Una visita a Bilbao con Miguel de Unamuno

Por Emma Rodríguez © 2017 / No concibo un viaje sin llevar en el equipaje un libro, y si el libro tiene que ver con el lugar que visito, si puede enriquecer los paisajes, aportarles una historia de fondo, un clima, una mirada particular, mucho mejor. Es como doblar el significado, como aumentar los efectos de todo lo que vemos. No es la primera vez que escribo en esta suerte de diario que es “Una ventana propia” de viajes en compañía de autores, de recorridos que surgen renovados a través de la lectura. Nada más eficaz para huir de los caminos trillados, de los folletos turísticos, que la literatura; nada más inspirador que ir descubriendo rincones y escenarios vividos, plasmados en escenas, en obras eternas; nada más placentero que dejarse llevar por la imaginación y sentir que el tiempo es un puente hacia atrás y hacia adelante, capaz de abrir un diálogo con el pasado y de atisbar los senderos de un futuro en el que otros han de andar las mismas calles y acometer las mismas búsquedas que nosotros.

Todo este preludio tiene que ver con una visita reciente a Bilbao en compañía de Miguel de Unamuno. El motivo del viaje fue la reciente exposición sobre el expresionismo abstracto en el Museo Guggenheim, que no quise perderme, motivada por el deseo de contemplar nuevamente la obra de de uno de mis pintores favoritos, Mark Rothko. Unamuno no estaba en principio en el plan, pero, como sucede tantas veces, el azar puso en mis manos una nueva edición, ampliada, de sus Cuentos Completos, a cargo del crítico y especialista en su obra J. Óscar Carrascosa Tinoco. En 2011 había leído la primera entrega y me había sorprendido la variedad de registros del autor de obras como Niebla, Del sentimiento trágico de la vida o La tía Tula. Ante mí tenía la ocasión de volver a esos territorios de ficción, a esos espacios de reflexión, de indagación, que para él fueron los relatos. Y podía hacerlo en su ciudad natal, a través de su mirada, de sus pasos sobre la ciudad de su infancia y adolescencia. La experiencia, además, me deparó uno de esos regalos inesperados, porque en el sentimiento religioso de Unamuno, en su afán de ir más allá de lo terrenal, encontré un punto de conexión con Rothko, con esas franjas de color que sentimos como tránsitos hacia lo trascendente. En el diálogo entre los dos creadores encontré yo un argumento, un enfoque personal que ha de perdurar en el tiempo, guardado en la memoria como auténtica perla de mi modesta aventura.

Ante mí tenía la ocasión de volver a esos territorios de ficción, a esos espacios de reflexión, de indagación, que para Unamuno fueron los relatos. Y podía hacerlo en su ciudad natal, a través de su mirada, de sus pasos sobre la ciudad de su infancia y adolescencia.

Alude Carrascosa en su introducción a la vigencia de los cuentos unamunianos, basándose en su variedad técnica, en la ruptura con las fórmulas convencionales que tanto los aproximan a la manera de enfocar el género ya en el siglo XX (como podrá observar quien a ellos se acerque, algunos son meras meditaciones; otros, apenas esbozos que quedan abiertos…), en la utilización de los relatos para cavilar sobre su propia génesis, sobre su poética. Hace hincapié, ya en cuanto a los contenidos, a los conflictos que se plantean, en la manera en que la distancia corta sirve al autor para fijar su pensamiento y sus preocupaciones vitales, y para dar cuenta de las contradicciones de la época que le tocó vivir, sirviendo a los lectores como brújula para comprender y recorrer toda su obra. “Unamuno vivió su tiempo, hasta el último de sus días, analizando y hundiendo sus dedos en las heridas profundas de España, cuyas cicatrices todavía contemplamos. Multitud de sus artículos, una gran variedad de sus ensayos y ficciones, al igual que los de Baroja, Machado o Azorín, sobre nuestro país, pueden ser leídos hoy como actuales”, nos dice el responsable de la edición.

De su mano, nos adentramos en este tomo que se compone de 78 piezas que muestran al autor en toda su complejidad, con toda su ternura, su humor, su capacidad de introspección, su hondura filosófica, su sabiduría a cuestas, porque no son pocos los relatos en los que el narrador contempla desde fuera los acontecimientos, sabedor de que el recorrido de la vida, de las edades de la vida, va a ponerlo todo en su lugar, a proporcionar las respuestas adecuadas. Sentada en las escaleras de Mallona, en la plaza que lleva el nombre del autor y donde un monumento con su busto le recuerda, tan cerca de la casa donde nació, en la calle Ronda 16, abrí las páginas del libro, un domingo del pasado mes de mayo, justo por el primero de sus cuentos, Ver con los ojos, una historia que curiosamente comienza otro domingo (“Era un domingo de verano; domingo tras una semana laboriosa, verano como corona de un invierno duro…”) y ya me encontré de bruces con el característico héroe unamuniano, un héroe intelectual, atormentado, desasosegado, trasunto del propio autor, como señala Carrascosa.

Sentada en las escaleras de Mallona, en la plaza que lleva el nombre del autor y donde un monumento con su busto le recuerda, tan cerca de la casa donde nació, en la calle Ronda 16, abrí las páginas del volumen de Cuentos completos un domingo del pasado mes de mayo, justo por el primero de sus cuentos, Ver con los ojos.

Juan, el protagonista de este relato es un joven taciturno, incapaz de encontrar sentido a la vida, con su tristeza siempre a cuestas. Lector y amante de las caminatas, igual que su hacedor, en sus paseos se encuentra con el viejo médico del pueblo, que se ríe de sus penas existenciales, de su persistente talante pesimista, y le anima a levantar la vista, a contemplar, a saber ver la belleza que le rodea. “Te faltan ojos para mirar al cielo” (…) Vamos, Juanito, vamos…, ¡A ver si encuentras los ojos, vamos hombre! Mira qué hermosas están las uvas…”, le espeta, sabiendo que esa oscuridad del alma se tornará pronto en claro por obra y gracia del amor, del aprendizaje del “dejarse vivir y el dejarse querer”. Esta dualidad entre el conflicto de la existencia y la sencillez del transcurrir de la vida; entre las dudas y preguntas filosóficas y la mera aceptación del paso del tiempo, de su fluir, define al escritor y se convierte en una de las fuentes de las que mana su obra.

Los pocos días pasados en Bilbao, en el recorrido por las estrechas calles del Casco Viejo, en el obligado paseo por la ría, en la visita a iglesias como la de La Encarnación, donde el autor acudía a misa de niño, Unamuno fue una compañía constante. Y esa compañía perduró en el viaje de vuelta y en los días siguientes en Madrid. De entre todos los cuentos, quiero destacar algunos en los que fui encontrando hallazgos, claves, deslumbramientos… Todo Unamuno está aquí. Todas sus miradas. Hay ternura y hay dureza; hay pesimismo y atisbos de esperanza; hay amargura y aceptación. Os puedo hablar, por ejemplo, de Solitaña, que me trasladó al Bilbao que conoció el autor, y que retrata a un personaje sin más expectativa que vivir su monótona vida de tendero, un personaje que permite al autor dar cuenta de tantas vidas insignificantes, que pasan sin pena ni gloria, y que nos acaban dando la auténtica medida de las cosas.

Os puedo hablar de piezas demoledoras, escritas en tono de fábula y de humor negro, como Las tijeras o Abuelo y nieto, o contar lo mucho que se refleja el autor en narraciones como ¡El amor es inmortal!, donde abomina de quienes conciben tanto la oración como el amor superficialmente, sin llegar a abarcar su magnitud, la plenitud que procuran (“¿Amor? ¡No, amor, no! ¿Querencia? ¡Tampoco! Lo que yo sentía no tiene nombre: es algo que no se dice porque se confunde con la vida misma, algo que no puede decirse, inefable…”) Me apetece hablaros de esas piezas en las que Unamuno desgrana sus ideas sobre la poética del cuento, sobre sus horizontes. Es el caso de Un cuentecillo sin argumento, donde declara: “Escribir un cuento con argumento no es cosa difícil, lo hace cualquiera, un jarro sin asa, según dicen; la cuestión es escribirlo sin argumento. La vida humana tampoco tiene argumento, ¿quién sabe lo que será mañana? Las cosas vienen sin que sepamos cómo y se van del mismo modo”. Es el caso de La razón de ser, relato contado en pequeños capitulillos, donde llega a detener las reflexiones y diálogos de su atormentado personaje, un maestro que se pregunta sobre sobre el sentido de la vida, para dirigirse al lector: “Acaso vaya fastidiando al lector el cuento. Si no le gusta puede dejarlo de una vez pero una vez empezado le ruego que lo concluya de leer”.

Son muchos los matices, los registros que nos vamos encontrando. En la producción literaria de Unamuno, “sus cuentos son de vital importancia, a pesar de que durante un tiempo se les prestó una atención menor. Su pensamiento fundamental está en sus relatos”, señala Óscar Carrascosa, quien en esta nueva edición de la que os hablo fija fechas e incluye relatos recuperados en los últimos años, destacando, entre los últimos aparecidos, Un loco razonante, publicado en 1982 en El Nervión. Eran tiempos, como se explica en la introducción, en los que la prensa sentía un apetito voraz por incluir piezas literarias en sus páginas. “La consolidación del cuento en España en el siglo XIX no puede entenderse sin examinar la situación de la prensa de esa centuria, puesto que el auge del cuento no se entiende sin el desarrollo de esta. Al servirle de vehículo, ejercerá cierta influencia sobre su forma y contenido”, indica Carrascosa, recurriendo a las argumentaciones del propio Unamuno sobre la influencia del periodismo en la literatura y sobre la adaptación de la distancia corta a los gustos de un público que cada vez tiene menos tiempo para leer.

Si los cuentos de Unamuno gozan de plena vigencia, si su profunda indagación en los conflictos del ser humano, no entienden de épocas, también su figura compleja, su afilada crítica ante el poder, su no silencio, hay que reivindicarlos en un momento como el actual en el que podemos preguntarnos qué pasaría si nadie callase, si todo ciudadano, si todo intelectual alzase su voz contra la desigualdad, contra la corrupción, contra la manipulación, contra las mordazas. Es muy conocida la célebre frase del autor del 98: “Venceréis, pero no convenceréis”, pronunciada un 12 de octubre de 1936, pocos meses antes de su muerte, en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca, durante la apertura del curso académico. Allí nuestro protagonista se enfrentó al general del bando sublevado José Millán-Astray, que reaccionó retador, diciendo en voz alta: “¡Mueran los intelectuales! ¡Viva la muerte!

Es muy conocida la célebre frase del autor del 98: “Venceréis, pero no convenceréis, pronunciada un 12 de octubre de 1936, pocos meses antes de su muerte, en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca, durante la apertura del curso académico.

Recuerdo en estos momentos un ensayo del escritor Luciano G. Egido, mezcla de biografía, crónica histórica y recreación literaria, que en su día me sorprendió y me ayudó a comprender, en todas sus contradicciones, la figura de Miguel de Unamuno. Se titula Agonizar en Salamanca, narra los últimos y agitados días de su vida y se abre con unas palabras del escritor, fechadas tempranamente, en 1918, a modo de premonición de su destino: “Todo hombre civil que sea noble y entero está predestinado a la soledad senil; su vejez será un trágico aislamiento… ¿Hay nada más grande y más heroico que un anciano vigoroso que se mantiene defendiendo su soledad?

Como refleja Egido en este libro que recrea la España de la Guerra Civil, Unamuno siempre se mantuvo firme en sus convicciones, nunca dejó de señalar los males que percibía en la vida política, y acabó sintiéndose decepcionado por los dos bandos. “Fue el único intelectual en ser represaliado por los franquistas, pero también por los republicanos, ya que no dudó en criticar los errores que, a su juicio, cometía la República”, me decía en su día, a raíz de la publicación del ensayo, Luciano G. Egido.

Hay muchas escenas conmovedoras en esta entrega que recupero ahora y en la que observamos a Unamuno entre luces y sombras, entre sus gestos de flaqueza y de grandeza. Le vemos en esa célebre escena de rebeldía y desafío, ante el brutal y arrogante militar; le vemos reconociendo su gran error, al ponerse del lado de los sublevados; le vemos, después de esa escena crucial, donde, en cierto modo, reconoce públicamente la dimensión de su equivocada decisión, entrar en el casino de Salamanca, donde asistió después del agrio episodio de su discurso y pudo comprobar el odio de supuestos amigos que le retiraron la palabra y le llamaron traidor, ante su absoluta perplejidad porque, en última instancia, su único pecado había sido ir por libre, siguiendo los dictados de su propio criterio, al margen de consignas.

Egido no retrata sólo al Unamuno genial, también se detiene en sus ímpetus y sus miedos. “Como en todo ser humano había en él rasgos de egoísmo, de envidia, de cobardía. Lo que he pretendido con este libro ha sido profundizar en el personaje, entender su complejidad a través de la recreación literaria”, recobro ahora sus palabras, mientras repaso los episodios de la frustración, la impotencia, del escritor, en sus últimos días, cuando, ya destituido de todos sus cargos, no puede ayudar a toda la gente que le escribe cartas pidiéndole ayuda para evitar ejecuciones; cuando ya le es imposible, como sí había hecho con anterioridad, rogar compasión a Franco. Dios no puede volverle la espalda a España, ha quedado como una de las últimas frases que pronunció antes de su muerte, un 31 de diciembre de 1936. Si en sus relatos hay dureza y un hondo conocimiento de la pequeñez del hombre, su vida fue dura y le confirmó que no se equivocaba en la percepción de la indignidad, de la dificultad para alcanzar la salvación personal, en un mundo trágico.

Pero volvamos a las geografías, a los destinos de Unamuno. Bilbao, Salamanca, Madrid, París y Hendaya, las dos últimas destinos del exilio, son ciudades unidas a su biografía. Cada una de ellas nos muestra al autor en distintas etapas, desarrollos y facetas. Pero hay un lugar clave en su trayectoria que no puede faltar en este número de Lecturas Sumergidas entregado a las islas y las utopías: Fuerteventura. A la isla canaria fue desterrado en 1924 por sus críticas a la dictadura de Primo de Rivera. Apenas permaneció cuatro meses allí, después de ser cesado, por primera vez, en sus cargos de decano de la Facultad de Filosofía y Letras y vicerrector de la Universidad de Salamanca, pero de la trascendencia de ese episodio no cabe duda.

Aquella tierra pobre, que al principio le pareció tan inhóspita, a la que se refirió en sus escritos como “descarnada, esquelética, escueta, hija de las entrañas fogosas de la tierra”, llegó a calar en su espíritu, amoldándose a su soledad innata, a su búsqueda espiritual. Descubrió en su tristeza una profunda hermosura y actuó sobre él, como han determinado muchos especialistas, como una suerte de redención, de curación. A la isla acudió nuestro hombre con tres libros: El Nuevo Testamento, en su edición original en griego; la Divina Comedia y los Cantos de Leopardi. Se entregó con devoción a su lectura; dio cuenta de su confinamiento y destierro en sentidas y hondas páginas de su diario personal; cultivó su gran afición a las caminatas y sacó a relucir la parte más extrovertida de su carácter en sus charlas con los majoreros, a los que llegó a apreciar y entre los que hizo buenas amistades.

La isla de Fuerteventura, donde Unamuno permaneció desterrado cuatro meses, le hizo descubrir en la tristeza una profunda hermosura y actuó sobre él, como han determinado muchos especialistas, como una suerte de redención, de curación.

Hablando de islas, quiero terminar cerrando esta Ventana y este número tan lleno de mar de Lecturas Sumergidas (os remito nuevamente al reportaje sobre islas y utopías de Jean-Pierre Castellani) rescatando otro libro que ocupa un lugar muy especial en mi biblioteca, Cuaderno de las islas, del poeta canario Andrés Sánchez Robayna. “Imaginé un día algo semejante a un saber insular. Era un saber hecho no de contenidos positivos, de datos o de inferencias lógicas, sino de intuiciones, de percepciones, de olores, de sabores, de epifanías. Un saber de los sentidos”, indica el autor el rumbo de  una entrega, llena de reflexiones y experiencias sobre el hecho insular, en la que se hace acompañar de las meditaciones de creadores como Yeats, Rilke, Ungaretti, Bretón, Derek Walcott, Jorge Guillén, Borges, Cernuda, Lezama Lima, Juan Ramón Jiménez, Pedro García Cabrera

La isla estimula nuestra percepción del espacio. El hecho de vivir en una isla de dimensiones no demasiado extensas enriquece nuestra relación con el medio físico, con la naturaleza, y esa relación es decisiva para la conciencia poética. El ser humano, cuando se aleja de la naturaleza, se aleja de sí mismo”, opina Robayna. “Sólo el mar quedará cuando volvamos a las entrañas del astro”, leemos en una de las piezas de su poemario La sombra y la apariencia.

Finalmente, como veis, este viaje que empezó en Bilbao, a partir de un puente entre Rothko y Unamuno, a través de la inmersión en los cuentos y en la vida del escritor del 98, me ha llevado muy lejos, mucho más lejos de lo que pude imaginar en un principio. Es el viaje siempre abierto, inspirador, de la literatura. Acabo aquí. Os dejo con un poema que me encanta sobre las islas, que incluye Sánchez Robayna en su hermoso Cuaderno.

Se titula simplemente Islas y lo firma Blaise Cendrars

Islas

Islas

Islas en las que nunca tomaremos tierra

Islas a las que nunca bajaremos

Islas cubiertas de vegetación

Islas agazapadas como jaguares

Islas mudas

Islas inmóviles

Islas inolvidables y sin nombre

Tiro mis zapatos por la borda porque quisiera ir hasta vosotras

(Traducción de José Antonio Millán Alba)

Emma Rodríguez. Fotografías © Kakina Beltrán
Emma Rodríguez. Fotografías © Karina Beltrán

Los libros de los que se habla en esta “Ventana” son:

Cuentos completos, de Miguel de Unamuno. Edición a cargo de J. Óscar Carrascosa Tinoco. Páginas de Espuma.

Agonizar en Salamanca, de Luciano G. Egido. Edición de Tusquets, 2007 (con anterioridad el ensayo se publicó en Alianza Editorial).

Cuadernos de las islas, de Andrés Sánchez Robayna en Lumen.

Todas las fotografías fueron realizadas por Karina Beltrán en una reciente visita a Bilbao.