Fotografía © Jordi Esteva
Por Emma Rodríguez © 2019 /
“Todas las fotografías atestiguan la despiadada disolución del tiempo”, señala Susan Sontag en su ensayo Sobre la fotografía, del que también subrayo lo siguiente: “Las fotografías son un modo de apresar una realidad que se considera recalcitrante e inaccesible, de imponerle que se detenga…” Rescato las reflexiones de Sontag después de recorrer las imágenes que componen el itinerario de Los oasis de Egipto de Jordi Esteva, una entrega en la que el escritor y fotógrafo vuelve a hacernos partícipes, como ya hizo en Socotra, la isla de los genios, de un viaje hacia realidades y culturas en trance de desaparición, de un itinerario que rompe los muros temporales y nos acerca a un pasado sumergido. Son las suyas imágenes que obran el efecto de encender el interruptor de escenas legendarias, míticas, bíblicas, guardadas en el inconsciente colectivo. Son los suyos relatos visuales que recobran un ayer libre de artefactos tecnológicos, refrescantes en el sentido de limpiar la mirada a través de sus aconteceres elementales, del rescate de momentos cargados de sobriedad y sencillez.
El volumen fotográfico del que os estoy hablando, publicado en la década de los 90 por la editorial Lunwerg, revisado y rescatado ahora por el sello RM, nos ofrece la oportunidad de desandar caminos y el regalo de un trayecto contemplativo que en la era de Instagram, lejos de la búsqueda de “followers”, de la sobrecarga de información e instantáneas a la que estamos sometidos día a día, nos invita a recuperar el tiempo lento, la mirada detenida, abierta a los horizontes amplios, no solo en lo que respecta a los paisajes geográficos, sino también a los interiores, pues todo viaje que nos permite parar, que nos hace reflexionar, es una oportunidad de enriquecernos, de hacernos mirar hacia nuestros fondos y ampliar el abrazo a los otros.

La serie de imágenes se acompaña de una introducción en la que el autor da cuenta de su fascinación por la cultura árabe y de un hermoso texto sobre los cinco grandes oasis de Egipto: Siwa, Bahariya, Farafra, Dahla y Jarga, todos microcosmos cerrados, cada uno con sus particularidades. Llevado por su afán viajero, por su curiosidad, un joven Jordi Esteva decidió un día, hace ya unas cuantas décadas, emprender viaje a destinos nada turísticos, consciente ya de que viajar no consiste simplemente “en transportarse”, sino en “intentar acercarse a una realidad diferente que te afecta, te influye, se mezcla con tu propia biografía, con tus vivencias”, recupero sus palabras de la conversación que mantuvimos a raíz de la publicación de Socotra, la isla de los genios [una obra en tres: libro de viaje, documental y volumen fotográfico]. Resulta muy interesante observar la cercanía entre esta entrega de madurez y la que nos ocupa, de carácter iniciático. El joven escritor ya tenía claro cuál quería que fuese su relato, cuáles sus búsquedas y las fuentes de su inspiración. Hay coherencia en un trayecto que desde muy pronto se decantó por fijar el objetivo en culturas, gentes y leyendas alejadas de la modernidad, por atrapar su espíritu antes de que el progreso se las llevara por delante.
“Desde muy joven me interesó la cultura árabe, y hace ya unas décadas decidí vivir, por unos años, en El Cairo”, empieza a contarnos el autor en el prólogo de la entrega que nos ocupa y donde da cuenta del efecto transformador que los oasis egipcios, sus paisajes y sus gentes, ejercieron sobre él. Las imágenes de ese viaje, esas tomas que funcionan como narraciones, como pequeñas historias, se convierten ahora en un documento excepcional, porque ya nada es igual, porque la vida ha cambiado en los oasis y, como nos dice Esteva, las vestimentas ya no son las mismas, ni la arquitectura de adobe, que ha sido “sustituida por feas construcciones de hormigón”, ni “las norias tiradas por bueyes, que han sido reemplazadas por modernas bombas de agua chinas”.

Nos acercamos a los pobladores de los oasis y a su forma de vida, pero todo eso que el fotógrafo ha captado, ya desvanecido, trasciende las circunstancias concretas y nos habla del paso del tiempo que afecta a todos los pueblos y culturas; de la memoria, de lo remoto y perecedero. Mientras escribo estas líneas, con las imágenes tan presentes, me invade un sentimiento de fuga, un deseo de dar esquinazo a la actualidad, a este presente continuo que cambia cada día, a cada hora; en el que olvidamos con demasiada prisa, en el que nos fallan los recuerdos. “Una tarde dorada en Siwa, el oasis de los amonitas, creí viajar en el tiempo. Emergiendo por encima del palmeral, el templo del oráculo de Amón destacaba sobre una roca…”, leemos a Jordi Esteva, quien recuerda “la sensación de extraña familiaridad” que le produjo la relectura de El Quijote durante una breve enfermedad en los oasis. “Mucho de lo que leía lo estaba reviviendo allí. Las tahonas, las almazaras, los hornos de pan, los útiles de campo y de barbería, las forjas humeantes, las tinajas de agua fresca en los callejones o las actitudes pícaras de algunos habitantes...”
Nos acercamos a los pobladores de los oasis y a su forma de vida, pero todo eso que el fotógrafo ha captado, ya desvanecido, trasciende las circunstancias concretas y nos habla del paso del tiempo que afecta a todos los pueblos y culturas; de la memoria, de lo remoto y perecedero.
Ese reconocimiento, esa similitud de pasados y evocaciones, más allá de las diferencias culturales y religiosas, de la que habla el autor, es una percepción que nos acompaña mientras pasamos las páginas de este álbum que es también un elogio de la amistad, pues el fotógrafo, que viajó a esos lugares animado por un amigo, el escritor Mohamed Seif, entabla lazos de fraternidad con las gentes que se va encontrando en esos parajes lejanos que consigue hacer suyos. Habita en sus casas; toma el té en su compañía; asiste a ceremonias de trance; observa sin prisa sus actividades, sus dificultades frente a una naturaleza poco domesticada; escucha sus historias, esas leyendas que tanto le cautivan y que tanto nos recuerdan a las de los “genios” de Socotra.

“Me cautivaron la extrema sencillez y el inmenso valor que se daba a cosas que en nuestra sociedad de la abundancia despreciamos: el cuenco de agua fresca y pura de un manantial, distinguir los frutos de vergeles, mojar una hogaza de pan recién hecho en aceite de oliva verde, preparar té en el suelo con las ramas de un arbusto, bañarse en una poza de agua cristalina”, señala el escritor, a quien no puedo dejar de hermanar, aquí, en este preciso instante, tras esta enumeración, con el filósofo Josep Maria Esquirol, quien comienza su ensayo La resistencia íntima con la imagen de una mesa, de la mesa como símbolo del hogar y del acogimiento, de lo que se comparte. “Admirémonos de lo simple y llano y aprendamos a apreciarlo porque, desde cierto punto de vista es lo más sublime de todo. He ahí la lección. La tenemos al alcance de la mano y, quizá por eso sea paradójicamente una de las más difíciles...”, nos dice Esquirol y sus palabras se ajustan al recorrido que hace Jordi Esteva, a sus experiencias sobre el terreno.
“Durante dos años recorrí el desierto líbico. No me interesaba captar las dunas, ni los espejismos, tampoco los templos faraónicos derruidos en parajes que habrían hecho las delicias de los viajeros románticos. Quería crear un microcosmos cerrado en el paisaje infinito. Presentaría a los uahatíes, los habitantes de los oasis, en actitudes cotidianas y trabajos sencillos”, explica el viajero, quien tuvo claro su propósito desde un primer momento: no fotografiar ninguna escena en la que no se sintiese involucrado y hacerlo solo cuando estuviese sucediendo “algo” realmente, con la actitud del “cazador paciente”, a la búsqueda de la hora, de las sombras, de esos momentos que logran atrapar el espíritu de un lugar.
Me detengo aquí, dejo las palabras, las explicaciones de Esteva, y recorro las imágenes del libro con el afán de descubrir las historias que asoman tras los paisajes y rostros. Una percepción de tiempo detenido, de ecos del pasado, lo envuelve todo. El conjunto transmite soledad en la inmensidad de algunos de los escenarios fotografiados, en los rastros de antiguas culturas, en las ruinas que han de dar paso a otras ruinas en el continuo vaivén de la Historia, pero también hay acogida, cercanía, a través de las gentes retratadas, de sus gestos detenidos.

Una carreta llega a la ciudadela de Siwa, mientras cinco hombres comparten su desayuno en el vergel y otros dos se dedican al cultivo de dátiles. También asistimos a la recolección de la aceituna y al baño de unos jóvenes en pozas rodeadas de muro de piedras circulares, generalmente de la época romana, que encierran manantiales de agua transparente. Antiguas ciudadelas, zocos al anochecer, callejones en sombras, nos llevan a evocar mundos remotos, y recuperamos la sobriedad de trabajos artesanales, de actividades en las que los hombres y mujeres están en contacto con la naturaleza, atentos a sus labores, también dispuestos a disfrutar de momentos de esparcimiento como la hora del té, los cantos tras duras jornadas de trabajo, las conversaciones de vecinos a la puerta de sus casas…
De entre mis fotografías favoritas está la de Sami, hijo del beduino Mansur, corriendo por la montaña de Yébel Raba, en Bahariya. Hay tanto contraste entre la aridez del paisaje y la vivacidad del niño que escapa por una esquina de la foto… Y también está la de las mujeres recogiendo agua en el manantial de Al Aguz y las distintas escenas de hombres y niños al lado de rebaños de camellos. Hay dureza en las vidas que se retratan, sin duda. Nada de esos destinos idílicos, paradisíacos, de esos lujos que tanto llenan páginas de glamourosas revistas de actualidad, pero hay algo en las imágenes que aligera, que reconforta.
En un presente tan lleno de instantáneas llamativas, impactantes, ruidosas, a mí me llega el silencio contenido en este álbum como un regalo, como una alerta o recordatorio de algo que me cuesta apresar. Tal vez sea la acotación de un espacio, de un tiempo, que nos devuelve a los orígenes, a la esencia, a una cierta autenticidad y dignidad. Puede tener que ver con la ceguera que produce la “saturación de imágenes” que experimentamos y que, como dice el fotógrafo y teórico Joan Fontcuberta, nos conduce a “identificar más que nunca cuales son las que faltan”. Sin duda, esa sensación se corresponde con la idea de lo que estamos perdiendo, olvidando, dejando de lado, en las sociedades capitalistas, donde el lenguaje predominante es el del ansia por poseer, el de la productividad y el dinero; donde ya nos sentimos culpables hasta de cultivar la pereza.
En un presente tan lleno de instantáneas llamativas, impactantes, ruidosas, llega el silencio contenido en este álbum como un regalo, como una alerta o recordatorio. Puede tener que ver con la ceguera que produce la “saturación de imágenes” que, como dice Joan Fontcuberta, nos conduce a “identificar más que nunca cuales son las que faltan”.
Todo esto de lo que os hablo lo explica muy bien el filósofo y ecologista francés Pierre Rabhi, quien en su ensayo Hacia la sobriedad feliz traza el relato de su infancia y se ve a sí mismo contemplando el trabajo de su padre herrero en un pequeño oasis del sur de Argelia, un lugar donde “las estaciones y las constelaciones” daban “ritmo al tiempo”, donde “una especie de alegría omnipresente” era capaz de superar la precariedad y donde se cultivaba la gratitud cada vez que las necesidades básicas, esenciales, eran satisfechas.

De todo ello, a través de sus imágenes, nos habla Jordi Esteva. “El silencio y la paz son característicos del oasis de Farafra, cuyos habitantes conocían hasta hace pocos años la hora exacta de la noche con solo mirar las estrellas”, nos cuenta, acompañando una bellísima imagen. El autor recorre en los textos que acompañan a las fotos la historia de los oasis y nos traslada a épocas en las que se escuchaba a los oráculos, capaces de lanzar benévolos o trágicos designios. Hay, como os decía, muchos relatos, en este recorrido visual que se convierte en el testimonio de un tiempo ido. Un testimonio valioso hoy que “las culturas del desierto se están diluyendo en la uniformidad”, cuando los poblados de adobe se desmoronan y las costumbres han cambiado casi por completo. Son relatos que os interesarán, sin duda, a los amantes de la Historia, a los viajeros audaces y a todos los que disfrutamos con el descubrimiento de nuevas miradas y horizontes. “Los bellísimos oasis ya no son la Arcadia que recoge esta colección de fotografías, aunque seguramente tampoco lo fueran entonces. Ojalá este libro consiga mantener latente el espíritu de los oasis”, señala Jordi Esteva, introduciendo en su reflexión la importancia del punto de vista del que mira, del que construye el relato con su sensibilidad, con sus búsquedas y querencias.
Las fotografías de Esteva son deudoras de la mirada cómplice, pero también de su capacidad para la escucha. “A mí me interesa mucho la memoria. Me atraen los mundos que desaparecen y me encanta escuchar a los ancianos, las historias tan fabulosas que cuentan, relatos que muchas veces sus hijos no quieren escuchar”, vuelvo a la conversación mantenida con el autor a propósito de su entrega sobre Socotra. Como os decía al comienzo, hay una evidente proximidad entre ambos libros: el compromiso con la memoria y la capacidad para abrir ventanas, ventanas desde las que abrazar otras realidades, contemplar y pensar (pensarnos). En el célebre ensayo La cámara lúcida dejó escrito Roland Barthes que “lo que la fotografía reproduce al infinito únicamente ha tenido lugar una sola vez: repite mecánicamente lo que nunca podrá repetirse existencialmente”. Según el filósofo, “la fotografía lo que revela es cierta persistencia de la especie”. Tal vez ahí, en esa frase, esté la respuesta a alguna de las preguntas que me he planteado mientras intentaba atrapar ese tiempo ido en los oasis de Egipto.
“Los oasis de Egipto” de Jordi Esteva ha sido publicado por la editorial RM. Edición bilingüe en español e inglés.