondar por los adoquines de París, recién vueltos a asentar, y de puente en puente”, le escribe a su amigo Luis, hijo de un sastre que vivió en la capital francesa durante la Guerra Civil. Rememora la conversación que mantuvo con su colega e hilvana con maestría el pasado ajeno y el suyo propio: “y tus recuerdos de la sastrería y los míos de ti se mezclan y confunden en el mismo olor de vida, y esto es el recuerdo vivo…”
En esas calles conoció a Agnès la linda, poco habladora, que tuvo una relación con Manolo, también de los sin puesto ni destino. Se acerca a este rincón con delicadeza y, ante el final precoz de la joven francesa, la mira a los ojos y se pregunta lo siguiente:
«¿Cómo podía en ellos estar la desesperación tan serenita, en sus aguas verdigrises de chispitas de oro, cuando te lanzaste al vuelo de la ventana a los adoquines, como si nada?»
(p.121)
Un día, paseaba por París de la mano de una compañera y, al llegar a una calle vacía, con paredes ruinosas y trepas oxidadas en las puertas de comercios desmantelados, ella aseguró que era la calle más fea del mundo. También de ahí puede nacer un asombro que merece ser comunicado. Lo importante en Registro de recuerdos es esbozar en la mente del lector dibujos que den calambre. Por eso dice el poeta: “puede lo mismo ser feo y triste hasta las miasmas del Averno: lo importante es que conmueva; que lo remueva a uno y lo olvide de sí mismo, de su futuro y de su historia”.

Algunos artistas utilizan como materia prima el desecho, la ruina o lo obsoleto para crear una obra que entusiasme—del griego ‘en’ + ‘theos’, que lleva un dios dentro—. “Mis libros nacen de la basura”, dice el escritor Lobo Antunes. Neruda buscaba una poesía “penetrada por el sudor y por el humo, oliente a orina y azucena”. En Système K, documental que se desarrolla en Kinshasa, la capital del Congo, los artistas agrupados no se resignan y diseñan performances con lo que tienen a mano: electrodomésticos averiados que llegan de Occidente, botes de pintura vacíos, sangre, humo o menaje de cocina inservible.
Varios artículos de este libro también se mueven en el entorno de lo aparentemente desagradable (el olor a baraja vieja, una calle abandonada o los huesos de un tío-abuelo desenterrado) para atrapar una sensación punzante. García Calvo se acerca a esos recuerdos con precisión de orfebre y no le importa llenarse las uñas de barro para desencadenar en la mente del lector algo que lo ponga en pie.
SUSURRO IRREDENTO
Cuando leí las líneas que mostraré ahora, vi en García Calvo alguien que me ayudaría a comprender el hastío y la insatisfacción intelectual que uno experimenta cuando las personas ancladas en la Realidad (ahora ya con la mayúscula que emplea el filósofo) le exigen que ponga un precio a su conocimiento, lo delimite, cuantifique y venda a cambio de dinero o poder.
El trampantojo del individualismo, la ética del esfuerzo y el concepto de meritocracia se convierten en ceniza si las arrojamos al bidón en que arden las palabras del poeta:
«Uno es el que le mandan ser: uno es su cargo y nombre, su título y su / salario, y las ilusiones que se haga uno, / de que, a pesar y por dentro de todo eso, uno sigue siendo el / que de verdad es y él solo lo sabe, esas colaboran también a sostener / su Persona y a cumplir con la realidad, y es esa cáscara personal / la que a uno lo va llenando de vacío, y endureciéndolo, / que ya no sienta más lo que cree que siente».
(p.170)
Foucault también hablaba de la eficacia constitutiva del Poder, que no solo pone límites a la libertad de cada uno (no se conforma con reprimir) sino que también atraviesa las capas de piel y sangre para producir individualidades y hacer que el deseo y el deber se confundan. García Calvo se percata y se dirige al joven crédulo que fue en tono irónico: “¡la locura de la norma, tío!”
En este libro, el escritor golpea al lector y lo sacude como si fuera un trapo al viento. Para mí, ha sido un zarandeo agradabilísimo que trataré de experimentar alguna vez más.
Esta reseña acaba así: el lector pasea por el campo y tiene la mente poblada de imágenes estimulantes que le permiten sutilizar la mirada, ver donde los otros solo miran. Lo que ve es una rosa que destaca en un campo amarillo y seco. Se acerca a ella y el susurro irredento de García Calvo le dice:
«Muerde, hombre: máscala hasta el cogollo; sorbe sus zumos amargos, divinos, hechizadores. No te convertirás en asno, como el de Lucio y el de Apuleyo, pero quizá, con el veneno de la rosa, algo de burro te viva en el corazón, que te ayude a aguantar aún, a no dejarte hacerte del todo un hombre».
(p.162)
* Agustín García Calvo escribe como habla y muestra su rebeldía con las normas gramaticales. ¡En la lengua no manda nadie!, llega a exclamar. En los párrafos transcritos en este artículo no usa la “x” (dice “esprimir” y no “exprimir”) y elimina la “n” en “inspirándome”.
* La fotografía de cabecera, “Agustín García Calvo @ Sol” by AupaMon, nos muestra a García Calvo en la Puerta del Sol, durante el 15M (2011).
POR JONATHAN PÉREZ

Jonathan estudió derecho en Salamanca y ahora vive en Madrid. Oposita para tener un trabajo y escribe desde hace un año en La Opinión de Zamora. Cuando piensa en literatura, a continuación aparecen en su cabeza las novelas de Nabokov y la poesía de Cernuda.