El misterio de Joe Gould y la imposibilidad de escribir

Óscar Hernández Arteaga © 2023

Fotograma de cabecera: Ian Holm y Stanley Tucci en “El secreto de Joe Gould

Sobre los escritores que no escriben se ha escrito demasiado. Leyendo El secreto de Joe Gould, obra de Joseph Mitchell, acabo descubriendo que me interesa más la vida de Mitchell que la de Gould, el vagabundo que estudió en Harvard y que renuncia a tener una vida burguesa porque está metido en un proyecto vital que es el de recoger la crónica oral de su tiempo, garrapateando cuadernos enteros, malviviendo y automarginado con rasgos de bohemio un poco loco, aprendiz del idioma de las gaviotas y protagonista de miles de anécdotas entre divertidas y grotescas.

Ese vagabundo retratado por Mitchell (la historia es llevada al cine por Stanley Tucci con el mismo título del libro) se me ocurre que es casi una invención del periodista, su cronista. Joseph Mitchell nace en la primera década del siglo XX, trabaja de reportero en varios sitios hasta que recala en el “New Yorker”, siendo considerado como uno de los renovadores del género (semblanza, crónica, reportaje). Tras el éxito de su trabajo sobre Gould y, a pesar de que iba a la oficina todos los días y escribía, no publicó nada en décadas. Su explicación era que no le parecía lo suficientemente bueno. Otra anécdota de Mitchell, que  me interesa mucho, es que, en un momento de éxito, cuando le preguntaron por el domicilio de uno de sus  personajes, dijo que no existía, que era un invento suyo.

El primer episodio de la serie Colombo la dirige un joven Steven Spielberg. Se titula Homicidio y cuenta la historia de dos autores, Franklin (Jack Cassidy) y Ferris, que utiliza el seudónimo de “Mrs. Melville”. Ambos sacan una serie de novelas de género policiaco que resulta ser un éxito de ventas. La pega es que Franklin no escribe absolutamente nada, aunque se lleva parte de los beneficios. Cuando se entera de que Ferris quiere disolver la sociedad, planea el crimen perfecto. El autor que nunca había escrito nada, materializa la única buena idea que ha tenido en su vida para matar a su compañero.

Hay quien no escribe porque no sabe por dónde empezar; hay quien no escribe porque tiene miedo; hay quien no escribe porque le da pereza. Hay quien no escribe porque en realidad no es ni será nunca escritor (aunque tenga buenas ideas). El protagonista del cuento de Melville Bartleby, el escribiente, no escribía a causa (especulo) del tedio existencial (que no es poco) que padecía y renunciaba a hacerlo con su sentencia archiconocida: “Preferiría no hacerlo”.

Yo no quiero ser Jack Cassidy. No quiero acabar materializando mi idea, prefiero escribirla. Aunque quizás materializarla sea el movimiento correcto. La vida es más importante que la escritura. Aunque supongo que soy de los que con François Truffaut (valga la pedantería) piensa que el cine (y por tanto la ficción) es más armónica que la vida. Tal y como dice un personaje, interpretado por él en la película  La noche americana, a un Jean Pierre Léaud aturdido por el desamor,  en el cine no hay embotellamientos ni tiempos muertos porque en el cine (y en la ficción) las películas (y también las historias escritas) avanzan como trenes en la noche.

Marisa Berenson, Jean Pierre Léaud y François Truffaut en una escena de La noche americana.

La verdad es que no encontrar un tema para hablar puede ser el comienzo del fin. El bloqueo siempre ha sido el monstruo agazapado que se esconde tras la puerta del que escribe. Y un tema recurrente para aquellos que viven de hacer crónicas de su mismo proceso de escritura. Siempre me viene a la cabeza el ejemplo de Enrique Vila Matas. Aunque él no haya inventado nada, creo que lo ha explotado bastante. Sus novelas (las que yo considero más flojas) versan sobre el escritor que en su proceso de bloqueo suele recorrer un infierno propio de creación postergada. Pienso también en Annie Ernaux con su característica autoficción o en la autora colombiana Margarita García Robayo, en su último libro publicado en Anagrama, La encomienda.

Otro tema también muy recurrente es el de esos escritores no con bloqueo sino que no aparecen, dando pie a especular, a crear el mito en vida, a novelar al novelista. Así lo hizo el escritor senegalés Mohamed Mbougar Sarr con su novela La más recóndita memoria de los hombres, ganadora del Goncourt hace un par de años, que es a su vez un homenaje a todos esos autores suyos de cabecera que buscan un sentido en la literatura como búsqueda, pero también como influencia como reflejo, cuya visión del mundo se ve tamizada por la investigación literaria o narrativa.

La narración puede ser una terapia, así lo demuestra Sarr en su obra. O al menos una casi patología, una obsesión, una vía de escape. El título y el planteamiento ya cuentan bastante sobre su intención. La recóndita memoria de los hombres, frase extraída de Los detectives salvajes de Bolaño. La memoria es la excusa perfecta para narrar. Una historia, cualquier historia ya ha pasado aunque sea en el futuro. El recuerdo (sea inventado o no) es el comienzo de ese desbloqueo inherente al miedo que infunde la pantalla en blanco. 

Escribir por qué no escribes puede que sea un mal negocio, pero es de lo que se ha nutrido una parte importante de autores en los últimos tiempos. Escribir sobre la imposibilidad de escribir o sobre la necesidad de escribir sobre escribir es el argumento quizás posmodernista de una visión fragmentada de la realidad o quizás sea la reivindicación del autor desaparecido con Barthes. La escritura es memoria y pasado que se proyecta y se refleja en los ojos de los que se sumergen en la lectura. La lectura es secreta, como decía Rosa Chacel, pero también es una forma de comunicarse con nuestros muertos o nuestros fantasmas, los personajes que fuimos o que nos convocaron.

La memoria sin escritura es cotidiana y surge de los pequeños asuntos que se van acumulando. Pero, tal y cómo me decía mi hermano Julio el otro día, no tenemos manera de experimentar el tiempo; el reloj es una simple representación del movimiento que se supone implica su paso. El tiempo emocional puede ser lo más empírico que tengamos, pero las emociones nos traicionan y convocan recuerdos idealizados, casi inventados. Nuestro envejecimiento físico no evidencia nada porque básicamente nos seguimos sintiendo igual que cuando éramos adolescentes. Por eso la muerte en occidente tiene ese cariz ficticio de película de terror, no logramos integrar ese final del ciclo. La muerte puede que nos parezca un mal negocio pero es muy lucrativo. Quizás ocurra lo mismo con el bloqueo del escritor y con el hecho de que sea uno de los temas favoritos de muchos narradores de este siglo.

El contraejemplo a esto lo tenemos en los autores de producción torrencial. Hay una anécdota de Dick Cavett (famoso presentador de la televisión estadounidense en los años 70) en relación a Woody Allen. Al parecer este le confesó en una ocasión que tenía miles de ideas todos los días y que su problema era decidirse por una, a lo que Cavett reaccionó incrédulo, pensando que él mismo tardaba un año en tener una buena idea. Al igual que Balzac o el noruego Karl Ove Knausgard (al que acaban de publicar otro libro) el problema quizás sea la falta de tiempo. 

Siempre he querido ser como Murakami, con una rutina diaria en la que la escritura se compagina con el deporte. Siempre recuerdo la anécdota sobre cómo de la noche a la mañana dejó de fumar, cerró un local de jazz que llevaba en los años 70 y se tomó la escritura como un trabajo, como algo serio. Correr y escribir se convirtió en su nueva forma de vida. Un corredor de fondo es lo que siempre he pensado que es un escritor. Sarr dice en una entrevista que lo peor que llevaba en la redacción de su laureada novela (de más de 400 páginas) era la soledad. Algo parecido decía Cortázar, no porque le resultara difícil estar solo, sino porque la escritura es solitaria.

No hay inspiración posible que cubra esa soledad. Es simplemente trabajo y más trabajo. Pienso ahora en Paco de Lucía, al que se le recuerda como el mejor, como un genio, pero no como alguien que se pasaba nueve horas diarias practicando con su guitarra. Están los escritores profesionales que sacan una novela al año y están los que tardan 20 años (como Cormac McCarthy).  Pero el bloqueo sigue siendo la muerte del escritor y también su mal negocio. Un mal negocio muy lucrativo siempre que se le sepa sacar partido. Y no es fácil hacerlo sin cansar al lector.

Hacer crónica del silencio y de los hechos cotidianos y de los tiempos muertos es una rutina mortuoria y quizás la manera de reconciliar la memoria con la vida y con la muerte. La ficción no sólo representa la realidad sino que la inventa, le da una dimensión que no conocíamos. La escritura, aunque nazca del bloqueo, o precisamente por eso, puede que sea una manera de conocimiento. Conocer lo que podría ser, la posibilidad como conocimiento, una suerte de vida imaginaria que escape a la muerte o que la abrace profundamente.

POR ÓSCAR HERNÁNDEZ ARTEAGA

Nacido en Tenerife en 1978, cursa estudios de Filosofía y Filología hispánica en la universidad de La Laguna. Fue colaborador de varios blogs y de un programa de radio cultural llamado El ladrón de libros. Actualmente trabaja en la biblioteca universitaria donde estudió. Y ultima su primera novela. (+ info)