El esquema de gozo y sufrimiento del amor romántico. Repeticiones de cine

Óscar Hernández Arteaga © 2022/

Un día, viendo una película en la pantalla de mi ordenador, me di cuenta de que la mayoría de las películas que había visto tenían una temática parecida. Me había acostumbrado a ver filmes que incluían una o varias historias de amor heterosexual. Me di cuenta de que todas más o menos hablaban de un tipo de amor de pareja, más o menos ideal y más o menos real. Me di cuenta de que la estructura se repetía con ciertas variaciones. Podía empezar por el final o por el principio de la relación que se quería mostrar, pero la representación de esta concepción del amor respondía a una literatura decimonónica que había trascendido el tiempo y que se había transformado en la excusa para hablar de las neurosis de cada miembro de esa pareja, más o menos ideal, más o menos real. Quiero hablar de este tipo de películas y para ello me serviré de las obras de este estilo que más recuerdo. Voy a contar los argumentos porque es lo que realmente me importa. Por eso haré spoilers de todas. Un aviso por si se decide no seguir leyendo.

Empezaré con Uno más una, la película francesa de un director mítico del género romántico. Claude Lelouch dirige a Jean Dujardin y a Elsa Zylberstein en una historia de encuentro espiritual y amoroso. Una historia en la que también hay mucho deseo. Dujardin encarna a un compositor de cine, un don Juan irremediable, un enamorado del amor que va saltando de mujer en mujer. Lo vemos primero con una pianista más joven que él, llamada Alice. Y luego en un viaje que emprende a India por razones de trabajo, con la mujer del embajador francés (un Christopher Lambert desconocido), llamada Anna, una profesora de filosofía oriental que por los azares de la vida acabó casada con el embajador.

Con Anna, Antoine (Jean Dujardin) parece conectar desde el minuto cero. Ella se siente muy atraída por él y aunque él se haga el interesante, le ocurre lo mismo con ella. Digamos que hay una especie de conexión espiritual. Los graves dolores de cabeza de Jean y el deseo de volver a ver a Anna, provocarán que los dos emprendan un peregrinaje para encontrarse con Amma, una gurú que abraza y llora (y hace que el que la abraza también llore o que al menos se emocione). Para empezar, los protagonistas están perdidos. Es un Lost in Translation sin la dificultad de la diferencia de edad. Aquí existe un entendimiento desde el principio. Hay mucha atracción, pero hay algo más. Algo etéreo que los une. Y es en este detalle donde nos topamos con un romanticismo sentimental del que se ha nutrido la literatura moderna y contemporánea. Por mucho cinismo que se dé en este mundo deshumanizado, este tipo de historias parecen defender la creencia de un amor que aunque pasajero puede retrasar el sufrimiento de la soledad no deseada. La soledad no deseada quizás sea uno de los males de este siglo. 

Al final de la película Tal como éramos (The way we were), el personaje de Katie le dice a su homólogo masculino que es una buena perdedora y que tiene práctica. Aunque sigue en la lucha social, en la del amor parece haberse retirado. Él, con lágrimas en los ojos le pregunta por su hija, de la que no sabe nada. Esta es una de esas películas que puedes ver una y otra vez e ir saltando partes hasta llegar a momentos de definición de los personajes. Dos personalidades opuestas que se complementan. Y no tan opuestas, ya que ambas son pasionales y narcisistas, pero con distinto método. A Hubbell le interesa vivir bien y en paz. A Katie le interesa vivir y luchar por la paz. En una escena anterior a ésta, Redford (Hubbell) con la boca sangrante le replica a Streisand (Katie) que lo importante son las personas, no los principios. Mientras que Streisand defiende que los principios son las personas. Ella ha luchado por el amor de él toda la película, la hemos visto batallar y retarse. La hemos visto exigirle a él todo lo que puede ser como persona y como escritor;  imponerle o intentarlo, la visión que tiene de su persona. Un amor invasivo y neurótico, que se apoya en un deseo y en una atracción irrefrenable, lo llena todo. Pero al final, un Redford inteligente, atractivo y humano, tira la toalla, no es capaz de seguir el idealismo y la intensidad de Streisand. 

En la película Gone girl (Perdida), de David Fincher, el personaje interpretado por Rosamund Pike es una psicópata, escritora de cuentos infantiles. La asombrosa Amy. Me hubiera gustado que la película se llamara así. Sabemos que es una psicópata a medida que va transcurriendo la historia. Alguien que quiere ser amado y quiere ser el centro siempre. Una mujer que lo tiene aparentemente todo, pero que está dispuesta a morir por ver castigado al hombre de su vida. Al supuesto hombre de su vida. No sé si es una psicópata de manual o simplemente un personaje complejo y por momentos inverosímil. Pero me sirve para hablar de las relaciones y de los egos y de cómo lo segundo complica lo primero. Tampoco quiero caer en la literatura de autoayuda defendiendo la autoestima y la casi indiferencia ante la cantidad de estima que te regala el otro. Creo que, como animales sociales que somos, necesitamos del otro para realizarnos plenamente. Pero no a cualquier precio. Sin llegar a los extremos de la película de Fincher, me doy cuenta de que a veces nuestro comportamiento neurótico hace que nuestras relaciones se conviertan en una ficción casi imposible de representar.

Por mucho cinismo que haya en este mundo deshumanizado, las historias románticas parecen defender la creencia de un amor que aunque pasajero puede retrasar el sufrimiento de la soledad no deseada, lo que quizás sea uno de los males de este siglo. 

En Play it again Sam (Sueños de un seductor, para la versión doblada), Woody Allen protagoniza una historia que cuenta las desavenencias de un joven de 29 años al que acaba de dejar su mujer. La visión que tiene de esa ruptura es la excusa para crear un cúmulo de situaciones cómicas. El antihéroe en acción, responde a una imagen estereotipada del personaje masculino del cine clásico hollywoodiense, apoyado en otro perdedor, Bogart, de cara seca y alargada, austero, de poca estatura física y que llegó a ser un icono del cine negro con tintes sociales, realistas y románticos. 

La escena de despedida de Bogart y Bergman en Casablanca es muy significativa. El personaje de Bogart, Rick, un hombre duro, desencantado pero idealista, ofrece una oportunidad al amor, a otro tipo de amor, al desinteresado. Permite que la mujer a la que más ha querido se marche con otro. Y Woody Allen, su personaje Alan, hará lo propio, tras embarcarse en el itinerario del hombre solitario y neurótico al que nada le sale bien, para luego extraer una enseñanza sobre la vida y sobre su paso por ella. La única mujer que le hizo caso fue a la que no quiso seducir. Una joven Diane Keaton, que ya por ese entonces había protagonizado la obra de teatro en la que está basada la película, y había vivido una relación amorosa, con una duración de un año, con el neoyorkino Woody, 11 años mayor, ofrece la réplica perfecta al antihéroe, siendo ella tan neurótica como él. 

Jim Carrey y Kate Winslet en un fotograma de la película Olvídate de mí, dirigida por Michel Gondry

En Olvídate de mí, la película que se llevó un premio de la academia de Hollywood, por su guion en 2004, cuenta la historia fantástica de un hombre, cuyo recuerdo, es borrado de la memoria de su pareja. La ruptura se hace así más llevadera para ella. Una Kate Winslet disparatada y con cambios coloridos de pelo. El hombre (un Jim Carrey comedido) intenta lo mismo y mientras se somete al proceso de amnesia localizada, al darse cuenta de que el olvido supondrá la muerte de la pareja, intenta huir del borrador externo. 

El amor que sobrevive, tras ser desvelado el artificio de la amnesia voluntaria, es un amor que reincide aun sabiendo que no funcionaba, en quererse, o en sentirse anegado por un torrente químico que siendo precavidos se debería de evitar por salud mental. Un masoquismo ese amor loco y ciego, nada desinteresado, que se muestra como metáfora de ciertas relaciones sentimentales.

Con su primera película Jonás Trueba plantea el recuerdo de un olvido para constatar que se puede seguir amando a pesar de haberlo vivido y sufrido. Todas las canciones hablan de mí trata la historia de Ramiro Lastre, un aspirante a escritor que, tras romper con su novia,  intenta, sin resultado claro, probar otras alternativas de vida. La nostalgia y los recuerdos hacen que las relaciones pasadas cobren un sentido proustiano. Quiero decir que es en el recuerdo amoroso donde se quiere por segunda vez de una manera distinta y quizás más literaria, tal y como sucede en la obra del autor francés Marcel Proust. Ramiro no se aclara hasta el final. Y al final tampoco tiene demasiado claro lo que quiere para su futuro, sólo para su presente. Un presente con ella. O con la imagen que tiene de ella en ese presente. Una mirada posiblemente idealizada y neurótica aunque intente lo contrario.

Daniel Day-Lewis y Winona Ryder en un fotograma de La Edad de la Inocencia, película dirigida por Martin Scorsese

En la Edad de la inocencia, creo ver un homenaje de Scorsese al Visconti del Gatopardo, al Hitchcock de Vértigo y a la visión romántica de David Lean. Hay en esta película preciosismo en la imagen, a través de una dirección artística poderosa con la elección de los decorados, de los vestidos, y con el uso de la fotografía y la iluminación que planea por momentos inolvidables. El uso de la música, los movimientos de cámara, el punto de vista del autor que se confunde con el de la narradora, que se confunde a su vez con el del protagonista masculino… Se trata de una historia de amor reprimido por el yo social. Y está contada con un afán inquisitorio (gracias a la novela de Edith Wharton y al planteamiento del guion) propio de una película de Hitchcock, con obsesiones visuales y coloristas que esconden una trama casi detectivesca. El cotilleo exquisito del Nueva York de finales del XIX se ofrece como telón de fondo para exhibir la disconformidad y por tanto el esfuerzo tácito por destruir el amor de los dos protagonistas.

En “La edad de la inocencia” , de Martin Scorsese, El cotilleo exquisito del Nueva York de finales del XIX se ofrece como telón de fondo para exhibir la disconformidad y por tanto el esfuerzo tácito por destruir el amor de los dos protagonistas.

La adaptación de la novela de Jane Austen Orgullo y prejuicio, llevada a cabo por Joe Wright, es otro ejemplo de representación amorosa donde la dificultad social queda en un segundo plano ante los impulsos amorosos. Una estética de anuncio de perfume asoma en algunos planos del final. Una historia de dobleces y sentimientos reprimidos que describe como nunca Austen, con unos diálogos elocuentes por lo que callan. El amor es así retratado como una especie de tesoro intelectual al que no todos pueden aspirar. En la adaptación cinematográfica la banda sonora, la fotografía y una dirección centrada en las miradas, en la ironía de los diálogos, en lo que insinúan y en lo que dicen entre líneas, aportan una representación de los sentimientos amorosos que aún nos llegan a cautivar o a interesar por la inteligencia que hay detrás.

Cary Grant e Ingrid Bergman en un fotograma de la película Encadenados, dirigida por Alfred Hitchcock en 1946.

Encadenados de Hitchcock tiene una historia de espías de telón de fondo, pero es, básicamente, una metáfora clásica de las relaciones amorosas, llena de clichés pero con un toque fresco que viene de la redención del amor. Una Ingrid Bergman espontánea y muy creíble se enamora de un austero Cary Grant. Y es recíproco. Pero el amor pasa por pruebas, o al menos este tipo de amor tan presente en la literatura, en el cine. El tipo de pruebas que ponemos por miedo a que nos hagan daño. 

La historia sucede justo al acabar la Segunda Guerra Mundial. Los alemanes son los malos y los americanos, los buenos. Y el trabajo que le proponen a ella es seducir a un importante empresario alemán, antiguo amigo de su padre. La propuesta viene de Grant (que es un mandado de su gobierno y que al parecer sólo obedece órdenes). Lo único es que Devlin (Grant) está perdidamente enamorado de Alicia (Bergman). Cuando le propone el trabajo, secretamente desea que ella no lo acepte. Pero lo hace. Y la razón de que lo haga es, según ella, que no cree que a él le importe de verdad, puesto que no le ha oído de sus labios ni una sola vez que la quiere. 

“Encadenados” de Hitchcock tiene una historia de espías de telón de fondo, pero es, básicamente, una metáfora clásica de las relaciones amorosas, llena de clichés pero con un toque fresco que viene de la redención del amor.

Aloha (Welcome Back), de Cameron Crowe, es un filme irregular pero con ideas y con un gusto musical que lo redime. En sus historias suele haber personajes que protagonizan una bajada a ese subterráneo húmedo y oscuro de los miedos y de las lecciones por aprender. Huidas hacia delante, tropiezos y alguna historia de amor que alumbra el camino para salir del subterráneo. Ella le dice a él: “Te has vendido tantas veces que nadie te compra”. Y otra ella anterior (quizás el amor de su vida), aparece con su hija (él sospecha que es suya). Él (Bradley Cooper), Brian, está a punto de marcharse, su misión en Hawai ha llegado a su fin (su trabajo ha terminado, la chica de la que está enamorado, Emma Stone, no quiere ni verlo y su expareja, Rachel McAdams, acude para decirle la verdad sobre su paternidad). “Tengo algo que contarte”, le dice. A lo que le replica un Cooper agotado: “Supongo que sé lo que me vas a decir, digamos que  si fuera el día del padre, ¿tendría que celebrarlo?”. Y finalmente, después de doce o trece años, ella le dice: “Sí, lo celebras”.

Esto es Aloha, más que una historia de amor, una historia de reencuentro, de pasado no resuelto y, además, con un regalo: una hija. De ahí el título de la versión original, Welcome Back. La película se cierra con una canción de Beck, Heart is drum. Con frases que definen muy bien al personaje protagonista: “trataste de correr cuando venían los problemas (…) necesito encontrar a alguien que me enseñe cómo interpretarlo y dejarlo atrás. Superar el pasado sin necesidad de huir”… Y como marco una historia de amor (o varias) que se va agrandando hasta el final y que sirve como despertador para nuestro héroe herido y cobarde. Me doy cuenta de que le dedico más palabras a la peor de todas las películas comentadas y sometidas a spoiler. Lo sé. Pero también que hay mucho cine no excelente que merece ser visionado por diferentes motivos. Dicho esto, me quedo con el vídeo de la canción de Beck. 

También se podría dedicar un artículo a los títulos de las versiones dobladas y a su diferencia con el original. Ya en el título, se nos dice que no vamos a ver exactamente la misma película que el resto del mundo. Pero ese es otro tema y seguro que daría para muchas páginas. Ahora me doy cuenta de que he repetido mucho lo de los amores neuróticos. Y habrá alguien que se pregunte si existen amores sanos. Amores reales después del final feliz de la película. Creo que todos los amores por serlo son en parte neuróticos; no necesariamente patológicos, tóxicos (palabra muy de moda) o insanos. Y volviendo a Aloha, en la parte casi final Rachel McAdams recibe una carta de su marido, un piloto de avión metido en misiones poco éticas y del que apenas sabemos nada porque es bastante callado, despliega su romanticismo. Le escribe a su mujer que aunque no sea el primero que conquistó su corazón, si es la opción más sólida (literalmente, más responsable y más sana) y escuchamos a McAdams con lágrimas en los ojos leyéndole la carta a Cooper (Brian) en la cocina de la casa de ella.

Entonces escuchamos lo que le cuenta su marido, por ejemplo que se siente a salvo cada vez que cruza la puerta chirriante porque sabe que dentro le espera ella. Vemos un plano del interior de la casa, desde el exterior, y nos damos cuenta del viento y de la puerta chirriante. Cooper casi nos mira a nosotros, como descubriendo algo, encontrando esa complicidad en el espectador que sabe que el marido tiene razón y que ese gen romántico no lo tiene nuestro protagonista, Brian (Cooper), aunque a él le espera otra mujer. La puerta chirriante es un ejemplo del tipo de detalles en los que se detiene alguien que está enamorado. Y también puede funcionar como metáfora del amor de pareja, un amor que chirría, que puede incomodar o asustar pero que también puede merecer la pena. 

La puerta chirriante es esa presentación neurótica de lo que necesitamos para ser un poco más humanos. Puede que existan otros amores y otras representaciones del amor. Y en realidad cada vez existen más etiquetas distintas. La visibilidad de la diferencia y la ampliación de las distintas experiencias obligan a forzar el lenguaje para poder nombrarlo. Pero, creo que en el fondo, no estamos demasiado lejos de esa neurosis casi congénita que contiene la definición del amor, ya sea el amor heterosexual, bisexual, homosexual, asexual, binario o no. El esquema de gozo y sufrimiento es el mismo. Yo, por mi parte, he querido hablar de las historias que más me hacen pensar, tanto por el argumento como por la forma, y que han ido formando, para bien o para mal, parte de mi educación sentimental. Otro spoiler neurótico más. Chirriante, claro.


POR ÓSCAR HERNÁNDEZ ARTEAGA

Nacido en Tenerife en 1978, cursa estudios de Filosofía y Filología hispánica en la universidad de La Laguna. Fue colaborador de varios blogs y de un programa de radio cultural llamado El ladrón de libros. Actualmente trabaja en la biblioteca universitaria donde estudió. Y ultima su primera novela. (+ info)

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