Por Emma Rodríguez © 2014 / Cuando “Lecturas Sumergidas” era apenas un proyecto, en el índice de los deseos, de lo que imaginaba que podía llegar a ser, estaba el nombre de José Luis Sampedro. Una conversación calmada con él debía ser el arranque de una publicación que buscaba sumergirse en caminos heterodoxos, abriendo rutas a la literatura capaz de poner alas, al pensamiento crítico, a esas lecturas, en definitiva, con poder para transformar la mirada y dar una vuelta de tuerca a las verdades, y mentiras, aceptadas. Dejé un par de mensajes en el contestador de Sampedro. Me puse en contacto con David Trías, su editor y amigo. Pero él ya estaba muy debilitado, falto de energías, y aunque Olga Lucas, compañera del último tramo de su vida, acusó recibo y me alentó a esperar una mejoría en su estado de salud, esa mejoría no llegó.
No fue posible ese encuentro -el nacimiento de “Lecturas” coincidió en el tiempo con el adiós de Sampedro- y por eso ahora “Sala de espera”, su libro-legado, publicado por Plaza & Janés, ha llegado hasta a mí con un significado especial. Se ha convertido en esa última charla que no tuvo lugar. Al recorrer sus páginas vuelvo a escuchar la voz de un hombre entusiasta, cargado siempre de proyectos de escritura, buscador de perlas en los desiertos de la ignorancia. Recuerdo las veces que acudí a su casa de Madrid para entrevistarlo, con motivo de la publicación de novelas como “La vieja sirena” o “El amante lesbiano”. Recuerdo como la charla se prolongaba y acababa siempre cuestionando el devenir del mundo.
Cuando, a finales de la década de los 90, aún parecía que todo marchaba sobre ruedas, cuando la mayoría aún creíamos vivir en la mejor de las sociedades, nos hipotecábamos y estábamos lejos de intuir de qué modo perverso los poderes financieros y empresariales lanzaban sus redes sobre los sistemas democráticos, José Luis Sampedro era capaz de ver todo eso, de saber que el rumbo tomado no era el acertado. Ante mis ojos dibujaba un futuro de desigualdades fomentado por los intereses de un capitalismo voraz, un universo cada vez más castigado por el afán de riqueza, en un estado de peligrosa desnutrición de cara a las nuevas generaciones.
Sus conocimientos de economía, que fue su actividad profesional durante una etapa de su vida; su defensa a ultranza de un manejo más humanista de números, cifras, balance de resultados y reparto de beneficios, con el fin de de ayudar a las personas en vez de alienarlas, unidas a su sensibilidad, a su coherencia, a su sentido ético, a su intuición y a sus dotes de fabulador, hacían de él un ser excepcional. Un hombre que se adelantó a corrientes y pensamientos y que, llegado el momento, ese momento que ya había vislumbrado y del que había alertado una y otra vez, se convirtió en modelo de ecologistas, activistas, rastreadores de escalas de existencia más acordes con el ser.
Los conocimientos de José Luis Sampedro en economía, que fue su actividad profesional durante una etapa de su vida; su defensa a ultranza de un manejo más humanista de números, cifras, balances de resultados y reparto de beneficios, con el fin de de ayudar a las personas en vez de alienarlas, unidos a su sensibilidad, a su coherencia, sentido ético, a su intuición y a sus dotes de fabulador, hacían de él un ser excepcional
La última vez que tuve oportunidad de estar frente a Sampedro fue en una carpa de la Feria del Libro (Madrid, 2011), con motivo de la presentación de “Cuarteto para un solista”, escrito en colaboración con Olga Lucas. Tenía 94 años. Había escrito el prólogo a la edición española de “Indignaos”, de Stéphane Hessel, y había apoyado el movimiento 15M, animando a sus precursores a seguir adelante, agitando el caudal de la participación ciudadana. “Ellos son hijos del mañana y los que les atacan son del ayer. Ellos ya viven en un mundo distinto al que ahora se arruina”, señalaba en ese acto.

“Para ser felices no hace falta ser millonarios, miradme a mí. La vida es lo único importante. Cuando yo me muera, cosa que no tardará en producirse, para mí acabará todo, pero la vida es algo que se nos da y tenemos el deber de tomarla siendo lo más que podamos llegar a ser como personas, como la semilla del árbol que al crecer llega a la altura que le corresponde”, decía, convencido de las semillas del cambio ya habían comenzado a germinar.
Retomo ahora sus palabras, porque es así, como un árbol en constante proceso de crecimiento, de aprendizaje, como se retrata en “Sala de espera”, una obra inédita que no llegó a concluir, pero que nos lo devuelve con toda su carga de sencillez, de clarividencia, de honestidad.
Comentaba antes que este libro era para mí como esa última charla que no llegó a realizarse y ahora digo que es una ofrenda. Siempre vi a José Luis Sampedro como una persona imaginativa, expansiva, juguetona; como un niño grande que nunca perdió la capacidad de apasionarse con las cosas, con los paisajes, con los proyectos, con los libros y con las gentes que para él merecían la pena. En este entrega se presenta así y nos revela de dónde parten los orígenes de esa forma de ser y estar en el mundo, el nacimiento de su río, pero también la culminación de su recorrido, el punto de la llegada, de la desembocadura.
En esa sala de espera, localizada en la Cala de Míjas (Málaga), refugio de sus últimos años, Sampedro paseaba, leía, escribía y aguardaba el momento de decir adiós “sereno, satisfecho de haber dejado fuera casi todo” para poder concentrarse a gusto en su “permanente afán” de ser “aprendiz del vivir”, embarcado en el viaje hacia sí mismo. En esa sala de espera acometió la tarea de dar cuenta de sus descreímientos, de su espíritu enfrentado a los vientos de lo convencional. Allí escribió, entre otras muchas cosas, sobre la maravilla del lenguaje, que otorga al ser humano “sus alas más poderosas”, pero también se convierte, a menudo, en “una trampa para engañar y persuadir con falsedades o encadenar con creencias”.
“A veces se usa así con deliberada maldad egoísta; otras veces se hace hasta con buena intención, por alguien que está él mismo engañado. El caso es que la palabra, como los alimentos desconocidos o nuevos, debe ser recibida con criterio crítico pues puede ser un bálsamo o un veneno”, transcribo este fragmento perteneciente a esa obra en la que se afanó en sus últimos años, mientras se preocupaba ante el ritmo de los acontecimientos, ante la coartada de una crisis promovida por esas élites financieras y políticas que él ya había visto venir. Sampedro llenaba sus cuadernos de observaciones, de pensamientos, y se convencía de que al final, como en otros períodos de la Historia, la barbarie podía tener el sentido de destruir para que todo fuese reconstruido una vez más, para impulsar los pasos hacia adelante.

“Ahora contemplo con desprecio los destinos de tantos dirigentes actuales, que creen estar pilotando la nave hacia su grandeza cuando su rumbo la lleva a una dársena de desguace. Allí no se hundirá bajo las olas, pero si la ocuparán otros timoneles y será completamente reconstruida”, me detengo en esta reflexión que da muestras de que, pese a todo, el escritor siempre mantuvo un sano optimismo.
Acompañar a José Luis Sampedro en su “Sala de espera” permite repasar sus ideas y acercarse a su fondo humanista, deudor de los pensadores clásicos. Sin duda, resulta interesante entablar un diálogo con él, partir de sus ideales y no desanimarnos ante la zozobra, pero donde de verdad, en mi opinión, esta obra se convierte en una delicia es en su primera parte, en el juego de los ríos que inventó Sampedro para jugar, para crear, junto a la también escritora Olga Lucas, la mujer para la que sonrió hasta el final. Esa primera parte se titula precisamente “Los ríos” y es el relato de dos infancias, las de los dos miembros de la pareja, el río José Luis y el río Olga, que siguieron su curso hasta confluir, pasado el tiempo, en una nueva y caudalosa corriente común, compartida.
“Ahora contemplo con desprecio los destinos de tantos dirigentes actuales, que creen estar pilotando la nave hacia su grandeza cuando su rumbo la lleva a una dársena de desguace. Allí no se hundirá bajo las olas, pero si la ocuparán otros timoneles y será completamente reconstruida”, me detengo en esta reflexión que da muestras de que, pese a todo, el escritor siempre mantuvo un sano optimismo.
Seguimos los pasos del Sampedro niño y entendemos su perfil de adulto, la forma de ser de un hombre que creció libre en el Tánger internacional, en la aceptación de otras creencias y culturas, en contacto con un mar y una playa que siempre fueron su paraíso perdido. Asistimos a sus primeros descubrimientos y pesares; a su viaje a la península, concretamente a Cihuela, un frío pueblo donde vivía su familia paterna, y del que habría de trasladarse a Zaragoza para proseguir sus estudios en un colegio de jesuitas, y nos damos cuenta de hasta qué punto su mirada se enriqueció con los contrastes. “El mar y los aires atlánticos, sustituidos por los cerros y el cierzo; el pluralismo religioso por la cerril ortodoxia (…) la libertad, en fin, maniatada por el orden establecido”.
En ese enclave el autor aprendió a observar la vida del campo, el repetitivo paso de las estaciones, el lenguaje de la naturaleza… Sampedro lo narra todo con sencillez, nos abre las puertas del niño que fue y nos introduce en el mundo paralelo de sus lecturas. Todo con esa sencillez, con esa limpieza de estilo que le caracteriza, con esa capacidad para acceder a los pozos de la memoria desde la emoción y la lucidez. Su infancia transcurrió por cauces tranquilos, de exploración, de aprendizaje, una actitud que nunca le abandonó. Y frente a ese cauce, el más accidentado de Olga, reconstruido por ella a partir del de él, a la búsqueda de esas coincidencias, de esas afinidades que llevaron finalmente a su encuentro en el municipio de Alhama de Aragón.
Precisamente en el trazado paralelo de las dos historias radica el encanto de esta entrega que derrocha autenticidad y en la que, además de acercarnos a Sampedro, descubrimos la sobrecogedora historia de Olga, hija de un comunista que, tras las derrota en la Guerra Civil, siguió la lucha contra el invasor nazi en Francia, vivió la experiencia de los campos de concentración y al finalizar la II Guerra Mundial, fue deportado a Checoslovaquia, país en el que su familia se reuniría con él en 1955, tras cinco años de separación y de penurias, y después de un viaje complicado, que nos traslada a un pasado no tan lejano. Un pasado que Olga Lucas recupera con indudable talento narrativo, con la fuerza y la intensidad de una biografía construida sobre el dolor, pero también sobre el afecto y las enseñanzas de la Historia.

Empecé a leer “Sala de espera”, a disfrutar con las fotografías que se incluyen y que dan cuenta de las distintas edades de Sampedro, -que, por cierto: de niño era tan delgado y larguirucho como de mayor-, una mañana luminosa de domingo, tras un paseo que culminó en una terraza del barrio de Malasaña, en Madrid. Me sentía feliz por recuperar a un hombre del que sólo puedo recordar cosas buenas, por reconocer esa letra con la que solía mandarme tarjetones de agradecimiento tras una entrevista (el libro, bellamente editado, reproduce parte de sus apuntes, de sus bosquejos de escritura). Ahora dejo que todos esos recuerdos entren en esta Ventana abierta a los ríos del aprendizaje, del autodescubrimiento, porque, en cierta manera, el proceso del autor coincide, en esa permanente búsqueda de sí mismo, con el recorrido de la poeta Chantal Maillard a través de los secretos de la India.
Desde esta Ventana observo, sí, el discurrir de los ríos que llegan a mí a través de los afluentes que se expanden en este número de “Lecturas” lleno de ciudades, de viajes, de memoria. Porque al ejercicio de la memoria que realiza Maillard, que realizan, a su vez, Sampedro y Olga Lucas, se une la mirada atrás de Vicente Valero, una mirada que rescata los recuerdos de cuatro de sus antepasados, cuatro biografías anónimas que adquieren sentido, que se salvan del olvido, gracias a la elevación de la literatura.
Y no quiero acabar sin citar otra lectura hermosa y recomendable: “Un altar para la madre”, del escritor italiano Ferdinando Camon, una narración que se convierte, como la de Valero, en un homenaje a esos seres que no pasan a la Historia por sus hazañas públicas o por sus cargos, pero cuyo ejemplo de bondad marca el destino de sus descendientes. Me bastó leer el prefacio para sentirme cautivada por esta entrega biográfica de apenas 135 páginas, publicada por Minúscula. “Una persona buena, por más que sea miserable, inculta, analfabeta, malhablada, vaya mal vestida y descalza, sea casi anónima, alguien a quien nadie fotografió, escuchó ni agradeció nada, puede merecer la inmortalidad más que caudillos, banqueros, políticos, aventureros. No es la fuerza lo que salva a la humanidad, sino esa particular forma de amor que se llama bondad”.

A partir de ese principio, Camon, un escritor que, según reza en su biografía, ha recibido el elogio de figuras como Pasolini, Carver o Moravia, por una obra en la que ha narrado la crisis y la desaparición del mundo campesino y de las culturas ágrafas, rescata en esta ocasión dos episodios, uno de su madre y otro de su padre, que demuestran la heroicidad de sus espíritus nobles en las difíciles circunstancias de la Europa en guerra, cuando un simple gesto de compasión, como el que la madre tuvo con un perseguido al que salvó la vida; un mínimo salto de las reglas -caso del padre que se negó a disparar al enemigo- podía significar jugarse la vida.
“Una persona buena, por más que sea miserable, inculta, analfabeta, malhablada, vaya mal vestida y descalza, sea casi anónima, alguien a quien nadie fotografió, escuchó ni agradeció nada, puede merecer la inmortalidad más que caudillos, banqueros, políticos, aventureros. No es la fuerza lo que salva a la humanidad, sino esa particular forma de amor que se llama bondad”, escribe el autor italiano Ferdinando Camon en “El altar de la madre”.
“Si cada cual hubiera vivido como la sociedad quiere, qué vida vergonzosa le hubiera tocado (…) Debe ser horrible ser un soldado, ser un empleado, ser un ciudadano obediente. Parece como si alguien de extraordinaria inteligencia y poder sobre el mundo hubiera entendido perfectamente lo que es justo y hubiera prescrito hacer y hacer que se haga todo lo contrario”, transcribo este fragmento y admiro la maestría para apresar la simplicidad, los pequeños detalles, del escritor italiano.
Camon, tras la muerte de su madre, necesitó escribir este libro para para preservar su memoria, la grandeza de su vida en el pequeño entorno familiar. “Nuestro mundo no tenía nada que ver con el resto del mundo. Funcionaba por cuenta propia y era inmortal. En nuestra madre también habíamos pensado siempre como en algo inmortal, tanto como el mundo al menos: porque al nacer nosotros, ella ya formaba parte del mundo, y sin ella era inimaginable”, leemos. Y un poco más adelante, la constatación de lo que permanece. “Nosotros somos nuestra madre”, un pensamiento conciliador, “que no contenía dolor ni alegría”.
Camon escribió este libro para recordar el legado de sus padres, para mostrar ante el mundo su profundo agradecimiento y admiración hacia ellos, para constatar hasta qué punto se quedaba a la intemperie sin la figura materna, esa mujer que contaba e inventaba historias para los hermanos en tiempos de guerra, cuando el padre era soldado y estaba fuera. Su relato es poderoso, consigue emocionarnos al evocar las propias vivencias, pero esas vivencias trascienden el momento, la biografía particular y se convierten en el punto de partida para ahondar en el enigma de la vida y de la muerte desde la falta de temor, desde la comprensión del fin, de la desaparición, mostrándonos asimismo el camino para deslindar la verdad verdadera de la verdad aparente.

“Sala de espera”, obra inédita de José Luis Sampedro, ha sido publicada por Plaza&Janés.
“El altar de la madre”, de Ferdinando Camon, lo ha publicado Minúscula y ha sido traducido del italiano por Miquel Izquierdo
Las fotografías las firma Nacho Goberna © 2014