Por Emma Rodríguez © 2014 / Vicente Valero, poeta, biógrafo de Walter Benjamin y cultivador de libros de reflexión y de crónica viajera, debuta en la narrativa con “Los extraños” (Periférica), una entrega en la que, en cierto modo, como él mismo reconoce, confluyen todas sus corrientes creativas: el flujo intimista de sus versos, la vertiente investigadora de quien persigue las huellas dejadas por otros sobre el mapa del ayer, la irresistible atracción por los tránsitos, por la imprevisibilidad de los destinos. En este libro el autor sigue el rastro de cuatro de sus antepasados, cuatro personajes enigmáticos de los que oía hablar en su niñez y de los que quiso saber más para entender sus raíces y para percibir cuánto de ellos había en él: en el color de los ojos, en la amplitud de la sonrisa; en el gusto por la lectura; en los múltiples matices que forjan un carácter.
Recogiendo, como si fueran flores del campo, los recuerdos desparramados tanto en los valles más cercanos como en las lejanías, Valero (Ibiza, 1963) forja un bellísimo ramo hecho de querencias y de pérdidas, un ramo impregnado de cierta nostalgia, la nostalgia de lo no vivido; pero también de la frescura de lo que emerge, de lo que brota renovado. “Los extraños” podría leerse como cuatro episodios independientes, pero todos forman parte de la misma gavilla y juntos le otorgan un peso, un equilibrio que quedaría roto si faltara uno solo de ellos. El militar trasladado a África, donde coincidiría con Antoine de Saint-Exupéry; el ajedrecista profesional, de quien siempre ha conservado un pequeño tablero plegable de madera; el artista homosexual, que hubo de abandonar la isla para ser quien realmente quería ser, y el comandante republicano, hacia el que tanta admiración le transmitió su padre, son los protagonistas de una entrega que mezcla espléndidamente biografía y fabulación y que se convierte en un saludable ejercicio contra la desmemoria, un mal que no sólo ha afectado a la interpretación de la historia reciente sino al propio devenir de muchas familias.
“Porque es para no olvidar para lo que he venido hasta aquí, hasta estos paisajes que podríamos llamar también de la memoria y en los que miles de exiliados españoles vivieron y murieron, siempre con la esperanza de poder volver un día a su país, a su ciudad, a su pueblo, volver a ser lo que fueron y tuvieron que dejar de ser para siempre…”, escribe Vicente Valero en la última de las narraciones, que resulta especialmente esclarecedora y emotiva. Es imposible no conmoverse ante el viaje que emprende el autor tras los pasos, tras las cicatrices, de ese peculiar comandante de la II República – tío de su padre-, que antes de la guerra practicaba yoga, era vegetariano, amante de la teosofía y lector de Schopenhauer, y que, posteriormente, hubo de padecer “toda suerte de calamidades en los campos franceses de refugiados, después de haber sufrido la indiferencia, el desprecio por todo lo que para él había sido noble y sagrado, y finalmente el olvido”.
Esa narración evocadora, capaz de decirlo todo, de contar una vida y al mismo tiempo de abrir las heridas del pasado y de llevar al lector a reflexionar sobre el peligro de quienes en nombre del orden -ayer y hoy- pueden llegar a estrangular “las ideas y el pensamiento libre”, cierra el libro y le da su más alto sentido. Pero tampoco se sale indemne de las anteriores historias; tal vez porque derrochan autenticidad; tal vez por la mirada cercana, cómplice, que planea sobre todas ellas; tal vez por el acierto de un estilo sencillo, contenido, diáfano, que logra encontrar las palabras, los matices de emoción justos, a la hora de profundizar en lo sabido y en lo intuido, en las contradicciones de los personajes, en sus logros y en sus derrotas.
Es imposible no conmoverse ante el viaje que emprende el autor tras los pasos, tras las cicatrices, de ese peculiar comandante de la II República – tío de su padre-, que antes de la guerra practicaba yoga, era vegetariano, amante de la teosofía y lector de Schopenhauer, y que, posteriormente, hubo de padecer “toda suerte de calamidades en los campos franceses de refugiados, después de haber sufrido la indiferencia, el desprecio por todo lo que para él había sido noble y sagrado, y finalmente el olvido”.
– ¿Te planteaste desde un primer momento “Los extraños” como un ejercicio contra el olvido? ¿Sentiste la necesidad de ser el depositario de un legado?
– Si. Eso fue lo que me propuse desde un principio, escribir un libro donde depositar la memoria de mis antepasados, consciente de que nadie más podía atesorar ya los recuerdos sobre ellos, de que todos acabarían desapareciendo conmigo. Sucede así con todas las familias. Con cada generación las imágenes del pasado se van diluyendo. Yo tengo un hijo, pero él recordará lo que yo sea capaz de contarle, de transmitirle, como yo conservo las palabras de mi padre y él las del suyo. Los personajes de los que hablo son los desaparecidos de mis progenitores y yo soy el heredero de sus historias. Ese fue el planteamiento que me llevó a bucear en sus biografías, biografías que yo tenía idealizadas desde la infancia, porque me había llegado la admiración que cada uno de ellos había despertado en los miembros de la familia que permanecieron en la isla. Una admiración que estaba incluso por encima de sus posibles extravagancias o del desacuerdo en asuntos políticos, ideológicos. Cuando me puse a trabajar en esos perfiles fui consciente de que había más ausencias que presencias, de que tenía que llenar los silencios, dar sentido a los fragmentos sueltos.
– El libro se articula en cuatro relatos independientes, pero hay un tono, una estructura común. En los cuatro, el narrador -Vicente Valero- parte del desconocimiento y avanza a través de la curiosidad y la indagación hasta llegar a iluminar unas vidas que dejan de ser un poco menos extrañas. Todos los personajes se marcharon de la isla de Ibiza y sobre todos ellos se proyecta esa mirada idealizada a la que te refieres.
– Las vidas que se narran son vidas menores, vidas de seres comunes, aparentemente insignificantes. Pero en todos ellos hay un relato de ambición, de valentía, de fracaso. Y se da la circunstancia de que ellos conocieron, estuvieron al lado de personajes que acabaron pasando a la Historia, como fue el caso de uno de mis abuelos, el teniente Pedro Marí Juan, que se encontró en 1927, en el cuartel de Cabo Juby (El Aaiún), con Antoine de Saint-Exupéry, el piloto y célebre autor de “El principito”, cuando éste aún no había publicado nada y fue hasta allí para ponerse al mando de un aeródromo. El hecho de que mi abuelo coincidiera y trabajara codo a codo con Saint-Exupéry en la construcción de hangares, fue una auténtica sorpresa para mí. Cuando descubrí esas confluencias me di cuenta de que estaba ante un hecho literario, ante un hecho que pertenecía al campo de la narración. No tenía opción; era casi obligatorio escribir sobre ello. Empecé por ahí y luego surgieron los otros tres retratos, donde también se dan roces, relaciones de perfil, de mis familiares con personalidades de su tiempo. El tío artista, Carlos Cervera, por ejemplo llegó a actuar en una fiesta del Marajá de Kapurthala en Bombay y conoció a la “La Argentinita” y a otras figuras del flamenco; el tío Alberto tuvo como maestro al ajedrecista argentino Miguel Najdorf y, finalmente, el comandante Ramón Chico se codeó en las tertulias de su época con el filósofo Roso de Luna y con el mismísimo Valle-Inclán.
Las vidas que se narran son vidas menores, vidas de seres comunes, aparentemente insignificantes. Pero en todos ellos hay un relato de ambición, de valentía, de fracaso. Y se da la circunstancia de que ellos conocieron, estuvieron al lado de personajes que acabaron pasando a la Historia, como fue el caso de uno de mis abuelos, el teniente Pedro Marí Juan, que se encontró en 1927, en el cuartel de Cabo Juby (El Aaiún), con Antoine de Saint-Exupéry, el piloto y célebre autor de “El principito”
– En el fondo late la idea de que somos parte de lo que fueron quienes nos precedieron. La sensación de que no podemos desligarnos de ese legado, de que los que ya no están siguen formando parte de nosotros, los que hoy vivimos.
– Hay una pregunta que está en el origen del libro: ¿Qué hay en mí de ellos? Esa pregunta sobrevuela todo el rato la narración y la verdad es que tampoco he podido llegar a contestármela del todo. Lo que he hecho con este libro ha sido merodear en torno al sentimiento de lo que queda, de lo que permanece. En cada uno de los casos hablo de un objeto que fue de esos allegados y que ahora me pertenece a mí. Eso era lo que tenía: objetos, fotografías, recuerdos. A partir de ahí se trataba de tejer un relato entre la verdad y la sospecha.
-Todos los protagonistas emprendieron el vuelo, abandonaron la isla. El escenario de la isla es muy importante en “Los extraños”. Se trata de una geografía que propicia el aislamiento, desde el que constantemente se observan las partidas y llegadas de los que se van, de los que regresan o vienen de visita. Es una percepción diferente, que no se tiene en las ciudades. “…) El mar -y más el mar de aquellos días- ponía a todos en su sitio y de qué manera…”, leemos en un momento dado.
– Sí. Los que hemos nacido en islas somos muy conscientes de eso. En mi caso, el puerto era el lugar donde jugaba de niño, donde veía los barcos y era testigo de las despedidas. Por eso siempre he tenido muy presente el tema de los tránsitos. Es curioso, ahora pensamos en las islas como espacios turísticos a los que acude la gente, pero en el pasado no iba nadie; todo lo contrario: el destino de sus habitantes era irse y la realidad es que muchos de ellos no regresaban jamás. La nostalgia podía ser muy fuerte, pero el orgullo aún lo era más, sobre todo en el caso de los que no habían triunfado en sus nuevas vidas, de los que no se habían enriquecido, y habían de mostrar su derrota, su pobreza, a la vuelta. En cuanto a mí, la isla, todo lo que en ella sucede, es el espacio supremo de la ficción. La propia geografía, la intimidad que una persona establece con ese entorno limitado, todo se encamina hacia la ficción.
– ¿Por eso sigues viviendo en Ibiza?
– Salvo diez años que viví en Barcelona, siempre he estado en Ibiza. Es mi lugar, el espacio donde he nacido, donde he crecido, donde volví a reinventar mi manera de vivir.
– Aunque los relatos parten de lo personal e indagan en la memoria familiar, acaban teniendo un alcance colectivo. Por un lado, la complicidad es inevitable. ¿Quién no ha tenido extraños en su familia, seres que ha conocido de oídas, rodeados de un cierto halo de misterio? Y, por otra parte: A través de estos personajes se cuela la Historia de España. Es especialmente significativo el último, el del comandante republicano Ramón Chico, ese tío tan admirado por tu padre, que acabó exiliado en un pequeño pueblo del suroeste francés.
– No fue esa mi intención, pero era inevitable. No podía contar esa historia sin hablar de la Guerra Civil, de los vencidos de la contienda. El franquismo nos voló esa memoria, ejerció un poder contra ella. Y ahí está también la memoria personal de las familias que han aceptado el olvido, que han aceptado vivir de espaldas a ciertos acontecimientos, sepultándolos en el pasado, alejándolos de la realidad. ¿Cuántas familias no llegaron a abandonar, incluso a traicionar, a los de su propia sangre durante la guerra? Yo creo que todavía no nos hemos reconciliado con ese pasado y que esa reconciliación no debe producirse por decreto, sino que deben ser las propias familias las que busquen y recuperen su memoria. Tenemos que poder hablar de nuestros extraños, aceptarlos como eran en nuestra propia historia y en nuestro propio mundo.
El franquismo nos voló esa memoria, ejerció un poder contra ella. Y ahí está también la memoria personal de las familias que han aceptado el olvido, que han aceptado vivir de espaldas a ciertos acontecimientos, sepultándolos en el pasado, alejándolos de la realidad. ¿Cuántas familias no llegaron a abandonar, incluso a traicionar, a los de su propia sangre durante la guerra? Yo creo que todavía no nos hemos reconciliado con ese pasado.
– El viaje, el sentido del viaje como búsqueda, como pesquisa, es una parte fundamental del libro. En las dos historias intermedias, la del bailarín homosexual y la del ajedrecista, son los personajes los que regresan a la isla y dejan el rastro de sus vidas; pero en el primero y el último, tuviste que salir en busca de información, de pistas.
– Sí. Para poder escribir el libro fue necesario que hiciera dos viajes. Uno a África, a El Aaiún, tras el rastro de mi abuelo militar, el que se encontró con Saint-Exupéry. Si no hubiera ido hasta el cuartel de Cabo Juby no hubiera podido imaginar hasta qué punto aquel es un lugar absolutamente desolado, tan inhóspito que, como digo en el libro, por él no querrían pasearse ni las almas de los ahogados. Y, sin embargo, por lo que se deduce de las pocas cartas que se conservan, allí mi abuelo también encontró momentos radiantes. Respecto a mi visita al pueblo francés de Lisle-sur-Tarn, donde reposa el comandante Ramón Chico, sospechaba que el lugar poco podía haber cambiado y necesitaba recrear el ambiente, pasear por las mismas calles que él, respirar el mismo aire.
[Esta entrevista tuvo lugar en el bello y recoleto Jardín del Príncipe de Anglona (Plaza de la Paja), en el barrio madrileño de La Latina, un lugar por el que el escritor ibicenco siente predilección. “Me gusta leer en exteriores, aunque normalmente prefiero los espacios privados a los públicos”, confesaba mientras sacaba del bolsillo un ejemplar de “El territorio interior”, del poeta, historiador del arte y crítico francés Yves Bonnefoy. “Siento inclinación por los libros que mezclan distintas disciplinas y en este caso el autor recurre al lenguaje de la poesía para hablar de la importancia que ha tenido para él el arte. Creo que el resultado nos acabará interesando más a los poetas que a los académicos”, proseguía Valero. Al recrear ahora sus palabras, el escenario, el encuentro, no puedo evitar pensar en la adecuación de todos los elementos; empezando por el título del libro elegido: “El territorio interior”, a la personalidad de Valero, un hombre tímido en cuya mirada, gestos y ademanes huidizos se percibe la extrema sensibilidad de quien permanece volcado hacia sus adentros.]
– ¿Qué primeras lecturas recuerdas?
– Si soy sincero, la verdad es que no conservo recuerdos muy diáfanos de mis lecturas más tempranas. Hay alguna novela de Salgari por ahí, pero no me consta haber leído a Julio Verne, por ejemplo. El libro que sí tengo claro es el “Romancero gitano”, de Federico García Lorca. Me marcó el ritmo de su escritura. Y también conecté desde muy pronto con la poesía de Bécquer y con la de Juan Ramón Jiménez, a los que llegué influenciado por mi padre, que solía leerlos. Un poco más tarde descubrí a Homero, que para mí fue muy importante. Me reconocí en su mundo, en sus palabras. Era como si allí estuviesen mis primeros viajes en barco, mis propias sensaciones, mi entorno. También yo quería escribir de esos mismos asuntos, más allá de cuestiones técnicas y estéticas. Era una especie de identificación, de reconocimiento, como si yo conociera muy bien todo aquello de lo que hablaba Homero. Le entendía mejor que a Cernuda, que siempre me ha gustado mucho.
– ¿Te sientes parte de la tradición mediterránea?
– En efecto. También siento inclinación por el griego Giorgos Seferis o por otros poetas turcos e italianos. La tradición mediterránea es muy rica, muy variada. Se parte de un tronco, de una geografía común, pero cada cual construye su propio Mediterráneo.
– Es indudable que Walter Benjamin, del que has escrito una biografía y has preparado un volumen con sus cartas ibicencas, es fundamental en tu trayectoria.
– Lo es. Cuando Walter Benjamin se cruzó en mi vida me hizo ver las cosas de otra manera, me transformó la mirada. La investigación que realicé sobre él ha planeado en todo lo que he hecho posteriormente. Reconozco esa mirada hacia atrás donde uno no ve más que un montón de ruinas, de fragmentos que hay que ir recomponiendo.
Cuando Walter Benjamin se cruzó en mi vida me hizo ver las cosas de otra manera, me transformó la mirada. La investigación que realicé sobre él ha planeado en todo lo que he hecho posteriormente. Reconozco esa mirada hacia atrás donde uno no ve más que un montón de ruinas, de fragmentos que hay que ir recomponiendo.
– Cuando estás en Ibiza, ¿dónde te gusta leer, frente al mar?
– No. Vivo en la Ibiza interior, no en la de la costa. Leo mirando al bosque, no al mar. Y no tengo momentos especiales. Me gusta adentrarme en un libro en cualquier ocasión, a cualquier hora.
– ¿Qué libro recomendarías para afrontar el presente?
– Un ensayo que he leído recientemente, “El silencio de los animales”, de John Gray. Merece la pena, pese a su pesimismo extremo. Se cuestiona el progreso desenfrenado, todos esos mitos que tanto tienen que ver con la crisis actual. Walter Benjamin ya reflexionaba sobre ello, sobre el precio que se tiene que pagar por la realización de todas esas cosas que habían alimentado la imaginación en el pasado. Él señalaba que, precisamente, una de las características del progreso es hacer del pasado un montón de ruinas. Gray dice que, probablemente, las dos guerras mundiales por las que hemos pasado fueron necesarias para que progresara el progreso. Nadie se quiere posicionar en contra, pero está claro que el progreso tiene sus víctimas y sus límites.
– ¿Una asignatura pendiente?
– Muchas. Se me ocurren todas y ninguna en concreto.
– ¿Qué libro te llevarías a una isla desierta?
– Mucha poesía, toneladas de poesía y, desde luego, a Homero.
• Las fotografías las firma Karina Beltrán.
• “Los extraños” ha sido publicado por la editorial Periférica.