Paco Ortega © 2019
1 No logro saber la razón por la que mi ayudante (y traductor) en la organización de espectáculos de la Expo de Zaragoza no va a venir a la comida con Bob Dylan, concertada con varias semanas de antelación. Esta mañana hablé con alguien de la oficina y me había dicho que nadie lo había visto por allí. “¿Para qué coño sirven los móviles?”, le pregunto y se limita a contestarme lacónicamente: “para que me molestes cada cinco minutos…”
Me veo venir el panorama: una comida con Dylan, personaje por el que tengo las dosis de admiración y de rechazo prácticamente en empate técnico. Él y yo, en el restaurante del hotel donde se aloja y a donde llegó ayer por la tarde y desapareció a los pocos minutos, después de que su ayudante, o secretario, tramitara la entrada. Me cuentan que se fue a la habitación y que a través del teléfono solicitó una cena muy frugal. Nadie lo había visto desde entonces. Llegó vestido con un traje oscuro, con gesto de aburrimiento y sujetando una maleta metalizada de tamaño mediano. Su acompañante portaba otra exactamente igual de usada. Extrajo su pasaporte con una cierta parsimonia, miró al suelo, dio unos pasos impacientes hacia un ventanal y se mantuvo mirando el tráfico de la calle mientras una recepcionista cumplimentaba los trámites. La primera palabra que dijo fue “Bye” cuando su ayudante le devolvió el pasaporte, y se encerró en la cabina del ascensor. Adiós, Dylan, que descanses.
Dylan Thomas, su poeta favorito durante muchos años –tal vez todavía– le había prestado el apellido. Mejor dicho, él se lo había robado en su más tierna juventud, porque parece ser, según cuentan algunos de sus biógrafos, la estrella robaba con frecuencia: discos, novias, pequeñas cantidades de dinero, y apellidos… También a él le han robado durante años y ha estado metido en juicios de esos que cuestan millones de dólares. Pero eso durante décadas no ha sido un dato seguro. Ahora lo es, porque ha sido Bob mismo el que lo ha confesado en sus Crónicas, libro de memorias publicado en 2004 y que leí hace un tiempo, tan claro y minucioso en algunos aspectos como difuso y hermético en otros. Algunos amigos afirmaban que dejó de llamarse Zimmerman porque no quería que se supiera que era judío, o por su admiración por Matt Dillon, un personaje que pertenecía a una popular serie de televisión de la época. A Bob le encanta crear situaciones confusas, envolverse en la oscura tinta de los calamares, dicen otros. Me he informado porque no quiero hacer el ridículo durante la comida y cuando estás con una estrella se supone que debes saber todos los detalles de su existencia. De todos modos lo voy a hacer porque no entiendo ni papa de inglés y mi traductor no aparece por ningún sitio…
Me cuentan que Dylan se fue a la habitación y por teléfono solicitó una cena muy frugal. Llegó vestido con un traje oscuro, con gesto de aburrimiento y sujetando una maleta metalizada de tamaño mediano.
Suena mi móvil: es Sabelita, de la oficina. “Que Javier está en el hospital. Que tiene una gastroenteritis o algo parecido”. “¿Y qué hago yo comiendo con Dylan, que no debe saber una palabra de español?” Sabelita: “tú sabrás. De situaciones peores has salido…”.
De eso tiene razón, pero, joder, qué espíritu de colaboración tiene esta chica. Ella que precisamente habla inglés como si fuera londinense podría coger un taxi y venir hasta aquí para ayudarme en este trago, pero debe estar agobiada con su trabajo como para oficiar además de traductora forzada. Y además no le apetece conocer nada a este señor, me temo. Me fumo un cigarro –de los últimos que fumé a lo largo de mi vida– y me puse a pasear por la acera de enfrente del hotel esperando la hora que habíamos fijado para vernos. Una mañana calurosa. Me protejo del sol que ahora pica que da gusto y pienso un plan de emergencia. ¿Y si me largo? No pasaría nada. Les haría llegar una excusa: que ha habido un problema técnico… Comerían, hablarían de sus cosas y subirían a dormir la siesta. No haber conocido al director artístico de la Expo de una ciudad remota del planeta no iba a resultar para ellos ningún tipo de trauma. Pero eso qué importa. Además a Dylan le gusta mucho desaparecer. Es toda una leyenda su desaparición del escenario a la tercera canción en el Newport Folk Festival en Julio de 1964, cuando el público, considerándolo un traidor a la música folk, se enfadó porque cantaba acompañado de un grupo que tocaba con guitarras eléctricas… Se ha largado de matrimonios, de negocios, de conciertos, de bandas, de estudios de televisión… Bob Dylan mejor que nadie comprendería las razones de mi fuga y sabría disculparla… El dijo una vez que “ser famoso puede ser una gran carga. Jesucristo fue crucificado porque se hizo notar. Entonces yo desaparezco a menudo…”. Pues eso.

2 “How many people will be tonight at the concert?” (¿Cuánta gente va a venir al concierto?”) Esas fueron las únicas palabras que me dirigió a través de su intérprete en toda la comida. Cuando le dije que pensábamos que más de ocho mil espectadores no noté ningún tipo de reacción especial. Al fin y al cabo él había actuado en conciertos para más de doscientas mil personas, y en teatros de cien localidades. Le era indiferente –en todos los sentidos– que viniera mucha o poca gente. El resto del tiempo, silencio o conversaciones entre ellos. Su ayudante, un latino de origen colombiano pero afincado en Nueva York desde hace doce años, tampoco habla demasiado, excepto de fútbol de vez en cuando. Curiosamente relaciona Zaragoza con el gol de Nayim y se lo explica a Bob haciendo con la mano una imitación de la parábola que hizo la pelota hasta doblar las manos de David Seaman, el portero del Arsenal en la famosa final de la Eurocopa.
También se interesa vagamente por otros artistas invitados a la Expo. Cuando le digo que vienen Patti Smith, Paul Weller, Alanis Morissete, Diana Krall, Björk, etcétera, se lo cuenta a Dylan, que no levanta la vista del plato ni parece inmutarse lo más mínimo. No parece tampoco tener hambre. Ni sed. El agua mineral que ha pedido me recuerda las etapas de su vida en que no paraba de beber alcohol. Beber en las giras, en las carreteras y los aviones hasta que decidió dejar de hacerlo a mitad de los noventa. Veo sentado enfrente de mi a un hombre delgado, con la cara ligeramente hinchada, muy envejecido con respecto a los enormes carteles que nos ha hecho llegar su oficina, un poco más alto que yo, con las manos vivas, las uñas largas, y tal vez no demasiado limpias. Su rostro… ¿Cómo definirlo? Cuando Andrés Calamaro tenga su edad será así, pensé, pero con los dientes más pequeños (o los implantes), con menos encanto en sus hermosos y algo apagados ojos azules. (Más tarde supe que Calamaro había sido precisamente el telonero de una gira anterior por España).
Me produce cierta tristeza ver enfrente a este hombre que para muchos es un dios, y que para mí también lo sería, si lo hubiera escuchado con paciencia e interés –como después hice–, si me hubiera detenido en el contenido de sus letras, repletas de metáforas, de juegos de palabras, de inteligencia literaria. Entre él y yo están los Beatles, a quienes conoció en 1964, durante su segundo desembarco en Estados Unidos, y no se puede tener dos dioses en estos tiempos monoteístas. Los comensales no lo miran. No deben saber quién es, lo cual es un motivo de satisfacción para él que, sin embargo, no exterioriza de ninguna manera. En realidad exterioriza muy poco, casi nada. Es un hombre solo, en una mesa en donde comemos despacio tres hombres solos, que no pueden encontrar un tema de conversación porque pertenecemos a mundos distintos.
Pienso. Lo veo y pienso. Pienso en las horas de carretera que el cuerpo de este hombre lleva consumidas. ¿Cuántas veces habrá dado la vuelta al mundo? ¿Para qué seguir a su edad haciendo ese viaje a ninguna parte, pudiendo tal vez estar con sus hijos y con sus nietos, tranquilo en alguna de sus muchas mansiones, en esas casas que todavía conserva después de sus divorcios multimillonarios y que tan poco le han visto a lo largo de sus años de recorrer kilómetros y kilómetros. El dramaturgo Sam Shepard dijo de él cuando fue a visitarlo a su caravana en el segundo concierto que dio en Duluth (Minnesota), la ciudad en que nació en 1941, que le gustaba vivir como los gitanos, que su espíritu era el de un nómada impenitente, y que retenerlo en su sitio durante mucho tiempo era una tortura para él. Una tortura debió ser la única vez que estuvo hospitalizado porque sufrió una pericarditis en 1977 que le tuvo retenido en la cama como a cualquier ser mortal.
El dramaturgo Sam Shepard dijo de Bob Dylan que le gustaba vivir como los gitanos, que su espíritu era el de un nómada impenitente, y que retenerlo en su sitio durante mucho tiempo era una tortura para él.
Pienso en su amistad con George Harrison. Me gustaría que me dijera cosas de mi Beatle favorito, con el que siempre tuvo una amistad especial, que le llamó para participar en el memorable concierto de Bangladesh en 1971 en el Madison Square Garden, al que había invitado en diversas grabaciones y con quien compartió una de las últimas aventuras a partir de 1988: Los Traveling Wilburys, una banda de solitarios (Tom Petty, Jeff Lynne, Roy Orbison y ellos dos…) que se aburrían de ser lo que eran y pretendían ser otra cosa diferente y que grabaron solo tres discos, uno bueno y dos regulares. Pedirle explicaciones sobre su ausencia en el Royal Albert Hall el día de su homenaje póstumo…

Preguntarle por las mujeres incontables que por su cama pasaron, por las que se quedaron en su corazón para siempre, especialmente por Joan Baez, que tan bien se portó y tanto le quiso, por sus constantes infidelidades, por la relación que le queda con ellas, ahora que su edad es avanzada y su cuerpo está bastante más deteriorado por los excesos, los kilómetros, los desengaños y la poesía de sus letras, que probablemente ha funcionado como un veneno de efecto lento y demoledor. Me gustaría hablar de sus escritores favoritos, de esos que leyó cuando uno lee lo que abrirá el sendero espiritual e intelectual de una vida: en su caso, Tucídides, Dostoievski, Dylan Tomas, John Steinbeck… Por la admiración que compartimos por Marlon Brando, por esa afición por dibujar la vida y que se concretó en un libro de 1994 titulado Drawn Blanck, en donde aparecían muchas imágenes de mujeres afroamericanas y muchas habitaciones de hoteles solitarios.
Me gustaría hablar de sus escritores favoritos, de esos que leyó cuando uno lee lo que abrirá el sendero espiritual e intelectual de una vida: en su caso, Tucídides, Dostoievski, Dylan Tomas, John Steinbeck…
Me reiría con él si me contara el porqué de su afición por contar trolas, por vivir detrás de una mancha de tinta que, como a los calamares, le oculta de las miradas de los demás. De la muerte de sus amigos, de sus litigios con sus productores, de sus desplantes con el público, de esa insistencia en negar lo que todos reconocían en él: el icono de una generación perdida, que buscó en su figura el modelo perfecto para su cuadro imaginario y se negó siempre a posar para él. Si esa necesidad de huir era, tal vez, la más genial operación de marketing que había existido en el mundo de la música contemporánea, o respondía a una actitud existencial que había terminado siendo una costumbre y empezó siendo una maldición. Si su claustrofobia social era sincera o calculada. Me gustaría que me hablara de los premios y reconocimientos que había recibido, especialmente en el último periodo, y si consideraba que con ellos había terminado asimilado al enemigo, al poder y al mercado, al convencionalismo de las normas y las leyes con las que tantas veces había discrepado, como algunos mal pensados aseguraban.
Tal vez hubiéramos encontrado un punto de encuentro y cercanía hablando de nuestras madres, fallecidas ambas recientemente. A la suya, que también ejerció una importancia enorme en su vida, la llevó a conocer a Bill Clinton cuando el Presidente le entregó su condecoración en el Kennedy Center. Pero de nada de eso hablamos, porque nos separaba un idioma, seguramente sus pocas ganas de abrir la boca para hacerlo y porque el nexo colombiano que debía unirnos, y que a veces se levantaba de la mesa para hablar a voces en inglés por teléfono, no parecía muy decidido a unir. Acabó la comida como había empezado: con un apretón de manos y una mueca parecida a una sonrisa desganada. Manos no muy grandes las de Dylan: tanto rasgueo de guitarras en su vida… Tampoco las mías. Esas uñas un poco sucias, y poco más.

3 El concierto de Bob Dylan en Zaragoza era el primero de una gira de trece actuaciones por España. En ese momento Bob dirigía en Estados Unidos un programa de radio de gran éxito titulado “Theme Time Radio Hour” para XM Satélite Radio, y procedía de dar un concierto en San Petersburgo. Acababa de delegar en su hijo Jesse para recoger en la cena de los Premios Pulitzer un premio “por su profundo impacto en la música popular y la cultura estadounidense , gracias a unas composiciones líricas de extraordinaria fuerza poética”, según proclamaba el jurado. La organización de la Expo había llegado a un acuerdo con su empresa de representación para que Bob se convirtiera en el icono del evento, que tenía como tema central el agua. Se grabó un vídeo en el que el cantante hablaba en off sobre la necesidad de que la utilización responsable y solidaria del agua se convirtiera en una prioridad mundial y que él se sentía orgulloso de poder decirlo. Ese vídeo fue emitido por todas las televisiones. Junto a ello, estaba programada su actuación.
En un primer momento, se esperaban realmente unos diez mil espectadores. Esa cifra se superó un poco y el acto se celebró en los terrenos de la Feria de Muestras, a varios kilómetros de la ciudad, en lugar del propio recinto de la Expo. Como no se sabía con exactitud el número de espectadores que al final acudirían, se tomó la decisión de llevarlo a un lugar abierto, bien comunicado, y que permitiera reunir sin problemas grandes multitudes. De hecho, los Rolling Stones habían actuado seis años antes en ese lugar ante más de cuarenta mil personas.
El concierto estaba pensado que comenzara a las nueve de la noche. Era 23 de Junio de 2008, uno de los días más largos del año, con lo cual, cuando Dylan salió al escenario acompañado de una banda muy potente, integrada por siete músicos, después de la actuación de un telonero, había luz natural. Dylan dio un concierto rutinario. No pareció esforzarse demasiado y el repertorio estuvo compuesto por bastantes de sus grandes éxitos. Yo no le había visto nunca en escena, pero sabía que de vez en cuando, sorprendía al público, y a veces a sus propios músicos, con ideas de ultima hora, como introducir canciones no previstas, o darles un aire diferente a las que si lo estaban. Este tipo de sorpresas le conferían a sus apariciones una vitalidad inusitada y un halo de genialidad muy especiales.
Nada de eso ocurrió aquel día. Para empezar, Bob no se movía prácticamente de su lugar en escena, excepto para ir a beber agua, y muy pocas veces levantaba los ojos del suelo. Miró al público en contadas ocasiones. Para mí el concierto fue la continuación lógica de la comida que habíamos compartido hora antes, con la excepción de que esta vez pude escucharle. Las manos sí eran las mismas: parecían gaviotas que tocaban las diferentes guitarras que utilizó. En cuanto a la voz, el público pudo apreciar que había cambiado claramente. Era mucho más oscura y desgarrada que la que conocíamos en las grabaciones. Recordé una de sus afirmaciones al respecto: “No tengo una voz bonita. No sé cantar bonito y además no me da la gana de hacerlo”. Eso se notaba en las canciones especialmente populares, que todos esperábamos poder corear un rato, como Like a Rolling Stone, que incluso se hacía complicado reconocer porque el sonido y la contundencia de las guitarras eléctricas y la batería dificultaban escuchar la letra. Si pudiera poner un ejemplo doméstico, sería el de Joaquín Sabina, quien de un álbum para otro nos pareció una persona diferente, con ese sonido resultante del consumo del alcohol y el paso del tiempo. Un amigo me había dicho una vez que Sabina había conseguido tener la voz que toda la vida había querido tener, esa que solo la vida vivida intensamente puede regalar a un cantante. Algo de eso le ocurrió también a Dylan.
Las manos de Dylan parecían gaviotas que tocaban las diferentes guitarras que utilizó. En cuanto a la voz, el público pudo apreciar que había cambiado claramente. Era mucho más oscura y desgarrada que la que conocíamos en las grabaciones.
Al final del concierto me ocurrió algo divertido. Como responsable de la parte artística de la Expo solía visitar al artista, o los artistas del día al final de sus actuaciones. Como la logística de ésta era diferente por las razones expuestas, la guardia pretoriana que protegía al cantante, y la propia seguridad de la Expo, no me dejaron pasar. De nada sirvió que dijera y probara con salvoconductos oficiales que yo era el responsable de aquello. Todo fue inútil y no me despedí de Dylan. Tampoco me apetecía demasiado. No volví, pues, a verle las uñas ni apretar su mano indiferente.

4 Ocho años después de ese día, el 13 de Octubre de 2016, Sara Danius, Secretaria Permanente de la Academia Sueca, anuncia que Bob Dylan había sido galardonado con el Premio Nobel de Literatura entre un griterío de estupor, aprobación y probablemente repulsa de los asistentes al acto, muchos de los cuales desconocían que ya en 1996 se habían levantado muchas voces, de ilustres intelectuales y catedráticos, para que le fuese otorgado el preciado galardón. Las razones que esgrimió Sara coincidían con lo que aquellos señores ya decían una década antes: “Bob Dylan ha creado una nueva expresión poética dentro de la gran tradición de la canción americana”.
Como siempre ocurre, antes del anuncio se hacían quinielas diversas. Ese año los aspirantes más repetidos eran Philip Roth, Don DeLillo y el novelista japonés Haruki Murakami. La vida tiene a veces crueles casualidades: Darío Fo, que había recibido el mismo premio en 1997, con escándalo parecido, y que también había actuado en la Expo de Zaragoza, había fallecido pocas horas antes del anuncio.
En octubre de 2016 obtuvo el Nobel de Literatura entre un griterío de estupor, aprobación y probablemente repulsa de los asistentes al acto, muchos de los cuales desconocían que ya en 1996 se habían levantado muchas voces para que le fuese otorgado el preciado galardón.
Al saberse el nombre de Dylan comenzó la polémica. La de siempre, pero esta vez con mayor virulencia. ¿Un cantante que escribe letras de canciones, por muy buenas que sean, debe ganar el Nobel? ¿Con esa decisión la Academia no estaba rebajando el listón de la Literatura? ¿Dylan estaba en la misma altura de Gabriel García Márquez, de José Saramago, de Maurice Maeterlinck, de Anatole France, de Bernard Shaw, de Thomas Mann, de Luigi Pirandello, de Eugene O’Neill, de William Faulkner, de Albert Camus, de John Steinbeck, de Samuel Beckett, de Pablo Neruda, de Octavio Paz, de Harold Pinter, de Doris Lessing…? Algunos decían que el asunto podía tener sentido si el premio fuera a las Artes en general y no a la Literatura en particular. Otros consideraban que a lo largo de la historia otros escritores enormes, como Jorge Luis Borges, Tennessee Williams o Arthur Miller no habían recibido el premio… Lo de siempre, pero más.
Yo había compartido una hora con ese hombre al que el mundo le reconocía unos méritos que no conocía, sencillamente porque no había leído con detenimiento sus textos y su música me era prácticamente ajena. Y ahora lo confieso: ese fue el momento en que empecé a prestarle atención, entre otras cosas porque las letras de sus canciones fueron objeto de traducciones al castellano excelentes y rigurosas.

Y comprendí la justicia del Premio. Y comprendí las palabras de Allen Ginsberg: “Dylan es uno de los más grandes bardos y juglares norteamericanos del siglo XX y sus palabras han influido en varias generaciones de hombres y mujeres de todo el mundo”. Pero, sobre todo, comprendía la obra de Dylan, o al menos parte de ella. Y hallé en él un poeta enorme, a veces hermético e incomprensible, al que le gusta jugar con las palabras, las suyas y las de otros, que habla (y canta) sobre el amor, especialmente sobre su ausencia y su desgaste, sobre la soledad del ser humano en pleno siglo XX, sobre la manipulación a la que se ve sometido, sobre la podredumbre y la belleza de la vida, sobre esas preguntas cuyas respuestas solo están flotando en el viento, sobre la injusticia de los poderosos, a los que amenaza con precisión en Masters of War, esa canción terrible que escribió a los 22 años y que tantas veces abre sus conciertos:
“Ustedes, que fabrican las grandes armas
Ustedes, que construyen los aviones de la muerte
Ustedes, que construyen todas las bombas
Ustedes, que se esconden tras los muros
Ustedes, que se esconden detrás de escritorios
Sólo quiero que sepan
Que puedo verlos a través de sus máscaras”.

He aprendido a leer a un poeta que escribe sobre la herida entre generaciones, sobre el deterioro de la naturaleza, sobre la bondad, sobre la muerte y la decrepitud, sobre el paso del tiempo, sobre la insignificancia de las cosas, sobre la grandeza inmensa de esas mismas cosas. Y encuentro canciones que me emocionan por lo que dicen y cómo lo dicen. Por su renuncia a la grandiosidad, a la solemnidad, a la petulancia, y por su valoración de la ironía, del humor, de la socarronería, sobre la vida sencilla expresada con sencillez. Sobre el derecho a que nos dejen ser como somos, sobre la autenticidad que chapotea en nuestros lagos interiores, sobre el desarraigo, la pérdida y los perdedores.
He aprendido a leer a un poeta que escribe sobre la herida entre generaciones, sobre el deterioro de la naturaleza, sobre la bondad, sobre la muerte y la decrepitud, sobre el paso del tiempo, sobre la insignificancia de las cosas…
Eso es para mí once años después el hombre que comió conmigo y no me dijo ni una palabra. Sobre aquel señor que entonces tenía la edad que tengo yo ahora y que aquel día me parecía un viejo maleducado y sin ningún sentido del humor. Sobre aquel tipo que se negaba a ser recordado por las razones que se esgrimieron para darle el Premio Nobel: como un representante de una generación de artistas que desapareció demasiado pronto, porque las drogas, el alcohol, la vida y la lucha por los derechos civiles, forman un cóctel que desgasta y es enormemente peligroso para la salud del cuerpo. De hecho, creo que cuando Dylan se levanta por las mañanas en un hotel de cualquier parte del mundo, sorprendido de saberse vivo, se repetirá delante del espejo sus propias palabras: “Ningún hombre, ninguna mujer sabe / la hora en que llegará el sufrimiento / En la oscuridad escucho la llamada de las aves nocturnas… El sueño es como una muerte temprana”. Si ese día decide afeitarse los cuatro pelos de barba que luce en sus mejillas, se preguntará ante el espejo, mirándose sus cansados ojos azules, cuántos de sus amigos, de sus acosadores, de sus parejas, de sus compañeros músicos, de sus colegas poetas, habrán muerto y cuántos han resucitado en su interior en esa misma noche de insomnio.
Y se dirá una vez más lo que ya se dijo a sí mismo un día: ”Cuando yo muera, la gente interpretará hasta la última puñetera coma de mis canciones…”

Firmas Sumergidas: Paco Ortega
Paco Ortega nació en Zaragoza y vive entre esa ciudad y Sevilla. Se licenció en Filología Hispánica en la Universidad Central de Barcelona, realizando estudios incompletos de Historia Contemporánea, Derecho y Periodismo. Ha sido profesor de Interpretación en la Escuela Municipal de Teatro de Zaragoza, en donde fue director y jefe de estudios en varios períodos, y también ha impartido clases y dirigido talleres en el Institut del Teatre y la Escola del Palau de Barcelona (1993).
Con su compañía Nuevo Teatro de Aragón dirigió espectáculos que giraron por España entre 1982 y 2000, a partir de textos de Molière, García Lorca, Michelle Laurence, Franz Kafka, Rodolf Sirera, Javier Tomeo y otros autores. A partir de entonces se dedicó con más profundidad a la producción, desde la dirección del Centro Dramático de Aragón (2000-2004) y a la programación de espectáculos como director artístico de Expo 2008 (2005-2008). Ha sido director de dos ediciones de la Feria de Teatro de Huesca, de los Festivales Internacionales de Teatro y Marionetas de Zaragoza, y del Festival Sin Fronteras Zaragoza.
Ha escrito varios textos teatrales. En los últimos años, Ausencia, mi voz a ti, Cernuda, con la coreógrafa y bailarina Isabel Rodríguez Romero, para la compañía Dama de Noche; No me jodas, por favor, para el Teatro del Espejo, Las voces del exilio, para Dama de Noche, y Así que pasen cinco años, aproximadamente, para la Escuela de Teatro de Zaragoza (así como múltiples adaptaciones para esta última institución docente) y Algunas dijeron que no.
Fue actor durante cuatro años en el Teatro de la Ribera de Zaragoza, y últimamente ha interpretado diversos personajes en El uno y el otro y La visita, de Rafael Campos y Jorge Gay; Carta de una desconocida, de Stefan Zweig (Teatro Intimo) y Ausencia, mi voz a ti, Cernuda. Ha escrito numerosos artículos en prensa y revistas especializadas, como “Pipirijaina” y “El Público”. Miembro del Consejo de Redacción de Primer Acto, ha publicado en los últimos años varios libros. Entre ellos, Miguel Garrido ¿De qué color es el cielo de Hellín? (Editorial Arbolé, 2009), una biografía sobre el maestro de clowns y Cartas al maestro, en colaboración con la periodista y actriz Laura Pilar Sierra. Acaba de terminar Memorias de un gamberro antifranquista.