Elvira Navarro: “La escritura te va llevando a lugares insospechados”

Emma Rodríguez © 2023 /

FOTOS © RUBÉN BASTIDA / 

Las voces de Adriana de Elvira Navarro es una novela escrita tras un momento de pérdida y precisamente por eso es capaz de apresar con tanta verdad y hondura las grietas que se abren en esas situaciones que dejan las emociones al desnudo, que sacan a la luz la fragilidad que nos constituye. Siempre me ha cautivado la manera en la que esta escritora es capaz de mirar al exterior y plasmar los conflictos de nuestro tiempo. En obras anteriores como La ciudad feliz o La trabajadora, en mi opinión una de las novelas de la narrativa española reciente que con mayor lucidez han retratado la precariedad laboral, Navarro ha mirado al afuera y ha detectado sus fisuras. Ahora vuelve a hacerlo, pero en esta ocasión, hay un mayor acercamiento a lo más íntimo, a los territorios del yo. 

Ella misma confiesa que esta es su historia más biográfica, más apegada a sus vivencias. La muerte de su madre detonó su necesidad de ponerse a escribir sobre ello, de explorar los cauces que se abren con el duelo. Todo el proceso ha dado como resultado una novela que reúne a tres generaciones de mujeres de una misma familia, tres generaciones unidas en un diálogo inventado en el que Adriana, la protagonista, intenta responder preguntas, llenar vacíos sobre el pasado familiar. Acceder a ese territorio, unir hilos de tiempo, de historia, es el camino que el personaje central emprende para saber por qué es cómo es, de dónde arrancan sus miedos, su manera de situarse ante el mundo.

Elvira Navarro (Huelva, 1978) ha construido Las voces de Adriana a la manera de un tríptico. Sus distintas partes se centran en situaciones diferenciadas que se vinculan y hacen avanzar la narración desde lo más próximo y tangible, hasta lo más revelador, tras atravesar las estancias de una casa llena de secretos, una especie de cofre de recuerdos, de álbum de fotos llamadas a esclarecer los paisajes de la memoria. La historia del padre, un hombre muy vitalista, que se enfrenta a la soledad tras la muerte de su mujer, a través de una web de citas, inicia el recorrido.

La muerte de su madre detonó en ElVIRA NAVARRO LA necesidad de ponerse a escribir sobre ello, a explorar los cauces que se abren con el duelo. Todo el proceso ha dado como resultado una novela que reúne a tres generaciones de mujeres de una misma familia, Unidas en un diálogo inventado POR Adriana, La Protagonista.

Él y su hija han empezado a entenderse en la nueva situación, pero cuando sufre un ictus todo salta por los aires y Adriana siente el miedo de quedarse sola, sin anclajes, sin bases sobre las que seguir creciendo, necesitada de sentidos. En el segundo tramo del camino la vemos en la casa del pueblo de su abuela, que ya no está, pero que sigue presente con sus gestos, con sus insinuaciones, con lo no dicho, con sus historias oscuras de un tiempo de guerra. Y, finalmente, uniendo piezas y fragmentos de vidas enlazadas, se construye el diálogo a tres (abuela, madre, nieta) del que os hablaba anteriormente, un diálogo que rompe los silencios y conduce al hallazgo, a la comprensión, al reconocimiento. 

La herencia, el legado, lo que nos constituye, es el tema central de esta novela que busca explorar el dolor, que nos toca directamente porque habla del discurrir de la vida, de las pérdidas en sentido amplio (en la novela también es esencial el final de un amor); esas pérdidas que tanto cuesta asumir y que se acompañan de intensos períodos de tránsito. Y, como no podía ser de otro modo tratándose de Elvira Navarro, en Las voces de Adriana hay un acercamiento, desde distintos ángulos, al ahora, al contexto social, a la realidad española. En este caso se aborda el tema de los cuidados, de la precariedad; se ahonda en el papel de las redes sociales en el transcurrir cotidiano; se retrocede a un pasado que sigue quemando, el de la guerra civil y el franquismo. Todo ello entra en esta conversación mantenida con la autora a través de correo electrónico.  

– Aunque no sea el tema central de las narraciones, lo que vivimos en el día a día asoma en las historias de Elvira Navarro de forma natural. Es una de sus señas de identidad. En su primer tramo, Las voces de Adriana nos enfrenta al tema de los cuidados, un tema que cada vez reclama más atención. El ictus que sufre el padre de la protagonista, la atención que requiere, la dependencia, la vejez, la enfermedad… ¿Hasta qué punto la literatura nos ayuda a comprender, a visibilizar los conflictos, los problemas de fondo de las sociedades que habitamos?

– La literatura visibiliza, inevitablemente, lo pretenda o no, los conflictos humanos, porque se alimenta de ellos. Las novelas canónicas de la tradición española, por ir a ejemplos cercanos, tienen la realidad social como materia: el Lazarillo de Tormes cuenta la historia de un pobre muerto de hambre y retrata despiadadamente la vida de los clérigos. El Quijote es una burla de las novelas de caballería y una apuesta por la libertad en un contexto de intransigencia inquisitorial. La Celestina tiene una gran carga de crítica social. Y así podríamos seguir hasta hoy, refiriendo prácticamente todos los títulos que se han publicado. Cosa distinta es si esos reflejos de los problemas de la sociedad están honda y eficazmente tratados, que en literatura, al menos para mí, consiste en explorarlos dando cuenta de su complejidad, en no quedarse en los lugares comunes y el panfleto.

En un diálogo que mantuvimos cuando publicaste La trabajadora me decías que, en tu opinión, “la literatura que no establece un puente con el presente está absolutamente muerta”. ¿Algo más que decir al respecto?

– Ahora te diría que es imposible que la literatura no establezca puentes con el presente. La cuestión es de qué manera lo hace. A veces ese puente no es tan evidente. Se puede hacer, por ejemplo, desde la alegoría. Desde un registro que no es realista. Kafka retrató como nadie el totalitarismo del siglo XX.

En esta novela se atrapa la sensación de vulnerabilidad, de fragilidad, que se hace más patente en momentos de crisis, de pérdidas. La historia que se cuenta es una historia individual, familiar, pero también colectiva. Nos atañe especialmente tras haber vivido el drama de la pandemia y nos conduce a heridas antiguas que no terminan de cerrar: la guerra civil, la memoria histórica, la reparación de las víctimas. ¿De qué manera todo esto está presente en el proceso de escritura? ¿Puedes reflexionar un poco sobre ello?

– Salió de un modo bastante orgánico, sin premeditación, porque son asuntos que me tocaban personalmente y siempre parto de mis vivencias o de las de gente cercana cuando escribo. Y luego la propia escritura te va llevando, a veces, a lugares insospechados. Lo más arduo de escribir, al menos para mí, no son los temas que tocas, sino la forma, que no se puede imponer al texto, porque es el propio texto el que te pide que averigües cuál es su ley interna. Para mí la escritura tiene mucho que ver con el hallazgo, no es algo que se pueda premeditar. Tienes que esperar, mientras escribes, a ese momento en el que gritas: ¡eureka!

Aunque toda tu literatura bebe en las fuentes de la propia vida (me pregunto qué literatura no lo hace, en mayor o menor medida) me atrevería a decir que aquí se hace más evidente el ahondamiento en experiencias propias. ¿Es así? ¿De qué búsquedas e impulsos surgió esta novela? ¿Me puedes hablar de la casa que se convierte en el centro de la segunda parte del libro?

– Esta novela es más autobiográfica que otras de mis obras. El detonante fue la muerte de mi madre en 2011. Me puse a escribir sobre mi propio duelo de una manera tentativa, por una necesidad puramente personal y sin ninguna pretensión de que se convirtiera en un libro. En 2014 vi Cría cuervos de Carlos Saura, donde hay un momento que para mí fue casi una epifanía: aparece la niña de la película, ya de adulta, interpretada por la misma actriz que hace de madre. Madre e hija de repente se fusionan, como si los miembros de un mismo árbol familiar fueran intercambiables. Y entonces escribí lo que hoy es la tercera parte de la novela, donde las voces de una madre, una hija y una abuela se alternan y forman una suerte de coro de mujeres. Ese texto estuvo como vaca sin cencerro durante bastante tiempo, porque, aunque me parecía potente, sabía que no lo podía publicar así, sin más. Y entonces, en 2017, y como consecuencia de haberse quedado la casa de mi abuela vacía, escribí esa parte intermedia que es “La casa”, la más autobiográfica de todas, que funciona como tránsito de la primera parte del libro a la tercera y quizás también como núcleo irradiador de toda la novela, porque es el lugar en el que Adriana pasa sus primeros años, el sitio desde donde comienza a conocer el mundo. Es un lugar fundacional.

Fotos por Rubén Bastida.

– Es evidente que en el fondo late la vivencia de la pérdida, la sensación de orfandad. La protagonista teme perder a su padre, tras la muerte de la abuela, de la madre, porque se quedará sola, con el peso de todo el legado familiar a cuestas. Todo ello la lleva a viajar al pasado, buscando unir los fragmentos de la historia común, de los vínculos familiares, de todo lo que la hace ser quien es. ¿Crees que es posible desvincularse del ayer, despojarse de los secretos, los silencios, los miedos y culpas de quienes nos antecedieron?

– Desvincularse no me parece posible, porque ese ayer somos nosotros, nos conforma. Pero sí hay distintas maneras de afrontarlo, que pasan todas, creo yo, por ser conscientes de nuestras herencias. Cuando sabemos que hay miedos y culpas heredadas, podemos racionalizarlos, salir de los automatismos de la conducta.

Sus muertes todavía me queman”, declara la abuela en la tercera y última parte del libro, aludiendo a sus hermanos -hijos de señorito- asesinados en los comienzos de la guerra. ¿Los hechos del pasado queman aún cuando se suceden las generaciones?

– No queman igual, pero tienen mucho peso. El dolor de la abuela por la muerte de sus hermanos no se transmite a Adriana exactamente como dolor, pero sí como injusticia. O en todo caso como un dolor no directamente relacionado con los hermanos, a los que no conoció, sino con la abuela. Ella se duele por su abuela. Para Adriana esos hermanos son solo una historia familiar más, un relato sesgado, contado a retazos, que ella recompone con su imaginación, rellenando los silencios, la falta de información. Lo novela, lo inventa. Creo que así funcionan la memoria y las historias familiares: inventamos la parte que nos falta, o nos quedamos con la versión que más se ajusta al sentimiento que se nos transmite.

“La casa”, Parte intermedia de la novela, es “la más autobiográfica de todas. funciona como núcleo irradiador porque es el lugar en el que Adriana pasa sus primeros años, el sitio desde donde comienza a conocer el mundo. Es un lugar fundacional”.

– ¿Tus novelas parten de preguntas, de cuestionamientos?

– No suelo partir de planteamientos abstractos. Normalmente el origen reside en situaciones o personajes, a veces en una imagen acompañada de una sensación. Tiene que haber algo concreto que me genere un enigma o el simple deseo de tirar del hilo, de saber hacia dónde me llevará.

La identidad y sus quiebras, sus roturas, es un tema constante en tu narrativa. Y de nuevo aparece en Las voces de Adriana, donde hay una profunda indagación en el pasado, en la memoria, una memoria cruel, oscura, donde también se atisban zonas iluminadas. Pienso que sin ellas sería imposible seguir adelante. ¿Opinas lo mismo?

– Vitalmente diría que sí, aunque una obra de arte puede ser totalmente oscura. Pienso, por ejemplo, en Anticristo de Lars von Trier, que me dejó sin dormir unos cuantos días, donde no hay nada luminoso. Pero normalmente se encuentran ambas cosas juntas, tanto en la vida como en el arte.

El pasado y el presente se cruzan; los ritmos se superponen. La velocidad del ahora queda reflejada en el retrato que se hace de las redes sociales, de la adicción virtual, de la búsqueda de relaciones de pareja a través de plataformas virtuales. A través de las redes Adriana busca huir de sus circunstancias, de sus temores, “escapar del tiempo”. ¿Crees que hoy ese escapar del tiempo es algo que nos refleja colectivamente? ¿Las redes son una forma de huida?

– No sé si escapar del tiempo es algo que hoy nos refleja colectivamente. Adriana sí quiere escapar, y tiene dos motivos: el aburrimiento que le produce su trabajo y el estancamiento vital. Las redes le funcionan como una ventana por la que mirar. Yo no creo que las redes sociales tengan que ser en sí mismas nada, otra cosa es el uso que les damos. La huida puede ser uno de esos muchos usos. Si tu circunstancia no te gusta y puedes escaparte un poco (pienso en la gente que tiene trabajos tediosos, o cuando estás en una reunión social por obligación, cosas así), desde luego las redes son un divertimento fácil. Pero también pueden paliar la soledad de muchas personas, al igual que las aplicaciones de citas. Para el padre de Adriana se convierten en una salida para una soledad no querida. Le permiten vivir una segunda juventud. Lo que sí deseaba reflejar es que, ahora mismo, las redes sociales cohabitan por completo con nuestra intimidad, incluso pueden estar presentes en todos los espacios de la casa: cuando estamos a punto de dormir, cuando vamos al baño… Por eso puse a dialogar a Adriana con las redes, como si encontrara en ellas una continuación de su propia conciencia. La novela también tiene una consideración sobre qué significa internet, qué temporalidad dibuja un lugar donde una información es inmediatamente barrida por la siguiente, donde lo más terrible no tiene peso, no es más que un titular, un simple tuit.

Fotos por Rubén Bastida.

– Y junto a la velocidad, a la inconsistencia de lo virtual, la protagonista necesita volver, de algún modo, al tiempo lento de la infancia, de la vida en el campo, en la casa familiar, para saber quién es, para encontrarse realmente. Este contraste me parece muy interesante en el transcurrir de la novela.

– Ella regresa a su origen no tanto por la inconsistencia de lo virtual como por la necesidad de aferrarse a sus vínculos. Cuando su padre sufre un ictus siente que va a quedarse definitivamente sin familia, sola. Y entonces hay un movimiento al pasado, a la infancia, a los ritmos de una casa de pueblo, al modo de vida de los abuelos. Es verdad que se genera un contraste entre el frenesí del presente que hay en la primera parte y la lentitud de esa vida rural en la que creció Adriana, pero no fue intencionado.

Esta novela que atrapa las sensaciones que experimentamos en los momentos de tránsito, muchas veces propiciados por la pérdida en un sentido amplio: la pérdida de un amor; de una persona querida… Aquí ambas se dan a la vez y hacen que el personaje central se encuentre desubicado, a la intemperie, atrapado en sus miedos.

– Ella atraviesa varios duelos: por la madre, por la abuela, por la casa y por un amor. Y se paraliza. Hay una toma de conciencia de lo que significa la desaparición, la muerte. Al mismo tiempo no acepta lo que está ocurriendo, aunque sepa que no le queda otra que asumirlo. Y vuelve al pasado, invoca las voces de su madre y de su abuela.

– El proceso de duelo es esencial. Cuando perdemos a alguien querido,  irremediablemente, algo cambia profundamente; dejamos de ser lo que éramos. “Había perdido la ligereza (…) La ligereza era necesaria para la vida”, reflexiona la protagonista. Me parece que hay mucha verdad, mucha lucidez, en estas palabras.

– Muchas gracias. Cuando perdemos a alguien muy importante es como si muriera también una parte de nosotros con esa persona. Así es al menos como lo he vivido yo. De hecho, decimos que estamos hundidos cuando las circunstancias nos golpean fuerte. Estás hundido y todo te pesa, te cuesta, como si llevaras un peso encima. Y eso es lo contrario de la ligereza, que es lo que permite el movimiento, la vida.

– Esa ligereza está representada, en cierto modo, por el padre en la novela. Su optimismo, su gran vitalidad, contrastan con el carácter miedoso de la madre, una mujer obligada a cumplir un mandato, el de seguir la vocación familiar de la medicina y lograr convertirse en doctora, algo que su abuelo y su padre (veterinario y practicante, respectivamente, no lograron). El tema del mandato, de lo que la familia espera de sus miembros, es importante. La familia es una institución en crisis, muy cuestionada actualmente por la literatura, tan eficaz como vehículo para reflejar sus grietas. ¿Hasta qué punto realizas este ejercicio de cuestionamiento en tu novela?

– Yo creo que, en mi caso, miro con mucha piedad y amor a la familia. La novela no hace juicios ni pasa a cuchillo a sus miembros, sino que intenta comprender sus circunstancias sin juzgarles. Trato de señalar que todos fueron hijos de su época y de contextos que, en ocasiones, eran muy duros, donde la gente apenas tenía la oportunidad de pensar, sentir y actuar de otra manera. Para los abuelos de Adriana, por ejemplo, esa posibilidad sencillamente no existía, resultaba impensable. He procurado que eso se note al contar la tremenda dureza con la que se vivía. No se le pide cuentas a alguien que lo ha tenido muy difícil para actuar de otro modo; al menos a mí no me parece que eso deba hacerse. Y Adriana refleja este sentir mío. Por otra parte, creo que el problema no son las familias, porque sin familia, es decir, sin vínculos fuertes, la vida es tremendamente áspera. En este punto debo aclarar que, cuando hablo de familia, no me refiero a la tradicional, sino a cualquier modelo, sea el que sea. La familia simplemente refleja la época, se acondiciona a ella. Lo hacemos todos en mayor o menor medida, con o sin familia, porque cuando no lo hacemos nos condenamos al ostracismo. Todos tenemos una pequeña tribu, un grupo social del que no nos gusta salirnos, porque hace mucho frío a la intemperie.

“En “LAS VOCES DE ADRIANA” miro con mucha piedad y amor a la familia. La novela no hace juicios ni pasa a cuchillo a sus miembros, sino que intenta comprender sus circunstancias sin juzgarles”, SEÑALA LA ESCRITORA.

– ¿Por qué a la narradora le resulta tan difícil retratar a la madre? 

– Porque supone ir a una relación más conflictiva que la que tiene con el padre. La madre es más difícil, es el peso del deber, los mandatos, el miedo.

Son muchas las capas de esta obra donde también ahondas en el tema de la escritura. Ya lo hacías en La trabajadora, donde la literatura se convertía en una especie de terapia. ¿Lo es para Elvira Navarro?

– Terapia es mucho decir, pero sin duda me da sentido, y eso es sanador.

Adriana necesita recurrir al lenguaje para reconstruir su historia y la de su familia; necesita encontrar las voces de su madre y de su abuela; leerlas; narrarlas. “Están en mí, soy yo…”, llega a decir. La tercera parte, el diálogo a tres voces entre la hija, la madre y la abuela, resulta muy revelador. Por fin, cuando logra reconocer esas voces como partes de sí misma, se intuye que Adriana empieza a salir de su estancamiento vital. 

– No tenemos más herramienta que el lenguaje para reconstruir historias. De hecho, las historias son lenguaje, no hay historias fuera de él, ni conocimiento del mundo siquiera, o al menos no un conocimiento consciente, que pasa por una conceptualización de lo que nos llega a través de los sentidos. Si Adriana sale o no de su estancamiento es algo que queda para el lector, creo. 

Fotos por Rubén Bastida.

– Parece que una y otra vez, a través de tus personajes, estás buscando encontrar la esencia de tu trabajo como escritora.

– No me lo propongo, pero conforme escribo voy incorporando las dudas. En el caso de esta novela, la protagonista se pone a inventar a partir de las historias que le cuentan los demás, es decir, que el propio proceso de escritura se convierte en un tema. También hay una reflexión metaliteraria en la parte de las voces cuando Adriana se pregunta sobre la verosimilitud, sobre si sus poemas son en verdad poemas, sobre el estado idóneo para escribir. Y, finalmente, cuando las voces de la madre y la abuela se rebelan contra quien les pone las palabras, que es Adriana.

– La fina línea que separa la realidad de la ficción está muy presente en la novela. ¿Crees que la ficción puede llegar a atrapar la verdad mejor que la narración pegada a los acontecimientos; un relato, una novela, puede darnos la distancia, el ángulo, la perspectiva, necesarias para comprender mejor?

– Diría que sí. Hay crónicas que también lo consiguen, aunque siempre usando las herramientas de la literatura. Me refiero a las crónicas literarias. La mera traslación de los hechos al lenguaje es además imposible, porque ya el lenguaje es una conceptualización y ahí se da una primera modificación. La literatura construye sentido y maneja una concepción de la verdad que nada tiene que ver con la adecuación a los hechos, sino con el desvelamiento, con la revelación, que implica perspectiva y que sobrepasa la mera racionalización porque respeta el misterio. No pretende explicarlo todo, asume las zonas oscuras y a veces inexplicables, la contradicción, la paradoja. Y la vida está llena de todo eso.

–  Una última pregunta: ¿Qué une y qué separa esta novela de tus primeras entregas: La ciudad en invierno, La ciudad feliz? ¿Qué has ido descubriendo por el camino?

– Para mí Las voces de Adriana dialoga claramente con La ciudad en invierno. Ambos son libros de iniciación, solo que en el caso del último es una iniciación a la muerte, mientras que La ciudad en invierno lo era a la vida. Por otra parte, Adriana tiene más experiencia y una mayor conciencia. Por el camino entre ambas yo también he cumplido años y he escrito más libros, y supongo que ahora tengo más oficio.

Las voces de Adriana ha sido publicada por la editorial Random House.